CAPÍTULO 8

EL TROL

REMO inclinó el cuerpo hacia delante y empezó a rugir al micrófono.

—¡Mantillo! ¿Qué pasa? ¿Cuál es tu posición?

Potrillo estaba golpeando el teclado con furia.

—Hemos perdido el contacto por audio. Y también sus movimientos.

—Mantillo, háblame, maldita sea…

—Voy a comprobar sus constantes vitales… ¡Por todos los dioses!

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—El corazón se le ha vuelto loco. Late como el de un conejo…

—¿Un conejo?

—No, espere, se ha…

—¿Qué? —exclamó el comandante, sin aliento, horrorizado ante la posibilidad de que le confirmase sus peores temores.

Potrillo se echó hacia atrás en la silla.

—Se ha parado. Su corazón ha dejado de latir.

—¿Estás seguro?

—Los monitores no mienten. Pueden leerse todas las constantes vitales con la iris-cam. No se oye nada. Ha muerto.

Remo no podía creerlo. Mantillo Mandíbulas, un personaje constante en su vida. ¿Muerto? No podía ser cierto.

—Lo consiguió, ¿sabes, Potrillo? Recuperó un ejemplar del Libro, nada menos, y nos confirmó que Canija sigue con vida.

El centauro frunció el ceño un instante.

—Ya, pero es que…

—¿Qué? —exclamó Remo con suspicacia.

—Bueno, es que durante unos segundos, justo antes del final, su ritmo cardiaco iba a una velocidad muy superior a la normal.

—A lo mejor ha sido un error de lectura.

Potrillo no estaba demasiado convencido.

—Lo dudo. Mis máquinas no cometen errores.

—¿Qué otra explicación podría haber? Todavía dispones de contacto visual, ¿no es así?

—Sí. Y esos ojos están muertos, de eso no hay duda. No queda ni una chispa de electricidad en ese cerebro. La cámara funciona con su propia batería.

—Bueno, pues eso es todo entonces. No hay otra explicación.

Potrillo asintió con la cabeza.

—Eso parece. A menos que… No, sería demasiado fantástico.

—Se trata de Mantillo Mandíbulas. Con él, nada es demasiado fantástico.

Potrillo abrió la boca para exponer su inverosímil teoría, pero antes de que pudiera hablar, la puerta de la cabina de la lanzadera se abrió de golpe.

—¡Lo tenemos! —exclamó una voz triunfante.

—¡Sí! —afirmó una segunda voz—. ¡Fowl ha cometido un error!

Remo se volvió en su silla giratoria. Eran Argon y Cumulus, los supuestos analistas del comportamiento.

—Vaya, así que al final hemos decidido ganarnos el sueldo, ¿eh?

Pero, unidos por el entusiasmo, los profesores no se acobardaban tan fácilmente. Cumulus tuvo incluso la temeridad de hacer caso omiso del sarcasmo de Remo y fue esto, más que nada, lo que hizo que el comandante se incorporase en su silla para prestarles toda su atención.

Argon pasó junto a Potrillo e introdujo un láser disc en el aparato reproductor de la consola. Apareció la cara de Artemis Fowl tal como se veía a través de la iriscam del comandante Remo.

—Estaremos en contacto —dijo la voz grabada del comandante—. No te preocupes, encontraré la salida.

La cara de Fowl desapareció momentáneamente mientras se levantaba de la silla. Remo alzó la vista justo a tiempo para captar su siguiente declaración espeluznante.

—Está bien, pero recuerde: nadie de su raza tiene permiso para entrar aquí mientras yo esté vivo.

Argon pulsó la tecla de la pausa con aire triunfante.

—¡Ahí! ¿Lo ven?

La tez de Remo perdió todos sus restos de palidez.

—¿Ahí? ¿Ahí qué? ¿Qué es lo que se supone que tenemos que ver?

Cumulus chasqueó la lengua como alguien que habla con un niño retrasado. Un error, como descubriría de inmediato.

El comandante lo agarró por la barba puntiaguda en menos de un segundo.

—Vamos a ver —dijo con una voz engañosamente tranquila—. Haga creer que andamos escasos de tiempo y limítese a explicármelo sin comentarios ni chasquidos de ninguna clase.

—El humano dijo que no podríamos entrar mientras él es tuviese vivo —explicó Cumulus con un hilo de voz.

—¿Y qué?

Argon tomó el relevo.

—Que… si no podemos entrar mientras esté vivo…

Remo dio un respingo.

—Podremos entrar cuando esté muerto.

Cumulus y Argon esbozaron una amplia sonrisa de satisfacción.

—Exactamente —contestaron al unísono.

Remo se rascó la barbilla.

—No sé. Legalmente, estaríamos entrando en un terreno muy delicado.

—En absoluto —replicó Cumulus—. Es gramática elemental. El humano afirmó específicamente que la entrada estaba prohibida mientras él estuviese vivo, lo que equivale a una invitación a entrar cuando esté muerto.

El comandante seguía teniendo sus dudas.

—La invitación es sólo una insinuación, en el mejor de los casos.

—No —le interrumpió Potrillo—. Tienen razón. El caso tiene base jurídica. Una vez que Fowl esté muerto, la puerta está abierta de par en par. Lo ha dicho él mismo.

—Tal vez.

—Tal vez nada —espetó Potrillo—. ¡Por favor, Julius! ¿Qué más necesita? Tenemos una situación crítica, por si no se ha dado cuenta.

Remo asintió despacio.

—Uno, tienes razón. Dos, lo voy a hacer. Tres, buen trabajo, vosotros dos. Y cuatro, si me vuelves a llamar Julius otra vez, Potrillo, te comerás esos cascos que tienes en las patas. Ahora ponme con el Consejo. Necesito su aprobación para ese oro.

—Enseguida, comandante Remo, lo que usted diga, su señoría. —Potrillo sonrió y dejó pasar el comentario sobre comerse sus propios cascos por el bien de Holly.

—Así que les enviamos el oro —masculló Remo, pensando en voz alta—. Ellos sueltan a Holly, hacemos un lavado azul de toda la zona y entramos para reclamar el rescate. Muy sencillo.

—Tan sencillo que es hasta brillante —añadió Argon entusiasmado—. Un golpe maestro para nuestra profesión, ¿no está de acuerdo, doctor Cumulus?

La cabeza de Cumulus echaba humo ante las perspectivas.

—Conferencias, contratos para escribir libros… ¡Sólo los derechos de la película valdrán una fortuna!

—Que esos sociólogos intenten explicarlo con sus teorías de psicología social. Esto da al traste con la vieja hipótesis de que las privaciones son las causantes del comportamiento antisocial. Ése tal Fowl no ha pasado hambre en su vida.

—Existen muchas clases de hambre —señaló Argon.

—Cierto, amigo mío. Hambre de éxito, hambre de dominación, hambre de…

Remo interrumpió su perorata.

—¡Fuera los dos antes de que me den ganas de estrangular a alguien! Y si alguna vez oigo repetir algo de esto en un programa de sobremesa, sabré de dónde procede.

Los asesores salieron con cuidado, decididos a no llamar a sus agentes hasta que estuviesen lo bastante lejos de allí.

—No sé si el Consejo estará de acuerdo con esto —admitió Remo cuando se hubieron marchado—. Es mucho oro.

Potrillo levantó la vista de la consola.

—¿Cuánto exactamente?

El comandante le pasó un trozo de papel por encima de la consola.

—Lo que pone ahí.

—¡Eso es muchísimo! —exclamó Potrillo lanzando un silbido—. Una tonelada. En lingotes pequeños sin marcar. Sólo de veinticuatro quilates. Bueno, al menos es una bonita cifra redonda.

