MANTILLO
ES EL MOMENTO de presentar a un nuevo personaje en nuestra historia de gnomos y duendes. Bueno, en realidad no se trata de un personaje nuevo porque ya lo hemos encontrado antes, en la cola de la comisaría de la PES, donde fue detenido bajo acusación de haber cometido numerosos robos: se trata nada más y nada menos que de Mantillo Mandíbulas, el enano cleptómano. Un individuo más que sospechoso, incluso para alguien como Artemis Fowl. Como si este relato no estuviese ya suficientemente plagado de individuos amorales.
Nacido en el seno de una típica familia de enanos habitantes de una cueva, Mantillo había decidido a edad muy temprana que la minería no era lo suyo, y optó por emplear su talento en otros menesteres, es decir, en excavar túneles y entrar en las propiedades de los demás, generalmente en las casas de los Fangosos. Por supuesto, aquello le costó perder sus poderes mágicos. Las casas eran sagradas; si rompías esa regla, tenías que estar dispuesto a aceptar las consecuencias. A Mantillo no le importó lo más mínimo. La verdad es que, de todos modos, la magia le importaba un pito. Nunca había resultado demasiado útil allá abajo, en las minas.
Las cosas le habían ido bastante bien durante varios siglos y había levantado un lucrativo negocio de venta de objetos de interés del mundo exterior. Eso fue hasta que intentó venderle la Copa Jules Rimet a un agente secreto de la PES. Desde entonces, su suerte había cambiado y lo habían arrestado más de veinte veces hasta la fecha. Se había pasado un total de trescientos años entrando y saliendo de la cárcel.
Mantillo sentía un apetito extraordinario por los túneles y eso, por desgracia, debe tomarse literalmente. Para aquellos que no estén familiarizados con la mecánica de la excavación de túneles de los enanos, trataré de explicársela con la mayor delicadeza posible. Como algunos miembros de la familia de los reptiles, los enanos macho pueden desencajar las mandíbulas, cosa que les permite ingerir varios kilos de tierra por segundo. Éste material es procesado por un metabolismo extraordinariamente eficaz, que separa cualesquiera minerales que puedan resultar provechosos… y los expulsa por el otro lado, tal como suena. Una delicia, ¿verdad?
En el momento que nos ocupa, Mantillo estaba languideciendo en una celda de paredes de piedra en la Central de la PES o, al menos, estaba intentando proyectar la imagen de un enano impasible, que languidecía sin importarle nada. En realidad, estaba temblando dentro de sus botas de puntas de acero.
La guerra carcelera entre los enanos y los goblins estaba en su punto álgido, y a algún elfo lumbrera de la PES le había parecido una gran idea meterlo en una celda con una pandilla de goblins psicópatas. Tal vez había sido sólo un descuido, pero lo más probable es que fuese una venganza por haber intentado robar al agente que lo había detenido en la cola de la comisaría.
—Dime, enano —le espetó el líder de los goblins de la celda, un tipejo con cara de verruga y con el cuerpo plagado de tatuajes—, ¿cómo es que todavía no te has escapado de aquí excavando un túnel?
Mantillo dio un golpe en las paredes.
—Son de roca sólida.
El goblin se echó a reír.
—¿Y qué? No pueden ser más duras que tu mollera de enano.
Sus amigotes estallaron en carcajadas. Mantillo también lo hizo. Creyó que podía ser una maniobra inteligente. Se equivocaba.
—¿Te estás riendo de mí, enano?
Mantillo dejó de reírse.
—Contigo —le corrigió—. Me estoy riendo contigo. Ése chiste de la mollera ha sido muy gracioso.
El goblin avanzó unos pasos hasta que su nariz viscosa quedó a apenas un centímetro de la de Mantillo.
—¿Te estás quedando conmigo, enano?
Mantillo tragó saliva, evaluando la situación. Si desencajaba la mandíbula ahora, seguramente se zamparía al líder antes de que los demás tuviesen tiempo de reaccionar. Sin embargo, los goblins eran fatales para la digestión. Demasiados huesos.
El goblin blandió un puño amenazador envuelto en llamas.
—Te he hecho una pregunta, retaco.
Mantillo sintió que cada glándula sudorípara de su cuerpo se ponía a trabajar a toda pastilla. A los enanos no les gustaba el fuego. Ni siquiera les gustaba pensar en las llamas. A diferencia del resto de razas de seres mágicos, los enanos no sentían ningún deseo de vivir en la superficie. Demasiado cerca del sol. Resultaba irónico para alguien que traficaba con los objetos personales de los Fangosos.
—N… no… es necesario que te sulfures —tartamudeó—. Sólo pretendía ser amable.
—Amable —se burló Cara de Verruga—. Los de tu raza no conocéis el significado de esa palabra. Sois todos unos traidores cobardes.
Mantillo asintió con gesto diplomático.
—Sí, sí se dice por ahí que somos un poco traicioneros…
—¡Un poco traicioneros! ¡Un poco traicioneros! ¡Mi hermano Flema cayó en una emboscada que le tendieron unos enanos disfrazados de montones de estiércol! ¡Todavía tiene restos en el cuerpo!
Mantillo asintió con aire comprensivo.
—La vieja trampa de los montones de estiércol. Vergonzoso. Una de las razones por las que no me relaciono con la Hermandad.
Cara de Verruga hizo girar la bola de fuego entre los dedos.
—Hay dos cosas en este mundo que me dan ganas de vomitar.
Mantillo tuvo el presentimiento de que estaba a punto de averiguar cuáles eran esas dos cosas.
—Una es un enano apestoso…
Ninguna sorpresa de momento.
»… y la otra es un traidor para con los de su propia raza, y por lo visto, tú eres ambas cosas, no tengo ninguna duda.
Mantillo esbozó una débil sonrisa.
—¡Menuda suerte la mía!
—La suerte no tiene nada que ver. Ha sido la fortuna quien te ha dejado en mis manos.
Cualquier otro día, Mantillo le habría explicado que la suerte y la fortuna eran prácticamente lo mismo, pero no ese día.
—¿Te gusta el fuego, enano?
Mantillo negó con la cabeza.
Cara de Verruga sonrió de oreja a oreja.
—Vaya, qué pena… porque de un momento a otro te voy a meter esta bola de fuego por la garganta.
El enano tragó saliva de nuevo, pues tenía la boca seca. Aquello era muy propio de la Hermandad de los Enanos. ¿Qué es lo que más odian los enanos? El fuego. ¿Y quiénes son las únicas criaturas capaces de hacer bolas de fuego? Los goblins. Así que ¿con quiénes se metían los enanos? Había que ser muy idiota, desde luego.
Mantillo retrocedió hasta la pared.
—Cuidado. Podríamos quemarnos todos.
—Nosotros no —repuso Cara de Verruga mientras absorbía la bola de fuego por los dos agujeros de su nariz aguileña—. Estamos hechos a prueba de incendios.
Mantillo sabía perfectamente lo que sucedería a continuación. Lo había visto demasiadas veces en los callejones: un grupo de goblins acorralaba a un hermano enano perdido, lo inmovilizaba y luego el líder le soltaba dos perdigones de fuego directamente a la cara.
Los agujeros de la nariz de Cara de Verruga vibraron cuando se disponía a expulsar la bola de fuego que acababa de inhalar. Mantillo se echó a temblar. Sólo tenía una escapatoria. Los goblins habían cometido un error imperdonable: se habían olvidado de inmovilizarle los brazos.
El goblin abrió la boca para inspirar hondo y luego la cerró. Más presión de exhalación para el chorro de fuego. Inclinó la cabeza hacia atrás, apuntó al enano con la nariz y soltó el aire. Como un relámpago, Mantillo metió los pulgares en los agujeros de la nariz de Cara de Verruga. Repugnante, sí, pero era mucho mejor que acabar como un kebab de carne de enano.
