A RUSIA CON HELOR
LENIN PROSPEKT, MURMANSK
MIJAEL Vassikin estaba perdiendo la paciencia Ya llevaba mas de dos años haciendo tareas de niñera, a petición de Britva, aunque lo cierto es que no había sido una «petición» exactamente, pues esa palabra implicaba que tenías elección en el asunto en cuestión, pero con Britva no se discutía, ni siquiera se protestaba en silencio. El menidzher, o jefe, era de la vieja escuela, donde su palabra era la ley.
Las instrucciones de Britva habían sido bien sencillas: dale de comer, lávalo y, si no sale del estado de coma en un año, mátalo y arroja el cuerpo al mar.
Dos semanas antes de la fecha límite, el irlandés se había incorporado de repente en su cama; se había despertado gritando un nombre, y ese nombre era Angeline. Kamar se llevó tal susto que tiró la botella de vino que estaba abriendo. La botella se hizo añicos, que le agujerearon los mocasines Ferruci que llevaba puestos y le rompieron la uña del dedo gordo. Las uñas de los dedos vuelven a crecer, pero los mocasines Ferruci no son algo que abunde en el Círculo Polar Ártico. Mijael había tenido que sentarse encima de su compañero para evitar que este matase al rehén.
De modo que ahora estaban jugando al juego de la espera. El secuestro era un negocio con todas las de la ley y tenía sus reglas: primero se envía la nota anónima, o en este caso el mensaje electrónico; luego se espera unos días para que el pichón tenga oportunidad de reunir el dinero, y luego se le da el golpe de gracia con la petición de rescate.
Estaban encerrados en el apartamento de Mijael en Lenin Prospekt, esperando la llamada de Britva. Ni siquiera se atrevían a salir a respirar un poco de aire. No es que hubiese mucho que ver, ya que Murmansk era una de esas ciudades rusas que habían salido directamente de un molde de cemento. Las únicas fechas en las que Lenin Prospekt presentaba un espectáculo agradable era cuando estaba enterrada en la nieve.
Kamar salió del dormitorio, con el rostro desencajacado por la incredulidad.
—Quiere caviar el tío, ¿no es increíble? Le doy un buen plato de stroganina y va y dice que quiere caviar… ¡Irlanskii desagradecido!
Mijael puso los ojos en blanco.
—Me caía mejor cuando se pasaba el día durmiendo.
Kamar asintió y lanzó un escupitajo a la chimenea.
—Dice que las sábanas rascan, que son demasiado ásperas. Tiene suerte de que no lo envuelva en un saco y lo tire a la bahía…
El timbre del teléfono interrumpió sus amenazas huecas.
—Ya está, amigo mío —dijo Vassikin al tiempo que le daba una palmadita a Kamar en el hombro—. Esto va a ir sobre ruedas.
Vassikin respondió al teléfono.
—¿Sí?
—Soy yo —dijo una voz, metálica por el efecto de los viejos cables.
—Señor Brit…
—¡Cállate idiota! ¡No pronuncies mi nombre! Mijael tragó saliva. Al menidzher no le gustaba que lo relacionasen con sus distintos negocios, lo cual significaba que no había papeleo de por medio y que nunca se mencionaba su nombre si podía quedar grabado. Tenía por costumbre llamar por teléfono mientras conducía por la ciudad para que nadie pudiera localizar las llamadas.
—Lo siento, jefe.
—Y más que lo vas a sentir como vuelvas a equivocarte —siguió diciendo el cerebro de la mafiya—. Ahora escucha, y no hables. No tienes nada interesante que aportar.
Vassikin tapó el auricular.
—Todo va bien —susurró, asintiendo con la cabeza a Kamar—. Estamos haciendo un gran trabajo.
—Los Fowl son un equipo muy listo —continuó Britva—, y no me cabe ninguna duda de que están intentando localizar la procedencia del último mensaje.
—Pero yo mismo pinché el último…
—¿Qué te he dicho?
—Me ha dicho que no hable, señor Brit… señor.
—Exactamente. Así que envía el mensaje exigiendo el rescate y luego lleva a Fowl al punto de recogida.
Mijael palideció.
—¿Al punto de recogida?
—Sí, al punto de recogida. Nadie os buscará allí, os lo aseguro.
—Pero…
—¡Ya estás hablando otra vez! Llévate una máscara antigás si quieres. Solo será un par de días. A lo mejor pierdes un año de tu vida. ¿Y qué? Eso no te matará.
El cerebro de Vassikin empezó a trabajar a toda velocidad tratando de encontrar una excusa, pero no se le ocurrió nada.
—Vale, jefe. Lo que usted diga.
—Así me gusta. Y ahora escúchame. Ésta es tu gran oportunidad. Si haces esto bien, ascenderás dos escalafones en la organización.
Vassikin sonrió. Le esperaba una vida llena de champán y coches caros.
—Si este hombre realmente es el padre del joven Fowl, el chico pagará. Cuando tengas el dinero, tíralos a ambos al Kola. No quiero supervivientes que puedan empezar una vendetta. Llámame si hay problemas.
—Vale, jefe.
—Ah, una cosa más.
—Mejor no me llames.
La comunicación se cortó. Vassikin se quedó mirando el auricular como si estuviese plagado de virus.
—¿Todo bien? —quiso saber Kamar.
—Tenemos que enviar el segundo mensaje.
Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de Kamar.
—Fantástico. Esto está a punto de acabarse por fin.