—Menudo consuelo. Me aseguraré de decirles eso a los del Consejo. ¿Has conseguido ya esa línea?

El centauro soltó un gruñido, un gruñido negativo. La verdad es que era una auténtica desfachatez, gruñirle a un superior. Sin embargo, a Remo no le quedaban energías para regañarle, pero decidió apuntárselo mentalmente: «Cuando todo esto acabe, congelar la paga de Potrillo varias décadas». Se restregó los ojos, exhausto. El cambio horario empezaba a hacer mella en él. Aunque su cerebro no le dejaría dormir porque estaba despierto cuando se había iniciado la parada de tiempo, su cuerpo le pedía a gritos un poco de descanso.

Se levantó de la silla y abrió la puerta para que entrase algo de aire. El aire estaba viciado, una característica muy frecuente en una parada de tiempo. Ni siquiera las moléculas podían escapar de un campo temporal, mucho menos un niño humano.

Había actividad en el portal, mucha actividad. Una multitud de tropas se concentraron en torno a una aerojaula. Cudgeon estaba de pie a la cabeza del desfile de soldados, y todos los demás se dirigían hacia él. Remo bajó a reunirse con ellos.

—¿Qué es esto? —inquirió en un tono nada agradable—. ¿Un circo?

Las facciones del rostro de Cudgeon estaban pálidas, pero su gesto era decidido.

—No, Julius. Es el final del circo.

Remo asintió.

—Ya entiendo. ¿Y estos son los payasos?

Potrillo asomó la cabeza por la puerta.

—Siento interrumpir su prolongada metáfora sobre el circo, pero ¿qué diablos es eso?

—Sí, teniente —dijo Remo, señalando con la cabeza hacia la aerojaula flotante—. ¿Qué diablos es eso?

Cudgeon se armó de valor inspirando hondo varias veces.

—He arrancado una hoja de tu libro, Julius.

—¿Ah, sí?

—Sí. Tú optaste por enviar a un proscrito ahí dentro, así que ahora yo voy a hacer lo mismo.

Remo esbozó una sonrisa peligrosa.

—Tú no puedes optar por hacer nada, teniente, no sin mi permiso.

Cudgeon dio un paso hacia atrás inconscientemente.

—He hablado con los del Consejo, Julius. Cuento con todo su apoyo.

El comandante se volvió hacia Potrillo.

—¿Es eso cierto?

—Eso parece. Acabo de tener acceso a la línea externa. Ahora es la fiesta de Cudgeon. Les ha contado a los del Consejo lo del rescate y lo del señor Mandíbulas. Ya sabe cómo se ponen esos ancianos cuando se trata de desprenderse de su oro.

Remo se cruzó de brazos.

—Ya me habían advertido sobre ti, Cudgeon. Me dijeron que me clavarías una puñalada por la espalda. No lo creí, fui un ingenuo.

—No se trata de nosotros dos, Julius. Se trata de la misión. Lo que hay dentro de la aerojaula es nuestra única posibilidad de salir de ésta.

—¿Y qué hay en la jaula? No, no me lo digas. La única criatura aparte de Mandíbulas que carece de poderes mágicos en los Elementos del Subsuelo. Y el primer trol que hemos logrado capturar vivo en más de un siglo.

—Exactamente. La criatura perfecta para derrotar a nuestro adversario.

Las mejillas de Remo brillaron por el esfuerzo de contener su ira.

—No creo que te lo hayas planteado en serio.

—Reconócelo, Julius, es una idea muy parecida a la que has tenido tú.

—No, no lo es. Mantillo Mandíbulas tomaba sus propias decisiones. Conocía los riesgos.

—¿Mandíbulas está muerto?

Remo se restregó los ojos de nuevo.

—Sí, eso parece. Un derrumbamiento.

—Lo cual demuestra que tengo razón. A un trol no lo liquidarán tan fácilmente.

—¡Es un animal estúpido! ¿Es que no te das cuenta? ¿Cómo va a seguir instrucciones un trol?

Cudgeon sonrió con una renovada confianza que venció a su aprensión.

—¿Qué instrucciones? Sólo tenemos que apuntar hacia la casa y quitarnos de en medio. Te garantizo que esos humanos nos suplicarán de rodillas que entremos a rescatarlos.

—¿Y qué pasa con mi agente?

—Traeremos al trol de vuelta y lo encerraremos con llave mucho antes de que la capitana Canija corra ningún peligro.

—Me lo garantizas, ¿verdad?

Cudgeon hizo una pausa.

—Es un riesgo que estoy dispuesto…, que el Consejo está dispuesto a correr.

—Política —escupió Remo—. Para ti todo esto se reduce a una cuestión de política, Cudgeon. Una bonita pluma más en tu gorra en tu camino a un asiento en el Consejo. Me das ganas de vomitar.

—Sea como sea, vamos a tirar adelante este plan. El Consejo me ha nombrado comandante en jefe, así que si no puedes dejar a un lado las rencillas personales, apártate de mi camino de una vez.

Remo se apartó a un lado.

—No te preocupes, comandante. No quiero tener nada que ver con esta carnicería. El mérito es todo tuyo.

Cudgeon esbozó su expresión más sincera.

—Julius, a pesar de lo que creas, sólo pienso en los intereses de las Criaturas.

—De una criatura en particular —gruñó Remo.

Cudgeon decidió optar por tomarlo con optimismo.

—No tengo por qué quedarme aquí escuchándote. Cada segundo hablando contigo es un segundo perdido.

Remo lo miró directamente a los ojos.

—Eso hacen unos seiscientos años perdidos juntos, ¿eh, amigo?

Cudgeon no respondió. ¿Qué podía decir? La ambición tenía un precio, y ese precio era la amistad. Cudgeon se volvió hacia su escuadrón, un grupo de duendecillos seleccionados cuidadosamente que sólo le eran leales a él.

—Llevad la aerojaula a la arboleda. No daremos la luz verde hasta que yo dé la orden.

Pasó junto a Remo con los ojos fijos en cualquier otra cosa que no fuese su antiguo amigo. Potrillo no iba a dejarle marchar sin hacer un comentario de los suyos.

—Eh, Cudgeon.

El comandante en jefe no estaba dispuesto a tolerar ese tonillo, no en su primer día.

—Cuidado con el modo en que te diriges a mí, Potrillo. No hay nadie imprescindible.

El centauro soltó una risotada.

—Y que lo digas. Eso es lo malo de la política, que no hay nadie imprescindible.

Cudgeon se sintió intrigado por sus palabras muy a su pesar.

—Sé que si se tratase de mí —prosiguió Potrillo—, y tuviese sólo una oportunidad, una sola, de plantar mi trasero en ese Consejo, no confiaría mi futuro a un trol, eso desde luego.

Y de repente, la renovada confianza de Cudgeon se evaporó por completo, dando paso a una palidez brillante. Se limpió el sudor de una ceja, corriendo tras la aerojaula en movimiento.

—Nos veremos mañana —gritó Potrillo—, cuando te encargues de mi basura.

Remo se echó a reír. Posiblemente era la primera vez que uno de los comentarios de Potrillo le parecía gracioso.

—Bien hecho, Potrillo —dijo sonriendo—. Dale a ese traidor donde más le duele, justo en la ambición.

—Gracias, Julius.

La sonrisa desapareció con más rapidez que una babosa frita en la cantina de la PES.

—Ya te he dicho que no me gusta que me llames Julius, Potrillo. Ahora, vuelve a abrir esa línea de comunicación con el exterior. Quiero ese oro listo en cuanto fracase el plan de Cudgeon. Presiona a todos los que me apoyan en el Consejo. Estoy casi seguro de que Lope está conmigo, y Cahartez. Tal vez también Vinyáya Siempre ha tenido debilidad por mí, aunque no me extraña, puesto que soy irresistible.

