CAPÍTULO 6

EL ASEDIO

ARTEMIS se arrellanó en la silla giratoria de cuero del estudio, sonriendo y con los dedos entrelazados. Perfecto. Ésa explosión de poca monta debería borrar de un plumazo la actitud caballerosa de aquellos pequeños gnomos. Además, ahora había un ballenero menos en el mundo. A Artemis Fowl no le gustaban los balleneros: había formas menos desagradables de obtener productos derivados de la grasa.

La cámara microscópica oculta en el localizador había funcionado de maravilla. Con sus imágenes de alta resolución había captado las señales delatoras de la respiración del duende.

Artemis consultó el monitor de vigilancia del sótano. Su prisionera estaba sentada en el catre, con la cabeza apoyada en las manos. Artemis frunció el ceño. No esperaba que la duendecilla pareciese tan… humana. Hasta entonces habían sido unas simples presas, animales a los que cazar, pero ahora, el hecho de ver a uno de ellos sufriendo de una forma tan evidente cambiaba las cosas.

Artemis puso el ordenador en el modo de suspensión y se dirigió a la puerta principal. Había llegado el momento de charlar un poco con su invitada. Justo cuando apoyaba los dedos en los tiradores de latón, la puerta se abrió ante él. Juliet apareció en el quicio con las mejillas sonrojadas por las prisas.

—Artemis —dijo entre jadeos—. Es tu madre. Dice…

Artemis sintió que se le encogía el estómago.

—¿Sí?

—Bueno, dice, Artemis… Artemis, que tu…

—Sí, Juliet, por el amor de Dios, ¿qué pasa?

Juliet se tapó la boca con las manos para tratar de serenarse. Al cabo de unos segundos separó las uñas brillantes y habló a través de los dedos.

—Se trata de su padre, señor. De Artemis padre. ¡La señora Fowl dice que ha vuelto!

Por una décima de segundo, Artemis habría jurado que se le había parado el corazón. ¿Su padre? ¿Había vuelto? ¿Era posible? Por supuesto, siempre había creído que su padre estaba vivo, pero últimamente, desde que había puesto en marcha aquel plan con los seres mágicos, era casi como si su padre hubiese pasado a un segundo plano.

Artemis notó que un sentimiento de culpa le agarrotaba el estómago. Se había olvidado. Se había olvidado de su propio padre.

—¿Lo has visto, Juliet? ¿Con tus propios ojos?

La chica hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No, Artemis…, señor. Sólo he oído voces, en el dormitorio, pero su madre no me ha dejado entrar. Bajo ningún pretexto, ni siquiera para llevarle una taza de caldo caliente.

Artemis se quedó pensativo. Habían vuelto hacía una hora escasa. Su padre podía haber entrado a escondidas sin que lo viera Juliet. Era posible. Sólo posible. Consultó su reloj, sincronizado con la hora de Greenwich mediante señales de radio constantemente actualizadas. Las tres de la mañana. El tiempo pasaba muy deprisa. Todo su plan dependía de que los duendes realizasen su próximo movimiento antes del amanecer.

Artemis se puso en marcha. Lo estaba haciendo de nuevo, apartando a la familia a un lado. ¿En qué se estaba convirtiendo? Su padre era la máxima prioridad en esos momentos, y no un plan para hacerse de oro.

Juliet seguía en el quicio de la puerta, observando aquellos enormes ojos azules. Estaba esperando que Artemis tomase una decisión, como hacía siempre. Pero por una vez, la indecisión ensombrecía aquellas facciones pálidas.

—Muy bien —murmuró al fin—. Será mejor que vaya inmediatamente.

Artemis pasó junto a la chica y subió los escalones de dos en dos. La habitación de su madre estaba dos plantas más arriba, en un desván reformado.

Al llegar a la puerta, se detuvo con gesto vacilante. ¿Qué diría si era verdad que su padre había vuelto milagrosamente? ¿Qué haría? Era absurdo planteárselo. Imposible de predecir. Llamó a la puerta con suavidad.

—¿Madre?

No obtuvo respuesta, pero creyó oír una risa nerviosa que lo transportó de inmediato al pasado. Al principio, aquella habitación había sido la sala de estar de sus padres, que se pasaban horas sentados en la chaise longue, riendo como críos pequeños, dando de comer a las palomas o viendo navegar los barcos por el paso de Dublín. Cuando Artemis padre desapareció, Angeline Fowl le había ido cogiendo cada vez más apego a aquella habitación hasta el extremo de llegar a negarse a salir de ella nunca más.