—Y luego tenemos que llevar el paquete a la zona de recogida. La enorme sonrisa desapareció como un zorro por una madriguera.
—¿Qué? ¿Ahora?
—Sí. Ahora.
Kamar echó a andar arriba y abajo por la diminuta sala de estar.
—Es una locura. Un auténtico disparate. Fowl no llegará, aquí hasta dentro de un par de días como mínimo. No tenemos ninguna necesidad de pasarnos dos días respirando ese veneno. ¿Qué sentido tiene?
Mijael le ofreció el teléfono.
—Pregúntaselo tú. Estoy seguro de que al menidzher le en cantará oír que está loco. Kamar se desplomó sobre el raído sofá y enterró la cabeza en las manos.
—¿Es que esto no se acabará nunca?
Su compañero encendió su antiquísimo disco duro de dieciséis megabytes.
—No lo sé con seguridad —dijo, enviando el mensaje ya preparado—, pero sí sé lo que ocurrirá si no hacemos lo que dice Britva.
Kamar lanzó un suspiro.
—Creo que iré a gritarle al prisionero un rato.
—¿Eso servirá de ayuda?
—No —admitió Kamar—, pero hará que me sienta mejor.
E93, TERMINAL DE LANZADERAS DEL ARTICO
La Estación del Ártico nunca había gozado de mucha popularidad en la lista de destinos turísticos de los Seres Mágicos. Sí, claro que los osos polares y los icebergs eran bonitos, pero no lo suficiente como para empaparte los pulmones de aire radiactivo.
Holly atracó la lanzadera en el único muelle utilizable. La propia terminal no parecía más que un almacén Unas cintas transportadoras estáticas serpenteaban por el suelo y en los tubos de la calefacción se oía el traqueteo de los insectos.
Holly sacó unos abrigos y unos guantes humanos de un viejo armario.
—Tapaos, Fangosos. Hace frío ahí fuera.
A Artemis no hacía falta que se lo dijesen. Las baterías solares de la terminal hacía mucho tiempo que habían dejado de funcionar, y las dentelladas del hielo habían resquebrajado las paredes como si fueran la cáscara de una nuez dentro de un torno.
Holly le tiró a Mayordomo su abrigo desde lejos.
—¿Sabes una cosa, Mayordomo? ¡Apestas! —exclamó, riendo.
El sirviente soltó un gruñido.
—Tú y tu gel antirradiactivo. Creo que la piel me ha cambiado de color.
—No te preocupes. Al cabo de cincuenta años se va todo.
Mayordomo se abrochó los botones de un abrigo de cosaco hasta el cuello.
—No sé por qué os tapáis tanto vosotros, si lleváis puestos los supertrajes.
—Los abrigos son para camuflarnos —le explicó Holly mientras se aplicaba gel antirradiactivo en la cara y el cuello—. Si nos escudamos, la vibración hace nuestros trajes inútiles; sería como meter los huesos en un reactor nuclear. Así que, solo por esta noche, somos todos humanos.
Artemis frunció el ceño. Si los duendes no podían escudarse, eso haría el rescate de su padre mucho más difícil. Tendría que volver a rediseñar el plan.
—Menos charla —gruñó Remo al tiempo que se tapaba las orejas puntiagudas con un gorro de piel de oso—. Salimos a la de cinco. Quiero a todo el mundo armado y peligroso, hasta tú, Fowl, si es que esas muñecas tuyas tan pequeñas pueden soportar el peso de un arma.
Artemis escogió una pistola del arsenal de la lanzadera. Insertó la batería en la ranura correspondiente y colocó el percutor en el nivel tres.
—No se preocupe por mí, comandante. He estado practicando. Tenemos un buen surtido de armas de la PES en la mansión.
Remo esbozó una media sonrisa.
—Ya, pero hay una gran diferencia entre dispararle a un muñeco de cartón o a una persona de verdad.
Artemis le dedicó su sonrisa de vampiro.
—Si todo se desarrolla según el plan, no habrá necesidad de usar armas. La primera fase es la simplicidad en sí misma: organizamos un puesto de vigilancia cerca del apartamento de Vassikin. Cuando llegue la oportunidad, Mayordomo apresará a nuestro amigo ruso y los cinco tendremos una pequeña charla con él. Estoy seguro de que nos contará todo cuanto necesitamos saber bajo el influjo de vuestro encanta. Luego, solo será cuestión de dejar sin sentido a los guardias y rescatar a mi padre.
Remo se puso una gruesa bufanda alrededor de la boca.
—¿Y qué pasa si las cosas no salen según el plan?
La mirada de Artemis estaba cargada de frialdad y determinación.
—Entonces, comandante, tendremos que improvisar. Holly sintió que un escalofrío le revolvía el estómago. Y no tenía nada que ver con el clima.
La terminal estaba enterrada veinte metros bajo un témpano de hielo. Tomaron el ascensor de cortesía hasta la superficie y el grupo surgió de entre la noche ártica como un adulto acompañado de tres niños, pese a tratarse de tres niños con un arsenal de armas inhumanas que traqueteaban debajo de cada pliegue de la ropa.
Holly consultó el localizador GPS que llevaba en la muñeca.
—Estamos en el distrito de Rosta, comandante. Veinte clics al norte de Murmansk.
—¿Qué dice Potrillo de las condiciones meteorológicas? No quiero que nos sorprenda una ventisca a kilómetros nuestro destino.
—No hay suerte. Sigo sin poder conseguir línea. Los estallidos de magma deben de seguir activos.
