Capítulo 15

En el transcurso de los meses siguientes, el gremio de los ladrones se consagró a reorganizarse y equiparse debidamente. Una mañana, Ugo se presentó donde Ezio vivía para invitarlo a una reunión. Ezio cogió una bolsa, guardó en ella las armas del Códice y siguió a Ugo hacia los cuarteles generales, donde encontraron a Antonio, eufórico, moviendo una vez más los pequeños maniquíes de madera para posicionarlos en los alrededores de la maqueta del Palazzo Seta. Ezio se preguntó si no estaría un poco obsesionado. En la reunión estaban también presentes Rosa, Franco y dos o tres de los principales miembros del gremio.

—¡Hola, Ezio! —dijo sonriendo—. Gracias a tus recientes éxitos estamos ahora en posición de contraatacar. Nuestro objetivo es el almacén de Emilio, que no queda muy lejos de su palazzo. El plan es el siguiente. ¡Mira! —Tocó la maqueta y le indicó las líneas de soldaditos azules de madera colocados en torno al perímetro del almacén—. Éstos son los arqueros de Emilio. Representan nuestro mayor peligro. Cuando caiga la noche, tengo la intención de enviarte a ti y a un par de hombres más a los tejados de los edificios adyacentes al almacén (y sé que, gracias al entrenamiento al que te ha sometido Rosa, puedes hacer este trabajo) para que os lancéis sobre los arqueros y los eliminéis. Sin hacer ruido. Mientras tanto, nuestros hombres, con los uniformes de Barbarigo que hemos aprehendido, avanzarán desde las callejuelas de las proximidades y tomarán posiciones.

Ezio señaló los maniquíes rojos situados en el interior de los muros del almacén.

—¿Y los guardias de dentro?

—Cuando hayáis terminado con los arqueros, nos reuniremos aquí… —Antonio señaló una piazza cercana que Ezio reconoció porque era donde Leonardo había instalado su nuevo taller. Se preguntó durante un momento cómo le irían los encargos a su amigo—… y discutiremos los pasos siguientes.

—¿Cuándo lo hacemos? —preguntó Ezio.

—¡Esta noche!

—¡Excelente! Quiero un par de los mejores hombres. Ugo, Franco, ¿venís conmigo? —Los dos asintieron, sonriendo—. Nos encargaremos de los arqueros y nos reuniremos luego tal y como has dicho.

—Si sustituimos a los arqueros por hombres nuestros, no sospecharán nada.

—¿Y después?

—Una vez que hayamos asegurado el almacén, lanzaremos un ataque sobre el palazzo. ¡Pero recordad! ¡Sed sigilosos! ¡No deben sospechar nada! —Antonio sonrió y escupió a continuación—. ¡Buena suerte, amigos míos…, in bocca al lupo! —Le dio a Ezio una palmadita en la espalda.

Crepi il lupo —replicó Ezio, escupiendo también.

La operación de aquella noche se desarrolló sin ningún tropiezo. Los arqueros de Barbarigo nunca supieron qué les había atacado, y fueron reemplazados tan sutilmente por los hombres de Antonio, que los guardias del interior del almacén sucumbieron en silencio y sin oponer mucha resistencia a la embestida de los ladrones, ignorantes de que sus camaradas habían sido neutralizados en el exterior.

El ataque al palazzo era el siguiente objetivo de la agenda de Antonio, pero Ezio insistió en ir de avanzadilla para evaluar la situación. Rosa, cuyas últimas fases de recuperación habían sido notables gracias a la combinación de habilidades de Antonio y Bianca, y que ahora podía trepar y saltar casi como si volviera a estar ya en plena forma, quiso acompañarlo, pero Antonio se lo prohibió. Ella se cogió una rabieta. A Ezio se le pasó por la cabeza la idea de que Antonio, al fin y al cabo, lo consideraba a él más sacrificable que a ella, pero dejó enseguida de lado aquel pensamiento y se preparó para la misión de reconocimiento, atándose al brazo izquierdo la muñequera del Códice con su daga de doble filo y, en el derecho, la hoja oculta. Tenía por delante una escalada difícil y no quería correr el riesgo de llevar encima la daga venenosa pues, en cualquier circunstancia, era un arma realmente letal y quería evitar un accidente que pudiera resultar fatal para su persona.

Se cubrió la cabeza con la capucha y haciendo uso de las nuevas técnicas de salto hacia arriba que Rosa y Franco le habían enseñado, se encaramó por los muros externos del palazzo, silencioso como una sombra y sin llamar la atención, hasta que llegó al tejado y vislumbró el jardín, abajo. Vio a dos hombres enfrascados en una conversación. Se dirigían a una puerta lateral que daba a un estrecho canal privado que rodeaba la parte posterior del palazzo. Siguiendo su avance desde el tejado, Ezio vio una góndola atracada en un pequeño embarcadero con los farolillos apagados, sus dos gondoleros vestidos de negro. Con el paso firme de una salamanquesa pegada a tejados y muros, Ezio descendió rápidamente y se refugió entre las ramas de un árbol para escuchar la conversación. Los dos hombres eran Emilio Barbarigo y nada más y nada menos que Carlo Grimaldi, miembro del séquito del dux Moncenigo. Iban acompañados por el secretario de Emilio, un hombre larguirucho vestido de gris, cuyas gruesas gafas de lectura le resbalaban continuamente por la nariz.