—Estará bromeando, imagino.

—Nunca bromeo —contestó, y lo dijo muy serio.

Holly tenía una especie de plan: merodear por ahí protegida con el escudo, recuperar unas cuantas armas de los duendes y luego provocar un caos hasta que Fowl se viese obligado a liberarla. Y si de paso producía daños materiales en la mansión por valor de varios millones de libras irlandesas, mejor que mejor.

Hacía años que Holly no se sentía tan bien. Sus ojos brillaban cargados de poderes mágicos y cada centímetro de su piel soltaba chispas. Había olvidado lo bien que le sentaba ir a tope de magia.

La capitana Canija estaba al mando de la situación, a la caza. Aquello era para lo que la habían entrenado. Al principio, cuando había empezado todo aquel lío, eran los Fangosos quienes jugaban con ventaja, pero ahora se había dado la vuelta a la tortilla. Ella era la cazadora, y ellos, la presa.

Holly subió la enorme escalera, siempre atenta a la presencia del sirviente gigante. Ése era un individuo con el que no estaba dispuesta a jugársela; si aquellos dedos se cerraban alrededor de su cráneo, sería historia, con casco o sin él. Suponiendo que encontrase un casco.

La inmensa casa era como un mausoleo, sin un solo vestigio de vida en el interior de sus habitaciones abovedadas Sin embargo, los retratos producían escalofríos. Todos con ojos de Fowl, suspicaces y brillantes. Holly tomó la decisión de quemarlos en cuanto recuperase su Neutrino 2000. Pura venganza, tal vez, pero plenamente justificada teniendo en cuenta todo lo que Artemis Fowl le había hecho pasar.

Subió los escalones con rapidez, siguiendo la curva que conducía al descansillo del piso superior. Un reguero de luz pálida se derramaba por debajo de la última puerta del pasillo. Holly apoyó la palma de la mano contra la madera para percibir las vibraciones. Notó cierta actividad. Gritos y pasos. Los pasos venían en su dirección.

Holly retrocedió de un salto y pegó el cuerpo a la pared de velvetón. Uy, por los pelos… Una figura descomunal apareció en el umbral de la puerta y echó a andar por el pasillo dejando un remolino de corrientes de aire a su paso.

—¡Juliet! —gritó, y el nombre de su hermana quedó suspendido en el aire mucho tiempo después de que hubiese desaparecido escaleras abajo.

«No te preocupes, Mayordomo —pensó Holly—. Lo está pasando en grande pegada a Luchamanía». Sin embrago, la puerta abierta le brindaba una oportunidad de oro. Se deslizó a través de ella antes de que el brazo mecánico volviese a cerrarla.

Artemis Fowl la estaba esperando con unos filtros antiescudo acoplados a sus gafas de sol.

—Buenas noches, capitana Canija —empezó a decir, con la seguridad en sí mismo aparentemente intacta—. Aun a riesgo de que suene a tópico, te estaba esperando.

Holly no respondió, ni siquiera miró a su captor a los ojos, sino que utilizó sus habilidades para escanear la habitación, deteniendo la mirada un instante en cada superficie.

—Aún sigues ligada a las promesas que hiciste esta noche… Sin embargo, Holly no le estaba escuchando. Echó a correr hacia una mesa de trabajo de acero inoxidable atornilla da a la pared del otro extremo.

—Así que tu situación no ha cambiado. Sigues siendo mi rehén.

—Sí, sí, ya lo sé —masculló Holly, pasando los dedos por las hileras de artilugios confiscados al equipo de Recuperación. Escogió un casco medio escondido y se lo puso encima de sus orejas puntiagudas. Ahora estaba a salvo. Cualquier otra orden que le diera Fowl no significaba nada a través de la visera reflectora. Un micrófono metálico se extendió automáticamente. El contacto sería inmediato.

—… en frecuencias giratorias. Transmitiendo en frecuencias giratorias. Holly, si me estás escuchando, ponte a cubierto.

Holly reconoció la voz de Potrillo. Algo muy familiar en una situación caótica.

—Repito: ponte a cubierto. Cudgeon va a enviar a un…

—¿Algo que deba saber yo? —preguntó Artemis.

—Calla —le ordenó Holly entre dientes, preocupada por el tono de la voz habitualmente frívola de Potrillo.

—Repito, van a enviar a un trol para asegurar tu liberación.

Holly se asustó. Cudgeon estaba al mando de la operación. No eran buenas noticias.

Fowl volvió a interrumpirla.

—No es de buena educación no hacerle caso a tu anfitrión.

Holly soltó un gruñido.

—Bueno, ya basta.

La capitana preparó el puño, con los dedos apiñados en un apretado muñón. Artemis no pestañeó. ¿Por qué iba a hacerlo? Mayordomo siempre intervenía antes de que le lloviesen los puñetazos, pero entonces algo le llamó la atención, una figura enorme corriendo por la escalera en el monitor del primer piso. Era Mayordomo.

—Muy bien, niño rico —dijo Holly con desprecio—. A ver cómo te las arreglas tú solito.

Y antes de que Artemis tuviera tiempo de abrir los ojos como platos, Holly añadió unos cuantos kilos más de impulso a su codo y golpeó a su secuestrador en plena nariz.

—Ay —exclamó, cayendo de culo.

—¡Ah, qué bien! Eso ha estado genial.

Holly se concentró en la voz que le zumbaba en el oído.

—… hemos puesto un bucle en las cámaras exteriores para que los humanos no vean venir nada por la arboleda, pero está de camino, confía en mí.

—Potrillo. Potrillo, te recibo.

—¿Holly? ¿Eres tú?

—La misma que viste y calza. Potrillo, no hay ningún bucle. Veo todo lo que está pasando aquí.

—¡El muy astuto! Debe de haber reiniciado el sistema.

La arboleda era un hervidero de actividad. Cudgeon estaba allí, dando órdenes con altanería a su equipo de duendecillos. En el centro de todo aquel barullo se erguía una aerojaula de cinco metros de altura que flotaba encima de un colchón de aire. La jaula estaba justo delante de la puerta de la mansión, y los técnicos estaban colocando un cordón de aislamiento en la pared circundante. Cuando se activase, las cargas explosivas de aleación que formaban el cordón de aislamiento estallarían de forma simultánea y dejarían la puerta hecha pedazos. Una vez que el polvo se disipase, el trol sólo podría avanzar en una dirección: hacia el interior de la mansión.

Holly examinó los demás monitores. Mayordomo había conseguido sacar a Juliet de la celda a rastras. Habían subido desde el nivel de la bodega y ahora estaban cruzando el vestíbulo. Justo en la línea de fuego.

¡D’Arvit! —exclamó, mientras iba en dirección a la superficie de trabajo.

Artemis estaba tumbado apoyado en los codos.

—Me has dado un puñetazo —dijo con incredulidad.

Holly se colocó un par de alas Colibrí.

—Exactamente, Fowl. Y todavía me quedan muchos más aquí en la mano, así que quédate donde estás, si sabes lo que te conviene.

Por una vez en su vida, Artemis se dio cuenta de que no tenía una respuesta ingeniosa. Abrió la boca con la esperanza de que su cerebro le suministrara la contestación cortante habitual, pero no le salió nada.

Holly se metió su Neutrino 2000 en la pistolera.

—Muy bien, Fangosillo. Se ha acabado la hora del recreo. Ahora le toca el turno a los profesionales. Si te portas bien, te compraré un chupa-chups cuando vuelva.