—¿Estás bien?

Oyó unas voces amortiguadas en el interior de la habitación. Susurros de complicidad.

—Madre, voy a entrar.

—Espera un momento. ¡Timmy! ¡Para ya, bruto! Tenemos compañía.

¿Timmy? El corazón le dio un vuelco. Timmy, el apodo cariñoso con que su madre solía llamar a su padre. Timmy y Arty. Los dos hombres de su vida. Ya no podía esperar. Artemis irrumpió en la habitación a través de las puertas dobles.

Su primera impresión fue de luminosidad. Su madre había encendido las lámparas, una buena señal sin duda. Artemis sabía dónde estaría su madre. Sabía exactamente adónde mirar, pero no podía. ¿Y si…? ¿Y si…?

—¿Sí? ¿Qué quieres?

Artemis se volvió sin dejar de mirar al suelo.

—Soy yo.

Su madre se echó a reír con una risa etérea y despreocupada.

—Ya veo que eres tú, Papá. ¿Es que no puedes darle a tu chico ni siquiera una noche libre? Al fin y al cabo, es nuestra luna de miel…

Artemis lo supo entonces. Todo era producto de la locura de su madre, que cada vez iba a peor.

—¿Papá? —Angeline pensaba que Artemis era su propio abuelo, que había muerto hacía más de diez años. Levantó la mirada despacio.

Su madre estaba sentada en la chaise longue, resplandeciente con su vestido de novia y con la cara embadurnada torpemente de maquillaje. Pero eso no era lo peor.

Junto a ella había un facsímil de su padre, hecho con el traje de novio que había llevado aquel glorioso día en la Catedral de Christchurch catorce años atrás. El traje estaba relleno de pañuelos de papel y encima de la camisa había una funda de almohada rellena con los rasgos faciales dibujados con lápiz de labios. Casi resultaba divertido. Artemis contuvo una lágrima y sus esperanzas se esfumaron como un arco iris de verano.

—¿Qué te parece, Papá? —dijo Angeline con voz grave, manejando la almohada como un ventrílocuo con su muñeco—. Una noche libre para tu chico, ¿eh?

Artemis asintió con la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—De acuerdo, una noche. Tómate mañana libre también. Que lo paséis bien.

El rostro de Angeline se iluminó con una felicidad radiante. Se levantó de un salto de la butaca y abrazó a su hijo sin reconocerlo.

—Gracias, Papá. Muchas gracias.

Artemis le devolvió el abrazo, aunque se sintió como un traidor.

—De nada, Ma… Angeline. Y ahora, tengo que irme. Tengo negocios que atender.

Su madre se sentó junto a la imitación de marido.

—Sí, Papá. Vete y no te preocupes. Sabremos cómo divertirnos.

Artemis se marchó sin mirar hacia atrás. Tenía cosas que hacer, duendes a los que extorsionar. No tenía tiempo para el mundo de fantasía de su madre.

La capitana Holly Canija tenía la cabeza enterrada en las manos. En una mano, para ser exactos. Con la otra estaba hurgando en el costado de su bota, bajo el ángulo ciego de la cámara. En realidad, tenía la cabeza completamente despejada pero no haría ningún daño; que el enemigo la creyese todavía fuera de combate. De ese modo, tal vez la subestime y ese sería el único error que volverían a cometer en su vida.

Los dedos de Holly se cerraron en torno al objeto que se le había estado clavando en el tobillo. Supo inmediatamente por su contorno qué estaba escondida allí. ¡La bellota! Debía de habérsele metido por la bota durante todo el jaleo junto a roble. Aquello podía ser un hecho vital. Lo único que necesitaba era un pedacito de tierra y luego recuperaría todos sus poderes.

Holly examinó con mirada furtiva el interior de su celda. Tenía aspecto de estar hecha de cemento fresco. No había una sola grieta ni un rincón desconchado en las paredes. No había dónde esconder su arma secreta. Holly se levantó con movimiento vacilante, poniendo a prueba sus piernas para ver si eran capaces de sostenerla. No estaba mal, las rodillas un poco temblorosas, pero, por lo demás, podía moverse sin problemas. Atravesó la habitación hasta llegar a una de las redes y apoyó la mejilla y las palmas de las manos contra la suave superficie. Tenía razón, el cemento estaba fresco, obra muy reciente. Todavía tenía zonas húmedas. Era obvio que le habían preparado su prisión expresamente.