—¡D’Arvit! —exclamó Remo—. Bueno, supongo que tendremos que arriesgarnos a ir a pie. Mayordomo, tú eres el experto aquí, tú irás delante. Capitana Canija, cubre la retaguardia. No sufras si tienes que pegarle una patada en el trasero a algún humano si se queda rezagado.
Holly le guiñó un ojo a Artemis.
—No hace falta que me lo diga dos veces, señor.
—Seguro que no —contestó Remo con un gruñido y un amago de sonrisa en los labios.
La peculiar pandilla avanzó en dirección sureste bajo la luz de la luna hasta alcanzar la línea de ferrocarril. Caminaban siguiendo las traviesas porque era el único lugar donde podían guarecerse de las ventiscas y los remolinos. Avanzaban muy despacio. Un viento del norte reptaba por cada agujero de sus ropas, y el frío atacaba cualquier porción de piel que quedase al descubierto, como un millón de dardos eléctricos.
Apenas hubo conversación. El Ártico tenía ese efecto sobre la gente, aunque tres de ellos llevasen trajes especiales.
Holly rompió el silencio. Algo había estado rondándole por la cabeza todo ese tiempo.
—Dime una cosa, Fowl —se dirigió a él desde detrás—. Tu padre… ¿es como tú?
Las piernas de Artemis titubearon por un instante.
—Qué pregunta más rara. ¿Por qué lo dices?
—Bueno, tú no eres amigo de las Criaturas, precisamente. ¿Y si el hombre a quien tratamos de rescatar es el hombre que nos destruirá?
Se produjo un largo silencio, que solo se vio interrumpido por el castañeteo de los dientes. Holly vio que Artemis bajaba la cabeza.
—No tienes por qué preocuparte, capitana. Mi padre, a pesar de que algunas de sus operaciones frieron sin duda ilegales, era… es… un hombre noble. La idea de hacerle daño a otra criatura le resultaría repugnante.
Holly desenterró su bota de veinte centímetros de nieve.
—Y entonces, ¿a ti qué te pasó?
El aliento de Artemis salió de su garganta semicongelada.
—Yo… cometí un error.
Holly miró la nuca del humano entrecerrando los ojos. ¿Estaba siendo Artemis Fowl sincero de verdad? Costaba trabajo creerlo, pero aún era más sorprendente el hecho de que la elfa no sabía cómo reaccionar, si extender la mano del perdón o la bota del castigo. Al final optó por reservarse el juicio. De momento.
Entraron en un barranco, erosionado por la acción del viento gélido. A Mayordomo no le gustaba aquello; su sexto sentido de soldado le estaba haciendo señales desde el interior del cráneo. Alzó un puño.
Remo avanzó a paso ligero hasta darle alcance.
—¿Algún problema?
Mayordomo entrecerró los ojos para inspeccionar el campo nevado, en busca de huellas.
—Tal vez. Es un buen lugar para una emboscada.
—Puede. Si alguien supiese que íbamos a venir.
—¿Es eso posible? ¿Podría saberlo alguien?
Remo dio un resoplido y su aliento formó vaharadas en el aire, frente a la cara.
—Es imposible. La lanzadera está completamente aislada y la seguridad de la PES es la más infalible del planeta.
Y fue en ese momento cuando el escuadrón de ataque goblin apareció por encima del montículo de nieve.
Mayordomo agarró a Artemis por el cuello y lo arrojó bruscamente a un ventisquero. Con la otra mano ya estaba blandiendo su arma.
—No asomes la cabeza, Artemis. Ha llegado la hora de que me gane mi sueldo.
Artemis le habría respondido con irritación si no hubiese tenido la cabeza bajo un metro de nieve.
Había cuatro goblins volando en formación libre, con sus siluetas oscuras recortadas en el cielo estrellado. Subieron con rapidez hasta trescientos metros, sin hacer ningún intento por ocultar su presencia. Ni los atacaron ni echaron a volar; simplemente se limitaron a quedarse suspendidos en el aire, revoloteando.
—Goblins —soltó Remo con un gruñido, mientras se echaba al hombro un rifle de neutrinos Farshoot de largo alcance—. Demasiado estúpidos para vivir. Lo único que tenían que hacer era eliminarnos.
Mayordomo escogió un punto concreto y separó las piernas para mantener el equilibrio.
—Entonces, ¿esperamos hasta verles el blanco de los ojos, Comandante?
—Los goblins no tienen blanco de los ojos —respondió Remo—, pero enfunda tu arma de todos modos. La capitana Canija y yo nos encargaremos de ellos, no hay ninguna necesidad de que muera nadie.
Mayordomo metió su Sig Sauer en la sobaquera. De todas formas, era prácticamente inútil desde aquella distancia. Sería interesante ver a Holly y a Remo en acción durante un tiroteo. En realidad, la vida de Artemis estaba en manos de aquellos dos duendes, por no hablar de la suya propia.
Mayordomo los miró de reojo: Holly y el comandante estaban apretando los gatillos de varias armas, sin obtener ningún resultado en absoluto. Sus armas estaban más muertas que unos ratones en un nido de serpientes.
—No lo entiendo —masculló Remo—, las he comprobado yo mismo.
Artemis, naturalmente, fue el primero en deducir qué había pasado. Se quitó la nieve del pelo.
—Sabotaje —anunció, apartando a un lado las armas inútiles de los duendes—. No hay otra posibilidad. Por eso los B’wa Kell necesitan armas Softnose, porque de algún modo han desactivado los láseres de la PES.