Y cuando ya hacía largo rato que Holly se había ido, remontando el vuelo bajo las viejas vigas del roble de la entrada, Artemis dijo:

—No me gustan los chupa-chups.

La respuesta había sido del todo inadecuada y Artemis se horrorizó de sí mismo al instante. Patético: «No me gustan los chupachups». Ningún cerebro del crimen organizado que se precie diría la palabra chupa-chups ni muerto. Iba a tener que elaborar una base de datos con respuestas ingeniosas para ocasiones como ésa.

Lo más seguro es que Artemis hubiese permanecido así un buen rato, completamente indiferente a lo que ocurría a su alrededor, de no haber sido porque la puerta principal estalló de repente e hizo que temblasen hasta los cimientos de la mansión. Una cosa así basta para despertar a cualquiera de sus ensoñaciones diurnas.

Un duendecillo aterrizó ante el comandante en jefe Cudgeon.

—El cordón está listo, señor.

Cudgeon asintió con la cabeza.

—¿Está seguro de que está bien sujeto, capitán? No quiero que ese trol se vaya por el camino equivocado.

—Está más sujeto que la cartera de un goblin. Ni una sola burbuja de aire puede penetrar en ese cordón. Está más sujeto que un gusano apestoso…

—Muy bien, capitán —lo interrumpió Cudgeon con impaciencia antes de que el duendecillo pudiese completar su gráfica analogía.

Junto a ellos, la aerojaula dio una violenta sacudida y por poco se cae del colchón de aire.

—Será mejor que lancemos a ese cabrón, comandante. Si no lo soltamos pronto, mis chicos se van a pasar la próxima semana limpiando…

—De acuerdo, capitán, de acuerdo. Suéltalo, suéltalo de una vez.

Cudgeon corrió a colocarse detrás del escudo protector y garabateó una nota en la pantalla de cristal líquido de su agenda electrónica. Nota: «Recordar a los duendecillos que cuiden su lenguaje y no digan palabrotas. Al fin y al cabo, ahora soy el comandante».

El capitán malhablado en cuestión se dirigió al conductor de la aerojaula.

—Vuélala, Chix. Vuela esa puñetera puerta de una maldita vez.

—Sí, señor. Volar la puñetera puerta. Entendido.

Cudgeon se estremeció. Al día siguiente habría una asamblea general. A primera hora de la mañana. Para entonces tendría la insignia de comandante en la solapa. Hasta un duendecillo soltaría menos tacos en su presencia cuando viese aquel logotipo de la bellota triple.

Chix se puso las gafas antimetralla, a pesar de que la cabina tenía un parabrisas de cuarzo. Las gafas eran guapísimas. A las chicas les encantaban, o al menos, eso creía el conductor. Se veía a sí mismo como un seductor irresistible. Así eran los duendecillos: dales un par de alas y se creen el terror de las nenas. Pero los desafortunados intentos de Chix Verbil por impresionar a las damas son, una vez más, otra historia. En este relato en particular, sólo desempeña una función, y esa función consiste en pulsar melodramáticamente el botón del detonador. Cosa que hizo con gran aplomo, además.

Dos docenas de cargas controladas estallaron en sus recámaras y arrancaron de sus soportes dos docenas de cilindro de aleación, que salieron disparados a más de mil quinientos kilómetros por hora. Con el impacto, cada barra pulverizó el área de contacto además de los quince centímetros circundantes y consiguió, efectivamente, volar la puñetera puerta de una maldita vez, tal como diría el capitán.

Cuando el polvo se hubo despejado, los soldados levantaron la pared de contención del interior de la jaula y empezaron a dar golpes con las manos en los paneles laterales.

Cudgeon se asomó por detrás del escudo de protección.

—¿Todo despejado, capitán?

—Un segundo, comandante. ¿Chix? ¿Qué hace ese matón?

Chix comprobó el monitor de la cabina.

—Se está moviendo. Los golpes lo están asustando. Está sacando las garras. Madre mía…, ese cabrón es inmenso. No me gustaría estar en el pellejo de esa preciosidad de Reconocimiento si se interpone en su camino.

Cudgeon sintió un remordimiento momentáneo, que disipó con su fantasía favorita: una imagen de sí mismo arrellanándose en un asiento de velvetón beis del Consejo.

La jaula empezó a dar unas fuertes sacudidas que por poco derriban a Chix de su asiento. Se agarró al mismo como un jinete de rodeo.

—¡Vaya con la bestia! Se ha puesto en marcha. Todos a sus puestos, chicos. Tengo el presentimiento de que dentro de poco nos van a pedir ayuda.

A Cudgeon no le pareció necesario acudir a su puesto. Prefería dejar esas cosas a los soldados de infantería. El comandante en jefe se consideraba demasiado importante para arriesgarse en una situación de peligro. Por el bien de las Criaturas en general, era mejor que se quedase fuera de la zona de operaciones.

Mayordomo bajó los escalones de cuatro en cuatro. Posiblemente, era la primera vez que abandonaba al amo Artemis en una situación crítica, pero Juliet era su familia, y estaba claro que le había pasado algo malo a su hermanita pequeña. Ésa elfa le había dicho algo a su hermana y ahora estaba encerrada en la celda riendo sin parar. Mayordomo temía lo peor. Si algo le sucedía a Juliet, no sabía cómo iba a poder seguir viviendo con su conciencia.

Sintió que un reguero de sudor le resbalaba por la coronilla de su cabeza afeitada. Toda la situación se les estaba yendo de las manos en las direcciones más insospechadas. Duendes, magia y ahora una rehén suelta por la mansión. ¿Cómo se suponía que iba a poder controlar el asunto? Hacía falta un equipo entero de cuatro hombres para proteger al político más despreciable, pero se suponía que él tenía que apañárselas solito par contener aquella situación imposible.

Mayordomo echó a correr por el pasillo hacia lo que hasta entonces había sido la celda de la capitana Canija. Juliet estaba despatarrada en el catre, embelesada frente a una pared de cemento.

—¿Qué haces? —le preguntó entre jadeos al tiempo que sacaba la Sig Sauer de nueve milímetros con una facilidad pasmosa.

Su hermana ni siquiera lo miró.

—Calla, simio bruto. Ahora le toca a Louie, La Máquina del Amor. No es tan duro como parece. Yo podría con él.

Mayordomo parpadeó. No decía más que incoherencias. Evidentemente, la habían drogado.

—Vámonos. Artemis nos quiere arriba en la sala de operaciones.

Juliet señaló la pared con un dedo impecable.

—Artemis puede esperar. En esta pelea compiten por el título intercontinental. Y es un ajuste de cuentas: Louie se comió el cerdito mascota de Hogman.

El criado escrutó la pared. Allí no se veía nada. No tenía tiempo para más tonterías.

—Muy bien, pero vámonos —ordenó soltando un gruñido y colgándose a su hermana de uno de sus anchos hombros.

—¡Noooo! ¡Bruto, más que bruto! —protestó la chica al tiempo que le golpeaba la espalda con unos puños diminutos—. ¡Ahora nooo! ¡Hogman! ¡Hogmaaan!

Mayordomo hizo caso omiso de sus protestas y echó a correr de nuevo por el pasillo. ¿Quién puñetas era aquel tal Hogman? Uno de sus novios, seguro. En el futuro, iba a tener que llevar la cuenta de todos los tipos que apareciesen por la caseta de vigilancia.

—¿Mayordomo? Responde.

Era Artemis, que lo llamaba por el intercomunicador de mano. Mayordomo se subió a su hermana unos centímetros más arriba para poder llegar al cinturón.

—¡Chupa-chups! —exclamó su jefe.

