Capítulo V

LA NIÑA DE PAPÁ

LABORATORIOS KOBOI, EAST BANK, CIUDAD REFUGIO, LOS ELEMENTOS DEL SUBSUELO

LOS LABORATORIOS Koboi estaban hechos con roca del East Bank de Refugio. Tenían ocho pisos de altura y estaban rodeados por casi un kilómetro de granito en los cinco costados, con acceso solo desde la parte delantera. La dirección había decidido incrementar aún más la seguridad, y ¿quién podía culparlos? Al fin y al cabo, los B’wa Kell habían escogido específicamente los Laboratorios Koboi para sus ataques incendiarios. El Consejo había llegado hasta el extremo de otorgar a la empresa permisos especiales de armas: si Koboi se iba a pique, la totalidad de la red de defensa de Ciudad Refugio se iría a pique con ella.

Si los goblins de B’wa Kell trataban de irrumpir en los Laboratorios Koboi, se encontrarían con los cañones de inmovilización codificados mediante ADN, que escaneaban al intruso antes de dejarlo sin sentido. No había puntos ciegos en el edificio, ningún lugar donde esconderse. El sistema de seguridad era infalible.

Sin embargo, los goblins no tenían que preocuparse por eso. En realidad, las defensas de los laboratorios estaban diseñadas para mantener alejados a los agentes de la PES que apareciesen para husmear en el momento menos oportuno. Era la propia Opal Koboi quien estaba financiando a la organización secreta de los goblins. La verdad era que los ataques a los laboratorios no eran más que una cortina de humo para apartar las sospechas de sus negocios personales: la diminuta duendecilla era el cerebro que había tras la operación de las pilas y tras la actividad creciente de los B’wa Kell. Bueno, uno de los cerebros. Ahora bien, ¿por qué iba a querer una duendecilla con recursos económicos casi ilimitados asociarse con una panda de goblins malhechores de los túneles?

Desde el día de su nacimiento, nadie había esperado demasiado de Opal Koboi. Nacida en el seno de una familia de duendecillos pudientes que vivía en Colina Principado, sus padres se habrían dado por satisfechos si la joven Opal no hubiese hecho otra cosa más que asistir a la escuela privada, acabar un título más o menos universitario de Bellas Artes y casarse con un vicepresidente apropiado.

De hecho, por lo que a su padre, Ferall Koboi, hacía referencia, una hija de ensueño habría sido moderadamente inteligente, bastante guapa y, por supuesto, complaciente. Sin embargo, Opal no dio muestras de contar con los rasgos de personalidad que habría deseado su padre. Cuando cumplió diez meses ya caminaba sin ayuda; al año y medio ya poseía un vocabulario de más de quinientas palabras, y antes de cumplir los dos años, ya había desmontado su primer disco duro.

A medida que fue creciendo, Opal se fue haciendo precoz, testaruda y guapa. Una combinación peligrosa. Ferall perdió la cuenta de las veces que había rechazado los consejos empresariales de su hija, diciéndole que aquel era un mundo de duendecillos y que la empresa no era asunto de chicas. Al final, Opal se negó a ver a su padre y su hostilidad patente se hizo preocupante.

Ferall tenía motivos para preocuparse. La primera acción de Opal en la universidad fue enterrar su título de historia del arte para meterse de lleno en la Hermandad de Maestros Ingenieros, exclusivamente masculina. En cuanto tuvo el título en la mano, Opal abrió una tienda en competencia directa con el negocio de su padre. Las patentes se sucedieron rápidamente: un silenciador de motor que servía además como aerodinamizador de energía, un sistema de entretenimiento en tres dimensiones y, por supuesto, su especialidad: la serie de alas DobleSet.

Una vez que Opal hubo destruido la empresa de su padre, empezó a comprar acciones de la misma a unos precios irrisorios, y luego la incorporó a la suya bajo el estandarte de Laboratorios Koboi. Cinco años después, los Laboratorios Koboi tenían firmados más contratos de defensa que cualquier otra empresa. Diez años después, Opal Koboi había registrado personalmente más patentes que cualquier otro ser mágico vivo. Excepto el centauro Potrillo.

Pero no era suficiente. Opal Koboi soñaba con la clase de poder que ningún otro ser mágico había ostentado desde los tiempos de la monarquía. Por fortuna, conocía a alguien que tal vez podría ayudarla con esa ambición en concreto, un agente desilusionado del cuerpo de la PES y un compañero de clase de sus días en la universidad, un tal Brezo Cudgeon…

Brezo tenía buenas razones para despreciar a la PES; a fin de cuentas, habían pasado por alto su humillación pública a manos de Julius Remo, sin tomar cartas en el asunto y castigar a éste. No solo eso, sino que además le habían quitado sus bellotas de comandante después de su desastrosa participación en el asunto Artemis Fowl…

Para Opal había sido coser y cantar echar una píldora de la verdad en la bebida de Cudgeon en uno de los restaurantes más chic de Refugio. Para su regocijo, descubrió que el deliciosamente retorcido Cudgeon y estaba tramando un plan para acabar con la PES. Y un plan muy ingenioso, por cierto. Lo único que necesitaba era un socio, alguien con grandes reservas de oro y una instalación segura a su disposición. Opal estuvo encantada de suministrarle ambas.