La bola de fuego no tenía por dónde salir. Golpeó la yema de los pulgares de Mantillo y rebotó en la cabeza del goblin. Los conductos lacrimales facilitaron la vía de menor resistencia, de modo que las llamas se comprimieron en unos chorros presurizados y estallaron justo debajo de los ojos del goblin. Un mar de llamas se propagó hacia el techo de la celda.
Mantillo retiró los pulgares y, después de limpiárselos rápidamente, se los metió en la boca, dejando que el bálsamo natural de su saliva iniciase el proceso de curación. Por supuesto, si hubiese conservado su magia, podría haberse curado los dedos chamuscados mucho mejor, pero ese era el precio que había que pagar por toda una vida de delincuencia.
Cara de Verruga no había salido tan bien parado. Una columna de humo le chorreaba de cada orificio de la cabeza. Puede que los goblins estuviesen hechos a prueba de incendios, pero la bola de fuego perdida le había dejado las neuronas bien chamuscadas. Se balanceó como un junco y luego cayó boca abajo sobre suelo de cemento. Se oyó un crujido. Probablemente de la narizota de un goblin.
Los demás miembros de la pandilla no reaccionaron demasiado bien.
—¡Mirad lo que le ha hecho al jefe!
—¡Maldito retaco apestoso!
—¡Vamos a freírlo!
Mantillo retrocedió unos cuantos pasos más. Esperaba que el resto de los goblins se achicaran al ver que su líder estaba fuera de combate, pero no había sido así. En contra de sus principios y de su propia forma de ser, a Mantillo no le quedó otra opción que prepararse para atacar.
Se desencajó la mandíbula y dio un salto hacia delante, pegando una dentellada alrededor de la cabeza del primer goblin.
—¡Ay! ¡Guítate de ahí! —gritó con el obstáculo del cuerpo del goblin en su boca—. ¡Guítate de ahí o gas a saguer o gue es güeno!
Los demás se quedaron paralizados, sin saber lo que hacer. Por supuesto, todos habían visto lo que los molares de un enano podían hacerle a la cabeza de un goblin. No era un espectáculo agradable.
Todos formaron una bola de fuego con el puño.
—¡E lo adguiertoo!
—No vas a poder con todos nosotros, retaco.
Mantillo venció el impulso de acabar de morder del todo. Es la más fuerte de las tentaciones de un enano, una impronta genética nacida de los milenios pasados excavando túneles. El hecho de que el goblin estuviese retorciéndose pegajosamente no ayudaba demasiado. Se le estaban acabando las opciones. La pandilla estaba avanzando y no podía hacer nada mientras tuviese la boca llena. Había llegado la hora de la verdad. De repente, la puerta de la celda se abrió y lo que parecía un escuadrón al completo de agentes de la PES invadió el reducido espacio. Mantillo notó el frío acero del cañón de un arma apuntándole a la sien.
—Escupe al prisionero —le ordenó una voz.
Mantillo estuvo encantado de obedecer. Un goblin cubierto de babas de pies a cabeza cayó al suelo haciendo arcadas.
—Y vosotros, goblins, apagad esas bolas de fuego.
Una a una, las bolas de fuego se fueron extinguiendo.
—No ha sido culpa mía —lloriqueó Mantillo, señalando al goblin con cara de verruga, que no dejaba de sufrir espasmos—. Le ha explotado la bola de fuego en la cara.
El agente enfundó el arma y extrajo un par de esposas.
—Me importa un bledo lo que os hagáis entre vosotros —dijo mientras inmovilizaba a Mantillo y le colocaba las esposas—. Si por mí fuera, os metería a todos en una habitación y volvería al cabo de una semana para limpiarla, pero el comandante Remo quiere verte en la superficie cuanto antes.
—¿Cuánto antes?
—Ahora, si no antes.
Mantillo ya conocía a Remo. El comandante era el responsable de varias de sus visitas al hotel del gobierno. Si Julius quería verlo, seguro que no sería para invitarlo a una copa y al cine.
—¿Ahora? ¡Pero si es de día! ¡Me quemaré!
El agente de la PES se echó a reír.
—No es de día en el lugar adonde vas a ir, amigo. A donde vas a ir, no es nada.
Remo estaba esperando al enano dentro del portal del campo temporal. El portal era otro de los inventos de Potrillo. Los seres mágicos podían entrar y abandonar el campo temporal sin afectar al flujo alterado que corría por el interior del campo, lo cual significaba, en la práctica, que aunque tardaron seis horas en traer a Mantillo a la superficie, en realidad lo introdujeron en el campo momentos después de que Remo tuviera la idea de ordenar que lo trajesen.
Era la primera vez que Mantillo estaba en un campo temporal. Se quedó de pie viendo cómo la vida seguía a un ritmo frenético fuera de la corona brillante. Los coches pasaban zumbados a velocidades imposibles y las nubes recorrían la línea del horizonte como si las impulsaran vientos de fuerza diez.
—Mantillo, pequeño depravado —rugió Remo—. Ya te puedes quitar ese traje. El campo está protegido contra los rayos UVA, o al menos, eso me han dicho.
Al enano le habían dado un traje de aislamiento de la luz en El. Aunque los enanos tenían la piel gruesa, eran muy sensibles a la luz del sol y se quemaban en menos de tres minutos. Mantillo se quitó el traje ajustado.
—Me alegro de verte, Julius.
—Soy el comandante Remo, para ti.
—Es verdad, ahora eres comandante. Ya lo había oído. Un error del personal administrativo, ¿verdad?
Los dientes de Remo molieron su habano hasta convertir lo en una pasta.
—No tengo tiempo para esas insolencias, convicto. Y la única razón por la que no te pego un puntapié en el trasero ahora mismo es porque tengo una misión para ti.
Mantillo frunció el ceño.
—Tengo un nombre, ¿sabes, Julius?
Remo se agachó hasta ponerse a la altura del enano.
—No sé en qué mundo de fantasía vives, convicto, pero en el mundo real eres un delincuente y mi trabajo consiste en hacerte la vida lo más desagradable posible, así que si esperas que sea amable contigo sólo porque he testificado contra ti unas quince veces… ¡olvídalo!
Mantillo se frotó las muñecas, donde las esposas le habían dejado unas marcas rojas.
—Está bien, comandante. No hace falta que te pongas hecho una fiera. No soy ningún asesino, ¿sabes? Sólo un delincuente de poca monta.
—Pues me han dicho que por poco asesinas a alguien ahí abajo en las celdas.
—No ha sido culpa mía. Ellos me atacaron primero.
Remo se introdujo un habano nuevo en la boca.
—Bueno, da igual. Tú sígueme y procura no robar nada.
—Sí, señor comandante —respondió Mantillo con aire inocente. No necesitaba robar nada más. Ya le había birlado la tarjeta de acceso al campo al comandante cuando este había cometido el error de agacharse.
Atravesaron el perímetro de Recuperación en dirección a la arboleda.
—¿Ves esa mansión de ahí?
—¿Qué mansión?
Remo se encaró con él.
—No tengo tiempo para esto, convicto. Ya casi ha pasado la mitad de mi parada de tiempo. ¡Unas horas más y una de mis mejores agentes sufrirá un lavado azul!
Mantillo se encogió de hombros.
—Ése no es mi problema. Sólo soy un delincuente, ¿recuerdas? Y por cierto, sé lo que quieres que haga, y mi respuesta es no.
—Todavía no te lo he pedido.
—Está muy claro. Soy un ladrón que entra en las casas. Eso de ahí es una casa. Tú no puedes entrar porque perderás tus poderes mágicos, pero yo ya he perdido los míos. Sé sumar dos y dos.
Remo escupió el tabaco.
—¿Es que no tienes orgullo cívico? Toda nuestra forma de vida está en juego.
—No mi forma de vida. Una cárcel subterránea o una cárcel humana. Para mí es lo mismo.
El comandante reflexionó unos instantes.
—De acuerdo, baboso. Cincuenta años menos de condena.
—Quiero la amnistía.
—Ni lo sueñes, Mantillo.
—Lo tomas o lo dejas.