Sin embargo, el comandante no lo estaba escuchando, ni Mayordomo tampoco. No era el momento de hacer deducciones lógicas: era el momento de pasar a la acción. Ahí fuera eran presas fáciles, unos bultos oscuros en medio de la pálida blancura del Ártico. Aquélla teoría se vio confirmada cuando varios disparos de los láseres Softnose cavaron unos agujeros sibilantes en la nieve, a sus pies.
Holly activó el sistema óptico de su casco e hizo un zoom sobre el enemigo.
—Parece que uno de ellos lleva un láser Softnose, señor. Algo con un cañón largo.
—Necesitamos ponernos a cubierto. ¡Rápido!
Mayordomo asintió con la cabeza.
—Mirad, un saliente debajo de la montaña.
El sirviente agarró a su pupilo del cuello y lo levantó en volandas con la misma facilidad con que un chiquillo levantaría a un cachorro. Avanzaron con dificultad entre la nieve hasta el refugio que les proporcionaba el saliente. Puede que un millón de años antes el hielo se hubiese derretido lo bastante para que una capa bajase ligeramente y luego se congelase de nuevo. De algún modo, el pliegue resultante se había conservado a lo largo de los años y ahora tal vez les salvase la vida.
Se escurrieron bajo el techo de hielo y luego avanzaron de espaldas hacia la pared congelada. Aquélla cubierta helada era lo bastante espesa para soportar los disparos de cualquier arma convencional.
Mayordomo protegió a Artemis con su cuerpo y se arriesgó a mirar arriba, al exterior.
—Están demasiado lejos, no los veo. ¿Holly?
La capitana Canija asomó la cabeza por debajo del pliegue sólido y el zum de su sistema de visión enfocó a los goblins.
—Dinos, ¿qué están haciendo?
Holly esperó un poco hasta que las figuras se hicieron más definidas.
—Qué raro… —comentó—. Están todos disparando, pero…
—¿Pero qué, capitana?
Holly se dio unos golpecitos en el casco para asegurarse de que los objetivos funcionaban correctamente.
—A lo mejor el sistema está distorsionando la imagen, señor, pero parece como si estuvieran errando el tiro a propósito, disparándonos muy por encima de la cabeza.
Mayordomo sintió que la sangre se le agolpaba en la cabeza.
—¡Es una trampa! —rugió al tiempo que extendía la mano hacia atrás para agarrar a Artemis—. ¡Todos fuera! ¡Todos fuera!
Y fue entonces cuando los disparos de los goblins hicieron que cincuenta toneladas de rocas, hielo y nieve se desplomasen sobre el suelo.
Se libraron por los pelos. Por supuesto, la expresión «por los pelos» nunca había sido muy popular en el mundo de los gnomos. De no haber sido por Mayordomo, ninguno de los componentes del grupo habría sobrevivido, pero le ocurrió algo especial: un arranque de fuerza inexplicable, similar a los arrebatos de energía que hacen a las madres apartar lo árboles caídos de la cabeza de sus hijos. El sirviente agarró a Artemis y a Holly y los empujó rodando hacia delante como si fuesen piedras en la superficie de un estanque. No era un modo muy digno de desplazarse, pero desde luego era mucho mejor que dejar que una tonelada de hielo les machacase los huesos.
Por segunda vez en otros tantos minutos, Artemis aterrizó de bruces en un ventisquero. Detrás de él, Mayordomo y Remo estaban escarbando en la nieve para salir de debajo del saliente, con las botas resbalando sobre la superficie helada.
Un trueno propio de las avalanchas desgarró el aire y, acto seguido, el témpano de hielo que había debajo de ambos empezó a agitarse y se desgajó. Unos gruesos trozos de roca y hielo bloquearon la entrada de la cueva como barrotes. Mayordomo y Remo estaban atrapados.
Holly se había puesto de pie y estaba corriendo en dirección a su comandante. Pero… ¿qué podía hacer? ¿Tirarse y volverse a meter debajo del saliente?
—Quédate ahí, capitana, no te muevas —le gritó Remo a través del micrófono del casco—. ¡Es una orden!
—Comandante —repuso Holly entre jadeos—. Está vivo…
—Eso parece —fue la respuesta del elfo—. Mayordomo está inconsciente y estamos atrapados. El saliente está a punto de derrumbarse; lo único que lo mantiene en pie son los escombros. Si los apartamos a un lado para salir…
Entonces, al menos estaban vivos. Atrapados, pero vivos. Un plan, necesitaban un plan.
Holly se sorprendió a sí misma manteniendo la calma. Aquélla era una de las cualidades que hacían de ella una agente de campaña tan excelente. En momentos de máxima tensión, la capitana Canija tenía la habilidad de elaborar un plan de acción; muchas veces, el único plan viable. En el simulador de combate para su examen de capitana, Holly había derrotado a enemigos virtuales insuperables haciendo saltar por los aires el proyector. Técnicamente, había vencido a todos sus enemigos, por lo que el tribunal tuvo que aprobarla.
Holly habló por el micrófono de su casco.
—Comandante, desabróchele el Lunocinturón a Mayordomo y áteselo alrededor de los dos. Voy a sacarlos de ahí.
—Recibido, Holly. ¿Necesitas un pitón?
—Si puede conseguirme uno…
—Espera un momento.
Un dardo pitón salió disparado a través de una rendija de los barrotes helados y aterrizó a un metro de las botas de Holly. El dardo dejó una estela de cuerda de buena calidad.
