Capítulo XI

MUCHA MANDÍBULA Y POCAS NUECES

LOS ÁNGELES, ESTADOS UNIDOS

EN REALIDAD, Mantillo Mandíbulas estaba fuera del apartamento de una actriz ganadora de varios Oscar. Por supuesto, ella no sabia que el enano estaba ahí, y naturalmente, este no se traía nada bueno entre manos, y es que ya se sabe: la cabra siempre tira al monte.

No es que Mantillo necesitase el dinero, pues había salido muy bien parado del asunto Artemis Fowl, lo bastante como para pagar el alquiler de la suite de un ático en un lujoso hotel de Beverly Hills. Había equipado el apartamento con sistema de audio Pioneer, una videoteca entera de DVD y cecina suficiente para el resto de su vida. Había llegado el momento de tomarse una década de descansito y relajación.

Pero la vida no es así; se niega a quedarse de brazos cruzados y permanecer relegada en un rincón. Los hábitos de varios siglos no desaparecen así como así. Más o menos a la mitad de la colección de películas de James Bond, Mantillo se dio cuenta de que echaba de menos los viejos y malos tiempos. Muy pronto, el ocupante solitario del ático exclusivo empezó a dar paseos a medianoche. Por lo general, dichos paseos acababan en el interior de las casas de otras personas.

Al principio, Mantillo se limitaba a visitar las casas, paladeando la emoción de burlar los sofisticados sistemas de seguridad de los Fangosos. Luego empezó a llevarse trofeos, pequeñas cosas, como una copa de cristal, un cenicero o un gato si tenía hambre. Sin embargo, Mantillo Mandíbulas en seguida empezó a anhelar la vieja fama y sus fechorías fueron adquiriendo cada vez más envergadura: lingotes de oro, diamantes del tamaño de un chichón o pitbull terriers cuando estaba muerto de hambre.

Lo del Oscar empezó casi por casualidad. Birló uno como objeto curioso durante un viaje a Nueva York que hizo a mitad de semana. Al mejor guión original. A la mañana siguiente fue portada en todos los periódicos, de costa a costa, como si hubiese robado un convoy de instrumental médico o algo así en lugar de una simple estatuilla dorada. Mantillo, huelga decirlo, estaba encantado de la vida: había encontrado su nuevo pasatiempo nocturno.

A lo largo de los siguientes quince días, Mantillo robó el Oscar a la mejor banda sonora y a los mejores efectos especiales. Los periódicos sensacionalistas se volvieron locos e incluso le pusieron un apodo: el Grouch, por otro ganador del Oscar muy famoso. Cuando Mantillo se enteró, empezó a menear los dedos de los pies de pura alegría, y los dedos de los pies de un enano meneándose son un espectáculo digno de ver. Son tan ágiles como los dedos de las manos, tienen articulaciones dobles y, en cuanto al olor…, es mejor no hablar. La misión de Mantillo se hizo muy evidente: tenía que hacerse con el juego completo de estatuillas.

Durante los seis meses siguientes, el Grouch perpetró sus golpes en todo Estados Unidos e incluso se fue hasta Italia para birlar el Oscar a la mejor película extranjera. Encargó que le fabricasen un armario especial, con vidrio tintado que se podía volver opaco del todo con solo pulsar un botón. Mantillo Mandíbulas volvía a sentirse vivo.

Como cabría esperar, todos los ganadores de un Oscar del planeta triplicaron su seguridad, justo como a Mantillo le gustaba; entrar en una chabola en la playa no suponía ningún reto. Edificios inexpugnables y tecnología de punta, eso era lo quería el público, y eso era lo que el Grouch les daba. Los periódicos se lo zampaban todo; era un héroe. Durante las horas de luz, cuando no podía salir al exterior, Mantillo se entretenía escribiendo el guión cinematográfico de todas sus andanzas.

Aquélla noche en concreto era una gran noche. La última estatuilla. Iba a robar el Oscar a la mejor actriz, y no se trataba de una mejor actriz cualquiera: el objetivo de aquella noche era la apasionada belleza jamaicana Maggie V., la ganadora de aquel mismo año por su encarnación de Preciosa, una tempestuosa belleza jamaicana. Maggie V. Había declarado públicamente que si el Grouch intentaba hacer algo en su apartamento, se encontraría con una buena sorpresa. ¿Cómo iba Mantillo a resistirse a un desafío como ése?

El edificio en sí era fácil de localizar: un bloque de acero y cristal de diez plantas justo al lado de Sunset Boulevard; el trayecto era un paseo a medianoche al sur de la mismísima casa de Mantillo. De modo que, una noche nublada, el intrépido enano reunió sus herramientas y se dispuso a robarse un hueco en los libros de historia.

Maggie V. Vivía en el último piso. Subir por las escaleras, el ascensor o el hueco de ambos quedaba descartado. Tendría que ser un trabajo desde el exterior. A fin de prepararse para la escalada, Mantillo llevaba dos días sin ingerir ninguna clase de líquido. Los poros de los enanos no sirven solo para sudar, sino que también absorben la humedad, algo muy útil cuando llevas varios días atrapado en un derrumbe. Aunque no puedas acercarte una bebida a la boca, cada centímetro de piel puede aspirar agua de la tierra circundante. Cuando un enano tenía sed —como le ocurría a Mantillo en ese momento—, se le abrían los poros hasta adquirir el tamaño de auténticos agujeros y empezaban a aspirar como posesos. Ésta habilidad podía resultar extremadamente provechosa si, por ejemplo, había que trepar por el costado de un edificio alto.

Mantillo se quitó los zapatos y los guantes, se colocó un casco de la PES robado y empezó a escalar.

CONDUCTO E93

Holly notaba la mirada del comandante achicharrándole los pelos de la nuca. Trató de hacer caso omiso, concentrándose en no estrellar la lanzadera del embajador atlante contra las paredes del conducto del Ártico.

