LA MEJOR BAZA
ARTEMIS trató de hacer girar el pomo de la puerta y se quemó la palma de la mano al intentarlo. Estaba sellada. La duendecilla debía de haberla cerrado con su arma. Muy astuta. Una variable menos en la ecuación. Era exactamente lo mismo que habría hecho él. Artemis no malgastó el tiempo intentando forzar la puerta para abrirla: era de acero reforzado y él sólo tenía doce años. No había que ser ningún genio para adivinar cuál sería el resultado de que lo intentase —y eso que él lo era—, de modo que el heredero Fowl decidió dirigirse a la pared de los monitores y seguir el desarrollo de los acontecimientos desde allí.
Supo de inmediato qué era lo que pretendía la PES: enviar a un trol al interior de la mansión para asegurarse de que les pedirían ayuda, interpretar esa petición como una invitación y, acto seguido, una brigada de soldados de las tropas de asalto formada por goblins tomaría la mansión. Una maniobra muy inteligente. E imprevisible. Era la segunda vez que subestimaba a sus oponentes. Estaba claro que no habría una tercera.
Mientras la melodramática escena del vestíbulo se desarrollaba en los monitores, las emociones de Artemis pasaron del terror más absoluto al orgullo puro. Mayordomo lo había conseguido, había derrotado al trol, y sin que un solo grito de auxilio saliera de sus labios. Al ver aquel espectáculo, Artemis valoró plenamente, acaso por vez primera, los servicios prestados por la familia Mayordomo.
Artemis activó la radio de tres frecuencias y retransmitió sus palabras en frecuencias giratorias.
—Comandante Remo, estará usted controlando todos los canales, supongo…
Durante varios minutos, no se oyó más que ruido blanco por los altavoces del micro; luego, Artemis oyó el chasquido del botón de un micrófono.
—Te escucho, humano. ¿En qué puedo ayudarte?
—¿Es usted el comandante?
Un ruido agudo se filtró por la malla negra. Parecía un relincho.
—No, no soy el comandante. Soy Potrillo, el centauro. ¿Eres el despreciable secuestrador de duendes?
Artemis tardó unos segundos en procesar el hecho de que le acababan de insultar.
—Señor… Hum… Potrillo. Obviamente, no está familiarizado con los manuales de psicología. No es aconsejable hacer enfadar al secuestrador. Yo podría ser un desequilibrado.
—¿Podría ser un desequilibrado? Sobra el condicional, amigo, pero da lo mismo, muy pronto no serás más que una nube de moléculas radiactivas.
Artemis se echó a reír.
—Ahí es donde te equivocas, amigo cuadrúpedo. Para cuando hagáis detonar esa biobomba, yo ya me habré largado de la parada de tiempo.
Le tocaba el turno de reír a Potrillo.
—Menudo farol. Si hubiese una manera de escapar del campo temporal, yo la habría encontrado. Estás hablando como un…
Por fortuna, fue en ese momento cuando Remo decidió relevarle en el micrófono.
—Soy el comandante Remo. ¿Qué quieres?
—Sólo quiero informarle, comandante, de que a pesar de su intento de traición, sigo queriendo negociar.
—Yo no he tenido nada que ver con lo del trol —protestó Remo—. Lo han enviado en contra de mi voluntad.
—El hecho es que lo han enviado, y ha sido la PES, de eso no hay duda. Ya no confió en absoluto en ustedes, de modo que ahí va mi ultimátum. Disponen de treinta minutos para enviar el oro; si no lo hacen, me negaré a liberar a la capitana Canija. Además, no me la llevaré conmigo cuando abandone el campo temporal y dejaré que la biobomba la desintegre.
—No seas ingenuo, humano. Te estás engañando. La tecnología fangosa está a años luz de la nuestra. No hay forma, ni humana ni de ninguna clase, de escapar al campo temporal.
Artemis se acercó al micrófono y esbozó su sonrisa de rapaz.
—Sólo hay una manera de averiguarlo, Remo. ¿Está dispuesto a arriesgar la vida de la capitana Canija por una corazonada?
La vacilación de Remo se vio subrayada por el silbido de las interferencias. Su respuesta, cuando llegó al fin, estaba teñida por el tono de la derrota.
—No —suspiró—, no lo estoy. Tendrás tu oro, Fowl. Una tonelada. Veinticuatro quilates.
Artemis sonrió con aire de suficiencia. Un actor de tomo y lomo, nuestro comandante Remo.
—Treinta minutos, comandante. Cuente los segundos si su reloj se ha parado. Esperaré, pero no demasiado.
Artemis interrumpió la conexión y se arrellanó en la silla giratoria. Al parecer, habían mordido el anzuelo. Era evidente que los analistas de la PES habían descubierto su invitación «accidental». Los duendes pagarían el rescate porque creerían que recuperarían el oro en cuanto estuviese muerto. Aniquilado por los efectos de la biobomba, lo cual, por supuesto, no iba a ocurrir. En teoría.
Mayordomo descargó tres ráfagas de disparos en el marco de la puerta. La puerta en sí era de acero y habría hecho rebotar los proyectiles Devastator directamente sobre él; sin embargo, el marco de la puerta era de la piedra porosa original que se había utilizado para construir la mansión. Se deshizo como si fuera yeso. Un fallo de seguridad muy grave, algo que habría que remediar en cuanto terminase todo aquel asunto. El amo Artemis estaba esperando tranquilamente en su silla junto a la mesa de los monitores.
—Buen trabajo, Mayordomo.
—Gracias, Artemis. Pasamos unos momentos de verdadero peligro ahí abajo. De no haber sido por la capitana…
Artemis asintió con la cabeza.
—Sí, ya lo he visto. La curación, uno de los dones de los seres mágicos. Me pregunto por qué lo hizo.
—Yo también me lo pregunto —añadió Mayordomo en voz baja—. Desde luego, no nos lo merecíamos.
Artemis levantó la vista con brusquedad.
—Ten fe, viejo amigo. El final está muy cerca.
Mayordomo asintió e incluso intentó sonreír, pero aunque se vieron muchos dientes en aquella sonrisa, no había ni rastro de alegría.
—En menos de una hora, la capitana Canija estará de vuelta con su gente y tendremos financiación suficiente para retomar algunos asuntos más jugosos.
—Ya lo sé, pero es que…
A Artemis no le hizo falta pedirle que acabara la frase. Sabía perfectamente cómo se sentía Mayordomo. La elfa les había salvado la vida a ambos y a pesar de ello él insistía en retenerla para conseguir un rescate. Para un hombre de honor como Mayordomo, aquello era más de lo que podía soportar.
—Las negociaciones se han acabado. De una forma u otra, volverá con los de su raza. No le pasará nada malo a la capitana Canija. Tienes mi palabra.
—¿Y Juliet?
—¿Qué pasa con Juliet?
—¿Corre mi hermana algún peligro?
—No, ningún peligro.
—¿Los duendes nos van a dar ese oro y se van a ir así, sin más?
Artemis dio un suave resoplido.
—No, no exactamente. Van a arrojar una biobomba sobre la mansión Fowl en cuanto liberemos a la capitana Canija.