Holly insertó el pitón en el receptáculo para la cuerda que llevaba en su propio cinturón, asegurándose de que no hubiese vueltas en la cuerda. Mientras, Artemis había conseguido salir a rastras del ventisquero.
—Éste plan es del todo ridículo —comentó al tiempo que se sacudía la nieve de las mangas—. No esperarás ser capaz de arrastrar el peso de ambos con la velocidad suficiente para romper los carámbanos de hielo y evitar que estos los aplasten.
—Yo no los voy a arrastrar —contestó Holly.
—¿Ah, no? ¿Y quién va a hacerlo?
La capitana Canija señaló a la vía. Un tren de color verde se dirigía a toda máquina hacia ellos.
—Eso de ahí —dijo.
Quedaban tres goblins. Se llamaban D’Nall, Aymon y Nyle eran tres reclutas que competían por el puesto de teniente que acababa de quedar vacante. El teniente Poll había presentado su dimisión por acercarse demasiado a la avalancha porque una estalactita de hielo transparente de quinientos kilos de peso lo había atravesado de golpe.
Estaban suspendidos en el aire a una altura de trescientos metros, completamente fuera de alcance. Por supuesto, no estaban fuera del alcance de las armas mágicas, pero todo el armamento de la PES había quedado inutilizado en ese momento. Los Laboratorios Koboi se habían encargado de eso.
—¡Menudo agujero le ha hecho esa placa al teniente Poll! —exclamó Aymon, lanzando un silbido—. Se le veían hasta las ideas, y no quiero decir con eso que fuese un mal mentiroso.
Los goblins no estaban muy unidos, ni se profesaban mucho cariño. Teniendo en cuenta la cantidad de puñaladas por la espalda, de murmuraciones y de afán de venganza que tenía lugar en el seno de la B’wa Kell, no valía la pena hacer amigos íntimos.
—¿Qué os parece? —preguntó D’Nall, el guapo del trío, dentro de lo que cabe—. Chicos, a lo mejor uno de vosotros debería bajar ahí a echar un vistazo.
Aymon soltó un gruñido.
—Sí, claro. Bajamos y dejamos que el grandullón nos fría a tiros. ¿Tan tontos te crees que somos?
—El grandullón está fuera de combate. Lo he frito yo mismo con un disparo la mar de limpio.
—Fue mi disparo el que provocó la avalancha —objetó Nyle, el más joven del grupo—. Siempre te estás apuntando mis tantos.
—¿Qué tantos? El único tanto que te has apuntado en tu vida es haber matado a un gusano apestoso, y encima fue un accidente.
—Mentira —le espetó Nyle—. Yo quería matar a ese gusano. Me estaba molestando.
Aymon se interpuso entre ambos.
—Está bien, no perdáis las escamas, vosotros dos. Lo único que tenemos que hacer es disparar unas cuantas ráfagas a los supervivientes desde aquí arriba.
—Un plan buenísimo, genio —dijo D’Nall con desdén—. Solo que no va a funcionar.
—¿Y por qué no?
D’Nall señaló hacia abajo con una uña a la que acababa de someter a una manicura.
—Porque se están subiendo a ese tren.
Cuatro vagones verdes se acercaban procedentes del norte, arrastrados por una vieja locomotora diésel, y dejaban a su paso un torbellino de partículas de nieve.
Nuestra salvación, pensó Holly. O tal vez no. Por alguna razón, el mero hecho de ver aquella locomotora destartalada a punto de descuajaringarse hacía que se le revolviera el estómago. Sin embargo, no estaba en posición de hacerse la quisquillosa.
—Es el tren químico de Mayak —dijo Artemis.
Holly miró hacia atrás. Artemis estaba aún más pálido que de costumbre.
—¿El qué?
—Los ecologistas de todo el mundo la llaman la Máquina Verde, una especie de ironía. Transporta unidades de uranio y plutonio ya usadas al complejo químico de Mayak para su reciclaje. Un conductor encerrado en la locomotora. Ningún guardia. Completamente cargado, esa cosa es más peligrosa que un submarino nuclear.
—Y tú sabes todo eso porque…
Artemis se encogió de hombros.
—Me gusta informarme sobre esa clase de cosas. Al fin y al cabo, la radiación es el problema del planeta.
Ahora, Holly ya lo percibía: las emisiones del uranio trepando por el gel antirradiación que se había aplicado en las mejillas. Ése tren era auténtico veneno, pero también era su única oportunidad de sacar al comandante con vida de aquel agujero de hielo.
—Esto se pone cada vez mejor —murmuró Holly.
El tren estaba cada vez más cerca. Evidentemente. Avanzando sin tregua a unos diez clics por hora. Aquello no habría supuesto ningún problema para Holly de haber estado ella sola, pero con dos hombres fuera de combate y un chiquillo Fangoso prácticamente inútil, iba a ser una auténtica proeza subirse a bordo de aquella locomotora.
Holly dedicó unos segundos a observar a los goblins, quienes permanecían inmóviles en el aire a unos trescientos metros de altura. A los goblins no se les daba demasiado bien la improvisación. Aquél tren era un elemento inesperado; tardarían al menos un minuto en elaborar una nueva estrategia. Además, tal vez el enorme agujero en el cuerpo de su camarada caído les daría otro motivo para recapacitar.
Holly notaba las radiaciones que emanaban de los vagones; le quemaban hasta el área más insignificante del cuerpo que no hubiese quedado cubierta por el gel y le irritaban los ojos. Solo era cuestión de tiempo el que se le agotase la magia y, después de ese instante, estaría viviendo una vida prestada.