—Así que, todo este tiempo, ¿sabías que Mantillo Mandíbulas estaba vivo?

Holly ladeó el propulsor de estribor para esquivar un misil de roca medio derretida.

—No estaba segura. Potrillo tenía esa teoría.

El comandante retorció un cuello imaginario.

—¡Potrillo! ¿Por qué será que no me sorprende?

Artemis esbozó una sonrisita divertida desde su asiento en la zona de pasajeros.

—Bueno, vosotros dos, necesitamos trabajar juntos, como un equipo.

—Pues cuéntame cuál era la teoría de Potrillo, capitana —ordenó Remo, abrochándose el cinturón en el asiento de copiloto.

Holly activó un lavado de electricidad estática en las cámaras externas de la lanzadera. Las descargas negativas y positivas limpiaron las capas de polvo de las lentes.

—A Potrillo la muerte de Mantillo le parecía un poco sospechosa, teniendo en cuenta que era el mejor excavador túneles de todo el mundo duendil.

—Bueno, ¿y por qué no me lo dijo?

—Solo era una corazonada y, con todos los respetos, comandante, pero ya sabemos cómo se pone usted con las corazonadas.

Remo asintió de mala gana. Era verdad, no tenía tiempo para corazonadas. O le presentaban pruebas contundentes, o ya podían salir de su despacho hasta que las consiguieran.

—El centauro se puso a investigar por su cuenta en su tiempo libre. Lo primero que advirtió era que el oro recuperado pesaba demasiado poco. Yo había negociado la devolución de la mitad del rescate y, según sus cálculos, al carro le faltaban unas dos docenas de lingotes.

El comandante se encendió uno de sus característicos puros de setas. Tenía que admitir que la cosa sonaba muy prometedora: lingotes de oro desaparecidos y Mantillo Mandíbulas en un radio de ciento sesenta kilómetros a la redonda. Dos y dos sumaban cuatro.

—Como sabe, forma parte del procedimiento habitual rociar cualquier objeto propiedad de la PES con rastreador de solinio, incluyendo el oro del rescate, así que Potrillo hizo un escaneo de solinio y encontró marcas y señales por todo Los Ángeles, especialmente en el hotel Crowley de Beverly Hills. Cuando entró en el ordenador del edificio, descubrió que el ocupante de la suite del ático aparecía con el nombre de un tal Rex Cavador.

Las orejillas puntiagudas de Remo se pusieron tiesas de repente.

—¿Rex Cavador?

—Exacto —dijo Holly, asintiendo con la cabeza—. Demasiada coincidencia Potrillo me lo contó entonces y yo le aconsejé que tomase unas cuantas fotos por satélite antes de llevarle a usted el informe. Solo que…

—Solo que el señor «Cavador» está resultando ser muy escurridizo. ¿Tengo razón?

—Ha dado en el clavo.

El color de la piel de Remo pasó del rosa al colorado tomate.

—¡Mantillo! Ése granuja… ¿Cómo lo hizo? Holly se encogió de hombros.

—Creemos que transfirió su iriscam a algún animal local, tal vez a un conejo. Luego hizo que el túnel se derrumba

—Así que las constantes vitales que detectábamos eran de un conejo.

—Exactamente. En teoría.

—¡Lo mataré en cuanto lo encuentre! —exclamó Remo al tiempo que golpeaba el tablero de instrumentos—. ¿Es que este cacharro no puede ir más rápido?

LOS ÁNGELES

Mantillo escaló el edificio sin demasiadas dificultades. Había cámaras externas de circuito cerrado, pero el filtro de iones del casco mostraba con exactitud hacia dónde enfocaban dichas cámaras. Solo era cuestión de trepar y arrastrarse por los puntos ciegos.

Al cabo de una hora, el enano estaba pegado como una ventosa a la parte externa del apartamento de Maggie V., la planta décima. Las ventanas tenían triple acristalamiento con un recubrimiento especial a prueba de balas. ¡Ah, las estrellas de cine…! Eran todas unas paranoicas, no se salvaba ni una.

Naturalmente, había un dispositivo de alarma en lo alto de la hoja de vidrio y un sensor de movimiento agazapado en la pared como si fuese un grillo congelado. Era de esperar…

Mantillo hizo un agujero en el vidrio con ayuda de un abrillantador de roca de enanos, un líquido que empleaban para pulir los diamantes en las minas. Los humanos llegaban hasta el extremo de tallar los diamantes para pulirlos. Increíble: media piedra desperdiciada.

A continuación, el Grouch utilizó el filtro de iones del casco para realizar un barrido de la habitación y detectar el radio de alcance del sensor de movimiento La hilera de iones rojos revelaba que el sensor estaba enfocado al suelo. Daba igual, porque Mantillo tenía intención de desplazarse por la pared.

Con los poros aún sedientos de agua, el enano se deslizó por el tabique, aprovechando al máximo el sistema de estanterías de acero inoxidable que rodeaban casi por completo la sala de estar principal.

El siguiente paso consistía en encontrar el Oscar en cuestión. Podía estar escondido en cualquier parte, incluso bajo la almohada de Maggie V, pero aquella habitación era tan buen lugar para empezar como cualquier otro. Nunca se sabía, podía tener suerte a la primera.

Mantillo activó el filtro de rayos X del casco y escaneó las paredes en busca de una caja fuerte. Nada. Lo intentó con el suelo: los humanos últimamente parecían estar espabilándose. Allí, bajo una alfombra de piel de cebra de imitación, había un cubo metálico. Fácil.