Mayordomo tomó aire para hablar, pero lo pensó mejor. Evidentemente, el plan contenía más detalles. El amo Fowl se los contaría cuando necesitase conocerlos, así que en lugar de interrogar a su jefe, dijo una frase muy sencilla.
—Confío en ti, Artemis.
—Sí —contestó el chico, con el peso de aquella confianza depositado en su ceja—. Ya lo sé.
Cudgeon estaba haciendo lo que a los políticos se les da mejor: intentando eludir sus responsabilidades.
—Tu agente ha ayudado a los humanos —soltó, mostrando la máxima indignación posible—. Toda la operación estaba saliendo según lo previsto hasta que tu elfa atacó a nuestro ayudante.
—¿Ayudante? —repitió Remo con una carcajada—. Ahora el trol es un ayudante.
—Sí, lo es. Y ese humano lo ha hecho picadillo. Todo este embrollo podría haberse solucionado ya si no fuera por la incompetencia de tu departamento.
En otras circunstancias, Remo se habría puesto hecho una fiera llegados a este punto, pero sabía que Cudgeon se estaba agarrando a un clavo ardiendo, tratando desesperadamente de salvar su carrera, así que el comandante se limitó a sonreír.
—Eh, Potrillo.
—¿Sí, comandante?
—¿Tenemos el asalto del trol grabado en disco?
El centauro lanzó un dramático suspiro.
—No, señor, nos quedamos sin discos justo antes de que entrara el trol.
—Qué pena.
—Una verdadera lástima.
—Ésos discos podrían haberle sido muy valiosos al comandante en jefe Cudgeon en su consejo de guerra.
Cudgeon perdió los nervios.
—¡Dame esos discos, Julius! ¡Sé que están ahí! Esto es una obstrucción flagrante.
—Tú eres el único culpable de obstrucción en este asunto, Cudgeon. Has utilizado todo esto para medrar en tu carrera.
La cara de Cudgeon adquirió un tono similar al del rostro de Remo. La situación se le estaba yendo de las manos y él lo sabía. Hasta Chix Verbil y los demás duendecillos empezaron a alejarse sigilosamente de las proximidades de su jefe.
—Todavía estoy al mando, Julius, así que dame esos discos o haré que te detengan.
—¿Ah, de verdad? ¿Tú y quién más?
Durante un segundo, el rostro de Cudgeon brilló con la pomposidad de antaño, pero esta se evaporó en cuanto advirtió la ausencia manifiesta de agentes a sus espaldas.
—Es verdad —se burló Potrillo—. Ya no eres el comandante en jefe. La orden viene directamente desde abajo. Los del Consejo quieren verte, y no creo que sea para ofrecerte un asiento.
Seguramente fue la sonrisa de Potrillo lo que agotó la paciencia de Cudgeon.
—¡Dame esos discos! —rugió al tiempo que inmovilizaba a Potrillo contra la pared de la lanzadera.
Remo sintió la tentación de dejar que se pelearan durante un rato, pero no era el momento de ceder a sus antojos.
—Has sido muy malo —dijo, amenazando a Cudgeon con el dedo índice—. Sólo yo puedo pegar a Potrillo.
El centauro palideció de golpe.
—Cuidado con ese dedo, comandante; todavía lleva el…
El pulgar de Remo rozó el nudillo «accidentalmente» y abrió una minúscula válvula de gas. El gas liberado expulsó un dardo tranquilizante por la punta de látex y lo lanzó directamente al cuello de Cudgeon. El comandante en jefe —que pronto iba a dejar de serlo— se hundió en el suelo como una piedra en el agua.
Potrillo se frotó el cuello.
—Buen disparo, comandante.
—No sé de qué me hablas. Ha sido un accidente, en serio. Me he olvidado de que llevaba el dedo de pega. Existen precedentes, creo.
—Ah, sí, claro. Por desgracia, Cudgeon permanecerá inconsciente varias horas. Para cuando se despierte todo el espectáculo habrá terminado.
—Qué pena. —Remo se dio el capricho de una sonrisa fugaz y luego volvió a concentrarse en los asuntos importantes—. ¿Está aquí el oro?
—Sí, lo acaban de enviar.
—Bien. —Llamó a los avergonzados soldados de Cudgeon—. Cargadlo en una aerovagoneta y enviadlo dentro de la casa. Como haya algún contratiempo os comeréis las alas.
Nadie respondió con palabras, pero habían entendido el mensaje, sin ninguna duda.
—Bien, y ahora, adelante.
Remo desapareció en la lanzadera de la operación y Potrillo se fue trotando tras él. El comandante cerró la puerta con firmeza.
—¿Está cargada?
El centauro activó varios interruptores de aspecto importante en la consola principal.
—Ahora sí.
—Quiero que la lancen lo antes posible. —Miró a través del cristal refractor a prueba de láser—. Sólo nos quedan unos pocos minutos. Estoy viendo asomar la luz del sol.
Potrillo aporreó el teclado con furia.
—La magia está desapareciendo. Dentro de quince minutos estaremos en pleno día de la superficie. Las corrientes de neutrino están perdiendo intensidad.
—Ya lo veo —dijo Remo, lo cual, en realidad, era mentira—. Bueno, vale, no lo veo, pero he entendido lo de los quince minutos. Eso te da diez minutos para sacar a la capitana Canija de ahí. Después seremos presas fáciles para toda la raza humana.
Potrillo activó una nueva cámara, conectada a la aerovagoneta. Pasó el dedo por una línea para tantear el terreno. La vagoneta avanzó hacia delante y por poco decapita a Chix Verbil.
—Buena maniobra —musitó Remo—. ¿Subirá los escalones?
Potrillo ni siquiera levantó la vista de sus ordenadores.
—Dispone de un compensador de despeje automático, con un cuello de uno coma cinco metros. Ningún problema.
Remo lo fulminó con la mirada.
—Haces eso sólo para fastidiarme, ¿verdad?
Potrillo se encogió de hombros.
—Puede.
—Sí, pues tienes suerte de que el resto de mis dedos no estén cargados, ¿me comprendes?
—Sí, señor.
—Bien. Y ahora, traigamos a la capitana Canija de vuelta a casa.
Holly se sostuvo en el aire por debajo del pórtico. Unos haces anaranjados de luz rasgaban el color azul. La parada de tiempo estaba tocando a su fin. Sólo quedaban unos minutos para que Remo hiciese un lavado azul de todo el lugar. De repente, la voz de Potrillo empezó a zumbar en sus auriculares.
—Muy bien, capitana Canija. El oro va de camino. Lista para moverte.
—No negociamos con los secuestradores —dijo Holly, sorprendida—. ¿Qué está pasando aquí?
—Nada —contestó Potrillo con toda naturalidad—. Un simple intercambio, eso es todo. El oro entra y tú sales. Lanzamos el misil, se produce una enorme explosión de color azul y ya está.
—¿Sabe Fowl lo de la biobomba?
—Sí. Lo sabe todo, pero dice que puede escaparse del campo temporal.
—Eso es imposible.
—Correcto.