Pero ahora no era el momento de pensar en eso. Su prioridad era el comandante, tenía que sacarlo de allí con vida. Si los B’wa Kell eran lo bastante audaces como para montar una operación contra la PES, era obvio que debajo de la superficie estaba sucediendo algo muy gordo. Fuera lo que fuese, Julius Remo sería necesario para encabezar el contraataque. Se volvió hacia Artemis.
—Vale, Fangosillo. Solo tenemos una oportunidad, no podemos fallar. Agárrate a lo que puedas. —Artemis fue incapaz de disimular un escalofrío de aprensión—. No tengas miedo Artemis. Puedes hacerlo.
Artemis se enfureció.
—¡Hace frío, elfa! Los humanos tiemblan cuando hace frío.
—Eso ya me gusta más —dijo la capitana de la PES y, acto seguido, echó a correr. La cuerda del pitón salió disparada tras ella como si fuera el cable de un arpón. Aunque tenía el grosor aproximado de un sedal, la cuerda podía suspender en el aire a dos elefantes adultos con toda facilidad. Artemis echó a correr tras ella con la máxima velocidad que le permitieron sus pies y sus mocasines.
Corrieron en paralelo a la vía, aplastando la nieve crujiente a cada paso. Detrás de ellos el tren se acercaba cada vez más, desplazando una masa de aire a su paso.
Artemis hizo un esfuerzo sobrehumano por no quedarse atrás. Aquello no era para él: correr y sudar. ¡El combate, por el amor de Dios! Él no era ningún soldado; él era un planificador, un cerebro. Era mejor dejar todo el trajín de los conflictos en manos de Mayordomo y de gente como él, pero esta vez su sirviente no estaba allí para encargarse de los detalles físicos, y nunca volvería a estarlo si no lograban subir a aquel tren.
Artemis estaba a punto de quedarse sin aliento, que se le estaba cristalizando delante de la cara, nublándole la visión. El tren ya les había dado alcance, y las ruedas de acero vomitaban esquirlas de hielo y chispas en el aire.
—El segundo vagón —ordenó Holly entre jadeos—. Hay una rampa. No pierdas el equilibrio.
¿Una rampa? Artemis miró hacia atrás. El segundo vagón se acercaba a toda velocidad, pero el frío le impedía ver con claridad. ¿Era posible? Era fantástico. Increíble. Allí, bajo las puertas de acero. Un tablón estrecho, pero lo bastante ancho como para sostenerse de pie en él. O casi.
Holly aterrizó fácilmente, colocando el cuerpo plano frente a la pared del vagón. Hizo que pareciese tan sencillo… Un pequeño saltito y ya estaba a salvo de quedar aplastada bajo el peso de aquellas ruedas descomunales.
—Vamos, Fowl —le gritó Holly—. Salta.
Artemis lo intentó, de verdad que sí, pero la punta de uno de sus mocasines se quedó atrapada en una traviesa. Se tambaleó hacia delante, girando el cuerpo para recuperar el equilibrio. Una muerte dolorosa acudía a toda máquina a su encuentro.
—Hay que ver qué torpe es… —murmuró Holly al tiempo que agarraba a su Fangoso menos favorito por el cuello. El impulso empujó a Artemis hacia delante y lo hizo darse de bruces contra la puerta como si fuera el personaje de un tebeo.
La cuerda del pitón estaba golpeando el vagón; unos segundos más y Holly saldría del tren tan rápido como se había subido a él. La capitana de la PES buscó un punto de sujeción donde anclarse. Puede que el Lunocinturón hubiese reducido el peso de Remo y Mayordomo, pero cuando se produjese la sacudida, el tirón sería más que suficiente para sacarla a rastras de la locomotora, y si eso sucedía, todo habría terminado.
Holly pasó el brazo por un travesaño que había en la escalera externa del vagón y advirtió que unas chispas azules de magia bailoteaban sobre un desgarrón que se había hecho el traje. ¿Cuánto tiempo más le duraría la magia en aquellas condiciones? Lo cierto era que las curaciones constantes acababan con la energía de cualquier elfa; necesitaba llevar a cabo el Ritual Revitalizante, y cuanto antes mejor.
Holly estaba a punto de soltar la cuerda de su clip y sujetarla a uno de los travesaños cuando esta se tensó de golpe y tiró de las piernas de Holly. La capitana se agarró al travesaño con todas sus fuerzas, clavándose las uñas en su propia piel. Pensándolo bien, aquel plan necesitaba unos cuantos retoques. El tiempo pareció estirarse, igual que la cuerda y, por un momento, Holly creyó que el codo se le iba a desencajar. A continuación el hielo cedió y Remo y Mayordomo salieron despedidos de su tumba de hielo como una flecha de una ballesta.
Al cabo de unos segundos, se golpearon contra el costado del tren y su peso reducido los mantuvo en el aire… por el momento, pero solo era cuestión de tiempo que su escasa gravedad los empujase bajo las ruedas de acero. Artemis se aferró al travesaño que había junto a la elfa.
—¿Qué puedo hacer?
Ella señaló con la cabeza un bolsillo que llevaba en la manga.
—Ahí dentro. Una pequeña ampolla. Sácala.
Artemis arrancó la solapa de velcro y extrajo un frasco diminuto.
—Vale, ya la tengo.
—Bien, ahora todo depende de ti, Fowl. Todo…
Artemis se quedó boquiabierto.