—¿Cómo dices? Me ha parecido oír…

—Hum… Quiero decir que salgáis de ahí. ¡Poneos a cubierto! ¡Poneos a cubierto!

«¿Poneos a cubierto?». El término militar sonaba muy raro en boca del amo Artemis. Como un anillo de diamantes en una bolsa de patatas fritas.

—¿Qué nos pongamos a cubierto?

—Sí, Mayordomo. Que os escondáis. Creí que hablarte en términos primarios sería el camino más rápido para llegar a tus funciones cognitivas. Evidentemente, me equivocaba.

Ahora sí le había entendido. Mayordomo escaneó el vestíbulo para encontrar un rincón donde meterse. No tenía demasiadas opciones. El único refugio lo proporcionaban las armaduras medievales que jalonaban las paredes. El sirviente se metió en el hueco que había detrás de un caballero del siglo X con lanza y maza y todo. Juliet dio unos golpecitos en el peto del caballero.

—Te crees muy duro, ¿verdad? Pues podría hacerte picadillo con una sola mano.

—Cállate —bisbiseó Mayordomo.

Contuvo el aliento y se puso a escuchar. Algo se acercaba por la puerta principal. Algo muy grande. Mayordomo se asomó lo suficiente para vigilar el vestíbulo con el ojo derecho…

Entonces podría decirse que la entrada explotó, pero ese verbo en particular no hace justicia a lo que pasó en realidad. Sería más exacto decir que la destrozó en fragmentos infinitesimales. Mayordomo había visto algo así una vez cuando un terremoto de magnitud siete había destrozado la finca de un capo del narcotráfico colombiano segundos antes de que él fuese a volarla por los aires. Ésta vez era ligeramente distinto. Más localizado. Muy profesional. Eran las clásicas tácticas antiterroristas. Atacadlos con humo y ruido y luego entrad mientras los objetivos están desorientados. Pasara lo que pasase a continuación, no podía ser nada bueno. Estaba seguro, completamente seguro.

Los remolinos de polvo se fueron despejando despacio y depositaron una capa pálida sobre la alfombra tunecina. La señora Fowl se pondría furiosa, si es que volvía a poner un pie fuera de la puerta del desván alguna vez. El instinto de Mayordomo le aconsejó que se moviera, que recorriese la planta baja en zigzag para subir al piso superior, que se desplazase agachado para minimizar el objetivo. Aquél era el momento perfecto para hacerlo, antes de que se despejase visibilidad. En cualquier momento, una lluvia de proyectiles atravesaría el arco de entrada y el último lugar en el que querría estar era en el nivel inferior.

Y cualquier otro día, Mayordomo se habría movido, habría estado en mitad de aquella escalera antes de darle tiempo a su cerebro para pensarlo mejor. Sin embargo, aquel día llevaba a su hermanita pequeña, que no dejaba de soltar incoherencias, a cuestas, y lo último que deseaba en este mundo era exponerla a un peligrosísimo fuego de asalto. En el estado en que se encontraba, Juliet seguramente retaría a las tropas de duendes a un combate de lucha libre. Y aunque su hermana hablaba como una mujer dura, en realidad era sólo una chiquilla. No habría ningún combate de lucha libre con personal militar entrenado, así que Mayordomo se agachó, apoyó a Juliet contra un tapiz y comprobó el seguro de su arma. Estaba quitado. Perfecto. «Venid a por mí, duendecillos».

Algo se movió entre la nube de polvo, y Mayordomo supo inmediatamente que ese algo no era humano. El sirviente había estado en demasiados safaris como para no reconocer a un animal en cuanto lo veía. Estudió el modo de andar de la criatura. Posiblemente simiesco. Tenía una estructura corporal superior similar a la de un simio, pero era más grande que cualquier primate que Mayordomo hubiese visto en su vida. Si se trataba de un simio, su arma no le iba a servir de mucho. Podías descargar cinco cartuchos en el cráneo de un simio macho y todavía le daría tiempo a comerte enterito antes de que su cerebro se diese cuenta de que estaba muerto.

Sin embargo, no era un simio. Los ojos de los simios no eran aptos para la visión nocturna, y los de aquella criatura sí. Unas pupilas brillantes de color carmesí, semiocultas tras una maraña de pelo. También tenía colmillos, pero no de elefante. Éstos eran curvados y con los bordes dentados. Auténticas armas de degollar. Mayordomo sintió un hormigueo en la parte baja de su estómago. Ya había tenido la misma sensación una vez, en la academia Suiza. Era miedo.

La criatura surgió de la polvareda. Mayordomo dio un grito ahogado. Otra vez, el primero que daba desde la academia. Aquél no se parecía a ningún adversario al que se hubiese enfrentado antes. El criado se dio cuenta entonces de lo que habían hecho los duendes: habían enviado a un cazador primario, una criatura sin ningún interés por la magia o las reglas, un monstruo que se limitaría a matar cualquier cosa que se interpusiese en su camino, sin que importara a qué especie pertenecía. Era el depredador perfecto. Saltaba a la vista por las puntas de sus dientes, capaces de desgarrar la carne sin hacer demasiada fuerza siquiera, por la sangre seca incrustada bajo sus garras y por el odio intenso que transmitían sus ojos.

El trol dio un paso hacia delante y entrecerró los ojos bajo la luz de la araña de cristal. Unas garras amarillentas arañaron las baldosas de mármol, soltando chispas a su paso. Ahora estaba olisqueando el aire, lanzando nubecillas curiosas por la nariz, con la cabeza inclinada a un lado. Mayordomo ya había visto aquella pose antes, en los hocicos de los pit bulls muertos de hambre, justo antes de que sus cuidadores rusos los dejaran sueltos para emprender la caza del oso.

La cabeza peluda se quedó inmóvil y su hocico señaló directamente al escondite de Mayordomo. No era ninguna coincidencia. El criado lo espió entre los dedos de cota de malla de un guante. Ahora venía el acecho. Una vez que había captado el olor, el depredador intentaría realizar un avance lento y silencioso antes de asestar el ataque relámpago.

Sin embargo, al parecer el trol no había leído el manual del perfecto depredador, porque no se molestó en avanzar con sigilo, sino que pasó directamente al ataque relámpago. Moviéndose a una velocidad increíble para Mayordomo, el trol atravesó el vestíbulo y tiró al suelo de un manotazo la armadura medieval como si fuera el maniquí de un escaparate.

Juliet parpadeó.

—Oooh —exclamó con admiración—. Es Bob, El Yeti, el campeón canadiense de 1999. Creía que estabas en los Andes buscando a tus parientes.

Mayordomo no se molestó en sacarla de su error. Su hermana no estaba lúcida. Al menos, moriría feliz. Mientras su cerebro consideraba aquella mórbida observación, Mayordomo desenfundó el arma.

Apretó el gatillo con la rapidez que le permitió el mecanismo de la Sig Sauer. Dos en el pecho, tres entre los ojos. Ése era el plan. Consiguió descargarle los del pecho, pero el trol interfirió antes de que Mayordomo pudiese terminar la formación. La interferencia adoptó la forma de unos colmillos afilados como el borde de una guadaña, que esquivaron la guardia de Mayordomo. Se le enroscaron alrededor del tronco y le rasuraron su chaqueta reforzada con Kevlar como una cuchilla a través de papel de arroz.