—Setenta y cinco años en una prisión de seguridad mínima. Lo tomas o lo dejas tú.
Mantillo fingió pensarlo. Era una cuestión puramente teórica, teniendo en cuenta que pensaba escaparse de todos modos.
—¿En una celda individual?
—Sí, sí. En una celda individual. Y ahora, ¿lo harás?
—Muy bien, Julius. Sólo por ser tú.
Potrillo estaba buscando una iriscam que se ajustase a los ojos del enano.
—Color avellana, creo. O tal vez pardo. La verdad es que tiene usted unos ojos increíbles, señor Mantillo.
—Gracias, Potrillo. Mi madre siempre decía que era mi rasgo físico más atractivo.
Remo se paseaba arriba y abajo por la lanzadera.
—Eh, vosotros, ¿os dais cuenta de que se nos acaba el tiempo? No importa el color, dale una cámara cualquiera, la que sea.
Potrillo extrajo una lente de su solución acuosa con unas pinzas.
—No es una cuestión de vanidad, comandante. Cuanta más precisión, menor será la interferencia con el ojo real.
—Vale, vale, lo que sea, pero acaba ya.
Potrillo agarró a Mantillo por la barbilla y lo sujetó con fuerza.
—Ya está. Le seguiremos todo el tiempo.
Potrillo enroscó un diminuto cilindro en los gruesos mechones de pelo que salían de las orejas de Mantillo.
—También mantendremos el contacto por audio. Por si necesita pedir ayuda.
El enano esbozó una sonrisa irónica.
—Perdón por no dar saltos de alegría. La verdad, siempre me las he apañado mejor solo.
—Si llamas apañárselas mejor a diecisiete condenas… —se burló Remo.
—Vaya, así que ahora sí tenemos tiempo para hacer bromas, ¿eh?
Remo lo agarró por los hombros.
—Tienes razón. No tenemos tiempo. Vamos.
Arrastró a Mantillo por la orilla de césped hasta un cerezal.
—Quiero que empieces a cavar un túnel aquí y averigües por qué ese tal Fowl sabe tantas cosas acerca de nosotros. Seguramente dispone de algún aparato de vigilancia. Sea lo que sea, destrúyelo. Encuentra si puedes a la capitana Canija e intenta ayudarla. Si está muerta, al menos eso nos dejará vía libre para hacer detonar la biobomba.
Mantillo entrecerró los ojos ante el paisaje.
—No me gusta.
—¿Qué es lo que no te gusta?
—La disposición de la tierra. Huelo a piedra caliza. Cimientos de roca sólida. Puede que no haya manera de entrar.
Potrillo se acercó al trote.
—He hecho un escaneo. La estructura original está cimentada completamente sobre roca, pero algunas de las extensiones posteriores se asientan sobre arcilla. Parece que la bodega del ala sur tiene el suelo de madera. No debería suponer ningún problema para alguien con una boca como la suya.
Mantillo decidió tomarse aquello como una descripción de la realidad en lugar de tomárselo como un insulto. Abrió la culera de sus pantalones de excavar.
—De acuerdo. Atrás todo el mundo.
Remo y los demás agentes de la PES buscaron refugio a toda prisa, pero Potrillo, que nunca había visto a un enano en acción excavando un túnel, decidió quedarse a contemplar el proceso.
—Buena suerte, Mantillo.
El enano se desencajó la mandíbula.
—Allá vooooooooy… —farfulló, inclinándose para tomar impulso.
El centauro miró a su alrededor.
—¿Dónde está todo el…?
No terminó la frase, porque un pegote de piedra caliza recién tragada y aún más recién reciclada, le dio en plena cara. Para cuando se hubo limpiado los ojos, Mantillo había desaparecido por un agujero que no dejaba de vibrar, y hasta él llegó el sonido de una risa sonora que hizo temblar los cerezos.
Mantillo siguió una veta de tierra a través de un pliegue volcánico de la roca. Una buena consistencia, sin demasiadas piedras sueltas. También había muchos insectos, vitales para unos dientes sanos y fuertes, el atributo más importante de un enano, y lo primero que comprobaba una posible novia. Mantillo bajó hasta la parte inferior de la piedra caliza, con la barriga casi rozando la roca. Cuanto más profundo fuese el túnel, menos probabilidades habría de que se hundiese la superficie. Era imposible pasarse de prudente en los tiempos que corrían, no con los sensores de movimiento y las minas de tierra. Los Fangosos llegaban hasta límites insospechados con tal de proteger sus objetos valiosos. Y tenían sus motivos, como había quedado demostrado.
Mantillo notó cómo una vibración se concentraba a su izquierda. Conejos. El enano grabó la ubicación en su brújula interna. Nunca estaba de más saber por dónde se movía la fauna local. Bordeó la madriguera, siguiendo el contorno de los cimientos de la mansión en una larga curva en el Noroeste.
Las bodegas eran fáciles de localizar. Con el paso de los siglos, los residuos se filtraban por el suelo e imprimían en la tierra la personalidad del vino. La de este era sombría, no tenía nada de fresca ni atrevida. Si acaso un toque frutal, pero no lo bastante como para aligerar el sabor. Decididamente, un vino para las ocasiones especiales en la parte inferior del botellero. Mantillo soltó un eructo. Ésa era una buena arcilla.
El enano dirigió sus incisivas mandíbulas hacia arriba y perforó los tablones del suelo. Tomó impulso para subir por el boquete y se sacudió los restos del barro reciclado de los pantalones.
Estaba en una habitación oscura como boca de lobo, perfecta para la visión de los enanos. Su sonar le había guiado hasta un punto despejado del suelo. Un metro más a la izquierda y habría aparecido en el interior de un enorme tonel de vino tinto italiano.
Mantillo volvió a encajarse la mandíbula y echó a andar en dirección a la pared. Pegó una oreja en forma de caracola al ladrillo rojo y permaneció un momento completamente inmóvil, absorbiendo las vibraciones de la casa. Se oían muchos zumbidos de baja frecuencia. Había un generador en alguna parte y un montón de fluidos recorriendo los cables.
También oyó pasos. Arriba. En el tercer piso, quizá. Y cerca. Un estrépito. Del metal al golpear el cemento. Ahí estaba de nuevo. Alguien estaba construyendo algo. O destrozando algo.
Algo pasó rozándole el pie. Mantillo lo aplastó instintivamente. Era una araña. Sólo una araña.
—Lo siento, amiguita —le dijo a la mancha gris—. Estoy un poco nervioso.
Los escalones eran de madera, por supuesto, y por el olor, tenían más de un siglo. Escalones como aquellos crujían sólo con mirarlos. Eran mejores que las almohadillas de presión para delatar la presencia de intrusos. Mantillo subió por los bordes, con un pie delante del otro. Justo al lado de la pared era donde la madera tenía más puntos de soporte y había menos posibilidades de que crujiese.
La cosa no era tan sencilla como parece. Los pies de los enanos están diseñados para el trabajo duro, no para las delicadas complejidades del ballet clásico ni para hacer equilibrios sobre escalones de madera. Pese a todo, Mantillo llegó hasta la puerta sin problemas. Un par de crujidos débiles, pero nada perceptible para el oído humano ni los aparatos electrónicos.
La puerta estaba cerrada con llave, naturalmente, pero en realidad daba lo mismo, porque el desafío suponía un estímulo para cualquier enano cleptómano.
Mantillo hurgó en su barba y se arrancó un pelo resistente. El pelo de enano es completamente distinto del de la variedad humana. Los pelos de la cabeza y la barba de Mantillo eran en realidad una maraña de antenas que lo ayudaban a orientarse y a evitar el peligro bajo la superficie. Una vez que lo extraía de su poro, el pelo se endurecía inmediatamente con la rigidez del rigor mortis. Mantillo retorció la punta segundos antes de que adoptase una rigidez absoluta. Una ganzúa perfecta.