—Pero ¡morirán todos!
—Una lástima —repuso Potrillo, y Holly casi se lo imaginó encogiéndose de hombros—. Eso es lo que pasa cuando te metes con las Criaturas.
Holly estaba en un dilema. No había ninguna duda de que Fowl era un peligro para la civilización del subsuelo, muy pocas lágrimas iban a derramarse por su muerte; pero la chica, Juliet, era una víctima inocente. Merecía una oportunidad.
Holly descendió a una altitud de dos metros, a la altura de la cabeza de Mayordomo. Los humanos se habían congregado en los escombros que antes formaban el vestíbulo. Había discrepancias entre ellos, la agente de la PES las percibía con claridad.
Holly lanzó a Artemis una mirada acusadora.
—¿Se lo has dicho a ellos?
Artemis le devolvió la mirada.
—¿Decirles qué?
—Sí, elfa, ¿decirnos qué? —repitió Juliet con aire beligerante, todavía un poco molesta por el encanta.
—No te hagas el tonto, Fowl. Sabes a lo que me refiero.
Artemis nunca podía hacerse el tonto durante demasiado rato.
—Sí, capitana Canija, lo sé. La biobomba. Tu preocupación sería muy conmovedora, si se extendiese a mi persona. Sin embargo, no tienes razones para preocuparte: todo está saliendo según el plan.
—¡Según el plan! —exclamó Holly dando un grito ahogado y señalando las ruinas que los rodeaban—. ¿Esto también formaba parte del plan? Y lo de que Mayordomo haya estado a punto de morir… ¿también formaba parte del plan?
—No —admitió Artemis—. Lo del trol ha sido un ligero contratiempo, pero irrelevante para el plan general.
Holly resistió la tentación de pegarle otro puñetazo al humano y decidió dirigirse al sirviente.
—Atiende a razones, por lo que más quieras. Nadie puede escapar del campo temporal. Nunca se ha hecho.
Las facciones del rostro de Mayordomo parecían las de una estatua de piedra.
—Si Artemis dice que puede hacerse, es que puede hacerse.
—Pero ¿y tu hermana? ¿Estás dispuesto a arriesgar su vida por tu lealtad a un villano?
—Artemis no es ningún villano, señorita, es un genio. Y ahora, por favor, apártese de en medio. Estoy vigilando la entrada principal.
Holly subió hasta seis metros de altura.
—Estáis locos. ¡Todos vosotros! Dentro de cinco minutos no seréis más que cenizas. ¿Es que no os dais cuenta?
Artemis suspiró.
—Ya te hemos respondido, capitana. Y ahora, por favor… Ésta es una parte delicada del juego.
—¿Juego? ¡Es un secuestro! Ten al menos las agallas de llamarlo por su nombre.
Artemis empezaba a perder la paciencia.
—Mayordomo, ¿nos quedan agujas hipodérmicas tranquilizantes?
El criado gigante asintió con la cabeza, pero no dijo nada. En ese preciso instante, si hubiese recibido la orden de sedar a la capitana, no habría sabido qué hacer. Por suerte, la actividad de la arboleda distrajo la atención de Artemis.
—Ah, parece que la PES ha decidido rendirse. Mayordomo, supervisa la entrega, pero mantente alerta: a nuestros amigos los duendes les gustan mucho las triquiñuelas.
—Mira quién fue a hablar… —murmuró Holly. Mayordomo se acercó con rapidez hasta la puerta destrozada, comprobando el cargador y el estado de su Sig Sauer de nueve milímetros. Casi se sintió aliviado por que la misión lo distrajese de su dilema. En situaciones como aquélla, su entrenamiento era lo más importante. No había sitio para los sentimientos.
En el aire todavía había suspendida una fina capa de polvo. Mayordomo entrecerró los ojos para pasar a través de ella hacia la arboleda del exterior. Los filtros mágicos con los que sus ojos iban equipados revelaron que no había cuerpos vivos aproximándose. Sin embargo, sí se acercaba una enorme vagoneta que parecía conducirse sola en dirección a la puerta principal. Iba flotando sobre un colchón de aire brillante. Sin duda, el amo Artemis habría entendido las leyes físicas que regían el funcionamiento de aquella máquina, pero a Mayordomo lo único que le importaba era si podría o no desmontarla.
La vagoneta se tropezó con el primer escalón.
—Conque compensador automático, ¿eh? ¡Y un jamón! —exclamó Remo.
—Sí, sí, ya lo sé —repuso Potrillo—. Estoy tratando de solucionarlo.
—¡Es el rescate! —gritó Mayordomo.
Artemis intentó reprimir el entusiasmo que le subía por el pecho. No era el momento de dejar que las emociones entraran en la ecuación.
—Comprueba que no haya trampas.
Mayordomo salió con cuidado al porche. Unos restos de gárgolas deshechas yacían desparramadas a su alrededor.
—No hay elementos hostiles. Parece una máquina autopropulsada.
La vagoneta subió los escalones dando bandazos.
—No sé quién conduce este trasto, pero podría ir a una autoescuela.
Mayordomo se agachó en el suelo y examinó la parte inferior de la vagoneta.
—No hay explosivos visibles.
Extrajo un cepillo mecánico del bolsillo y extendió la antena telescópica.
—Tampoco hay micrófonos de ninguna clase. No detecto nada de nada. Un momento…, ¿qué tenemos aquí?
—Uy, uy, uy… —exclamó Potrillo.
—Es una cámara.
Mayordomo metió la mano por debajo de la vagoneta y tiró del cable del objetivo de ojo de pez para sacarlo.
—Buenas noches, caballeros.
A pesar de la carga que transportaba, la vagoneta respondió con facilidad al tacto de Mayordomo y se deslizó a través del umbral hasta el interior del vestíbulo. Se quedó allí parada emitiendo un leve zumbido, como esperando a que la descargasen.
Ahora que por fin había llegado el momento, Artemis casi tenía miedo de aprovecharlo. Resultaba difícil creer que después de todos aquellos meses, su malvado plan estaba a punto de dar sus frutos. Por supuesto, aquellos minutos finales eran los minutos vitales, y también los más peligrosos.
—Ábrela —dijo al fin, sorprendido por el temblor de su propia voz.
Era un instante irresistible. Juliet se acercó con paso vacilante y los ojos abiertos como platos. Incluso Holly quitó la mano del acelerador y descendió hasta que sus piececillos rozaron las baldosas de mármol. Mayordomo abrió la cremallera de la lona negra y la deslizó por encima del cargamento.
Nadie dijo una sola palabra. Artemis creyó oír la Obertura 1812 procedente de alguna parte. El oro estaba allí, apilado en lingotes relucientes. Parecía tener un aura a su alrededor, contener una calidez insólita, pero también un peligro inherente. Había muchísima gente dispuesta a matar o a morir por la incalculable riqueza que aquel oro podía significar.
Holly estaba como hipnotizada. Los duendes sienten predilección por los minerales, siendo como son elementos de la tierra, pero el oro era su favorito. Su brillo, su atractivo…
—Han pagado —dijo sin aliento—. No puedo creerlo.