El Grouch se acercó al sensor de movimiento desde arriba, haciendo girar el cuello del dispositivo con suavidad hasta que este enfocó al techo. El suelo era ahora lugar seguro. Mantillo se dejó caer sobre la alfombra y tanteó la superficie con sus dedos táctiles del pie. No había ninguna almohadilla amortiguadora cosida al forro de la alfombra. Enrolló la piel de imitación y dejó al descubierto una trampilla en el suelo de madera. A primera vista, las junturas eran casi imperceptibles, pero Mantillo era un experto y tenía una vista de primera, sobre todo con la ayuda de los objetivos de zum de la PES.

Insertó un clavo en la rendija y abrió la trampilla. La caja fuerte en sí fue más bien una decepción; ni siquiera estaba forrada de plomo, sino que podía ver directamente el mecanismo con el filtro de rayos X. Una simple combinación. Solo tres dígitos.

Mantillo apagó el filtro. ¿Qué gracia tenía abrir un cerrojo transparente? En su lugar acercó la oreja a la puerta y empezó a mover el disco. Al cabo de quince segundos tenía puerta de la caja fuerte abierta a sus pies.

La chapa dorada del Oscar le sonrió. Mantillo cometió un error gravísimo en ese momento: se relajó. En la mente del Grouch, ya estaba de vuelta en su apartamento, tragándose una botella entera de dos litros de agua helada, y a los ladrones que se relajan los espera la cárcel, inmediata e irremediablemente.

Mantillo cometió el descuido de no comprobar si había trampas en la estatuilla y la sacó de cuajo de la caja fuerte. Si lo hubiese comprobado, se habría dado cuenta de que había un cable sujeto magnéticamente a la base. Si alguien movía el Oscar, se interrumpía un circuito programado y, acto seguido, se armaba la de Dios.

CONDUCTO E93

Holly ajustó el piloto automático para que se quedasen suspendidos en el aire a tres mil metros bajo la superficie. Se dio unos golpecitos en el pecho para desabrocharse el arnés de seguridad y se reunió con los demás en la parte trasera de la lanzadera.

—Tenemos dos problemas: en primer lugar, si bajamos más, nos detectarán los escáneres, suponiendo que sigan funcionando.

—¿Por qué será que no me apetece saber cuál es el segundo problema? —exclamó Mayordomo.

—En segundo lugar, retiraron esta parte del conducto cuando nos fuimos del Ártico.

—¿Lo que significa…?

—Lo que significa que han derrumbado los túneles de servicio. No hay forma de acceder al sistema de conductos sin los túneles de servicio.

—No importa —repuso Remo—. Podemos hacer estallar el muro.

Holly lanzó un suspiro.

—¿Con qué, comandante? Ésta es una nave diplomática, no tenemos cañones de ninguna clase.

Mayordomo extrajo dos cápsulas de explosivos de un bolsillo de su Lunocinturón.

—¿Esto serviría? Potrillo pensó que tal vez nos resultarían útiles.

Artemis lanzó un gemido. Si no lo conociese mejor, habría jurado que su guardaespaldas estaba disfrutando de lo lindo con todo aquello.

LOS ÁNGELES

—Uy, ay… —exclamó Mantillo con la respiración entrecortada.

En cuestión de segundos, la situación había pasado de ser ideal a convertirse en extremadamente peligrosa. Una vez que el circuito se seguridad se vio interrumpido, una puerta lateral se abrió deslizándose y dejó pasar a dos pastores alemanes gigantescos —lo último en perros guardianes— seguidos por su cuidador, un humano no menos gigantesco y protegido con ropas especiales. Parecía como si se hubiese puesto varios felpudos encima. Saltaba a la vista que aquellos perros eran emocionalmente inestables.

—¡Qué perros más bonitos! —exclamó Mantillo, al tiempo que se desabrochaba la culera de los pantalones.

CONDUCTO E93

Holly accionó las palancas de control de vuelo y acercó la lanzadera a la pared del conducto.

—Nos hemos acercado al máximo —anunció a través del micrófono del casco—. Si nos acercamos más, los sensores térmicos podrían empujarnos a la pared de roca.

—¿Los sensores térmicos? —gruñó Remo—. Nadie había dicho nada de los sensores térmicos antes de que saliera aquí fuera.

El comandante estaba tumbado en el ala de babor con los brazos y las piernas extendidos y una cápsula de explosivos en cada bota.

—Lo siento, comandante, alguien tiene que pilotar esta nave. Remo masculló algo entre dientes y se arrastró para acercarse al extremo del ala. Si bien las turbulencias no eran ni mucho menos tan violentas como lo habrían sido en una nave que estuviese volando, el embate de los sensores térmicos bastó para zarandear al comandante como si fuera un cubito de hielo en un vaso de whisky. Lo único que lo animaba a seguir avanzando era la imagen de sus dedos cerrándose alrededor del cuello de Mantillo Mandíbulas.

—Un metro más —dijo, jadeando al micrófono. Al menos disponían de un sistema de comunicaciones, pues la lanzadera contaba con su propio intercomunicador local—. Un metro más y ya estoy.

—Ánimo, comandante. Adelante.

Remo decidió correr el riesgo de asomarse al abismo. El conducto parecía no tener fondo: serpenteaba hacia abajo y se hundía en el brillo de magma anaranjado del corazón de la Tierra. Aquello era una locura, un auténtico disparate. Tenía que haber otro modo de hacerlo. Llegados a este punto, el comandante habría estado dispuesto incluso a arriesgarse a volar sobre la superficie.

En ese momento, Julius Remo tuvo una visión. Pudo deberse a los humos de sulfuro, al estrés o hasta a la escasez de alimentos, pero el comandante habría jurado que acababa de ver las facciones del rostro de Mantillo Mandíbulas, esculpidas en la pared de roca. La cara estaba dando chupadas a un puro y sonriendo.

Toda su determinación regresó a él con energía renovada. Derrotado por un delincuente… ¡Ni soñarlo!

Remo se puso de pie, secándose las palmas sudorosas en el mono. Los sensores térmicos tiraban de sus extremidades como fantasmillas traviesos.