Una rápida sacudida y la cerradura cedió sin problemas. Sólo dos gachetas. La seguridad de aquella casa daba risa, la verdad. Algo muy típico de los humanos: nunca esperaban un ataque subterráneo. Mantillo salió a un pasillo de parquet. Toda la casa olía a dinero. Podía sacar de allí una auténtica fortuna, si tuviese más tiempo…
Había cámaras justo debajo del arquitrabe. Un trabajo muy bien hecho, ocultas disimuladamente entre las sombras naturales, pero vigilantes pese a todo. Mantillo se detuvo unos segundos, calculando cuál debía de ser el ángulo ciego del sistema. Tres cámaras en el pasillo. Un barrido de noventa segundos. No había forma enana de burlarlas.
—Podrías pedir ayuda, ¿no te parece? —le dijo una voz al oído.
—¡Potrillo! —Mantillo apuntó con el ojo a la cámara más próxima—. ¿Puedes hacer algo con esas cámaras? —susurró.
El enano oyó el sonido de un teclado al ser manipulado y de repente su ojo derecho hizo un zoom como el objetivo de una cámara.
—¡Qué maravilla! —exclamó Mantillo—. Tengo que conseguir una de ésas.
La voz de Remo retumbó en el auricular diminuto.
—Ni lo sueñes, convicto. Es material del gobierno. Además, ¿para qué te serviría en la cárcel? ¿Para conseguir un primer plano del otro lado de la celda?
—Eres un encanto, Julius. ¿Qué te pasa? ¿Estás celoso por que yo estoy teniendo éxito allí donde tú fracasaste?
Las palabrotas de Remo quedaron ahogadas por la voz de Potrillo.
—Vale, ya lo tengo. Es una simple red de vídeo. Ni siquiera es digital. Voy a enviar un bucle de los últimos diez segundos a todas las cámaras a través de las parabólicas. Eso debería darnos unos minutos.
Mantillo se removió nervioso.
—¿Cuánto vas a tardar? Estoy un poco indefenso, ¿sabes?
—Ya ha empezado —respondió Potrillo—, así que ponte en marcha.
—¿Estás seguro?
—Pues claro que estoy seguro. Es electrónica elemental. Llevo trasteando con los sistemas de vigilancia humanos desde que iba a la guardería. Sólo tienes que confiar en mí.
Mantillo preferiría confiar en que una panda de humanos no provocase la extinción de otra especie antes que confiar en un asesor de la PES, pero a pesar de lo que pensaba en su fuero interno, anunció en voz alta:
—De acuerdo. Allá voy.
El enano se escabulló por el pasillo. Hasta sus manos eran astutas, deslizándose por el aire como si pudiera hacerse más ligero. Sea lo que fuere lo que hubiese hecho ese centauro, tenía que haber funcionado, porque no había ni rastro de Fangosos corriendo nerviosos por la escalera, armados con trabucos de pólvora primitivos.
Escaleras. Ah, escaleras… Mantillo sentía predilección por las escaleras. Eran como los pozos sin excavar. Era como si fuese a encontrar el mejor botín al llegar a lo alto. Y menuda escalera… Toda de madera de roble, con los intrincados grabados que suelen asociarse con el siglo XVIII o con los ricachones. Mantillo pasó el dedo por una barandilla ornamentada. En este caso, probablemente se la podía relacionar con ambas cosas.
Pero no había tiempo para quedarse embobado. Las escaleras no solían permanecer desiertas mucho rato, sobre todo durante un asedio. A saber cuántos soldados sedientos de sangre se ocultaban tras todas aquellas puertas, ansiosos por añadir la cabeza de un enano a su colección de trofeos disecados.
Mantillo subió con sumo sigilo, pues todas las precauciones eran pocas. Hasta el roble más sólido crujía de vez en cuando. Siguió su táctica de ascender por el borde de los escalones, evitando la parte central, cubierta de moqueta. El enano sabía por su condena número ocho lo fácil que resultaba esconder una almohadilla de presión bajo el tejido de un tapiz antiguo.
Logró llegar al descansillo con la cabeza intacta, pero un nuevo problema hacía que la cosa oliese muy mal, literalmente. La digestión de los enanos, debido a la asombrosa velocidad con la que se realiza, puede resultar bastante explosiva, nunca mejor dicho. La tierra que rodeaba los cimientos de la mansión Fowl estaba muy removida para que se airease bien, y un montón de aire había penetrado en las tripas de Mantillo junto con la tierra y los minerales. Ahora el aire quería salir afuera.
La etiqueta de los enanos dictaba que expulsasen los gases mientras permaneciesen en el interior de los túneles, pero Mantillo no había tenido tiempo para hacer gala de sus buenos modales. Ahora se arrepentía de no haber parado un minuto para librarse del gas mientras estaba en la bodega. El problema con los gases de los enanos es que no pueden ir hacia arriba, sino sólo hacia abajo. Imaginemos por un momento los catastróficos efectos que produciría un enano si soltase un eructo mientras digiere un bocado de arcilla. Propulsión hacia atrás total. No es un espectáculo agradable. Por eso, la anatomía de los duendes se asegura de que todos los gases vayan hacia abajo con el fin de ayudar a expulsar la arcilla no deseada. Por supuesto, existe una forma más sencilla de explicar todo esto, pero sólo puede leerse en el libro para los adultos.
Mantillo se rodeó el estómago con los brazos. Lo mejor sería que buscase algún espacio al aire libre. Una ventosidad en un descansillo como aquel podía hacer añicos todas las ventanas. Avanzó por el pasillo arrastrando los pies y desapareció por la primera puerta que encontró.
Más cámaras. Muchísimas, en realidad. Mantillo estudió el alcance de los objetivos. Cuatro vigilaban el espacio general, pero otras tres estaban fijas.
—Potrillo, ¿estás ahí? —susurró el enano.
—No —contestó con una de sus típicas respuestas sarcásticas—. Tengo cosas mejores que hacer que preocuparme por la destrucción de la civilización tal como la conocemos.
—Muchas gracias. No dejes que el hecho de que mi vida corra peligro te estropee la diversión.
—Lo intentaré.
—Tengo un reto para ti.
Potrillo sintió un súbito interés.
—¿Ah, sí? Cuenta, cuenta.
Mantillo señaló con la mirada a las cámaras empotradas, semiocultas en el arquitrabe curvado.
—Necesito saber adónde apuntan esas cámaras. Con exactitud.
Potrillo se echó a reír.
—Eso no es un reto. Ésos viejos sistemas de vídeo emiten rayos de iones muy débiles. Invisibles para el ojo humano normal, claro está, pero no si llevas una iris-cam.
El aparato del ojo de Mantillo parpadeó y soltó chispas.
—¡Ay!
—Perdona. Ha sido una pequeña descarga.
—Podrías haberme avisado.
—Luego te daré un besote, cariño. Pensaba que los enanos erais tipos duros.
—Y somos duros. Ya te enseñaré lo duros que somos cuando vuelva.
La voz de Remo interrumpió su fanfarronería.
—No le vas a enseñar nada a nadie, convicto, salvo dónde está el retrete de tu celda, tal vez. Y ahora dime, ¿qué ves?
Mantillo examinó la habitación de nuevo con su ojo sensible a los iones. Cada cámara emitía un rayo muy débil, como los últimos rayos de sol del atardecer. Los rayos convergían en un retrato de Artemis Fowl, padre.
—Detrás del retrato no, por favor…
Mantillo pegó la oreja al cristal del retrato. No se oía ningún ruido eléctrico, lo cual significaba que carecía de sistema de alarma. Sólo para estar seguro, olisqueó el borde del marco. No había plástico ni cobre. Madera, acero y vidrio. Un poco de plomo en la pintura. Clavó una uña por detrás del marco y tiró. El retrato se soltó de la pared con suavidad y giró a un lado mediante un mecanismo de bisagras. Y detrás del cuadro…, una caja fuerte.
—Es una caja fuerte —dijo Potrillo.
—Ya lo sé, idiota. ¡Estoy intentando concentrarme! Si quieres ayudar, dime la combinación.