—Yo tampoco —murmuró Artemis—. Mayordomo, ¿es de verdad?
Mayordomo cogió un lingote de la pila. Clavó la punta de una navaja en la superficie y abrió una pequeña raja.
—Sí, es de verdad —confirmó, colocando la raja al trasluz—. Éste por lo menos.
—Bien, muy bien. Empieza a descargarlo, ¿quieres? Les mandaremos la vagoneta de vuelta con la capitana Canija.
Al oír su nombre, Holly se despertó de su estado de hipnosis.
—Artemis, ríndete. Ningún humano ha conseguido nunca quedarse con el oro de las criaturas mágicas, y llevan siglos intentándolo. La PES hará cualquier cosa para proteger sus bienes.
Artemis meneó la cabeza con aire divertido.
—Ya te he dicho…
Holly lo zarandeó por los hombros.
—¡No puedes escapar! ¿Es que no lo entiendes?
El chico le devolvió la mirada con toda tranquilidad.
—Sí puedo escapar, Holly. Mírame a los ojos y dime que no puedo.
Así lo hizo. La capitana Holly Canija miró a los ojos azul oscuro de su captor y vio la verdad en ellos. Y, por un momento, le creyó.
—Todavía hay tiempo —dijo con desesperación—. Tiene que haber algo… Tengo poderes mágicos.
Un gesto de enfado ensombreció el rostro del chico.
—Lamento decepcionarte, capitana, pero no hay absolutamente nada que puedas hacer.
Artemis dejó de hablar un momento y su mirada se perdió unos segundos en el piso de arriba, en el desván reformado.
«Tal vez —pensó—. ¿De verdad necesito todo este oro?». Y era la voz de su conciencia la que le hablaba, la que le amargaba la dulzura de su victoria. Sacudió la cabeza de repente. «Cíñete al plan, cíñete al plan. Nada de emociones».
Artemis notó el tacto de una mano familiar en su hombro.
—¿Todo va bien?
—Sí, Mayordomo. Sigue descargando. Que te ayude Juliet. Necesito hablar con la capitana Canija.
—¿Estás seguro de que todo va bien?
Artemis lanzó un suspiro.
—No, viejo amigo. No estoy seguro, pero ahora es demasiado tarde.
Mayordomo asintió y regresó a su tarea. Juliet echó a andar tras él como un perrito faldero.
—Y ahora, capitana, con respecto a tu magia…
—¿Qué pasa con ella? —Los ojos de Holly estaban teñidos de desconfianza.
—¿Qué tendría que hacer para comprar un deseo?
Holly miró la vagoneta.
—Bueno, eso depende. ¿Qué tienes para poder negociar?
Remo no estaba lo que se dice relajado. Unas franjas cada vez más amplias de luz amarilla asomaban entre el azul del cielo. Quedaban minutos. Apenas minutos. Además, las toxinas que el habano estaba introduciendo en su sistema no ayudaban en absoluto a aliviar su migraña.
—¿Ha sido evacuado todo el personal superfluo?
—A menos que hayan vuelto a entrar a escondidas desde la última vez que me lo preguntó.
—Ahora no, Potrillo. Créeme, este no es el momento. ¿Alguna novedad sobre la capitana Canija?
—Nada. Hemos perdido el contacto por vídeo desde lo del trol. Supongo que la batería está rota. Será mejor que le quitemos ese casco enseguida o la radiación le freirá el cerebro. Sería una pena después de todo este esfuerzo.
Potrillo regresó a su consola. Una luz roja empezó a parpadear con suavidad.
—Espere, el sensor de movimiento. Tenemos actividad en la entrada principal.
Remo se acercó a las pantallas.
—¿Puedes ampliar la imagen?
—Eso es pan comido. —Potrillo introdujo las coordenadas y amplió la imagen un cuatrocientos por ciento.
Remo se sentó en la silla más próxima.
—¿Estoy viendo lo que creo que estoy viendo?
—Ya lo creo —respondió Potrillo riendo entre dientes—. Esto es aún mejor que la armadura.
Holly estaba saliendo. Con el oro.
Los de Recuperación llegaron hasta ella en medio segundo.
—Vamos a sacarla fuera de la zona de peligro, capitana —le explicó un duendecillo a toda prisa, agarrándola por un codo.
Otro duende le pasó un sensor de radiaciones por el casco.
—Hay una fuga radiactiva en su casco, capitana. Tenemos que rociarle la cabeza con aerosol inmediatamente.
Holly abrió la boca para protestar y se la llenaron al instante de espuma antirradiación.
—¿No pueden esperar? —farfulló con la boca llena.
—Lo siento, capitana. El tiempo es un factor vital. El comandante quiere un informe antes de que hagamos detonar la bomba.
Llevaron a Holly a la unidad móvil de Operaciones Especiales en volandas, y sus pies apenas rozaban el suelo. A su alrededor, el equipo de limpieza de Recuperación escaneaba el terreno para detectar los rastros del asedio. Los técnicos desmantelaban las parabólicas del campo, preparándolo todo para desconectar el enchufe. Unos gnomos gruñones empujaban la vagoneta hacia el portal. Era vital que todo estuviese a una distancia segura antes de lanzar la biobomba.
Remo la esperaba en los escalones.
—Holly —exclamó—. Quiero decir, capitana, lo has conseguido.
—Sí, señor. Gracias, señor.
—Y has traído el oro, además. Eso se merece una buena pluma en tu gorra.
—Bueno, no todo, comandante. La mitad, creo.
Remo asintió con la cabeza.
—No importa. Recuperaremos el resto muy pronto.
Holly se limpió la espuma antirradiación de la boca.
—He estado pensando en eso, señor. Fowl ha cometido un error: no me ha ordenado que no vuelva a entrar en la casa, y puesto que fue él quien me trajo aquí en primer lugar, la invitación sigue en pie. Podría entrar y hacer una limpieza de memoria a los ocupantes. Podríamos esconder el oro en la muralla y hacer una parada de tiempo mañana por la noche…
—No, capitana.
—Pero señor…
Las facciones del rostro de Remo recuperaron toda la tensión que habían perdido.
—No, capitana. El Consejo no tiene intención de soltar así como así a un Fangoso secuestrador de duendes. Es imposible. Tengo mis órdenes, y créeme, voy a cumplirlas.
Holly siguió a Remo al interior de la unidad móvil.
—Pero la chica, señor. ¡Es inocente!
—Una víctima de guerra. Se puso de parte del bando equivocado y ahora ya no se puede hacer nada por ella.
Holly no podía creerlo.
—¿Una víctima de guerra? ¿Cómo puede decir eso? Una vida es una vida.
Remo se volvió bruscamente y sujetó a Holly por los hombros.
—Has hecho cuanto has podido, Holly —le dijo—. Nadie podría haberlo hecho mejor. Has recuperado incluso la mayor parte del rescate. Sufres lo que los humanos denominan el «síndrome de Estocolmo»: te sientes muy unida a tus secuestradores. No te preocupes, se te pasará. Pero esa gente de ahí dentro lo sabe, saben todo acerca de nosotros. Nada puede salvarlos ahora.