—¿De mí…?
—Sí, es nuestra única esperanza. Tenemos que abrir esta puerta para meter a Mayordomo y al comandante enrollando la cuerda. Hay una curva en la vía a dos clics de distancia, Si este tren aminora aunque solo sea una revolución, los habremos perdido.
Artemis asintió con la cabeza.
—¿Y la ampolla?
—Ácido. Para el cerrojo. El mecanismo está en el interior. Tápate la cara y encógete. Échale el frasco entero. Que no te caiga ni una gota encima.
Fue una larga conversación, dadas las circunstancias; sobre todo teniendo en cuenta que cada segundo era de vital importancia. Artemis no malgastó ni uno más en despedidas.
Se arrastró hasta el siguiente travesaño, apretando el cuerpo contra la superficie del vagón. El viento azotaba la totalidad del tren, despidiendo motas diminutas de hielo con cada latigazo. Las motas heladas lo aguijoneaban como si fueran abejas, pero, a pesar de todo, Artemis se quitó los guantes sin que los dientes dejaran de castañetearle. Era mejor congelarse que acabar aplastado bajo las ruedas del tren.
Hacia arriba, trepando por los escalones de uno en uno, hasta que su cabeza asomó por encima del vagón. Ya no contaba con ninguna protección en absoluto, con ningún refugio. El aire le golpeaba la frente y se le metía por la garganta. Artemis entrecerró los ojos para examinar a través de la ventisca el techo del vagón. ¡Ahí estaba! En el centro. Un tragaluz. En medio de un desierto de acero, liso como el cristal por la acción implacable de los elementos. No había ningún lugar donde agarrarse en cinco metros. La fuerza de un rinoceronte sería inútil en aquel caso, decidió Artemis. Por fin una ocasión para emplear su cerebro. La cinética y el impulso. Sencillo, al menos en teoría.
Sujetándose al borde del vagón, Artemis inició el avance por el techo. El viento se arrastraba por debajo de sus piernas y las levantaba cinco centímetros de la cubierta, amenazando con arrancarlo de cuajo del tren.
Artemis cerró los dedos alrededor del borde. No eran dedos habituados a agarrar con fuerza; Artemis no había a agarrado nada de mayor tamaño que su teléfono móvil en varios meses. Si querías que alguien escribiese a máquina El Paraíso Perdido en menos de veinte minutos, Artemis era tu hombre, pero en cuanto a lo de agarrarse a los techos de los vagones y en plena ventisca… una calamidad, cosa que, por fortuna, formaba parte del plan.
Un milisegundo antes de que las articulaciones de sus dedos se dijesen adiós para siempre, Artemis se soltó, y la fuerza del viento lo empujó directamente a la cubierta metálica del tragaluz.
«Perfecto», habría murmurado de haber tenido un centímetro cúbico de aire en los pulmones, pero aunque hubiera pronunciado en voz alta esa palabra, el viento se la habría llevado antes de que sus propios oídos llegaran a escucharla. Faltaban apenas unos minutos para que el viento le hincase las garras por debajo del torso y lo arrojase sobre las estepas heladas. Carne de cañón para los goblins.
Con dedos temblorosos, Artemis se sacó la ampolla del bolsillo y arrancó el tapón con los dientes. Una salpicadura de ácido le pasó rozando el ojo. No había tiempo para preocuparse de eso ahora. No había tiempo para nada.
El tragaluz estaba asegurado con un grueso candado. Artemis echó dos gotas de ácido en el ojo de la cerradura. Era todo cuanto podía echarle y tendría que ser suficiente. El efecto fue inmediato. El ácido avanzó por el metal como la lava sobre una superficie de hielo: la tecnología de los Seres Mágicos. La mejor del bajo mundo.
El candado se abrió emitiendo un ruido metálico y dejó la escotilla a merced del viento. Ésta saltó hacia arriba y Artemis cayó a través del agujero sobre una pila de barriles. No era exactamente la imagen de un valiente salvador.
El movimiento del tren lo apartó de la carga. Artemis aterrizó boca arriba y vio el símbolo de los triples triángulos que caracterizaba la radiactividad, estampado en el lateral de todos los contenedores. Al menos los recipientes estaban sellados, aunque el óxido parecía haberse apoderado de unos cuantos.
Artemis echó a rodar por el suelo de tablones y logró ponerse de rodillas cuando ya estaba junto a la puerta. ¿Seguiría la capitana Canija ahí fuera aún, o estaría solo? Por primera vez en su vida, verdaderamente solo.
—¡Abre la maldita puerta de un vez, Fangoso cara de cartón!
—Ah, vaya. No estaba solo entonces.
Tapándose la cara con el antebrazo, Artemis empapó el candado triple del vagón con ácido mágico. El cierre de acero se derritió al instante, goteando en el suelo como si fuera un reguero de mercurio. Artemis empujó la puerta corredera.
Holly estaba sujetándose a la escalera con todas sus fuerzas con la cara humeando allí donde la radiación se estaba comiendo el gel.
Artemis la cogió por la cintura.
—¿A la de tres?
Holly asintió con la cabeza. No le quedaban fuerzas para hablar.
Artemis flexionó los dedos. Dedos, no me falléis ahora, se dijo. Si conseguía salir de ésa, se compraría uno de esos ridículos gimnasios caseros que anunciaban en los canales de teletienda.
—Uno…
Se estaban acercando a la curva. Artemis la veía por el rabillo del ojo. El tren aminoraría la velocidad o se descarrilaría.