—Eso está chupado. Ah, y por cierto, dentro de poco vas a notar otra pequeña descarga. A lo mejor el nene quiere chuparse el dedo gordo para consolarse…
—Potrillo, te voy a… ¡Aaay!
—Ya está. Son los rayos X.
Mantillo entrecerró los ojos para examinar el interior de la caja fuerte. Era increíble. Podía ver directamente el mecanismo. Las gachetas y los pestillos resaltaban en un relieve sombreado. Se sopló los dedos peludos e hizo girar el disco de la combinación. En unos segundos, la caja fuerte se abrió ante él.
—Oh —exclamó, decepcionado.
—¿Qué hay dentro?
—Nada. Sólo dinero humano. Nada de valor.
—Déjalo —le ordenó Remo—. Inténtalo con otra habitación. Vamos, ponte en marcha.
Mantillo asintió. Otra habitación. Antes de que se le acabara el tiempo. Sin embargos había algo que le extrañaba. Si aquel tipo era tan listo, ¿por qué había puesto la caja fuerte detrás de un cuadro? Era de lo más típico. No era propio de un cerebro del crimen organizado. No. Había algo que no encajaba. No sabía cómo, pero los estaba engañando.
Mantillo cerró la caja fuerte y volvió a colocar el retrato en su sitio. Se balanceó con suavidad, muy ligero en las bisagras. Ligero. Volvió a abrir el cuadro. Y luego volvió a cerrarlo.
—Convicto, ¿qué estás haciendo?
—¡Cállate de una vez, Julius! Digo…, silencio un momento, comandante.
Mantillo examinó el marco de perfil. Era un poco más grueso de lo normal. Bastante más grueso, aun teniendo en cuenta la caja del marco. Cinco centímetros. Pasó la uña por el pesado refuerzo de la parte posterior y lo rasgó para descubrir…
—Otra caja fuerte.
Se trataba de una más pequeña. Hecha a medida, obviamente.
—Potrillo, no veo nada a través de esto.
—Está forrada con plomo. Tendrás que apañártelas tú solito, ladronzuelo. Haz lo que mejor sabes hacer.
—Ya sabia yo… —murmuro Mantillo, apoyando la oreja contra el frío acero.
Probó a girar el disco. Era un buen mecanismo. El plomo ahogaba el ruido de los «clics»; tendría que concentrarse. La parte positiva era que con unas dimensiones tan reducidas, la cerradura sólo podía tener tres gachetas como máximo.
Mantillo contuvo la respiración e hizo girar el disco, un diente cada vez. Para un oído normal, aun con amplificación, los «clics» habrían parecido uniformes, pero para Mantillo cada diente tenía un sonido distinto, y cuando un trinquete encajaba en su sitio, producía un ruido ensordecedor.
—Uno —anunció.
—Date prisa, convicto. Se te acaba el tiempo.
—¿Me interrumpes para decirme eso? Ya veo cómo te has convertido en comandante, Julius.
—Convicto, te voy a…
Pero era inútil. Mantillo se había quitado el auricular y se lo había metido en el bolsillo. Ahora podría dedicar toda su atención a la tarea que tenía entre manos.
—Dos.
Oyó un ruido procedente del exterior de la habitación. Del pasillo. Venía alguien. Tenía que ser del tamaño de un elefante por el estruendo. Sin duda se trataba del hombremontaña que había hecho picadillo al Escuadrón de Recuperación.
Mantillo parpadeó para quitarse una gota de sudor del ojo. «Concéntrate. Concéntrate». Los dientes seguían girando. Milímetro a milímetro. No encajaba ninguno. El suelo parecía estar temblando, aunque podían ser imaginaciones suyas.
Clic, clic. Venga, venga. Tenía los dedos húmedos por el sudor y el disco le resbalaba entre ellos. Mantillo se los limpió en la chaqueta sin mangas.
—Venga, preciosa, vamos. Dime algo.
Clic. ¡Clonc!
Mantillo hizo girar la manija. Nada. Seguía habiendo una obstrucción. Pasó la yema del dedo por la superficie de metal. Ahí. Había una pequeña irregularidad: el ojo microscópico de una cerradura, demasiado pequeño para su ganzúa habitual. Era el momento de poner en práctica un truquito que había aprendido en prisión, pero tendría que actuar con rapidez, pues el estómago le burbujeaba como un estofado al fuego, y los pasos se acercaban cada vez más.
Escogiendo un pelo robusto de la barbilla, Mantillo lo introdujo con suavidad por el agujerito. Cuando reapareció la punta, arrancó la raíz de su barbilla. El pelo se puso rígido inmediatamente, conservando la forma del interior de la cerradura.
Mantillo contuvo la respiración e hizo girar la manija. Sin protestar lo más mínimo, la cerradura se abrió. Un trabajo impecable. En momentos como aquél, casi valía la pena todo el tiempo que había pasado entre rejas.
El enano cleptómano abrió la portezuela. Era una obra maestra, casi digna de la forja de un duende. Ligera como una pluma. En su interior, había una pequeña cámara, y en la cámara había…
—¡Por todos los dioses del cielo! —exclamó Mantillo. Luego las cosas se complicaron a una velocidad asombrosa. El shock que había sufrido Mantillo se transfirió a sus intestinos y estos decidieron que el exceso de aire tenía que desaparecer. Mantillo conocía los síntomas: piernas de plastilina, calambres burbujeantes y el trasero tembloroso. En los segundos que le quedaban, agarró el objeto del interior de la caja fuerte e, inclinándose hacia delante, se sujetó las rodillas para no perder el equilibrio.
La ventosidad reprimida había ido adquiriendo la intensidad de un mini ciclón y ya era imposible detenerla, así que salió disparada. Bruscamente y con gran aparatosidad, hizo estallar la culera de los pantalones de Mantillo y golpeó en plena cara al caballero grandote que había estado espiando al enano hasta entonces.
Artemis estaba pegado a los monitores. Aquél era el momento en que, tradicionalmente, las cosas les salían mal a los secuestradores: la tercera parte de las operaciones. Después de haber salido airosos hasta el momento, los raptores solían relajarse, encender unos cigarrillos y ponerse a charlar con sus rehenes. Y cuando venían a darse cuenta, estaban tumbados, en el suelo boca abajo con un montón de pistolas apuntándoles a la nuca. Pero no Artemis Fowl. Él no cometía errores.
Sin duda alguna, los duendes debían de estar revisando las cintas de su primera sesión de negociaciones, buscando cualquier cosa que pudiera proporcionarles una pista para poder entrar. Bueno, la pista estaba ahí, enterrada a una profundidad suficiente como para que pareciese casual; lo único que tenían que hacer era estar atentos.
Cabía la posibilidad de que el comandante Remo intentase poner en práctica otra estratagema de las suyas. Era un tipo muy astuto, eso era innegable. Alguien que no aceptaría de buen grado que un chiquillo lo pusiera a prueba. Sí, soportaría vigilarlo.
De sólo pensar en Remo, a Artemis le daban escalofríos. Decidió realizar una nueva comprobación e inspeccionó los monitores.
Juliet seguía en la cocina, restregando el fregadero. Estaba lavando las verduras.
La capitana Canija estaba en su catre, callada como un muerto. Ya no daba golpes en el suelo con la cama. A lo mejor se había equivocado con ella, a lo mejor no había ningún plan.
Mayordomo estaba de pie en su puesto fuera de la celda de Holly. Qué raro… Debería estar haciendo su ronda en ese momento. Artemis cogió un walkietalkie.
—¿Mayordomo?
—Roger, base. Te recibo.
—¿No deberías estar haciendo la ronda?
Se produjo una pausa.
—Y la estoy haciendo, Artemis. Estoy patrullando el rellano principal. A punto de llegar a la sala de la caja fuerte. Ahora mismo te estoy haciendo señas con las manos.
Artemis miró a las cámaras del descansillo. Estaba desierto, desde todos los ángulos. No había ningún sirviente haciéndole señas, eso seguro. Examinó los monitores, contando en voz baja… ¡Ahí! Cada diez segundos se producía un ligero salto. En todas las pantallas.