Potrillo levantó la vista de sus cálculos.
—Eso no es del todo cierto, técnicamente. Por cierto, bienvenida.
Holly ni siquiera podía perder un segundo devolviéndole el saludo.
—¿Qué quieres decir con eso de que no es del todo cierto?
—Yo estoy muy bien, gracias por preguntar.
—¡Potrillo! —gritaron Remo y Holly al unísono.
—Bien, pues tal como dice el Libro: «Si el Fangoso logra hacerse con el oro, pese a los intentos de recuperar el tesoro, entonces el botín puede conservar, hasta el día del Juicio Final». Así que si vive, gana. Es así de sencillo. Ni siquiera el Consejo puede ir en contra de lo que dice el Libro.
Remo se rascó la barbilla.
—¿Debo preocuparme?
Potrillo soltó una risa amarga.
—No. Ésos tipos están prácticamente muertos.
—«Prácticamente» no me basta.
—¿Es eso una orden?
—Afirmativo, soldado.
—No soy ningún soldado —repuso Potrillo, y apretó el botón.
Mayordomo estaba más que sorprendido.
—¿Se lo has devuelto?
Artemis asintió.
—Casi la mitad, pero todavía tenemos para unos ahorrillos. Unos quince millones de dólares según los precios actuales del mercado.
En otras circunstancias, Mayordomo no habría hecho ninguna pregunta, pero esta vez tenía que hacerla.
—¿Por qué, Artemis? ¿Me lo puedes decir?
—Supongo que sí. —El chico sonrió—. Sentí que estábamos en deuda con la capitana. Por los servicios prestados.
—¿Eso es todo?
Artemis asintió. No hacía ninguna falta contarle lo del deseo. Se vería como un signo de debilidad.
—Hummm —murmuró Mayordomo, que no estaba del todo convencido con la explicación.
—¡Y ahora, vamos a celebrarlo! —exclamó Artemis con entusiasmo, cambiando hábilmente de tema—. Un poco de champán, por ejemplo.
El chico se dirigió a la cocina antes de que la mirada de Mayordomo pudiese diseccionarlo.
Para cuando llegaron los otros dos, Artemis ya había llenado tres copas de Dom Perignon.
—Soy menor de edad, ya lo sé, pero estoy seguro de que a Madre no le importará. Sólo por esta vez.
Mayordomo presintió que el chico estaba tramando algo pero, a pesar de todo, tomó la copa de cristal que le ofrecía.
Juliet miró a su hermano mayor.
—¿Puedo beber?
—Supongo que sí. —Inspiró hondo—. Sabes que te quiero, ¿verdad, hermana?
Juliet frunció el ceño, otro de sus gestos que los gañanes locales encontraban irresistible. Le dio un beso sonoro a su hermano en el hombro.
—Eres muy sentimental para ser un guardaespaldas.
Mayordomo miró a su jefe directamente a los ojos.
—Quieres que nos bebamos esto, ¿verdad, Artemis?
Artemis le sostuvo la mirada.
—Sí, Mayordomo, eso quiero.
Sin añadir una palabra, Mayordomo apuró su copa. Juliet siguió su ejemplo. El criado advirtió el sabor del tranquilizante de inmediato, y a pesar de que habría tenido tiempo de sobra para partirle el cuello a Artemis Fowl, no lo hizo. No tenía por qué entristecer a Juliet en sus últimos momentos de vida.
Artemis vio cómo sus amigos se desplomaban sobre el suelo. Era una lástima tener que engañarlos, pero si les hubiese explicado el plan, su ansiedad podría haber contrarrestado los efectos del sedante. Observó las burbujas que se agitaban en su propia copa. Había llegado la hora de poner en práctica la parte más audaz de su plan. Con una pizca de vacilación, se tragó el champán aderezado con el tranquilizante.
Artemis esperó con serenidad a que la droga se apoderase de su sistema nervioso. No tuvo que esperar demasiado, pues había calculado cada dosis de acuerdo con el peso corporal. Cuando sus ideas se fueron volviendo cada vez más borrosas, se le ocurrió que cabía la posibilidad de que nunca más volviera a despertarse. «Es un poco tarde para tener dudas», se regañó a sí mismo, y perdió el conocimiento.
—Ya ha salido —dijo Potrillo apartándose de la consola Ahora ya no está en mis manos.
Siguieron la progresión del misil a través de unas ventanas polarizadas. Se trataba sin duda de una pieza muy notable. Puesto que su arma principal era la luz, la lluvia radiactiva podía concentrarse dentro de un radio exacto. El elemento radiactivo utilizado en el núcleo era el solinium 2, que tenía una vida media de catorce segundos. En la práctica, esto se traducía en que Potrillo podía programar la biobomba de manera que hiciese un lavado azul únicamente de la mansión Fowl y ni de una sola brizna de hierba más. Por otra parte, el edificio quedaría libre de radiaciones en menos de un minuto. En el caso de que determinados rayos de solinium no pudiesen ser centrados, permanecerían en el interior del campo temporal. Un asesinato limpísimo.
—El patrón de vuelo está preprogramado —explicó Potrillo, a pesar de que nadie le estaba escuchando—. Entrará en el vestíbulo y explotará. La cubierta y el mecanismo de fogueo están hechos de aleación de plástico y se desintegrarán por completo. No quedará ni rastro de la bomba.
Remo y Holly siguieron la trayectoria del misil. Tal como estaba previsto, atravesó la entrada en ruinas sin ni siquiera rozar una esquirla de piedra de los muros medievales. Holly centró su atención en la cámara frontal de la bomba. Alcanzó a ver de manera fugaz el majestuoso vestíbulo en el que había sido, hasta apenas unos minutos antes, prisionera. No se veía a ningún humano. Tal vez, pensó, sólo tal vez… Entonces miró a Potrillo y la tecnología que manejaba con las puntas de los dedos, y se dio cuenta de que los humanos estaban prácticamente muertos.
La biobomba hizo explosión. Una esfera azul de luz condensada chisporroteó y se esparció, inundando cada rincón de la mansión con sus rayos mortíferos. Las flores se marchitaron, los insectos se secaron y los peces murieron en las peceras. No se salvó ni un solo milímetro cúbico. Artemis Fowl y sus secuaces no podían haber escapado. Era imposible.
Holly lanzó un suspiro y le dio la espalda al lavado azul, que ya se estaba extinguiendo. Pese a todos sus planes grandilocuentes, Artemis había sido un simple mortal al final. Y por alguna extraña razón, Holly lamentaba su muerte.
Remo se mostró más pragmático.
—Vale. Preparad los equipos de pantalla total.
—No corremos ningún riesgo —dijo Potrillo—. ¿Es que nunca atendía en la escuela?
Remo soltó un resoplido.
—Tengo plena confianza en la ciencia, Potrillo, pero la radiación tiene la mala costumbre de quedarse en el aire cuando algunos «científicos» nos aseguran que se ha disipado por completo. Nadie saldrá de la unidad sin el equipo de pantalla total. Eso te excluye a ti, Potrillo, porque sólo hay trajes para bípedos. Además, te quiero en los monitores sólo por si acaso…
«Por si acaso, ¿qué?», se preguntó Potrillo, pero no hizo ningún comentario. Se reservaría la oportunidad para un «Ya se lo advertí», más adelante.