—¿Estáis listos para poner un poco de distancia entre nosotros y este boquete inminente? —gritó al micrófono.

—Puede estar seguro de ello, comandante —respondió Holly—. En cuanto volvamos a tenerlo a bordo, nos largamos de aquí.

—De acuerdo. Permaneced alertas.

Remo disparó el dardo pitón de su cinturón. La punta de titanio se hundió con total facilidad en la roca. El comandante sabía que las diminutas descargas dentro del dardo extenderían dos alas que lo asegurarían al interior de la pared de roca. Cinco metros. No era una gran distancia, que digamos para balancearse sobre aquella clase de cuerda. Pero en realidad no era el balanceo lo preocupante, sino la caída mortal en el abismo que se abría a sus pies y la inexistencia de asideros a los que agarrarse en la pared del conducto.

Vamos, Julius —se burló la escultura de Mantillo—. Vamos a ver cómo se te queda la cara aplastada contra una pared.

—¡Cierra la boca, convicto! —rugió el comandante y, acto seguido, dio un salto y empezó a balancearse en el vacío.

La pared de roca se le echó encima a toda velocidad, robándole el aire de los pulmones. Remo apretó los dientes para combatir el dolor y rezó porque no se le hubiese roto ningún hueso; después de su viaje a Rusia, no le quedaba magia suficiente ni para hacer florecer una margarita, conque mucho menos para curar una costilla rota…

Las luces delanteras de la lanzadera iluminaron las señales de los láseres donde los enanos excavatúneles de la PES habían sellado el conducto de servicio. Aquélla línea de soldadura sería el punto débil, de modo que Remo insertó las cápsulas de explosivos en dos hendiduras.

—Voy a por ti, Mandíbulas —masculló, aplastando los detonadores incrustados en cada una de las cápsulas. Ahora solo faltaban treinta segundos.

Remo apuntó hacia el ala de la lanzadera con un segundo dardo pitón. Un blanco fácil; acertaba hasta con los ojos cerrados cuando estaba en el simulador… Por desgracia, en los simuladores no había sensores térmicos fastidiándolo todo en el último momento.

Justo cuando el comandante disparaba el dardo, el borde de un remolino de gas especialmente violento atrapó la parte trasera de la lanzadera y la hizo girar cuarenta grados en el sentido inverso al de las agujas del reloj. El dardo se apartó un metro del objetivo y empezó a dar vueltas en el abismo, tirando de la cuerda de salvamento del comandante. Remo tenía dos opciones: podía rebobinar la cuerda haciendo uso del cabestrante de su cinturón, o podía tirarla e intentarlo de nuevo con la de repuesto. Julius se desabrochó la cuerda: sería más rápido intentarlo de nuevo. Un buen plan, sin duda… de no ser por que ya había utilizado su cuerda de repuesto para salir de debajo del hielo. El comandante se acordó de este último detalle medio segundo después de haber soltado su último pitón.

¡D’Arvit! —soltó al tiempo que se palpaba el cinturón en busca de un dardo que sabía que no iba a estar allí.

—¿Problemas comandante? —preguntó Holly, con la voz cansada de tanto pelearse con las palancas de control.

—No me quedan cuerdas pitón y ya he colocado las cargas de explosivos.

A continuación, siguió un silencio breve. Muy breve. No había tiempo para largas discusiones propias de un gabinete de crisis. Remo consultó su lunómetro. Veinticinco segundos y proseguía la cuenta atrás.

Cuando la voz de Holly llegó a través del auricular, no estaba cargada de entusiasmo ni de confianza, precisamente.

—Hum… Comandante, ¿lleva algo de metal?

—Sí —contestó Remo, desconcertado—. Llevo el peto, el cinturón, la insignia y el disparador, ¿por qué?

Holly acercó la lanzadera solo unos centímetros. Acercarse más era un suicidio.

—Vamos a decirlo así: ¿quiere usted mucho a sus costillas?

—¿Por qué?

—Porque creo que sé cómo sacarlo de ahí.

—¿Cómo?

—Podría decírselo, pero no le va a gustar.

—Dímelo, capitana. Es una orden directa.

Holly se lo dijo. Al comandante no le gustó.

LOS ÁNGELES

Ventosidades de enano. No es el tema de conversación más agradable del mundo, que digamos; de hecho, se sabe que la esposa de más de un duende lo riñe cada dos por tres por soltar sus gases en casa en lugar de hacerlo en los túneles. El caso es que, genéticamente, los enanos tienen tendencia a sufrir aerofagia, sobre todo cuando han estado comiendo arcilla en la mina. Un enano es capaz de engullir varios kilos de tierra por segundo con la mandíbula desencajada, y eso es mucha arcilla, con un montón de aire en ella. Todos estos desechos tienen que ir a alguna parte, así que se van hacia «el sur». Por decirlo educadamente, los túneles se taponan con sus propios restos. Mantillo llevaba meses sin ingerir arcilla, pero todavía le quedaban unas cuantas burbujas de gas a su entera disposición para cuando las necesitase.

Los perros estaban en posición de ataque, dispuestos a saltar sobre él en cualquier momento. Los regueros de baba les resbalaban por las fauces, abiertas de par en par. Aquéllos colmillos lo destrozarían en apenas unos segundos. Mantillo se concentró. El burbujeo familiar empezó a bullirle en el estómago, deformándolo. Era como si un par de enanos luchadores fuesen a librar unos cuantos asaltos ahí dentro. El enano apretó los dientes; aquel pedo iba a ser impresionante.

El cuidador sopló un silbato de árbitro y los perros saltaron hacia delante como si fueran un par de torpedos con dientes. Mantillo soltó un chorro de gas que abrió un boquete en la alfombra y lo catapultó directo al techo, donde sus poros sedientos lo anclaron. Estaba a salvo…, de momento.