—¿Buscas algo? —preguntó una voz, una voz fría y despiadada.

Holly se apartó de la pared. El chico humano estaba de pie a apenas dos metros de ella, con los ojos ocultos tras unas gafas de espejo. Había entrado en la habitación sin hacer un solo ruido. Extraordinario.

—Siéntate, por favor.

Holly no quería sentarse por favor. Lo que quería hacer era incapacitar a aquel renacuajo insolente con el codo y utilizar su piel como abrigo. Artemis vio reflejadas sus intenciones en sus ojos y aquello le hizo mucha gracia.

—¿Se te está ocurriendo alguna idea, capitana Canija?

Holly le enseñó los dientes, lo cual era respuesta suficiente.

—Ambos sabemos perfectamente cuáles son las reglas en estos momentos, capitana. Ésta es mi casa y tienes qué acatar mis deseos. Lo dicen vuestras propias leyes, no las mías. Y evidentemente, entre mis deseos no se encuentra el que me hagas ningún daño físico ni que intentes escaparte de esta casa.

De repente, Holly se dio cuenta.

—¿Sabes mi…?

—Y¿Nombre? ¿Tu rango? —Artemis sonrió, aunque no había atisbo de alegría en su sonrisa—. Si llevas una chapa con tu nombre…

Holly se tapó inconscientemente con la mano la chapa plateada que llevaba clavada en el traje.

—Pero está escrito en…

—Gnómico. Ya lo sé. Resulta que es un idioma que se me da muy bien. Como a todos los miembros de mi equipo.

Holly se quedó en silencio unos instantes, procesando aquella insólita revelación.

—Fowl —empezó a decir con entusiasmo—, no tienes ni idea de lo que has hecho. Unir nuestros dos mundos de este modo podría significar una auténtica catástrofe para todos. —Artemis se encogió de hombros.

—La verdad, no me preocupan todos, solo me preocupo por mí mismo. Y créeme, estaré perfectamente. Y ahora siéntate, por favor.

Holly se sentó sin apartar sus ojos color de avellana del monstruo diminuto que tenía ante ella.

—Así que… ¿en qué consiste ese plan fabuloso que te traes entre manos, Fowl? Deja que lo adivine… ¿En dominar el mundo?

—No es tan melodramático —contestó Artemis con una carcajada—. Riqueza. Mucha riqueza.

—¡Un ladrón! —soltó Holly—. ¡Eres un simple ladrón!

Un gesto de enojo asomó al rostro de Artemis, que se transformó de inmediato en su sonrisa sarcástica habitual.

—Sí. Soy un ladrón, si lo prefieres. Pero no un simple ladrón. El primer ladrón que roba a otra especie del mundo.

La capitana Canija dio un resoplido.

—¿El primer ladrón que roba a otra especie, dices? Los Fangosos lleváis años robándonos. ¿Por qué crees tú que vivimos bajo tierra?

—Eso es cierto, pero seré el primero en conseguir arrebatar a un duende su oro.

—¿Oro? ¿Qué oro? ¡Humano idiota! ¿No creerás en serio todas esas paparruchas del caldero de oro? Algunas cosas no son verdad ¿sabes?

Holly echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse.

Artemis se miró las uñas con actitud paciente, esperando a que la elfa acabara de reírse. Cuando el ataque de risa cesó al fin, la amenazó con el dedo índice.

—Tienes razón al reírte, capitana Canija. Durante un tiempo, lo cierto es que sí creía en todas esas tonterías en todas esas tonterías del caldero de oro al final del arco iris, pero ahora he aprendido muchas cosas. Ahora sé lo del fondo para rescates.

Holly hizo todo lo posible por disimular el horror que reflejaba su rostro.

—¿Qué fondo para rescates?

—Vamos, capitana. No te molestes en fingir que no sabes nada. Me lo has dicho tú misma.

—¿Qué… que… que yo te lo he dicho? —tartamudeó Holly—. ¡Eso es ridículo! —Mírate el brazo.

Holly se arremangó la manga derecha. Había un trocito de algodón pegado con una cinta a la vena.

—Ahí fue donde te administramos el pentotal, conocido popularmente como el suero de la verdad. Cantaste como un pajarito.

Holly sabía que no le estaba mintiendo. ¿Cómo si no podía saberlo?

—¡Estás loco!

Artemis asintió con aire indulgente.

—Si gano, soy un genio. Si pierdo, estoy loco. Así es como se escribe la historia.