—… Tu pequeño castillo de naipes está desmoronándose, Emilio —decía Grimaldi.

—Es un contratiempo menor, nada más. Los mercaderes que me desafían y ese mierda de Antonio de Magianis estarán muy pronto muertos o con los grilletes, o de remeros en una galera turca.

—Me refiero al Asesino. Está aquí, ¿lo sabías? Por eso Antonio se muestra tan atrevido. Mira, a todos nos han robado o desvalijado, han burlado a nuestros guardias. Ya no puedo hacer más para impedir que el dux meta sus narices.

—¿Que el Asesino está aquí?

—¡Eres tonto de capirote, Emilio! Si el Maestro supiera lo estúpido que llegas a ser, serías carne muerta. Ya conoces el daño que ha hecho a nuestra causa en Florencia y en San Gimignano.

Emilio cerró la mano derecha en un puño.

—¡Lo aplastaré como a una chinche! —exclamó.

—Sí, la verdad es que te está chupando la sangre. ¿Quién sabe si no anda ahora mismo por aquí, escuchando lo que decimos?

—Sí, y ahora, Carlo, lo siguiente que vas a decirme es que croes en fantasmas.

Grimaldi lo miró a los ojos.

—La arrogancia te ha convertido en un estúpido, Emilio. Eres incapaz de ver la imagen global. No eres más que un pez gordo en un pequeño estanque.

Emilio lo agarró por la túnica y, rabioso, lo acercó a él.

—¡Venecia será mía, Grimaldi! ¡Le he proporcionado a Florencia todo su armamento! No es culpa mía que ese idiota de Jacopo no lo utilizara con inteligencia. Y no intentes hacerme quedar mal delante del Maestro. Si quisiera, podría contarle cosas de ti que…

—¡Ahórrate el esfuerzo! Y ahora debo irme. ¡Recuerda! La reunión será de aquí a diez días en San Stefano, delante de la casa de Fiorella.

—Lo recordaré —dijo con amargura Emilio—. El Maestro se enterará entonces de cómo…

—El Maestro hablará y tú escucharás —le dijo Grimaldi—. ¡Hasta luego!

Subió a la oscura góndola y se adentró en la noche.

Cazzo! —murmuró Emilio a su secretario viendo la góndola desaparecer en dirección al Gran Canal—. ¿Y si tuviera razón? ¿Y si ese condenado Ezio Auditore está aquí? —Caviló durante un momento—. Mira, prepara ahora mismo a los barqueros. Despierta a esos bastardos si tienes que hacerlo. Quiero esas cajas cargadas ahora y quiero la embarcación preparada en media hora de tu reloj de agua. Si Grimaldi dice la verdad, debo encontrar un lugar donde esconderme, al menos hasta la reunión. El Maestro encontrará la manera de ocuparse del Asesino…

—Debe de estar trabajando con Antonio de Magianis —apuntó el secretario.

—¡Eso ya lo sé, idiota! —dijo Emilio entre dientes—. Y ahora ven y ayúdame a preparar los documentos de los que hablábamos antes de que llegara nuestro querido amigo Grimaldi.

Empezaron a caminar hacia el interior del palazzo y Ezio los siguió, sin delatar en absoluto su presencia, como si fuera prácticamente un espíritu. Se fundió con las sombras, caminando con el sigilo de un gato. Sabía que Antonio no iniciaría el ataque al palazzo hasta que él diera la señal, y primero quería descubrir todo lo que Emilio se traía entre manos. ¿Qué serían aquellos documentos que acababa de mencionar?

—¿Por qué la gente no atiende a su sentido común? —estaba diciéndole Emilio a su secretario mientras Ezio continuaba siguiéndolos—. ¡Toda esta libertad de oportunidades sólo produce más crimen! Debemos asegurarnos de que el estado controla todos los aspectos de la vida de la gente y, al mismo tiempo, da libre iniciativa a los banqueros y a los financieros privados. De esa manera, la sociedad prospera. Y si los que se oponen tienen que ser silenciados, no es más que el precio del progreso. Los Asesinos pertenecen al pasado. No se dan cuenta de que lo que importa es el estado, no el individuo. —Movió la cabeza de un lado a otro—. ¡Como Giovanni Auditore, y eso que era banquero! ¡Cabría pensar que mostraría más integridad!

Ezio contuvo la respiración al oír mencionar el nombre de su padre, pero continuó controlando a su presa mientras Emilio y su secretario entraban en el despacho, seleccionaban documentos, los embalaban y regresaban al pequeño malecón que había junto a la verja del jardín, donde otra góndola, más grande ahora, aguardaba a su amo.

Emilio, cogiendo la saca con documentos que hasta entonces había cargado el secretario, le soltó su última orden:

—Envíame una muda de ropa. Ya conoces la dirección.