—¡Un bucle! —gritó, levantándose de la silla de un salto—. ¡Nos han puesto un bucle en las cámaras!
Por el altavoz, oyó cómo Mayordomo aceleraba el paso hasta echar a correr.
—¡La sala de la caja fuerte!
A Artemis empezó a revolvérsele el estómago. ¡Lo habían engañado! Él, Artemis Fowl, había sido engañado, a pesar sus presentimientos. Era inconcebible. Todo por culpa de arrogancia, por culpa de su arrogancia ciega, y ahora el plan entero podía venírsele abajo en las narices.
Puso el walkietalkie en la frecuencia de Juliet. Era una pena ahora que había conectado el intercomunicador interno de la casa, pero no funcionaba en una frecuencia segura.
—¿Juliet?
—Te recibo.
—¿Dónde estás ahora mismo?
—En la cocina, destrozándome las uñas con el rallador.
—Déjalo, Juliet. Ve a vigilar a la prisionera.
—Pero Artemis, ¡las zanahorias se secarán!
—¡Déjalo, Juliet! —gritó Artemis—. ¡Deja todo lo que tengas entre manos y ve a vigilar a la prisionera!
Juliet lo dejó todo obedientemente, incluyendo el walkietalkie. Ahora estaría varios días de morros. No importaba. No había tiempo para preocuparse por el ego herido de una adolescente. Tenía asuntos más importantes que atender. Artemis apretó el interruptor general del sistema de vigilancia electrónico. Su única forma de borrar el bucle era reiniciando el sistema por completo. Después de minutos angustiosos de nieve en las pantallas, los monitores cobraron vida de nuevo y se estabilizaron. Las cosas no eran como parecían apenas minutos antes.
En primer lugar, había un engendro grotesco en la sala de la caja fuerte. Al parecer, había descubierto el compartimiento secreto, pero la cosa no acababa ahí: ¡había logrado abrir la cerradura microscópica! Asombroso. Sin embargo, Mayordomo lo tenía todo bajo control. Estaba acechando a la criatura por la espalda y en cualquier momento haría que el intruso se diera de bruces contra la moqueta del suelo.
Artemis desvió su atención hacia Holly. La elfa había vuelto a empezar a dar golpes con la cama, estrellando el armazón metálico contra el suelo una y otra vez como si quisiera…
Entonces lo vio todo claro, como una tromba de agua que le hubiese despejado el cerebro. Si Holly había conseguido ocultar una bellota en su celda, bastaría un centímetro cuadrado de tierra. Si Juliet dejaba esa puerta abierta…
—¡Juliet! —gritó, agarrando el walkie-talkie—. ¡Juliet! ¡No entres ahí!
Pero era inútil. El walkietalkie de la chica languidecía emitiendo zumbidos en el suelo de la cocina, y Artemis vio impotente cómo la hermana de Mayordomo avanzaba hacia la puerta de la celda mascullando algo sobre unas zanahorias.
—¡La sala de la caja fuerte! —exclamó Mayordomo, acelerando el paso. Su instinto le decía que irrumpiese allí a lo grande, profiriendo amenazas y encañonando el arma, pero su formación militar acabó venciendo a los dictados de sus entrañas. El armamento y la tecnología de los duendes eran muy superiores a los suyos, y a saber cuántos cañones le estarían apuntando desde el otro lado de aquella puerta… No, la prudencia era sin duda la mejor táctica en aquella situación en particular.
Apoyó la palma de la mano en la puerta para percibir cualquier vibración. Nada. Eso significaba que dentro no había maquinaria de ningún tipo. Mayordomo enroscó los dedos en el pomo de la puerta y lo hizo girar con suavidad. Con la otra mano, sacó una Sig Sauer automática de la sobaquera. No había tiempo para ir a buscar el rifle de dardos, tendría que tirar a matar.
La puerta se abrió sin hacer ruido, tal como esperaba Mayordomo, pues había engrasado él mismo todas las bisagras de la casa. Lo que había ante sus ojos era… Bueno, a decir verdad, Mayordomo no estaba seguro de lo que era. Así, a primera vista, si no fuese porque era imposible, habría jurado que aquella cosa parecía sencillamente un enorme y tembloroso…
Y justo entonces la cosa explotó y… ¡descargó una cantidad infinita de desechos de túnel directamente encima del desafortunado sirviente! Era como si le estuviesen golpeando cien mazos a la vez. El impulso levantó el cuerpo de Mayordomo por los aires y lo estrelló contra la pared.
Y mientras poco a poco iba quedándose inconsciente, rezó por que el amo Artemis no hubiese capturado aquel momento en vídeo.
Holly se sentía cada vez más débil. El somier, metálico pesaba casi el doble que ella, y los bordes le estaban dejando uno crueles verdugones en las palmas de las manos. Pero no podía dejarlo ahora, no ahora que estaba tan cerca.
Dejó caer el armazón en el cemento de nuevo. Una nube de polvo gris se arremolinó en torno a sus piernas. En cualquier momento, Fowl descubriría su plan y le aplicarían el tratamiento con la aguja hipodérmica de nuevo, pero hasta entonces…
Apretó los dientes para mitigar el dolor al tiempo que levantaba el armazón hasta la altura de su rodilla. Lo cierto es que una pequeña porción de tierra asomaba ya por la superficie de cemento. Holly se sacó la bellota de la bota y la sujetó con fuerza con los dedos ensangrentados.
—Te devuelvo a la tierra —musitó mientras enterraba el puño en el diminuto espacio—, y reclamo el don al que tengo derecho.
Nada sucedió durante un segundo. Tal vez dos. Luego Holly sintió que la magia le subía por el brazo como la descarga de una valla eléctrica para ahuyentar a los troles. La impresión hizo que se pusiera a girar sobre sí misma por toda la habitación. Durante unos minutos, el mundo empezó a dar vueltas en un desconcertante calidoscopio de colores, pero cuando se detuvo, Holly dejó de ser la elfa derrotada que había sido hasta entonces.
—Muy bien, señor Fowl —dijo sonriendo y viendo cómo las chispas azules de magia le sanaban las heridas—. Vamos a ver qué tengo que hacer para conseguir tu permiso para salir de aquí.
—Deja todo lo que tengas en las manos —soltó Juliet, enfurruñada—. Deja todo lo que tengas en las manos y ve a vigilar a la prisionera. —Se echó unos mechones rubios hacia atrás, por encima del hombro, con mano experta—. Se cree que soy su criada o algo así.
Golpeó la puerta de la celda con la palma de la mano.
—Voy a entrar, duendecilla, así que si estás haciendo algo indecente, déjalo, anda. —Juliet introdujo la combinación en el teclado numérico—. Y no, no te traigo tus verduritas ni tu fruta lavada, pero no es culpa mía. Artemis insistió en que bajara ahora mismo a…
Juliet dejó de hablar porque no había nadie escuchándola. Estaba soltando un discurso a una habitación vacía. Esperó a que su cerebro le ofreciera una explicación. Nada. Al final, se le ocurrió la idea de echar otro vistazo.
Dio un paso vacilante hacia el interior del cubículo de cemento. Nada. Sólo un leve fulgor entre las sombras. Como una neblina. Seguramente era por culpa de esas gafas estúpidas. ¿Cómo ibas a ver algo con unas gafas de espejo en un subterráneo? Y eran tan de los noventa… Ni siquiera eran retro todavía…
Juliet lanzó una mirada culpable al monitor. Sólo un vistazo, ¿qué daño podía hacer? Se levantó un poco la montura, echó una rápida ojeada a la habitación.
En ese instante, una figura se materializó ante ella, como si acabara de salir de la nada. Era Holly. Estaba sonriendo.
—Ah, eres tú. ¿Cómo has…?
La elfa la interrumpió con un movimiento de la mano.
—¿Por qué no te quitas esas gafas, Juliet? La verdad es que te quedan fatal.