Los pastores alemanes estaban especialmente sorprendidos. En su época dorada, se habían comido a bocaditos a casi todas las criaturas de la cadena alimenticia. Aquello era toda una novedad, y no demasiado agradable, por cierto. Cabe recordar que el olfato de un perro es mucho más sensible que el de un humano.

El cuidador volvió a soplar su silbato unas cuantas veces más, pero todo el control que podía haber ejercido sobre los perros había desaparecido en cuanto Mantillo salió disparado hacia el techo a cuestas de una ráfaga de viento reciclado. Cuando los orificios nasales de los perros se hubieron despejado, empezaron a saltar y a hacer rechinar los dientes con gran estruendo.

Mantillo tragó saliva. Los perros son mucho más listos que el goblin medio, así que solo era cuestión de tiempo que se les ocurriese subirse a un mueble y saltar desde allí.

El enano cleptómano se dirigió hacia la ventana, pero el cuidador llegó allí antes que él y bloqueó el espacio con su cuerpo mastodóntico. Mantillo vio cómo toqueteaba un arma que llevaba sujeta al cinturón. Aquello se ponía peligroso. Los enanos pueden tener muchas virtudes, pero estar hechos a prueba de balas no es una de ellas.

Para empeorar aún más las cosas, Maggie V. Apareció en la puerta del dormitorio, blandiendo un bate de béisbol de cromo. Aquélla no era la Maggie V. A la que el público estaba acostumbrado: tenía la cara cubierta por una pasta verde y parecía llevar una bolsa de té pegada debajo de cada ojo.

—¡Te hemos pillado, Grouch! —exclamó, regodeándose—. Y esas ventosas que tienes no van a salvarte.

Mantillo se dio cuenta en ese momento de que su carrera como el Grouch había terminado. Tanto si lograba escapar como si no, el Departamento de Policía de Los Ángeles al completo iba a hacerles una visita a todos y cada uno de los enanos de la ciudad en cuanto amaneciese.

A Mantillo solo le quedaba una carta por jugar: el don de lenguas. Todos los seres mágicos tienen una facilidad especial para los idiomas, puesto que todas las lenguas se basan en el idioma gnómico, si se investiga suficientemente atrás en el tiempo. Incluyendo la lengua de los perros americanos.

Grrr… —gruñó Mantillo—. ¡Guau, guau! ¡Grrr…!

Los perros se quedaron de piedra. Uno decidió quedarse paralizado en mitad de un salto y aterrizó en lo alto de su compañero. Estuvieron mordisqueándose las colas un momento hasta que se acordaron de que había una criatura en el techo ladrándoles. Tenía un acento horroroso, como centroeuropeo o algo así, pero era perrunés al fin y al cabo.

¿Guau? —inquirió el perro número uno—. ¿Qué dices?

Mantillo señaló al cuidador.

¡Grr, guau, guaaau, guau! Ése humano lleva un hueso enorme dentro de la camisa —gruñó. (Evidentemente, esto ha sido traducido).

Los pastores alemanes se abalanzaron sobre su cuidador, Mantillo se escabulló por el hueco de la ventana y Maggie V. Se puso a aullar con tanta fuerza que la máscara facial que llevaba puesta se resquebrajó y se le cayeron las bolsas de té. Y a pesar de que el Grouch sabía que aquel capítulo de su carrera había llegado a su fin, el peso del Oscar de Maggie V. En el interior de su camisa le proporcionó no poca satisfacción.

CONDUCTO E93

Faltaban veinte segundos para que estallasen las cápsulas de explosivos y el comandante seguía aplastado contra la pared del conducto. No tenían equipos de alas ni tampoco tiempo para enviar uno fuera de la lanzadera aunque los tuvieran. Si no conseguían sacar a Remo de ahí enseguida, saldrían despedidos de la pared y caerían en el abismo, y la magia no funcionaba sobre la porquería derretida. Solo les quedaba una opción: Holly tendría que utilizar las abrazaderas de agarre.

Todas las lanzaderas están equipadas con trenes de aterrizaje secundarios. Si fallan los nódulos de amarre, se puede hacer que cuatro abrazaderas se extiendan de unas guías empotradas. Éstas abrazaderas se adhieren a la parte inferior metálica de la plataforma de aterrizaje e inmovilizan la nave en el aire. Las abrazaderas también pueden resultar muy útiles en entornos desconocidos, donde los componentes magnéticos buscan oligoelementos y se agarran a ellos como si fuesen sanguijuelas.

—Vale, Julius —dijo Holly—. No mueva un solo músculo.

Remo se puso muy pálido. Julius. Holly le había llamado Julius. Aquello no auguraba nada bueno.

Diez segundos.

Holly activó una pequeña pantalla.

—Activar abrazadera de popa hacia delante.

Un sonido chirriante anunció el movimiento de la abrazadera.

La imagen del comandante apareció en la pantallita; incluso desde allí parecía preocupado. Holly le apuntó al centro del pecho.

—Capitana Canija. ¿Estás absolutamente segura de esto?

Holly hizo caso omiso de la pregunta de su superior.

—Quince metros de alcance. Solo magnetos.

—Holly, a lo mejor podría saltar. Podría conseguirlo. Estoy seguro de que podría conseguirlo.

Cinco segundos…

—Disparar abrazadera de popa.

Seis descargas diminutas hicieron ignición alrededor de la base de la abrazadera e hicieron que el disco metálico saliese disparado de su sitio, seguido por un reguero de cable de polímero replegable.

Remo abrió la boca para soltar una palabrota, pero inmediatamente la abrazadera se le agarró al pecho y le arrancó hasta la última bocanada de aire del cuerpo. Se oyeron varios crujidos de cosas al resquebrajarse.

—Enrollar el cable —ordenó Holly a través del micrófono del ordenador, al tiempo que sacaba la nave de allí a toda velocidad. La lanzadera arrastraba al comandante tras de sí como si este estuviese haciendo esquí acuático.