Remo se dirigió a Holly.
—¿Lista, capitana?
Iba a volver a entrar. La idea de identificar a tres cadáveres no le atraía lo más mínimo, pero sabía que era su deber. Era la única con información de primera mano sobre el interior de la mansión.
—Sí, señor. Preparada.
Holly escogió un traje de pantalla total del estante y se lo puso encima del mono. De modo mecánico, comprobó el indicador antes de tirar de la capucha vulcanizada. Una bajada de la presión indicaría un desgarrón, que podía resultar mortal a largo plazo. Remo puso en fila al equipo de inspección en el perímetro. Los restos de Recuperación Uno tenían tantas ganas de inspeccionar el interior de la mansión como de hacer juegos malabares con una bomba fétida.
—¿Está seguro de que el grandullón ya no está?
—Sí, capitán Kelp. Ya no está, sea como sea.
Pero Camorra no estaba convencido.
—Porque ese humano es muy malo. Creo que tiene su propia magia.
El cabo Grub se rio por lo bajo y recibió un tortazo inmediatamente por haberse reído. Masculló algo sobre decírselo a mamá y se colocó el casco con rapidez.
Remo sintió cómo se le subía la sangre al rostro.
—En marcha. Vuestra misión consiste en localizar y recuperar los lingotes. Cuidado con las trampas. No confiaba en Fowl cuando estaba vivo y, desde luego, sigo sin confiar en él ahora que está muerto.
La palabra trampas captó la atención de todo el mundo. La idea de una mina antipersonal Betty explotando a la altura de la cabeza bastó para acabar con cualquier signo de despreocupación en los soldados. Nadie construía armas tan crueles como las que fabricaban los Fangosos.
Como agente de Reconocimiento júnior, Holly iba a la cabeza, y a pesar de que se suponía que no quedaban elementos hostiles en la mansión, se sorprendió echando mano automáticamente de su Neutrino 2000.
En la mansión reinaba un silencio inquietante, y, sólo el silbido de los últimos coletazos de solinium interrumpía la quietud. La muerte también estaba allí, en el silencio. La mansión era una cuna de muerte; Holly podía olerla: tras aquellos muros medievales yacían los cuerpos de un millón de insectos, y bajo el suelo, los cadáveres fríos de arañas y roedores.
Se acercaron a la entrada con paso vacilante. Holly realizó un barrido del área con un escáner de rayos X. No había nada bajo las losas más que tierra y un nido de arañas muertas.
—Despejado —dijo al micrófono—. Voy a entrar. Potrillo, ¿llevas puestos los auriculares?
—Estoy aquí contigo, cariño —respondió el centauro—. A menos que pises una mina, en cuyo caso volveré a la Sala de Operaciones Especiales.
—¿Recibes alguna señal térmica?
—No después de un lavado azul. Tenemos restos de calor residual por todas partes. Sobre todo de los rayos de solinium. No se apagarán hasta dentro de un par de días.
—Pero no hay radiación, ¿verdad?
—Verdad.
Remo soltó un bufido de incredulidad. En los auriculares sonó como el estornudo de un elefante.
—Parece que vamos a tener que barrer esta casa de la manera tradicional —dijo soltando un gruñido.
—Que sea rápido —aconsejó Potrillo—. Les doy cinco minutos como máximo antes de que la mansión Fowl regrese al mundo real con todas sus consecuencias.
Holly atravesó lo que había sido la entrada de la casa. La araña de cristal se balanceaba con suavidad por el efecto de la detonación del misil, pero por lo demás, todo estaba tal como lo recordaba.
—El oro está abajo. En mi celda.
Nadie respondió. No con palabras. Alguien tuvo una arcada, justo en el micrófono. Holly giró sobre sus talones. Camorra estaba doblado sobre su estómago, apretándoselo con fuerza.
—No me encuentro bien —gimió; unas palabras un tanto innecesarias, teniendo en cuenta la charca de vómito que le cubría las botas.
El cabo Grub inspiró hondo, seguramente para decir una frase que contuviese la palabra «mamá», pero lo que le salió fue un chorro de bilis concentrada. Por desgracia, Grub no tuvo ocasión de abrir la visera para que saliese el vómito. El espectáculo no era demasiado agradable.
—Puaj —exclamó Holly apretando el botón de apertura de la visera del cabo. Una oleada de raciones de comida regurgitada se desparramó por el traje de pantalla total de Grub.
—Pero ¿qué es esto? —masculló Remo, abriéndose paso a codazos. No llegó demasiado lejos. En cuanto atravesó el umbral, empezó a vomitar como todos los demás. Holly enfocó a los agentes enfermos con la cámara de su casco.
—Potrillo, ¿qué narices está pasando aquí?
—Eso trato de averiguar. Espera… —Holly oyó cómo el centauro aporreaba las teclas del ordenador con furia—. Vale. Vómitos repentinos, náuseas espaciales… Oh, no.
—¿Qué? —inquirió Holly, pero ya lo sabía. Tal vez lo había sabido desde el principio.
—Es la magia —empezó a explicar Potrillo, hablando de forma casi ininteligible por culpa del nerviosismo—. No pueden entrar en la casa hasta que Fowl esté muerto. Es como una reacción alérgica extrema. Eso significa…, sé que parece increíble, pero eso significa…
—Que lo han conseguido —terminó la frase Holly—. Está vivo. Artemis Fowl está vivo.
—D’Arvit —gruñó Remo, y arrojó otro cuarto de vómito en las baldosas de terracota.
Holly siguió adelante sola. Tenía que verlo con sus propios ojos. Si el cadáver de Fowl estaba allí, estaría junto al oro, de eso estaba segura. Los mismos retratos familiares la contemplaban desde arriba, pero ahora parecían más petulantes que severos. Holly sintió la tentación de descargar unas cuantas ráfagas de su Neutrino 2000 sobre ellos, pero eso iría contra las reglas. Si Artemis Fowl les había ganado, eso sería todo. No habría represalias.
Descendió la escalera que conducía a su celda. La puerta todavía se movía ligeramente por los efectos de la explosión. Un rayo de solinium rebotaba por la habitación como un relámpago azul atrapado. Holly se decidió a entrar con el temor de no saber lo que encontraría allí.
No había nada. Ningún muerto. Sólo oro: doscientos lingotes apilados en el colchón de su catre y ordenados en hileras al estilo militar. El bueno de Mayordomo, el único humano que se había enfrentado a un trol y lo había derrotado.
—¿Comandante? ¿Me recibe? Cambio.
—Afirmativo, capitana. ¿Cuántos cuerpos?
—Negativo en cuanto a cuerpos, señor. He encontrado el resto del rescate.
Se produjo un largo silencio.
—Déjalo, Holly. Ya conoces las reglas. Nos vamos de aquí.
—Pero, señor, tiene que haber una manera de…
Potrillo interrumpió la conversación.