Por supuesto, no había habido ninguna dosis de pentotal, sólo un pinchazo inofensivo con una aguja esterilizada. Artemis no podía arriesgarse a provocarle una lesión cerebral a su gallina de los huevos de oro, como tampoco podía revelar que el Libro era su auténtica fuente de información. Era mejor dejar que la prisionera creyese que había traicionado a su propia gente. Aquello le destrozaría la moral y la haría más vulnerable a sus chantajes psicológicos. Y sin embargo, su propia artimaña le molestaba. Era muy cruel, sin duda alguna. ¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar para conseguir su oro? No lo sabía, ni lo sabría hasta que llegase el momento.

Holly sufrió un bajón, derrotada momentáneamente por los últimos acontecimientos. Había hablado. Había revelado secretos sagrados. Aunque lograse escapar de allí, la desterrarían a algún túnel congelado bajo el Círculo Polar Ártico.

—Esto no ha terminado todavía, Fowl —lo amenazó al fin—. Tenemos poderes que ni te imaginas. Tardaría días enteros en describírtelos todos.

El chico exasperante se echó a reír de nuevo.

—¿Qué tiempo crees que llevas aquí?

Holly dejó escapar un gemido: se imaginaba cuál iba a ser la respuesta.

—¿Unas horas?

Artemis negó con la cabeza.

—Tres días —mintió—. Te hemos puesto el suero durante más de sesenta horas… hasta que nos has dicho todo cuanto queríamos saber.

A medida que iban saliéndole las palabras, Artemis se fue sintiendo cada vez más culpable. Saltaba a la vista que aquellos jueguecitos psicológicos estaban haciendo mella en Holly, destrozándola por dentro. ¿De verdad era necesario todo aquello?

—¿Tres días? Podíais haberme matado. ¿Qué clase de…?

Y fue en el momento en que la elfa se quedó sin palabras cuando las dudas se apoderaron del cerebro de Artemis. La duendecilla lo creía tan malvado que ni siquiera encontraba palabras para describirlo.

HoIly intentó recobrar su aplomo.

—Muy bien, señorito Fowl —escupió, con el asco reflejado en sus palabras—, si tanto sabes de nosotros, entonces sabes ya lo que ocurrirá cuando me localicen.

Artemis asintió con gesto distraído.

—Sí, claro. Lo sé. De hecho, cuento con ello.

Le había llegado el turno a Holly de sonreír.

—Ah, ¿de verdad? Y dime, chico, ¿has visto alguna vez a un trol?

Por primera vez, la seguridad del humano pareció menguar de repente.

—No. A un trol, nunca.

Holly le enseñó aún más los dientes.

—Lo verás, Fowl. Lo verás. Y espero estar allí cuando eso ocurra.

La PES había establecido una base de operaciones especiales en la superficie de El: Tara.

—¿Y bien? —preguntó Remo apartando de un manotazo a un gremlin que intentaba aplicarle en la frente un bálsamo para quemaduras—. Déjalo. La magia hará que me recupere enseguida.

—Y bien, ¿qué? —repuso Potrillo.

—No me vengas con tus impertinencias, Potrillo, porque hoy no es uno de esos días de «¡Oh qué impresionado estoy con la tecnología del pony!». Dime lo que has averiguado sobre el humano.

Potrillo frunció el ceño, ajustándose la gorra de aluminio entre los cuernos espirales. Abrió la tapa de un ordenador portátil delgadísimo.

—He entrado de extranjis en la página de la Interpol. No ha sido demasiado difícil, la verdad. Para eso, ya podían haber puesto un felpudo de bienvenida y todo…

Remo tamborileó con los dedos sobre la mesa de reuniones.

—Empieza ya.

—De acuerdo. Fowl. Un archivo de diez gigabytes. En papel, eso es media biblioteca.

El comandante lanzó un silbido.

—Eso es lo que se llama un humano ocupado.

—Una familia —lo corrigió Potrillo—. Los Fowl llevan generaciones burlando a la justicia: conspiraciones, contrabando, atraco a mano armada… Crimen organizado todo este último siglo, básicamente.

—¿Y tenemos un centro de operaciones?

—Eso ha sido lo más fácil. La mansión Fowl, en una finca de ochenta hectáreas a las afueras de Dublín. La mansión Fowl está sólo a unos veinte klicks de nuestra posición actual.

Remo se mordisqueó el labio inferior.

—Eso significa que podríamos llegar antes del amanecer.