Opal estaba agazapada como un gato en su aerosilla, escuchando a escondidas lo que sucedía en la Jefatura de la PES, cuando Cudgeon entró en las instalaciones. Había colocado cámaras espía en la red de la PES cuando sus ingenieros estaban actualizando el sistema de ésta. Las unidades funcionaban exactamente en la misma frecuencia que las propias cámaras de vigilancia de la PES, y además se alimentaban con la energía del calor que desprendía la transmisión por fibra óptica de la PES. Imposibles de detectar.

—¿Y bien? —preguntó Cudgeon, con su habitual brusquedad.

Koboi no se molestó en volverse. Tenía que ser Brezo; solo él tenía el chip de acceso al sanctasanctórum, que llevaba implantado en el nudillo.

—Hemos perdido el último envío de pilas. Una operación de vigilancia rutinaria de la PES. Mala suerte.

¡D’Arvit! —imprecó Cudgeon—. Pero no importa. Ya tenemos suficientes en el almacén. Y para la PES, solo son simples pilas después de todo.

Opal inspiró hondo.

—Los goblins iban armados…

—No me lo digas.

—Con Softnoses.

Cudgeon golpeó la superficie de una mesa.

—¡Ésos idiotas! Ya les advertí que no usaran esas armas. Ahora Julius sabrá que pasa algo raro.

—Puede que lo sepa —dijo Opal con aire tranquilizador—, pero no puede hacer nada para detenernos. Para cuando lo averigüen, ya será demasiado tarde.

Cudgeon no sonrió. No lo había hecho en más de un año. En su lugar, su ceño fruncido se acentuó aún más.

—Bien. Se, acerca el gran día… Tal vez deberíamos haber fabricado esas pilas nosotros mismos —reflexionó en voz alta.

—No. El simple hecho de construir una fábrica nos habría retrasado dos años, y no hay ninguna garantía de que Potrillo no la hubiese descubierto. No teníamos elección.

Koboi se volvió en la silla para mirar de frente a su socio.

—Tienes muy mal aspecto. ¿Te has estado poniendo la pomada que te di?

Cudgeon se frotó la cabeza con ternura; la tenía llena unos horribles bultos en forma de burbuja.

—No sirve de nada. Lleva cortisona y soy alérgico.

La enfermedad de Cudgeon era poco corriente, tal vez única. El año anterior, el comandante Remo lo había sedado durante el asedio a la mansión Fowl. Por desgracia, el tranquilizante había reaccionado mal al mezclarse con ciertas sustancias prohibidas para mejorar la agilidad cerebral con que había estado experimentando el antiguo comandante en jefe. Cudgeon se despertó con la frente convertida en alquitrán derretido y además un ojo caído. Horroroso y degradado a un rango inferior, una combinación poco favorecedora.

—Deberías hacer que te arrancasen esos forúnculos. Apenas puedo soportar mirarte.

A veces, a Opal Koboi se le olvidaba con quién estaba hablando. Brezo Cudgeon no era el típico lacayo de empresa al que estaba acostumbrada. Con total calma, el antiguo comandante extrajo un disparador Redboy de diseño especial y descerrajó dos disparos sobre el brazo de la aerosilla. El artilugio empezó a dar vueltas a toda velocidad por las baldosas moteadas de caucho y se detuvo, no sin antes arrojar a Opal sobre una pila de discos duros.

El deshonrado elfo de la PES agarró a Opal por la barbilla puntiaguda.

—Será mejor que te acostumbres a mirarme, mi querida Opal, porque dentro de nada esta cara aparecerá en todas pantallas que hay bajo este planeta y también en las de encima.

La minúscula duendecilla apretó el puño con fuerza. No estaba acostumbrada a la insubordinación, y no digamos a la violencia, pero en momentos como aquél, veía la locura en los ojos de Cudgeon. Las drogas le habían costado un precio mucho más alto que su magia y su aspecto: le habían costado su mente.

Y de repente volvió a ser él mismo de nuevo, ayudándola galantemente a levantarse como si no hubiera pasado nada.

—Y ahora, querida, el informe de la evolución del plan. La organización B’wa Kell está ávida de sangre.

Opal se alisó la parte delantera de sus mallas.

—La capitana Canija está escoltando al humano, Artemis Fowl, al conducto E37.

—¿Fowl está aquí? —exclamó Cudgeon—. ¡Pues claro! Tendría que haber adivinado que él sería el primer sospechoso. ¡Eso es perfecto! Nuestro esclavo humano se ocupará de él: Carrère ha sido encantado, todavía conservo ese poder.

Koboi se aplicó una capa de pintalabios color rojo fuego.

—Podríamos tener problemas si capturan a Carrère.

—No te preocupes —le aseguró Cudgeon—. Hemos sometido tantas veces a monsieur Carrère al encanta que tiene la mente más vacía que un disquete recién formateado. No podría contar ninguna historia aunque quisiese. Y luego, una vez que nos haya hecho todo el trabajo sucio, la policía francesa se encargará de encerrarlo en una bonita celda de paredes acolchadas.

Opal se echó a reír. Para ser alguien que no sonreía jamás, Cudgeon tenía un delicioso sentido del humor.