—No hay peros que valgan, capitana. Estoy contando los segundos para que se haga de día, y no quiero ni imaginar lo que ocurrirá si tenemos que salir a pleno sol.
Holly lanzó un suspiro. Tenía sentido. Las Criaturas podían elegir su hora de salida, siempre y cuando abandonasen el terreno antes de que se desintegrase el campo temporal, pero le daba mucha rabia pensar que habían sido vencidos por un humano, un criajo adolescente, encima.
Echó un vistazo a la celda por última vez. Se dio cuenta de que allí dentro había nacido un odio intenso al que tendría que enfrentarse tarde o temprano. Holly enfundó la pistola. Cuanto antes, mejor. Fowl había ganado esta vez, pero alguien como él sería incapaz de quedarse dormido en los laureles. Volvería a atacar con algún nuevo plan para hacerse rico, y cuando lo hiciese, Holly Canija lo estaría esperando. Esperándolo con un arma gigantesca y una sonrisa.
El terreno junto al perímetro de la parada de tiempo estaba blando. Medio milenio de mala filtración del agua a través de las murallas medievales había transformado los cimientos de la casa en un cenagal. Y fue justo ahí donde Mantillo salió a la superficie. El terreno blando no había sido la única razón por la que había escogido aquel lugar en concreto. La otra razón era el olor. Un buen enano de túnel es capaz de detectar el olor a oro a través de medio kilómetro de lecho de roca de granito. Mantillo Mandíbulas tenía uno de los mejores olfatos de la historia.
La aerovagoneta flotaba en el aire prácticamente sin vigilancia. Dos de los mejores duendes de Recuperación estaban apostados junto al rescate recuperado, pero en ese momento estaban distraídos burlándose de su comandante enfermo.
—No podía parar de trallar, ¿eh, Chix?
Chix asintió, imitando la técnica de vomitar de Remo.
Las payasadas de Chix Verbil le proporcionaron la tapadera perfecta para poner en práctica sus planes de robo. Mantillo se limpió bien las tripas antes de trepar para salir del túnel. Lo último que necesitaba era que una de sus aparatosas ventosidades alertase a los agentes de la PES de su presencia, pero no tenía por qué preocuparse: podría haberle dado en la cara a Chix Verbil con un gusano pegajoso y el duendecillo ni se habría percatado.
En cuestión de segundos, ya había transferido dos docenas de lingotes al túnel. Era la faena más fácil que había hecho nunca. Mantillo tuvo que ahogar una risita burlona al arrojar los últimos dos lingotes por el hoyo. La verdad, Julius le había hecho un gran favor metiéndole en todo aquel lío. Las cosas no podían haberle salido mejor: era libre como un pájaro, rico y, lo mejor de todo, lo daban por muerto. Para cuando la PES se diese cuenta de que faltaba todo aquel oro, Mantillo Mandíbulas estaría a medio continente de distancia. Si es que llegaban a darse cuenta.
El enano se agachó en el suelo. Necesitaría varios viajes para trasladar su nuevo tesoro, pero valía la pena el retraso. Con todo aquel dinero, podía cogerse la jubilación anticipada. Tendría que desaparecer por completo, eso por supuesto, pero ya estaba maquinando un plan en su mente perversa.
Viviría en la superficie durante un tiempo, haciéndose pasar por un enano humano con aversión a la luz. Puede que se comprase un ático de lujo con persianas muy gruesas. En Manhattan quizá, o en Montecarlo. Llamaría la atención, por supuesto, un enano que se esconde del sol, pero sería un enano inmensamente rico, eso sí. Y los humanos se tragarían cualquier historia, por extravagante que fuese, siempre que hubiese algo en ella para ellos, preferentemente algo verde que se dobla.
Artemis oyó una voz llamándolo por su nombre. Había un rostro detrás de la voz, pero estaba borroso, era difícil saber quién era. ¿Su padre quizá?
—¿Padre? —La palabra sonaba extraña en sus labios. Rara. Oxidada. Artemis abrió los ojos. Mayordomo estaba inclinado sobre él.
—Artemis. Estás despierto.
—Ah, Mayordomo. Eres tú.
Artemis se puso de pie y la cabeza le dio vueltas por el esfuerzo. Esperaba que la mano de Mayordomo lo agarrase por el codo para ayudarle a recobrar el equilibrio, pero la mano no llegó. Juliet estaba tumbada en una chaise longue, babeando encima de los cojines. Evidentemente, todavía no se le habían pasado los efectos.
—Sólo eran somníferos, Mayordomo. Inofensivos.
Mayordomo lo miraba con un brillo peligroso en los ojos.
—Quiero una explicación.
Artemis se restregó los ojos.
—Luego, Mayordomo. Estoy un poco…
Mayordomo lo alcanzó.
—Artemis, mi hermana está ahí tirada en ese sofá. Por poco se muere. ¡Quiero una explicación ahora!
Artemis se dio cuenta de que acababa de recibir una orden. Por un momento pensó en hacerse el ofendido, pero luego decidió que tal vez Mayordomo tenía razón. Había ido demasiado lejos.
—No te dije lo de los somníferos porque sabía que combatirías sus efectos. Es natural. Y era vital para el plan que nos quedásemos dormidos inmediatamente.
—¿El plan?
Artemis se sentó en una silla cómoda.
—El campo temporal era la clave de todo este asunto. Es la mejor baza de la PES y es lo que les ha hecho invencibles todos estos años. Cualquier incidente se puede controlar con una parada de tiempo. Eso y la biobomba hacen una magnífica combinación.
—¿Y por qué tuviste que drogamos?
Artemis sonrió.
—Mira por la ventana. ¿No lo ves? Se han ido. Se ha acabado.
Mayordomo miró por los visillos. La luz era brillante y clara. No quedaba ni rastro de aquel azul. Pese a todo, el criado no estaba demasiado impresionado.
—Se han ido por ahora, pero volverán esta noche, seguro.
—No. Eso va contra las reglas. Les hemos ganado. Eso es todo, se ha acabado el juego.
Mayordomo arqueó una ceja.
—Los somníferos, Artemis.
—Nunca te das por vencido, ¿eh?
La respuesta del criado consistió en un silencio implacable.
—Los somníferos. Está bien. Tenía que pensar en un modo de escapar del campo temporal. Busqué por todo el Libro, pero no encontré nada, ni una sola pista. Ni siquiera las Criaturas han encontrado una manera, así que volví a su Antiguo Testamento, a cuando sus vidas y las nuestras estaban estrechamente ligadas. Ya conoces las leyendas: elfos que fabricaban zapatos durante la noche, duendes que limpiaban casas… Volví a cuando coexistíamos hasta cierto punto. Favores mágicos a cambio de sus colonias. El más importante, por su puesto, fue Santa Claus.
A Mayordomo por poco se le cae la ceja de la cara al arquearla.
—¿Santa Claus?
Artemis levantó las manos.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé. Yo también era un poco escéptico al principio, pero al parecer nuestro comercial Santa Claus no desciende de un santo turco, sino que es un vestigio de San D’Klass, el tercer rey de la dinastía Elfln de Fronda. Se le conoce como a San el Iluso.