Cero segundos. Las cargas explotaron y arrojaron dos mil kilos de escombros a las profundidades del abismo con una fuerza arrolladora. Una gota en un océano de magma.

Un minuto más tarde, el comandante estaba atado a una camilla neumática en la enfermería del embajador atlante. Le dolía el pecho al respirar, pero eso no iba a impedirle hablar.

—¡Capitana Canija! —rugió—. ¿En qué demonios estabas pensando? ¡Podría haber muerto!

Mayordomo abrió la camisa del duende para supervisar las heridas.

—Pues sí, podría haber muerto. Cinco segundos más y lo habrían hecho papilla. Si está vivo todavía, es gracias a Holly.

Holly ajustó el piloto automático en posición de suspensión y cogió un medipac del botiquín de primeros auxilios. Lo estrujó entre los dedos para activar los cristales. Otro de los inventos de Potrillo: paquetes de hielo con cristales curativos. No sustituía a la magia, pero era mejor que un abrazo y un beso.

—¿Dónde le duele?

Remo tosió. Un hilo de sangre le resbalaba por el uniforme.

—Toda el área corporal en general. Me parece que he perdido un par de costillas.

Holly se mordió el labio. Ella no era médico, y curar a alguien no era coser y cantar, ni mucho menos. Las cosas podían salir mal. Holly sabía del caso de un vicecapitán que se había roto una pierna y se había desmayado: se despertó con un pie apuntando en sentido contrario al de la pierna. No es que Holly no hubiese realizado operaciones delicadas anteriormente, como cuando Artemis quiso que su madre se curase de su depresión, cuando estaban en una zona horaria distinta. Holly había enviado una señal positiva muy potente con chispas suficientes como para iluminar todo un campo de fútbol, una especie de estimulante para levantar el ánimo general. Cualquiera que hubiese visitado la mansión Fowl a lo largo de la semana siguiente habría salido de ella silbando y cantando a pleno pulmón.

—Holly… —gimió Remo.

—V… v… vale… —tartamudeó—. Vale.

Apoyó las palmas de las manos sobre el pecho de Remo e hizo que la magia se le desparramara por los dedos.

—Cúrate —susurró.

El comandante puso los ojos en blanco. La magia lo estaba adormeciendo para que se recuperase. Holly colocó un medipac sobre el pecho del duende inconsciente.

—Aprieta el paquete con fuerza y aguántalo —le ordenó a Artemis—. Solo diez minutos, o dañará los tejidos.

Artemis oprimió el paquete y rápidamente sus dedos se sumergieron en un charco de sangre. De pronto, se le quitaron las ganas de soltar un comentario ingenioso de los suyos. Primero, el ejercicio físico, luego, el dolor corporal, y ahora esto. Aquéllos últimos días estaban resultando de lo más didácticos para él. Casi prefería estar de vuelta en Saint Bartleby’s.

Holly regresó a toda prisa a la cabina de vuelo y enfocó con las cámaras externas el túnel de servicio.

Mayordomo se sentó con dificultad en el asiento del copiloto.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Ahora qué?

Holly sonrió y, por un momento, a Mayordomo la expresión de su rostro le recordó a Artemis Fowl.

—Ahora tenemos un agujero inmenso.

—Bien, pues entonces vamos a visitar a un viejo amigo.

Los pulgares de Holly se cernieron sobre las palancas de propulsión.

—Sí —contestó—, vamos.

La lanzadera atlante desapareció por el túnel de servicio más rápidamente que una zanahoria por el gaznate de Potrillo y, para aquellos que no lo sepan; eso significa muy, pero que muy rápido.

HOTEL CROWLEY, BEVERL HILLS, LOS ÁNGELES

Mantillo regresó a su hotel sin ser descubierto. Por supuesto, aquella vez no tuvo que escalar las paredes. Eso habría supuesto un reto mucho mayor que el edificio de Maggie V., pues las paredes del hotel eran de ladrillo, muy porosas. Sus dedos habrían succionado la humedad de la piedra y habría perdido su capacidad de agarre.

No, esta vez Mantillo utilizó el vestíbulo principal. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Para el conserje, él seguía siendo Rex Cavador, el millonario solitario; muy bajito tal vez, pero bajo y rico.

—Buenas noches, Art —lo saludó Mantillo de camino al ascensor.

Art se asomó por encima del mostrador de mármol.

—Ah, señor Cavador, es usted —le contestó, un poco sorprendido—. Creía haberle oído pasar por debajo de mi línea de visión hace solo un momento.

—No —repuso Mantillo, sonriendo—. Es la primera vez que paso por aquí esta noche.

—Hummm… Habrá sido el viento nocturno entonces.

—A lo mejor. Aunque creía que en este sitio tapaban los agujeros para que no haya corriente. Teniendo en cuenta la cantidad de dinero que pago por el ático…

—Y que lo diga, señor —convino Art. El cliente siempre tiene la razón, política de la empresa.

Dentro del ascensor provisto de espejo, Mantillo utilizó un bastón desplegable para pulsar el botón de «A» de ático. Durante los primeros meses, se había puesto a saltar cada vez que quería alcanzar el botón, pero eso era una conducta muy poco decorosa para un millonario. Además, estaba seguro de que Art podía oír el ruido que hacía al saltar desde su mostrador de recepción.

La caja con espejo se elevó silenciosamente, pasando por todos los pisos en dirección al ático. Mantillo venció la tentación de sacar la estatuilla de la bolsa; alguien podía subirse al ascensor. Se contentó con un trago largo de una botella de agua irlandesa de manantial, lo más parecido a la pureza mágica que se podía obtener. En cuanto hubiese puesto el Oscar a buen recaudo, se daría un baño frío y dejaría que sus poros se diesen un buen trago, porque de lo contrario se despertaría a la mañana siguiente pegado a la cama.