Mayordomo sintió un dolor frío cuando el marfil dentado le perforó el pecho. Supo de inmediato que la herida era mortal. Le costaba mucho respirar. Había perdido un pulmón, y unas gotas de sangre ensuciaron la piel del trol. Su propia sangre. Nadie podía perder semejante cantidad de sangre y sobrevivir. Sin embargo, el dolor dio paso inmediatamente a una euforia muy extraña. Se trataba de una variedad de anestesia natural inyectada a través de varios canales de los colmillos de la bestia. Más peligrosa que el más mortal de los venenos. En unos minutos, Mayordomo no sólo dejaría de pelear, sino que iría derecho a la tumba entre ataques de risa tonta.

El criado intentó luchar contra la sustancia narcótica de su cuerpo, revolviéndose con furia entre las zarpas del trol. Pero todo era inútil. Su lucha terminó incluso antes de empezar.

El trol soltó un gruñido arrojando el cuerpo flácido del humano por encima de su cabeza. La carne musculosa de Mayordomo se estrelló contra la pared a una velocidad que los huesos humanos eran incapaces de soportar. Se abrió una grieta en los ladrillos desde el suelo hasta el techo. La columna vertebral de Mayordomo también crujió. Ahora, aunque la pérdida de sangre no acabase con su vida, la parálisis sí acabaría con ella.

Juliet seguía bajo los efectos del encanta.

—Venga, hermano. Deja de hacer el panoli. Todos sabemos que te estás haciendo el muerto.

El trol se detuvo un momento, le picaba la curiosidad primaria el ver que aquella criatura no le tenía miedo. Habría sospechado que se trataba de una trampa si hubiese podido formular un pensamiento tan complejo. Sin embargo, al final, su apetito venció a la curiosidad. Aquélla niña olla a carne. A carne fresca y tierna. La carne de la superficie era distinta, aderezada con los olores del exterior. Una vez que has comido carne al aire libre, es difícil volver a lo de antes. El trol se relamió los incisivos y extendió una mano peluda…

Holly se acercó las Colibrí al torso e inició una bajada en picado controlada. Pasó rozando los pasamanos y apareció en el pórtico bajo una cúpula de vidrios de colores. La luz de la parada de tiempo se filtraba de forma poco natural, deshaciéndose en rayos gruesos de color azul.

Luz, pensó Holly. Las largas del casco funcionaban antes, así que no había razón para que ya no funcionasen. Era demasiado tarde para el hombre, puesto que era un saco de huesos rotos, pero la chica… Todavía le quedaban unos segundos antes de que el trol le abriese las tripas.

Holly descendió en espiral a través de los haces de luz falsa, buscando en la consola del casco el botón de «Ruido». Normalmente, esta opción sólo se utilizaba con los perros, pero en aquel caso podría proporcionarle unos segundos de distracción. Suficiente para poder llegar al nivel del suelo.

El trol estaba a punto de agarrar a Juliet por las axilas, una maniobra que normalmente se reservaba para las presas indefensas. Las garras se le clavarían por debajo de las costillas y le reventarían el corazón. De este modo, la carne sufría lesiones mínimas y no había tensión en el último minuto que pudiese endurecer la carne.

Holly activó el botón de ruido… y no pasó nada. Muy mala señal. Por regla general, cualquier trol se sentiría como mínimo molesto por el tono de frecuencia ultra elevada, pero aquella bestia en concreto ni siquiera meneó su peluda cabeza. Había dos posibilidades: una, el casco no funcionaba bien, y dos, aquel trol estaba más sordo que una tapia. Por desgracia, Holly no tenía forma de saberlo puesto que los tonos eran inaudibles para los oídos de los duendes.

Fuera cual fuese el motivo, Holly se vio obligada a adoptar una estrategia a la que preferiría no haber recurrido. El contacto directo. Cualquier cosa con tal de salvar una vida humana. Lo decía el artículo ocho, no tenía ninguna duda.

Holly tiró del acelerador, directamente de cuarta a marcha atrás. No era muy bueno para el cambio de marchas. Los mecánicos le pegarían una buena bronca por eso, en el caso improbable de que lograse sobrevivir a aquella pesadilla interminable. El efecto del cambio de marchas hizo que se diese la vuelta en pleno vuelo, de tal modo que los talones de sus botas apuntaron directamente a la cabeza del trol. Holly sintió un escalofrío. Dos encontronazos con el mismo trol. Increíble.

Los talones le dieron a la bestia en plena coronilla. A aquella velocidad, habría al menos media tonelada de fuerza de gravedad tras el contacto. Sólo el material elástico de refuerzo de su traje impidió que los huesos de sus piernas se rompieran en mil pedazos; no obstante, oyó el crujido de su rodilla. El dolor le agarrotó el cuerpo hasta alcanzarle la frente y dio al traste con su maniobra de recuperación. En lugar de volver a una altitud segura, Holly se estrelló contra la espalda del trol y se quedó enredada en el pelo de esparto.

El trol estaba, lógicamente, enfadado. Había algo que no sólo lo había distraído de su cena, sino que, además, ahora tenía ese algo incrustado en el pelo, además de las babosas limpiadoras. La bestia se enderezó y levantó la garra para alcanzarse la espalda. Las uñas curvadas rastrillaron el casco de Holly y dejaron unos surcos paralelos en la aleación. Juliet estaba a salvo de momento, pero Holly había ocupado su lugar en la lista de individuos en peligro de extinción.

El trol apretó la garra aún más fuerte y asió el recubrimiento antifricción del casco que, según Potrillo, era imposible de agarrar. Tendría que hablar muy seriamente con él. Si no en esta vida, entonces sin duda en la siguiente. La capitana Canija vio cómo su viejo enemigo la levantaba en el aire para ponérsela delante de los ojos. Holly intentó con todas sus fuerzas concentrarse pese al dolor y la confusión. La pierna se le balanceaba como un péndulo y la respiración del trol le sacudía la cara con unas oleadas rancias.

Pero antes tenía un plan, ¿no? Desde luego, no había bajado volando hasta allí para acobardarse y morir. Debía de haber una salida. Todos aquellos años en la academia tenían que haberle servido de algo. Fuera cual fuese el plan que se le había ocurrido antes de que aquel monstruo la atrapara, estaba suspendido en algún lugar entre el dolor y el shock. Fuera de su alcance.

—Las luces, Holly…

Oyó una voz en su cabeza. Seguramente estaba hablando sola. Una experiencia mística al borde de la muerte. Ja, ja, ja. Tenía que acordarse de contárselo a Potrillo… ¿Potrillo?

—Enciende las luces, Holly. Si esos colmillos entran en acción, morirás antes de que la magia surta efecto.

—¿Potrillo? ¿Eres tú? —Holly podía haber dicho esto en voz alta o podía haberlo pensado solamente, no estaba segura.

—¡Las largas de túnel, capitana! —Ahora oía una voz diferente. No tan adorable—. ¡Aprieta el botón ahora mismo! ¡Es una orden!

Ay, ay, ay… Era Remo. Había vuelto a fracasar en una misión. Primero Hamburgo, luego Martina Franca y ahora esto.

—Sí, señor —musitó, tratando de aparentar profesionalidad.

—¡Apriétalo! ¡Ahora, capitana Canija!

Holly miró directamente a los ojos despiadados del trol y apretó el botón. Muy melodramático. O lo habría sido, de haber funcionado las luces. Por desgracia para Holly, con las prisas había cogido uno de los cascos que Artemis Fowl había destripado, por lo que no quedaban restos de ruido, filtros ni luces de túnel. Las bombillas halógenas seguían allí, pero los cables se habían soltado durante los experimentos de Artemis.

—Vaya —solió Holly sin aliento.

—¿Vaya? —repitió Remo lanzando un gruñido—. ¿Qué se supone que significa eso?

—Las luces no funcionan —explicó Potrillo.

—Oh… —La voz de Remo se fue apagando. ¿Qué más podía decir?