—Pues no es un gran apodo, que digamos.
—Y que lo digas. D’Klass pensaba que podía aplacar la codicia de los Fangosos de su reino repartiendo regalos muy costosos. Convocaría a los magos más importantes una vez al año y les haría realizar una parada en el tiempo en regiones muy extensas. Enviarían a una multitud de duendes para que repartiesen los regalos mientras los humanos dormían. Por supuesto, la cosa no funcionó. Es imposible aplacar la codicia humana, sobre todo mediante regalos.
Mayordomo frunció el ceño.
—¿Y si los humanos…, o sea, nosotros…, qué ocurriría si nos despertáramos?
—Ah, sí. Una excelente pregunta. El meollo de la cuestión. No nos despertaríamos. Ésa es la naturaleza de la parada de tiempo. Sea cual sea el estado consciente en el que te encuentres, así es como te quedas. No puedes despertarte ni quedarte dormido. Debes de haber advertido la fatiga de tus huesos estas últimas horas, y sin embargo, tu mente no te dejaba dormir.
Mayordomo asintió. Las cosas se estaban aclarando, con muchos rodeos, pero ahora estaban un poco más claras.
—Así que mi teoría era que el único modo de escapar de una parada en el tiempo era quedándose dormido, sencillamente. Nuestra propia conciencia era lo único que nos mantenía prisioneros.
—Y arriesgaste muchas cosas por una simple teoría, Artemis.
—No era sólo una teoría. Contábamos con un sujeto de estudio.
—Ah, Angeline.
—Sí, mi madre. A causa de su sueño inducido por los narcóticos, su vida avanzaba según el orden natural del tiempo, sin las trabas del campo temporal. De no haber sido así, me habría rendido ante la PES y nos habría sometido a todos a su limpieza de memoria. —Mayordomo soltó un gruñido. Tenía serias dudas al respecto—. De modo que como no podíamos quedarnos dormidos de forma natural, decidí administrarnos una dosis de las pastillas de Madre. Así de sencillo.
—Pero tus cálculos han salido bien por los pelos. Un minuto más y…
—Tienes razón —convino el chico—. Las cosas se complicaron un poco al final. Era necesario para engañar por partida doble a la PES.
Hizo una pausa para que Mayordomo pudiese procesar la información.
—¿Y bien? ¿Estoy perdonado?
Mayordomo lanzó un suspiro. En el sofá, Juliet roncaba como un marinero borracho. El sirviente esbozó una súbita sonrisa.
—Sí, Artemis. Todo está perdonado. Sólo una cosa…
—¿Sí?
—Nunca más. Las criaturas mágicas son demasiado… humanas.
—Tienes razón —dijo Artemis con unas ojeras muy profundas—. Nunca más. Nos limitaremos a dar golpes más agradables en el futuro. Aunque no te puedo prometer que sean legales.
Mayordomo asintió. Con aquello le bastaba.
—Y ahora, jovencito, ¿no deberíamos ir a ver cómo está tu madre?
Artemis se puso aún más pálido, si es que eso era posible. ¿Habría faltado la capitana a su promesa? Desde luego, tenía todo el derecho a haberlo hecho.
—Sí, supongo que deberíamos hacerlo. Deja descansar a Juliet. Se lo ha ganado.
Levantó la mirada hacia arriba, hacia la escalera. Esperar poder confiar en la elfa era mucho esperar. Al fin y al cabo, la había mantenido prisionera en contra de su voluntad. Se reprendió a sí mismo en silencio. La había dejado marchar con todos aquellos millones por la promesa de un deseo. Oh, la credulidad…
En ese momento, la puerta del desván se abrió.
Mayordomo sacó su arma de inmediato.
—Artemis, detrás de mí. Intrusos.
El chico hizo un gesto con la mano para tranquilizarlo.
—No, Mayordomo, no lo creo.
El corazón le latía desbocadamente y la sangre le palpitaba en las puntas de los dedos. ¿Podía ser verdad? ¿Era posible? Una figura apareció en la escalera. Como un espectro, en albornoz y con el pelo mojado después de una ducha.
—¿Arty? —lo llamó—. Arty, ¿estás ahí?
Artemis quería responder, quería subir la majestuosa escalera a todo correr y con los brazos abiertos, pero no podía. Sus funciones cerebrales lo habían abandonado.
Angeline Fowl descendió por la escalera apoyando ligeramente la mano en la barandilla. Artemis había olvidado la elegancia de los movimientos de su madre. Sus pies desnudos sortearon los escalones cubiertos de moqueta y en unos segundos estuvo frente a él.
—Buenos días, cariño —dijo alegremente, como si fuese un día más, simplemente.
—M… madre —tartamudeó Artemis.
—Bueno, ¿no me das un abrazo?
Artemis se acurrucó en los brazos de su madre. El abrazo era cálido y fuerte. Llevaba perfume. Se sintió como el chiquillo que era.
—Lo siento, Arty —le susurró al oído.
—¿Qué es lo que sientes?
—Todo. Éstos últimos meses no he sido yo, pero las cosas van a cambiar. Ha llegado el momento de dejar de vivir en el pasado.
Artemis sintió la humedad de una lágrima en sus mejillas. No estaba seguro de a quién pertenecía esa lágrima.
—Y no tengo ningún regalo para ti.
—¿Un regalo? —exclamó Artemis.
—Pues claro —entonó su madre, dándole una vuelta en sus brazos—. ¿No sabes qué día es hoy?
—¿Qué día?
—Es Navidad, bobo. ¡Navidad! Los regalos son una tradición, ¿no?
«Sí —pensó Artemis—. Una tradición. San D’Klass».
—Y mira esta casa. Triste como un mausoleo. ¿Mayordomo?
El sirviente se guardó la Sig Sauer a toda prisa.
—¿Sí, señora?
—Llama por teléfono a Brown Thomas. El número está en la agenda de platino. Reabre mi cuenta. Dile a Hélène que quiero una decoración completa de Navidad. Lo de siempre.
—Sí, señora. Lo de siempre.
—Ah, y despierta a Juliet. Quiero que traslade mis cosas al dormitorio principal. En ese desván hay demasiado polvo.
—Sí, señora. Enseguida, señora.
Angeline Fowl apretó el brazo de su hijo.
—Y ahora, Arty; quiero que me lo cuentes todo. En primer lugar, ¿qué ha pasado aquí?
—Hemos hecho unas cuantas reformas —le explicó Artemis—. La entrada principal estaba llena de humedades.
Angeline frunció el ceño, sin creer una sola palabra.
—Ya. ¿Y qué me dices de la escuela? ¿Has decidido ya qué carrera quieres hacer?
Mientras sus labios respondían a aquellas preguntas cotidianas, la mente de Artemis era un torbellino. Era un chico de nuevo. Su vida iba a sufrir grandes cambios. Iba a tener que elaborar sus planes mucho más que de costumbre si no quería llamar la atención de su madre, pero valdría la pena.
Angeline Fowl se equivocaba. Sí le había traído un regalo de Navidad.