—Dos…
La capitana Canija estaba a punto de quedarse sin fuerzas. El viento la zarandeaba como si fuera un banderín.
—¡Tres!
Artemis tiró de ella con toda la fuerza que le permitieron sus escuálidos brazos. Holly cerró los ojos y se soltó, incapaz de dar crédito al hecho de que estaba dejando su vida en manos de aquel Fangoso.
Artemis sabía algo de física, de modo que programó su cuenta atrás para aprovechar la oscilación, el impulso y el propio movimiento hacia delante del tren. Sin embargo, la naturaleza siempre añade algo imposible de prever al conjunto. En este caso, ese algo fue un ligero hueco entre dos secciones de la vía, no lo bastante amplio para hacer descarrilar una locomotora pero sí lo suficiente para provocar un bache.
El bache hizo que la puerta corredera del vagón se cerrase de golpe como una guillotina de cinco toneladas de peso, pero parecía que Holly lo había conseguido justo a tiempo. Artemis no lo sabía con certeza porque la elfa se había estrellado contra él y ambos habían caído rodando a toda velocidad hasta ir a parar al revestimiento de madera. Por lo que podía apreciar, la capitana parecía estar intacta, o al menos seguía teniendo la cabeza unida al cuello, cosa que era buena, pero lo cierto es que parecía estar inconsciente. Probablemente había sufrido un traumatismo.
Artemis era consciente de que él también iba a desmayarse y lo sabía por la oscuridad que se estaba acumulando en su visión, como una especie de virus informático maligno. Se deslizó de costado y aterrizó sobre el pecho de Holly.
Éste hecho tuvo unas repercusiones más graves de lo que se podría imaginar: como Holly se había quedado inconsciente, su magia estaba en piloto automático, y la magia que actúa sola, sin supervisión, fluye como la electricidad. La cara de Artemis hizo contacto con la mano izquierda de la elfa y desvió el flujo de las chispas azules, y a pesar de que esto era bueno para él, era decididamente muy malo para ella, porque a pesar de que Artemis no lo sabía todavía, Holly necesitaba el máximo posible de chispas de magia que pudiese reunir: no todo su cuerpo había logrado entrar en el tren.
El comandante Remo acababa de activar el cabestrante de su cuerda pitón cuando recibió un golpe en el ojo de lo más inesperado.
El goblin D’NaIl se sacó un espejito rectangular de debajo de la túnica y comprobó que tenía las escamas tersas y suaves.
—Éstas alas Koboi son geniales. ¿Creéis que podremos quedárnoslas?
Aymon frunció el ceño, aunque no era fácil advertirlo pues los antepasados lagartos de los goblins hacían que sus movimientos faciales fuesen bastante limitados.
—¡Cállate, enano idiota de sangre caliente!
De sangre caliente. Ése era un insulto muy grave para un miembro de la B’wa Kell.
D’Nali se encolerizó.
—Ten cuidado, amigo, o te arrancaré esa lengua de tridente de la cabeza.
—¡No vamos a tener ninguna lengua si esos elfos se escapan! —soltó Aymon.
Era cierto. A los generales no les sentaban demasiado los fracasos.
—Bueno, ¿y qué hacemos? El guapo del grupo soy yo, así que supongo que eso te convierte en el cerebro.
—Le disparamos al tren —intervino Nyle—. Fácil.
D’Nali se ajustó el Koboi DobleSet y sobrevoló por encima del miembro más joven del equipo.
—Imbécil —lo insultó al tiempo que le daba un sopapo—. Ésa cosa es radiactiva, ¿es que no lo hueles? Una explosión accidental y los tres seremos cenizas barridas por el viento.
—Tienes razón —admitió Nyle—. No eres tan tonto como pareces.
—Gracias.
—De nada.
Aymon redujo la velocidad y descendió hasta una altura de ciento cincuenta metros. Era tan tentador… Un disparo limpio y certero para eliminar a la elfa que estaba agarrada al vagón y otro para deshacerse del humano que había en el techo. Pero no podía arriesgarse. Un milímetro fuera del objetivo y sería la última vez que se habría comido sus espaguetis con gusanos apestosos favoritos para desayunar.
—Está bien —anunció por el micrófono de su casco—. Éste es el plan: con toda la radiación que hay en ese vagón, lo más probable es que los objetivos estén muertos en cuestión de minutos. Seguimos al tren durante un rato solo para estar seguros y luego volvernos y le decimos al general que hemos visto los cuerpos.
D’Nall bajó zumbando a su lado.
—¿Y vemos los cuerpos?
Aymon lanzó un gemido.
—¡Pues claro que no, idiota! ¿Es que quieres que se te sequen los ojos y se te caigan?
—Puaj…
—Exactamente. Entonces, ¿está claro?
—Como el agua —respondió Nyle mientras desenfundaba su arma Softnose Redboy.
Disparó a sus compañeros por la espalda. A bocajarro, sin posibilidad de errar el tiro. No tuvieron ni una oportunidad. Siguió la caída de sus cuerpos sobre la Tierra con su lente de aumento. La nieve los cubriría en apenas unos minutos y nadie se tropezaría con aquellos dos peculiares cadáveres hasta que se derritiesen los casquetes polares.
Nyle se guardó el arma e introdujo las coordenadas de la terminal para lanzaderas en su ordenador de vuelo. Si se examinaba aquel rostro de reptil con atención, era posible detectar un amago de sonrisa, aunque fuese imperceptible. El batallón de goblins ya tenía nuevo teniente.