Holly miró al trol entrecerrando los ojos. Si no fuera porque sabía que los troles eran animales estúpidos, hubiese jurado que estaba sonriendo. Ahí de pie con la sangre chorreándole de varias heridas en el pecho, sonriendo. A la capitana Canija no le gustaba que le sonrieran a la cara.

—Voy a borrarte esa sonrisa de la boca —dijo, y golpeó al trol con la única arma que tenía a su alcance: su cabeza encasquetada.

Un gesto valiente, sin duda, pero igual de inútil que intentar cortar un árbol con una pluma. Por suerte, el desacertado golpe tuvo un efecto secundario. Durante una fracción de segundo, dos hebras de filamento conductor entraron en contacto y enviaron su energía eléctrica a una de las luces de túnel. Cuatrocientos vatios de luz blanca arremetieron contra los ojos carmesí del trol y le produjeron unas fulgurantes descargas de agonía en el cerebro.

—Je, je —murmuró Holly un segundo antes de que el trol empezase a sufrir convulsiones involuntarias. Los espasmos hicieron que la elfa cayese rodando por el suelo de parquet, con la pierna temblequeando tras ella.

La pared se aproximaba a una velocidad alarmante. «Tal vez —pensó Holly esperanzada—, este sea uno de esos impactos en los que no sientes el dolor hasta más tarde. No —respondió su lado pesimista—, me parece que no». Se dio contra un tapiz de temática normanda y el golpe hizo que este le cayera en la cabeza. El dolor fue inmediato e insoportable.

—¡Ay! —exclamó Potrillo—. Lo he notado. El contacto visual ha quedado destrozado. Los sensores de dolor se han disparado al máximo. Tienes los pulmones hechos polvo, capitana. Vamos a perderte durante un rato, pero no te preocupes, Holly, tu magia debería empezar a curarte enseguida.

Holly sintió cómo el cosquilleo azul de la magia afluía a sus diversas heridas. Gracias a los dioses por las bellotas, pero era un pelin tarde. Ya había sobrepasado con creces el umbral del dolor. Justo antes de quedarse inconsciente, la mano de Holly asomó por debajo del tapiz y aterrizó en el brazo de Mayordomo, sobre su piel desnuda. Milagrosamente, el humano, no estaba muerto. Un pulso obstinado bombeaba la sangre a través de sus miembros destrozados.

«Cúrate», pensó Holly. Y la magia empezó a deslizarse por sus dedos.

El trol tenía un dilema: cuál de las dos mujeres comerse primero. Tenía que elegir, tenía que elegir… Para tomar una decisión, no le ayudaba en nada la persistente agonía que le zumbaba alrededor de la cabeza peluda, ni la maraña de balas alojadas en el tejido graso de su pecho. Al final se inclinó por la habitante de la superficie. Carne humana blandita. No quería tener que masticar músculos densos de duende.

La bestia se agachó y ladeó la barbilla de la muchacha con una garra amarillenta. Una yugular palpitante le recorría perezosamente la longitud del cuello. ¿El corazón o el cuello?, se preguntó el trol. El cuello, estaba más cerca. Colocó la garra de costado para que el borde se apretase contra la suave carne humana. Un golpe certero y los propios latidos del corazón de la chica harían que se desangrase.

Mayordomo se despertó cosa que era toda una sorpresa en sí misma. Supo de inmediato que estaba vivo por el dolor punzante que inundaba cada centímetro cúbico de su cuerpo. Aquello no era buena señal. Puede que estuviese vivo, pero teniendo en cuenta que el cuello le había dado un giro de ciento ochenta grados, nunca volvería a pasear a su perro de nuevo, por no hablar de la posibilidad de rescatar a su hermana.

Mayordomo torció los dedos. El dolor era atroz, pero por lo menos podía moverlos. Era asombroso que todavía conservase alguna función motora, teniendo en cuenta el traumatismo que había sufrido su columna vertebral. Los dedos de los pies también parecían estar bien, pero puede que aquello fuese una reacción meramente psicológica, puesto que el hecho era que no podía verlos.

La hemorragia de la herida del pecho parecía haberse detenido y podía pensar con claridad. En general, había salido mucho mejor parado de lo que merecía. ¿Qué narices estaba pasando allí?

De repente, algo le llamó la atención. Unos chispazos azules danzaban alrededor del torso. Debía de estar teniendo alucinaciones, creando imágenes agradables para no pensar en lo inevitable. Una alucinación muy realista, la verdad sea dicha.

Las chispas se concentraron en los puntos traumáticos y se hundieron en la carne. Mayordomo sintió un escalofrío. Aquello no era ninguna alucinación. Algo extraordinario estaba su cediendo allí, algo mágico.

¿Magia? Ésa palabra encendió una lucecita en su cerebro recién recuperado: la magia de los duendes. Algo estaba curándole las heridas. Torció la cabeza e hizo una mueca de dolor ante la cantidad de vértebras magulladas. Había una mano apoyada en su antebrazo. Las chispas fluían de los dedos esbeltos de la elfa y se dirigían intuitivamente hacia las heridas, los huesos rotos o las magulladuras. Había muchísimas heridas por sanar, pero las chispitas se ocupaban de todas ellas con premura y eficacia. Como un ejército de castores diligentes reparando los daños de una tormenta.

Mayordomo notaba, de hecho, cómo se unía el tejido de sus huesos y el fluir de la sangre de las costras semicoaguladas. Su cabeza se movió involuntariamente cuando cada una de sus vértebras recuperó su lugar y recobró toda su fuerza en cuanto la magia reprodujo los tres litros de sangre que había perdido por la herida del pecho.

Mayordomo se levantó de un salto, literalmente. Era él otra vez. No. Era algo más que eso: era más fuerte que nunca, lo bastante como para darle una nueva paliza a la bestia que estaba agachada junto a su hermana pequeña.

Sintió cómo su rejuvenecido corazón se aceleraba como el ruido de un motor fueraborda. «Tranquilo —se dijo Mayordomo—. La pasión es la enemiga de la eficiencia». Pero tranquilo o no, la situación era desesperada. Aquélla bestia ya lo había matado una vez, y en esta ocasión ni siquiera llevaba la Sig Sauer encima. Dejando aparte sus habilidades, no estaría mal contar con un arma. Algo consistente. De repente, su bota tropezó con un objeto metálico. Mayordomo bajó la mirada para ver los escombros que el trol había dejado a su paso… Perfecto.

En la pantalla sólo se veía nieve.

—¡Vamos! —gritó Remo—. ¡Date prisa!

Potrillo se abrió paso a codazos por delante de su superior.

—A lo mejor si no se empeñase en obstaculizarme el paso a los tableros del circuito…

Remo se quitó de en medio a regañadientes. En su opinión, era culpa de los tableros del circuito, por estar detrás de él. La cabeza del centauro desapareció en un panel de acceso.

—¿Ve algo?

—Nada. Sólo interferencias.

Remo le dio un golpe a la pantalla. No había sido una buena idea. En primer lugar, porque no había una posibilidad entre un millón de que aquello pudiese servir de ayuda, y en segundo lugar, porque las pantallas de plasma se calientan muchísimo después de un uso prolongado.

¡D 'Arvit!

—Y no toque la pantalla, por cierto.

—Ah, muy gracioso. Es el momento más apropiado para gastar bromas, ¿no te parece?

—La verdad es que no. ¿Y ahora?

La nieve empezó a adquirir formas reconocibles.

—Eso es, déjalo ahí. Tenemos una señal.

—He activado la cámara secundaria. Simples imágenes de vídeo, me temo, pero tendrán que servir.

Remo no hizo ningún comentario. Estaba observando la pantalla. Tenía que ser una película. Aquello no podía ser la vida real.