La puerta de la suite de Mantillo se abría con un código especial de seguridad, una secuencia de catorce números. No hay nada como un poco de paranoia para mantener a un enano cleptómano bien lejos de la cárcel: aunque la PES creyese que estaba muerto, Mantillo nunca se había podido quitar del cuerpo la sensación de que, algún día, Julius Remo lo descubriría todo y vendría a por él.

La decoración del apartamento era muy poco corriente para tratarse de una vivienda humana. Mucha arcilla, pedazos de rocas y cascadas de agua. Parecía más bien el interior de una cueva en lugar de una residencia exclusiva de Beverly Hills.

La pared del lado norte parecía una sola placa de mármol negro. Lo parecía. Sin embargo, si se examinaba de cerca se veía una pantalla plana de televisión de cuarenta pulgadas, un aparato de DVD y un panel de vidrio tintado. Mantillo levantó un mando a distancia más grande que su pierna izquierda e hizo que apareciese el armario oculto con otro código de seguridad muy complicado. En su interior había tres hileras de figurillas doradas. Mantillo depositó el Oscar de Maggie V. En una almohadilla de terciopelo que tenía preparada a tal efecto.

Se secó una lágrima imaginaria del rabillo del ojo.

—Me gustaría dar las gracias a la Academia —se rio el enano.

—Muy conmovedor… —replicó una voz detrás de él.

Mantillo cerró el armario de un portazo que resquebrajó la hoja de cristal.

Había un joven humano junto a las rocas. ¡En su apartamento! El aspecto del chico era muy extraño, incluso para los cánones fangosos. Estaba anormalmente pálido, tenía el pelo negro azabache, una figura esbelta e iba vestido con un uniforme de colegio que parecía haber sido arrastrado por el suelo de dos continentes.

Los pelos de la barbilla de Mantillo se le pusieron rígidos. Aquél chico iba a traerle problemas. El pelo de enano nunca se equivocaba.

—Tu sistema de alarma es muy divertido —continuó el chico—. He tardado varios segundos en desactivarlo.

Mantillo supo entonces que estaba metido en un lío: la policía humana no entra en los apartamentos de la gente desactivando el sistema de alarma.

—¿Y tú quién eres, hu… chico?

—Me parece que aquí más bien la pregunta es quién eres tú. ¿Eres el millonario solitario Rex Cavador? ¿El famoso Grouch? ¿O acaso, tal como sospecha Potrillo, eres el preso fugado Mantillo Mandíbulas?

Mantillo echó a correr, propulsado por los últimos vestigios de los gases que le quedaban dentro del cuerpo. No tenía ni idea de quién era aquel Fangoso, pero si lo enviaba Potrillo, tenía que ser un cazador de recompensas o algo por el estilo.

El enano atravesó a la carrera el salón del nivel inferior, en dirección a su ruta de huida. Era la razón por la que había escogido aquel edificio: a principios del siglo XX, una chimenea de tiro muy ancho había recorrido de arriba abajo la totalidad del edificio de varias plantas. Cuando habían instalado un sistema de calefacción central en los años cincuenta, el contratista de la obra se había limitado a rellenar el hueco del tiro de la chimenea con tierra y había taponado la parte superior con un sello de cemento. Mantillo había percibido el olor de la veta de tierra en cuanto su agente inmobiliario había abierto la puerta de la suite. Luego había sido pan comido encontrar la vieja chimenea y destrozar el bloque de cemento. Voilà. Túnel instantáneo.

Mantillo se desabrochó la culera de sus pantalones en plena carrera. El extraño jovenzuelo no intentó perseguirlo en ningún momento. ¿Por qué iba a hacerlo? No había ningún sitio a donde ir.

El enano se permitió un segundo para una escena triunfal de despedida.

—Nunca me cogerás vivo, humano. Dile a Potrillo que no envíe a un Fangoso para hacer el trabajo de un duende.

Madre mía, pensó Artemis, frotándose la ceja. Así que esto es lo que hace Hollywood con la gente.

Mantillo apartó una cesta de flores secas del hueco de la chimenea y se zambulló en él. Se desencajó la mandíbula y en un periquete se sumergió en aquella arcilla centenaria. En realidad no era su favorita, ni mucho menos. Hacía mucho tiempo que los minerales y los elementos nutritivos se habían secado y, en su lugar, la tierra era una infusión de cien años de desechos quemados y cenizas de tabaco. Sin embargo, era arcilla pese a todo, y para aquello era para lo que habían nacido los enanos. Mantillo sintió cómo se evaporaba toda su ansiedad: no había criatura viva capaz de darle alcance ahora; aquel era su territorio.

El enano descendió con gran rapidez, abriéndose camino a bocados a través de las plantas. Más de una pared se vino abajo a su paso. Mantillo tenía la impresión de que no iban a devolverle el dinero que había dejado en depósito al alquilar la suite, aunque se hubiese quedado para recogerlo.

En poco más de un minuto, Mantillo había llegado al aparcamiento del sótano. Volvió a colocarse la mandíbula en su sitio, sacudió el trasero para soltar las últimas burbujas de gas y salió por la rejilla. Su todoterreno adaptado especialmente para él le estaba esperando, con el depósito de gasolina lleno, los vidrios completamente opacos y listo para arrancar.

—Idiotas… —se burló el enano al tiempo que sacaba las llaves de una cadena que llevaba alrededor del cuello.

Acto seguido, la capitana Canija se materializó a menos de un metro de distancia.

—¿Idiotas? —exclamó mientras encendía su porra eléctrica.