«Tiene razón —pensó Juliet—. Y qué voz tan bonita. Como si fuera un coro de ángeles». ¿Cómo iba a discutir con una voz como aquélla?
—Eso voy a hacer. Gafas de troglodita fuera. Por cierto, me encanta tu voz. Do-re-mi y todo eso.
Holly decidió no intentar descifrar los comentarios de Juliet. Ya era bastante difícil cuando la chica gozaba de plenas facultades mentales.
—Y ahora, una pregunta muy sencilla.
—Vale, de acuerdo. —Qué gran idea.
—¿Cuántas personas hay en la casa?
Juliet se quedó pensativa. Uno, uno y uno.
¿Y uno más? No, la señora Fowl no estaba allí.
—Tres —respondió al fin—. Mayordomo, yo y, por supuesto, Artemis. La señora Fowl estaba aquí, pero ahora está ida. Ahora está ida. ¡Ja, ja, ja! ¿Lo pillas?
Juliet se echó a reír con ganas. Acababa de hacer un chiste. Y muy bueno, además.
Holly quiso exigirle una aclaración a sus palabras, pero lo pensó mejor. Un error, como descubriría más tarde.
—¿Ha venido alguien más aquí? ¿Alguien como yo?
Juliet se mordisqueó el labio.
—Vino un hombrecillo con un uniforme como el tuyo. Pero no era guapo. Todo lo contrario. No dejaba de gritar y de fumarse un cigarro apestoso. Un cutis horrible. Rojo como un tomate.
Holly estuvo a punto de sonreír. Remo había venido en persona. No era de extrañar que las negociaciones hubiesen resultado un completo desastre.
—¿Nadie más?
—No, que yo sepa. Si vuelves a ver a ese hombrecillo, dile que deje la carne roja. Le va a dar un infarto en cualquier momento.
Holly reprimió una carcajada. Juliet era la única humana que conocía que parecía estar más lúcida bajo los efectos de un encanta.
—Vale, se lo diré. Y ahora, Juliet, quiero que te quedes en mi habitación y oigas lo que oigas, no salgas. Bajo ninguna circunstancia.
Juliet frunció el ceño.
—¿En esta habitación? ¡Qué aburrimiento! Sin tele ni nada. ¿No puedo subir al salón?
—No. Tienes que quedarte aquí. Además, acaban de instalar una pantalla de televisión gigante en la pared. Como en el cine. Lucha, veinticuatro horas al día.
Juliet por poco se desmaya de placer. Se encerró en la celda a toda prisa, dando grititos ahogados de entusiasmo mientras su imaginación le proporcionaba las imágenes.
Holly meneó la cabeza con resignación. «Bueno —pensó—, al menos una de nosotros es feliz».
Mantillo meneó el trasero para quitarse los restos de tierra. Si lo viera su madre… ¡arrojando fango a los Fangosos! Eso sí que era una ironía, o algo así. A Mantillo nunca se le había dado demasiado bien la gramática en el colegio. Ni eso ni la poesía. Nunca le había visto la utilidad. Abajo, en las minas, sólo había dos frases importantes: «¡Mirad oro!» y «¡Derrumbe! ¡Todos a cubierto!». No había significados ocultos en esas dos frases, ni rimas tampoco.
El enano se abrochó la culera de sus pantalones, que el vendaval procedente de sus partes pudendas había abierto de golpe. Era la hora de salvar el pellejo. Todas sus esperanzas de escapar de allí sin ser descubierto se habían volatilizado. Literalmente.
Mantillo recuperó su auricular y se lo acopló con firmeza al oído. Bueno, nunca se sabía, tal vez hasta la PES podía resultar útil.
—… y cuando te ponga las manos encima, convicto, desearás haberte quedado en esas minas de ahí abajo…
Mantillo lanzó un suspiro. En fin, sin novedad entonces.
Sujetando con fuerza el tesoro de la caja fuerte en el puño, el enano volvió sobre sus propios pasos. Para su asombro, había un humano enredado en el pasamanos. A Mantillo no le sorprendió lo más mínimo que su material de reciclaje hubiese conseguido elevar al Fangoso mastodóntico varios metros en el aire —era cosa sabida que el gas de los enanos había provocado avalanchas en los Alpes—; lo que le sorprendía era que el humano hubiese conseguido acercarse tanto a él.
—Eres bueno —dijo Mantillo, meneando un dedo admonitorio al guardaespaldas inconsciente—, pero nadie recibe una ventosidad de Mantillo Mandíbulas y se queda en pie.
El Fangoso se movió y enseñó el blanco de los ojos entre unas pestañas parpadeantes.
La voz de Remo retumbó en los oídos del enano.
—Mueve el culo, Mantillo Mandíbulas, antes de que ese Fangoso se levante y te muela las tripas. Se cargó a un equipo de Recuperación entero, ¿sabes?
Mantillo tragó saliva y toda su bravuconería se esfumó en un instante.
—¿Un equipo de Recuperación entero? Tal vez debería volver bajo tierra… por el bien de la misión.
Sorteando a toda prisa el cuerpo del guardaespaldas quejumbroso, Mantillo bajó los escalones de dos en dos. De nada servía preocuparse por los crujidos de la escalera cuando acababas de soltar el equivalente intestinal del huracán Hal por los pasillos.
Estaba a punto de llegar a la puerta de la bodega cuando un leve resplandor se encarnó en una figura ante sus ojos. Mantillo la reconoció de inmediato: era la agente que lo había detenido por un delito de contrabando de maestros renacentistas.
—¡Capitana Canija!
—Mantillo. No esperaba verte aquí.
El enano se encogió de hombros.
—Julius tenía en mente un trabajo sucio. Alguien tenía que hacerlo.
—Ya lo entiendo —contestó Holly con un movimiento afirmativo—. Tú ya has perdido tus poderes mágicos. Muy listo. ¿Qué has averiguado?
Mantillo le mostró su hallazgo.
—Esto estaba en la caja fuerte.
—¡Un ejemplar del Libro! —exclamó Holly con un grito ahogado—. Con razón estamos metidos en este lío. Hemos estado siguiéndole el juego a Fowl todo este tiempo.
Mantillo abrió la puerta de la bodega.
—¿Nos vamos?
—Yo no puedo. He recibido órdenes de no abandonar la casa, y el humano me lo ha ordenado mirándome a los ojo.
—Tus rollos mágicos y tus rituales… No tienes ni idea de libre que se siente uno sin tener que obedecer todas esas tonterías.
De pronto se oyó una serie de ruidos agudos procedentes del descansillo del piso superior. Parecía un trol destrozando una cacharrería.
—Podemos discutir sobre ética en otro momento. Ahora mismo sugiero que nos esfumemos.
Mantillo asintió.
—Estoy de acuerdo. Al parecer, ese tipo se cepilló a un escuadrón entero de Recuperación.
Holly se detuvo a medio protegerse con el escudo.
—¿Un escuadrón entero? Hummm… Equipado con todas las armas. Me pregunto…
Continuó difuminándose hasta que lo último en desaparecer fue una sonrisa de oreja a oreja.
Mantillo sintió la tentación de quedarse a ver qué pasaba. Pocas cosas había más divertidas que ver a un agente de Reconocimiento armado hasta los dientes pillar por sorpresa a un grupo de humanos confiados. Para cuando la capitana Canija hubiese acabado con aquel tal Fowl, este le estaría suplicando de rodillas que abandonase su mansión.
El tal Fowl en cuestión lo estaba viendo todo desde la sala de vigilancia. No había por qué negarlo: las cosas no iban bien. No iban bien en absoluto, pero lo cierto era que no todo estaba perdido. Aún había esperanza.
Artemis hizo una relación de los sucesos acaecidos en los últimos minutos. La seguridad de la mansión había corrido peligro. La sala de la caja fuerte estaba patas arriba, destrozada por una especie de flatulencia duendil. Mayordomo permanecía inconsciente, posiblemente paralizado por la misma anomalía gaseosa. Su rehén andaba suelta por la casa, con todos sus poderes mágicos restituidos. Había una criatura horrenda con zahones de cuero cavando hoyos bajo los cimientos sin consideración alguna por las reglas de los seres mágicos. Y las Criaturas habían recuperado una copia del Libro, una de las muchas copias en realidad, incluyendo una en disquete en una cámara acorazada suiza.