—Sí. Podríamos solucionar todo este asunto antes de que se nos escape de las manos a la luz del sol.

El comandante asintió. Aquéllas eran las primeras noticias positivas. Los duendes llevaban siglos sin actuar con luz natural. Incluso en los tiempos en que vivían en la superficie, sobre todo criaturas de la noche. La luz del sol diluía su magia como cuando desteñía una fotografía. Si tenían que esperar otro día para enviar a las fuerzas de ataque, quién sabe daño que podría llegar a hacer Fowl…

Cabía incluso la posibilidad de que todo aquel asunto estuviese relacionado con los medios de comunicación y que para la tarde del día siguiente, la cara de la capitana Canija apareciese en la portada de las publicaciones de todo el planeta. Remo sintió un escalofrío. Eso significaría el fin de todo, a menos que los Fangosos hubiesen aprendido a coexistir con otras especies, y si había aprendido algo de la historia, era que son incapaces de convivir con nadie, ni siquiera consigo mismos.

—Muy bien, todo el mundo listo. Modelo de vuelo en V. Estableced un perímetro en el terreno de la mansión.

El Escuadrón de Recuperación dio unos gruñidos militares afirmativos como respuesta y todos los agentes especiales hicieron el máximo posible de ruidos metálicos con sus armas.

—Potrillo, tú te ocuparas de los aspectos técnicos. Síguenos en la lanzadera y tráete las parabólicas grandes. Vamos a acordonar toda la propiedad con ellas, a ver si así hacemos un poco de sitio para poder respirar a nuestras anchas.

—Una cosa, comandante —reflexionó Potrillo en voz alta.

—¿Sí? —contestó Remo con impaciencia.

—¿Por qué nos ha dicho el humano quién era? Seguramente sabía que daríamos con él.

Remo se encogió de hombros.

—A lo mejor no es tan listo como piensa.

—No. No creo que sea eso. No creo que sea eso en absoluto. Creo que ha ido un paso por delante de nosotros todo este tiempo, y ahora ocurre lo mismo.

—Ahora no tengo tiempo para teorías, Potrillo. Se acerca el amanecer.

—Otra cosa más, comandante.

—¿Es importante?

—Sí, creo que sí.

—¿De qué se trata?

Potrillo pulsó una tecla de su portátil y examinó la información básica que había sobre Artemis.

—Éste criminal peligroso, el cerebro que hay tras la operación…

—Sí, ¿qué pasa?

Potrillo alzó la vista casi con una expresión de admiración en sus ojos dorados.

—Bueno, pues que sólo tiene doce años. Y eso es ser muy joven, incluso para un humano.

Remo dio un resoplido e insertó una nueva batería en su fulminador de tres cañones.

—Seguro que ve demasiada televisión. Se cree que es Sherlock Holmes.

—Querrá decir el profesor Moriarty —lo corrigió Potrillo.

—Holmes, Moriarty los dos tienen el mismo aspecto con el cráneo chamuscado y la piel arrancada a tiras.

Y con aquella elegante respuesta de despedida, Remo siguió a su escuadrón para adentrarse en el aire de la noche.

El Escuadrón de Recuperación adoptó la formación de vuelo en V con Remo a la cabeza. Volaron en dirección sudoeste, siguiendo la información de vídeo que el correo electrónico enviaba a sus cascos. Potrillo incluso había señalado la mansión Fowl con un puntito rojo. «A prueba de tontos», había murmurado en el micrófono, lo bastante alto para que Remo lo oyera.

La parte central de la finca de los Fowl estaba ocupada por un castillo reformado de finales de la Edad Media y principios de la Moderna construido por lord Hugh Fowl en el siglo XV.

Los Fowl habían logrado conservar intacta la mansión Fowl a través de los años, que había sobrevivido a la guerra, las confrontaciones civiles y varias auditorías fiscales. Artemis no tenía ninguna intención de ser el primero en perderla.

La finca estaba rodeada por una muralla de piedra almenada de cinco metros, con sus torres de vigilancia y puentes originales. El Escuadrón de Recuperación aterrizó justo en los límites y realizó inmediatamente un escaneo en busca de posibles elementos hostiles.

—Separación de veinte metros —ordenó Remo—. Barred toda el área y realizad las comprobaciones cada sesenta segundos. ¿Entendido?

El escuadrón asintió. Pues claro que lo habían entendido, por algo eran profesionales.

El teniente Cudgeon, el jefe del Escuadrón de Recuperación, se subió a una de las torres de vigilancia.