El secretario inclinó la cabeza y desapareció. Ya no había nadie más excepto los gondoleros, preparados a popa y proa para soltar amarras.

Ezio saltó desde su atalaya hasta la góndola, que se balanceó de manera alarmante. Con dos rápidos codazos, empujó a los gondoleros al agua y agarró a Emilio por el cuello.

—¡Guardias! ¡Guardias! —gorgoteó Emilio, palpando a tientas para encontrar la daga que llevaba en el cinturón.

Ezio le cogió la muñeca justo en el momento en que, después de hacerse con el arma, Emilio estaba a punto de hundirla en el vientre de Ezio.

—¡No corras tanto! —dijo Ezio.

—¡Asesino! ¡Tú! —gruñó Emilio.

—Sí.

—¡He matado a tu enemigo!

—Eso no te convierte en mi amigo.

—Matarme no te solucionará nada, Ezio.

—Pienso que servirá para librar a Venecia de una problemática… chinche —dijo Ezio, accionando su hoja oculta—. Requiescat in pace.

Sin apenas una pausa, Ezio deslizó el mortal acero entre los omoplatos de Emilio… La muerte llegó veloz y silenciosa. La pericia asesina de Ezio sólo era equiparable a la fría y metálica determinación con que cumplía el deber de su vocación.

Ezio, después de arrinconar el cuerpo de Emilio en un lado de la góndola, hurgó en el interior de la saca hasta extraer los documentos. Había muchas cosas que podrían ser del interés de Antonio, pensó mientras los cribaba rápidamente, pues no disponía en aquel momento de tiempo para examinarlos con detenimiento; pero hubo un pergamino que le llamó personalmente la atención: una página de vitela enrollada y lacrada. ¡Otra página del Códice!

Cuando estaba a punto de romper el lacre, una flecha vibró y se clavó con un ruido metálico en la base de la góndola, entre sus piernas. En estado instantáneo de alerta, Ezio se agachó y levantó la vista en dirección al lugar de donde provenía el misil. Vio apostados, en lo alto de los muros del palazzo, una cantidad inmensa de arqueros de Barbarigo.

Uno de ellos le saludó moviendo la mano. Y descendió dando un salto acrobático desde lo alto del elevado muro. En cuestión de un segundo la tuvo entre sus brazos.

—Lo siento, Ezio…, ¡una broma tonta! Pero no hemos podido resistirnos.

—¡Rosa!

Ella se acurrucó contra su pecho.

—¡De vuelta a la lucha y preparada para la acción! —Se quedó mirándolo con un brillo en los ojos—. ¡Y hemos tomado el Palazzo Seta! Hemos liberado a los mercaderes contrarios a Emilio y ahora controlamos el barrio. ¡Ven! ¡Antonio quiere celebrarlo y los vinos de la bodega de Emilio son legendarios!

Pasó el tiempo, y Venecia parecía estar en paz. Nadie lloró la desaparición de Emilio; de hecho, muchos creían que seguía con vida, y algunos imaginaron que simplemente estaba de viaje en el extranjero y ocupándose de sus negocios en el reino de Nápoles. Antonio se aseguró de que el Palazzo Seta siguiera funcionando como la seda y, mientras los intereses mercantiles de Venecia no se vieran afectados en general, a nadie le importó el destino que pudiera haber corrido un simple hombre de negocios, por ambicioso que fuera o por mucho éxito que tuviera.

Ezio y Rosa habían estrechado su relación, pero entre ellos seguía existiendo una encendida rivalidad. Ella se había recuperado por completo y quería demostrarse su propia valía. Una mañana entró en los aposentos de Ezio y le dijo:

—Escucha, Ezio, me parece que necesitas ponerte en forma. Quiero ver si sigues siendo tan bueno como cuando Franco y yo te entrenamos. ¿Qué te parece una carrera?

—¿Una carrera?

—¡Sí!

—¿Hasta dónde?

—Desde aquí hasta Punta della Dogana. ¡Empezando ya!

Y saltó por la ventana antes de que Ezio pudiera reaccionar. La vio corretear con desenfreno por encima de los tejados rojos, casi bailar al cruzar los canales que separaban los edificios. Se quitó la túnica y echó a correr tras ella.

Llegaron por fin, codo con codo, al tejado del edificio de madera que se alzaba en la lengua de tierra que había al final del Dorso-duro, dominando el Canal de San Marco y la laguna. Al otro lado del canal estaban los edificios bajos del monasterio de San Giorgio Maggiore, y delante, el edificio de reluciente piedra rosa del Palazzo Ducale.

—Creo que he ganado —dijo Ezio.

Rosa puso mala cara.

—Tonterías. De todos modos, diciendo eso demuestras que no eres un caballero, y tampoco un veneciano. Pero ¿qué cabría esperar de un florentino? —Hizo una pausa—. En cualquier caso, eres un mentiroso. He ganado yo.

Ezio se encogió de hombros y sonrió.

—Lo que tú digas, carissima.

—Entonces, el botín para el vencedor —dijo ella, tirando de la cabeza de Ezio y dándole un apasionado beso en la boca.

El cuerpo de Rosa era suave y cálido, e infinitamente dócil.