Mantillo consideró sus opciones: el suelo del sótano era de asfalto, y el asfalto era mortal para los enanos: les precintaba las entrañas como si fuese pegamento. Parecía haber un hombre del tamaño de una montaña bloqueando la rampa de salida del sótano; Mantillo ya lo había visto antes en la mansión Fowl. Eso significaba que el humano de arriba debía de ser el archiconocido Artemis Fowl. La capitana Canija estaba ahí, justo enfrente, y no mostraba signos de piedad ni compasión. Solo había una posibilidad: volver a la chimenea. Subir un par de plantas y esconderse en otro apartamento.

Holly sonrió.

—Venga, Mantillo. Te desafío.

Y Mantillo lo hizo: se volvió y se zambulló de nuevo en la chimenea, esperando sufrir una descarga eléctrica en el trasero en cualquier momento. Sus expectativas, no se vieron defraudadas, ¿cómo iba Holly a errar un blanco como ése?

CONDUCTO El16, DEBAJO DE LOS ÁNGELES

La terminal de lanzaderas de Los Ángeles estaba a veinticinco kilómetros al sur de la ciudad, escondida tras la proyección holográfica de una duna de arena. Remo los estaba esperando dentro de la lanzadera, y se había recuperado lo justo para esbozar una débil sonrisa.

—Vaya, vaya, vaya… —rezongó al tiempo que se bajaba de la camilla con un medipac nuevo sujeto a las costillas—. ¡Pero si es mi degenerado favorito, que ha resucitado de entre los muertos!

Mantillo extrajo un bote de paté de calamar de la nevera personal del embajador de Atlantis.

—¿Por qué será que nunca me dedicas un cumplido, Julius? A fin de cuentas, fui yo quien salvó tu carrera en Irlanda. De no haber sido por mí, nunca habrías descubierto que Fowl tenía una copia del Libro.

Cuando Remo estaba que echaba humo por las orejas como era ahora el caso, se podían freír un par de huevos en su coronilla.

—Teníamos un trato, convicto. Tú lo rompiste y ahora te he descubierto.

Mantillo extrajo unas cucharadas de paté del bote con sus dedos regordetes.

—No me vendría mal un poco de zumo de cucaracha —comentó.

—Disfruta mientras puedas de la comida, porque el próximo almuerzo que ingieras será a través de un agujero en una puerta.

El enano se arrellanó en una silla acolchada.

—Qué cómoda.

—¿Verdad que sí? —convino Artemis—. Cuenta con algún mecanismo de suspensión de líquidos. Muy caro, sin duda.

—Seguro que gana a las lanzaderas de la prisión —señaló Mantillo—. Recuerdo la vez que me pifiaron vendiéndole un Van Gogh a un tipo de Texas. Me transportaron en una nave del tamaño de una ratonera. Llevaban a un trol en la jaula de a al lado. Apestaba que daban ganas de vomitar.

Holly sonrió.

—Eso mismo dijo el trol.

Remo sabía que el enano lo estaba pinchando a propósito, pero explotó de todos modos.

—Escúchame, convicto; no he viajado hasta aquí para escuchar tus batallitas, así que cierra la boca antes de que te la cierre yo.

Aquél arrebato de furia no impresionó lo más mínimo a Mantillo.

—Por curiosidad, Julius, ¿por qué has viajado hasta aquí? ¿El gran comandante Remo requisando la lanzadera de un embajador solo para apresar a este pobre enano? No lo creo, así que… ¿qué pasa? ¿Y qué hacen aquí estos Fangosos? —Señaló a Mayordomo con la cabeza—. Sobre todo ese de ahí.

El sirviente esbozó una sonrisa radiante.

—¿Te acuerdas de mí, hombrecillo? Creo que te debo algo.

Mantillo tragó saliva. Su camino y el de Mayordomo ya se habían cruzado una vez, y no había terminado bien para el humano. Mantillo había soltado un intestino entero lleno de ventosidades directamente a la cara del sirviente, algo muy embarazoso para un guardaespaldas de su categoría, por no hablar de lo doloroso del asunto.

Por primera vez, Remo se echó a reír, a pesar de que al reírse le dolían las costillas.

—Está bien, Mantillo. Tienes razón. Pasa algo, y es algo importante.

—Eso me parecía a mí, y como de costumbre, me necesitáis para que os haga el trabajo sucio. —Mantillo se frotó el trasero—. Bueno, pues disparándome no vais a conseguir nada. Ésa descarga eléctrica no hacía ninguna falta, capitana Canija. Me va a quedar señal…

Holly se llevó la mano a la orejita puntiaguda, haciendo bocina.

—Eh, Mantillo, si escuchas con atención oirás el sonido que hace alguien a quien eso le importa un rábano. Por lo que he visto, vivías a cuerpo de rey con el oro de la PES.

—Ése apartamento me costaba una fortuna, ¿sabes? Solo el depósito ya son cuatro años de tu sueldo. ¿Qué te ha parecido la vista? Antes vivía allí un director de cine.

Holly arqueó una ceja.

—Me alegro de ver que el dinero ha servido para una buena causa. Menos mal que no lo has despilfarrado por ahí.

Mantillo se encogió de hombros.

—Eh, soy un ladrón. ¿Qué esperabas? ¿Que abriese un albergue para indigentes?

—No, Mantillo. Es curioso, pero te aseguro que eso no se me había pasado por la cabeza.

Artemis se aclaró la garganta.

—Éste reencuentro es muy enternecedor, pero mientras vosotros os intercambiáis pullas, mi padre se congela en el Ártico.

El enano se subió la cremallera del traje.

—¿Su padre? ¿Queréis que rescate al padre de Artemis Fowl? ¿En el Ártico? —En su voz se percibía miedo auténtico. Los enanos detestaban el hielo casi tanto como el fuego.

Remo negó con la cabeza.

—Ojalá fuese tan sencillo, y en cuanto te expliquemos la situación, tú también pensarás lo mismo.

Los pelos de la barba de Mantillo se rizaron por la aprensión, y tal como decía su abuela: «Fíate siempre de los pelos Mantillo, fíate siempre de los pelos».