El dedo de Artemis se peinó un mechón solitario de pelo oscuro. Tendría que excavar muy hondo para encontrarle la parte positiva a todo aquel desaguisado. Inspiró varias veces, buscando su chi tal como Mayordomo le había enseñado.
Tras varios minutos de contemplación, se dio cuenta de que aquellos factores eran muy poco relevantes para las estrategias generales de ambos bandos. La capitana Canija seguía atrapada en el interior de la mansión, y el periodo de la parada de tiempo se estaba agotando. Muy pronto, a la PES no le quedaría otra opción que lanzar su biobomba, y entonces sería cuando Artemis Fowl asestaría su golpe de gracia. Por supuesto, todo dependía del comandante Remo. Si este era tan limitado intelectualmente como parecía, era muy posible que todo el plan se viniese abajo delante de sus narices. Artemis deseaba con toda su alma que algún miembro del equipo de duendes tuviese la inteligencia de ver el «error» que había cometido durante la sesión de negociación.
Mantillo se desabrochó la culera de sus zahones. Era el momento de embuchar un poco de tierra, tal como decían abajo en las minas. El problema de los túneles excavados por los enanos era que se cerraban al instante ellos mismos, de modo que si teman que regresar por el mismo camino por el que habían venido, los enanos debían volver a excavar un hoyo nuevecito. Algunos enanos volvían sobre sus pasos siguiendo exactamente el mismo camino, mascando la tierra menos compacta y ya digerida. Mantillo prefería cavar un nuevo túnel. Por alguna razón, comerse la misma tierra dos veces no le parecía muy higiénico.
Después de desencajarse la mandíbula, el enano se colocó en posición de torpedo encima del agujero de los tablones de madera. Su corazón se tranquilizó de inmediato en cuanto el olor a minerales le inundó las fosas nasales. A salvo, estaba a salvo. No había nada capaz de atrapar a un enano bajo tierra, ni siquiera un gusano perforador de roca eskailiano. Siempre y cuando, claro está, consiguiese meterse bajo tierra…
Diez dedos poderosísimos agarraron a Mantillo por los tobillos. Estaba visto que aquel no era su día. Primero, el goblin con cara de verruga y ahora, aquel humano homicida. Hay gente que nunca aprende. Sobre todo cuando se trata de los Fangosos.
—Que vooooy… —farfulló, agitando inútilmente la mandíbula desencajada.
—Ni lo sueñes —respondió el humano—. La única forma en que saldrás de aquí será en un pijama de madera.
Mantillo sintió cómo lo arrastraban hacia atrás. Aquél humano tenía mucha fuerza; había muy pocas criaturas capaces de arrancar a un enano de un sitio al que se hubiese agarrado. Escarbó en la tierra, metiéndose puñados de arcilla impregnada en vino en su boca cavernosa. Sólo tenía una posibilidad.
—Venga, goblin de las narices. Sal de ahí.
¡Goblin! Mantillo se habría indignado de no ser porque estaba demasiado ocupado masticando arcilla para lanzársela a su enemigo.
El humano se calló de repente. Lo más probable era que se hubiese fijado en la culera de los pantalones, y posiblemente también en el trasero mismo. No había duda de que lo que había sucedido en la sala de la caja fuerte estaba a punto de suceder de nuevo.
—Oh…
Lo que habría seguido a ese «Oh» se lo imagina todo el mundo, pero seguro que habría sido una frase del estilo «pobre de mí». Sin embargo, lo cierto es que Mayordomo no tuvo tiempo de empezar a recitar su lista de improperios por que, muy sabiamente, escogió ese momento para liberar aquellos tobillos. Una sabia elección sin duda, porque coincidió con el instante en que Mantillo decidió lanzar su ofensiva gaseosa.
Un terrón de arcilla compacta salió disparada como una bala de cañón directamente hacia el lugar donde había estado la cabeza de Mayordomo apenas un segundo antes. De haber seguido ocupando aquel espacio, el impacto se la habría arrancado de cuajo de los hombros. Un final indigno para un guardaespaldas de su calibre. En realidad, el misil viscoso apenas le rozó la oreja, pero el impulso bastó para que Mayordomo empezara a girar sobre sí mismo como un patinador sobre hielo e hizo que aterrizara sobre su trasero por segunda vez en pocos minutos.
Para cuando se hubo despejado su visión, el enano había desaparecido en una vorágine de porquería revuelta. Mayordomo decidió no intentar perseguirlo. Morir bajo tierra no se encontraba en un lugar destacado de su lista de prioridades «Pero llegará el día en que me vengaré de ti, duende», pensó con amargura. Y llegaría ese día. Pero eso es otra historia.
El impulso de Mantillo lo propulsó bajo tierra. Ya llevaba corridos varios metros de la yeta de tierra cuando se dio cuenta de que no lo seguía nadie. Una vez que el sabor de la tierra hubo apaciguado el ritmo de los latidos de su corazón decidió que había llegado la hora de poner en práctica su plan de huida.
El enano alteró su ruta y se abrió paso a mordiscos en dirección a la madriguera de conejos que había descubierto la primera vez. Con un poco de suerte, el centauro no habría sometido los cimientos de la mansión a una prueba sismológica pues, de lo contrario, descubrirían su estratagema. Ahora no le quedaba más remedio que confiar en que tenían cosas más importantes de las que preocuparse que un prisionero desaparecido. No habría ningún problema para engañar a Julius, pero el centauro… Ése era muy listo.
La brújula interna de Mantillo lo guió a la perfección y al cabo de unos minutos percibió las suaves vibraciones de los conejos al recorrer sus túneles. A partir de entonces, la sincronización era un factor crucial si quería que la ilusión tuviese efecto. Aminoró la velocidad de excavación, escarbando la arcilla suave con delicadeza hasta que sus dedos rompieron la pared del túnel. Mantillo tuvo la precaución de mirar hacia otro lado, porque viese lo que viese, las imágenes aparecerían en la pantalla del cuartel general de la PES.
Dejando los dedos en el suelo del túnel como una araña del revés, Mantillo esperó. No le hizo falta esperar demasiado. Al cabo de unos segundos sintió la vibración rítmica de un conejo al acercarse. En el instante en que las patas traseras del animal rozaron la trampa, cerró sus poderosos dedos alrededor de su presa. El pobre animal no tuvo la más mínima oportunidad.
«Lo siento, amigo —pensó el enano—. Si hubiese otra forma de hacerlo…». Tirando del cuerpo del animal a través del agujero, Mantillo volvió a encajarse la mandíbula y empezó a chillar.
—¡Derrumbe! ¡Derrumbe! ¡Socorro! ¡Socorro!
Ahora venía la parte peliaguda. Con una mano agitó la tierra que lo rodeaba, haciendo que los terrones se derrumbaran alrededor de su cabeza. Con la otra mano se quitó la iriscam del ojo izquierdo y la metió en el ojo del conejo. Teniendo en cuenta la oscuridad casi absoluta y la confusión del desprendimiento, sería casi imposible detectar el cambiazo.
—¡Julius! Por favor. Ayúdame.
—¿Qué pasa? ¿Cuál es tu posición?
«¿Qué cuál es mi posición?», pensó el enano sin poder creer lo que estaba oyendo. Aun en los momentos de supuesta crisis, el comandante era incapaz de olvidarse de su precioso protocolo.
—Yo… Ay… —El enano prolongó al máximo el grito de su agonía final, que fue apagándose hasta acabar en una especie de gárgara.
Un poco melodramático quizá, pero Mantillo sentía auténtica debilidad por la teatralidad. Lanzando una última mirada de pena al animal moribundo, se desencajó la mandíbula y puso rumbo al sureste. La libertad lo estaba esperando.