—Bueno, ¿y qué está pasando ahí? ¿Algo interesante?

Remo intentó responder, pero su vocabulario de soldado no encontraba palabras para describir la escena.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

El comandante lo intentó.

—Es… el humano… Nunca había visto… Ah, olvídalo Potrillo. Tendrás que ver esto tú mismo.

Holly vio toda la escena a través de un agujero de los pliegues del tapiz. Si no la hubiera visto con sus propios ojos, no se la habría creído. De hecho, no fue hasta que revisó la cinta para elaborar su informe cuando estuvo segura de que toda la escena no había sido una alucinación producto de su experiencia a las puertas de la muerte. En realidad, la secuencia de vídeo se convirtió en una especie de leyenda que al principio apareció en los programas de televisión de vídeos caseros y que luego acabó formando parte de la asignatura de lucha cuerpo a cuerpo de la Academia de la PES.

El humano, Mayordomo, llevaba puesta una armadura medieval. Por increíble que parezca, estaba intentando ponerse a la altura del trol. Holly trató de advertirle, de hacer algún ruido, pero la magia no le había curado todavía sus maltrechos pulmones. Mayordomo cerró su visera y enarboló una maza feroz.

—Y ahora —masculló a través de la rejilla—, te voy a enseñar lo que ocurre cuando alguien le pone las manos encima a mi hermana.

El humano hizo girar la maza como si fuera el bastón de una majorette y la clavó entre los omoplatos del trol. Un golpe así, si bien no podía ser mortal, sí distrajo al trol de su deseada víctima.

Mayordomo plantó el pie justo encima de la grupa de la criatura y liberó el arma de un tirón, que se soltó del cuerpo de la bestia con un ruido espeluznante. Se retiró hacia atrás y adoptó una posición defensiva.

El trol se volvió contra él y extendió por completo sus diez garras amarillentas. Unas gotas de veneno brillaban en las puntas de cada colmillo. Se habían acabado los juegos, pero esta vez no habría ataque relámpago. La bestia se movía con cautela, pues había resultado herida. Trataría a aquel último atacante con el mismo respeto con el que trataría a otro macho de la especie. Para el trol, estaba invadiendo su territorio, y sólo había una forma de solucionar una disputa de aquella naturaleza. De la misma forma en que los troles solucionaban todas sus disputas…

—Debo advertirte —empezó a decir Mayordomo con gravedad—, que voy armado, y estoy preparado para emplear la fuerza mortífera si es necesario.

Holly habría lanzado un gemido de haber podido. Qué situación más absurda… ¡El humano estaba intentando retar al trol a un duelo de machos! Entonces la capitana Canija se percató de su error. Las palabras no eran importantes, era el tono que estaba empleando. Tranquilo, relajante… Como un entrenador con un unicornio asustado.

—Apártate de la hembra. Con cuidado.

El trol infló sus mejillas y dio un aullido. Tácticas para asustarlo. Estaba tanteando el terreno. Pero Mayordomo no se arredró.

—Sí, sí. Uy, qué miedo… Y ahora, apártate de la puerta y no te haré pedazos.

El trol dio un resoplido, molesto por aquella reacción. Por lo general, sus rugidos hacían que cualquier criatura que tuviese delante saliese huyendo despavorida por el túnel.

—Un pasito cada vez, de uno en uno. Despacio. Cuidado ahí, grandullón.

Casi asomaba a los ojos del trol una chispa de incertidumbre. A lo mejor aquel humano era…

Y fue entonces cuando Mayordomo atacó. Se puso a bailar bajo los colmillos y le asestó un gancho devastador con el arma medieval. El trol se tambaleó hacia atrás y empezó a sacudir las garras violentamente, pero era demasiado tarde: Mayordomo ya estaba fuera de su alcance, pues había salido disparado hacia el otro lado del pasillo.

El trol fue tras él avanzando con pasos pesados y escupiendo dientes rotos de unas encías hechas papilla. Mayordomo se puso de rodillas y empezó a deslizarse por el suelo pulido como un patinador, volviéndose de vez en cuando. Se agachó y dio una voltereta para colocarse frente a su adversario.

—Adivina lo que he encontrado —dijo, blandiendo la Sig Sauer.

No hubo disparos al pecho esta vez. Mayordomo vació el resto del cargador de la automática en un diámetro de diez centímetros entre los ojos del trol. Por desgracia para Mayordomo, debido a milenios de lucha embistiéndose unos a otros, los troles habían desarrollado una gruesa capa de hueso que les cubría las cejas, de modo que la descarga no logró penetrar en el cráneo, a pesar del plomo revestido con teflón.

Sin embargo, no hay criatura en el planeta capaz de ser inmune a diez proyectiles Devastator, y el trol no era ninguna excepción. Las balas le taladraron un tatuaje en forma de mazo en el cráneo y le provocaron una conmoción cerebral instantánea. El animal se tambaleó hacia atrás golpeándose la frente con las garras. Mayordomo se colocó detrás de él de inmediato y le clavó las púas de la maza en uno de sus pies peludos.

El trol sufría una conmoción cerebral y se había quedado ciego y cojo. Una persona normal habría sentido una pizca de remordimiento pero no Mayordomo: había visto demasiados hombres despedazados por animales heridos. Ahora venía la parte más peligrosa. No era el momento de sentir lástima, era el momento de poner fin a una amenaza extrema.

Holly sólo pudo limitarse a observar, impotente, cómo el humano apuntaba con cuidado y asestaba una serie de golpes atroces a la criatura enferma. Primero la emprendió con los tendones, cosa que hizo que el trol cayera de rodillas, luego dejó la maza y se puso manos a la obra con las manos enfundadas en los guantes, un arma incluso más mortífera que la maza. El desdichado trol trató de devolver los golpes de forma patética, llegando a conseguir darle a su objetivo de refilón, aunque ninguno logró atravesar la vieja armadura.

Mientras tanto, Mayordomo dirigía su operación de aniquilamiento con la precisión de un cirujano. Dando por supuesto que la estructura física de los troles y los humanos era básicamente la misma, descargó golpe tras golpe sobre la estúpida criatura hasta reducirla a un montón de pellejos temblorosos en apenas unos segundos. El espectáculo era lastimoso. Pero el criado no había terminado todavía. Se quitó los guantes ensangrentados y colocó un nuevo cargador en la pistola.

—Vamos a ver cuánto hueso te queda bajo la barbilla.

—No —intervino Holly con el primer hálito de su cuerpo, respirando con dificultad—. No lo hagas.

Mayordomo hizo caso omiso de sus palabras y colocó el cañón del arma bajo la mandíbula del trol.

—No lo hagas… Me lo debes.

Mayordomo se detuvo. Juliet estaba viva, eso era cierto. Muy confusa, desde luego, pero viva al fin y al cabo. Acarició el percutor de su pistola. Cada neurona de su cerebro le pedía a gritos que apretase el gatillo, pero Juliet estaba viva.

—Me lo debes, humano.

Mayordomo lanzó un suspiro. Se arrepentiría de aquello.

—Está bien, capitana. La bestia vivirá para pelear un nuevo día. Por suerte para él, estoy de buen humor. —Holly hizo un ruido, algo entre un quejido y una risa—. Ahora vamos a deshacernos de nuestro amigo peludo.

Mayordomo llevó al trol inconsciente hasta una vagoneta blindada y la arrastró hasta la entrada en ruinas. Con un gran esfuerzo, vertió el contenido de la vagoneta en la noche suspendida en el tiempo.

—Y no vuelvas —le gritó.

—Increíble —exclamó Remo.

—Y que lo diga —convino Potrillo.