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Un momento más tarde, me abrazan por detrás. Un detective de policía me está estrujando con fuerza, me oprime con los puños por debajo de la caja torácica y me dice entre dientes al oído:

—¡Respire! ¡Respire, joder!

Me dice al oído:

—No pasa nada.

Los brazos me enlazan, me levantan del suelo y un desconocido murmura:

—Se pondrá bien.

Presión periabdominal.

Alguien me da un golpe en la espalda del mismo modo que el médico golpea a un recién nacido y yo escupo el tapón. Las tripas se me sueltan por la pernera del pantalón, seguidas de las dos bolas de goma y toda la mierda amontonada detrás de ellas.

Mi vida entera hecha pública.

Nada más que ocultar.

El mono y los cacahuetes.

Un segundo más tarde me desplomo en el suelo. Rompo a llorar y alguien me dice que no pasa nada. Que estoy vivo. Me han salvado. He estado a punto de morir. Alguien me abraza la cabeza contra su pecho, me acuna y me dice:

—Relájese.

Me ponen un vaso de agua en los labios y me dicen:

—No diga nada.

Me dicen que todo ha terminado.