—¿Sabes qué es lo que deberíamos hacer, Julius?

Él y Remo habían ido juntos a la Academia y se habían criado en el mismo túnel. Cudgeon era uno de los tal vez cinco duendes que llamaban a Remo por su nombre de pila.

—Ya sé qué es lo que crees que deberíamos hacer.

—Deberíamos volar el lugar entero.

—Menuda sorpresa…

—De la forma más limpia posible. Un lavado azul y nuestras bajas serán mínimas.

Un lavado azul era la expresión en jerga para designar la devastadora bomba biológica que las fuerzas utilizaban en contadas ocasiones. Lo mejor de una bomba biológica era que sólo destruía los tejidos vivos. El paisaje permanecía intacto.

—Resulta que esas bajas mínimas de las que hablas es una de mis agentes.

—Ah, sí —dijo Cudgeon con una mueca de desprecio—. Una agente femenina de Reconocimiento. El caso experimental. Bueno, no creo que tengas ningún problema para justificar una solución táctica.

El rostro de Remo adquirió su tono púrpura habitual.

—Lo mejor que puedes hacer ahora mismo es apartarte de mi camino, o de lo contrario me veré obligado a hacerte un lavado azul en esa bolsa de aserrín a la que llamas cerebro.

Cudgeon permaneció impasible.

—Con insultarme no cambias los hechos, Julius. Ya sabes lo que dice el Libro. No podemos, bajo ninguna circunstancia, poner en peligro a los Elementos del Subsuelo. Sólo necesitas detener el tiempo una vez y luego…

El teniente no terminó la frase, no era necesario.

—Ya sé lo que dice el Libro —rezongó Remo—, pero ojalá no fueses un fanático de él. Si no te conociese bien, pensaría que corre algo de sangre humana por tus venas.

—Eso ha sido un golpe bajo —repuso Cudgeon haciendo un mohín de enfado—. Sólo hago mi trabajo.

—Tienes razón —concedió el comandante—. Lo siento.

No era muy frecuente oír disculparse a Remo, pero lo cierto es que había sido un insulto tremendamente ofensivo.

Mayordomo estaba observando los monitores.

—¿Ves algo? —preguntó Artemis.

Mayordomo se sobresaltó: no había oído entrar a su joven amo.

—No, nada. Una o dos veces me ha parecido ver un parpadeo, pero era una falsa alarma.

—Una alarma siempre es una alarma —afirmó Artemis en tono enigmático—. Utiliza la cámara nueva.

Mayordomo asintió. Hacía sólo un mes, el amo Fowl había adquirido una cinecámara por Internet. Dos mil fotogramas por segundo, diseñada recientemente por la empresa Luz y Magia Industrial para filmaciones especiales en entornos naturales, alas de colibrí y cosas por el estilo. Procesaba las imágenes con mayor rapidez que el ojo humano. Artemis había hecho que la instalaran detrás de un querubín en la entrada principal.

Mayordomo activó el ratón especial.

—¿Dónde?

—Prueba con la arboleda. Tengo el presentimiento de que nuestros visitantes andan por ahí.

El sirviente manipuló el minúsculo joystick con sus dedazos. Una imagen en directo cobró vida en el monitor digital.

—Nada —murmuró Mayordomo—. Parece un cementerio.

Artemis señaló la mesa de control.

—Congélala.

Mayordomo estuvo a punto de cuestionar la orden. A punto. Sin embargo, optó por morderse la lengua y pulsó el botón del ratón. En la pantalla, los cerezos se quedaron inmóviles y sus flores atrapadas en el aire. Pero aún más importante: casi una docena de figuras vestidas de negro aparecieron de repente en la arboleda.

—¿Qué? —exclamó Mayordomo—. ¿De dónde han salido?

—Llevan un escudo protector —le explicó Artemis—, que vibra a gran velocidad. Demasiado rápido para el ojo humano.

—Pero no para la cámara —señaló Mayordomo. Así era el amo Artemis. Siempre dos pasos por delante—. Ojalá me lo pudiera poner yo.

—Ojalá. Pero sí tenemos un arma suya también muy útil…

Artemis levantó con cuidado unos auriculares de la mesa de trabajo. Eran los restos del casco de Holly. Obviamente, intentar encasquetar la cabeza de Mayordomo en el casco original habría sido como intentar meter una patata en un dedal. Sólo la visera y los botones de control estaban intactos. Le había colocado provisionalmente las tiras de otro casco para que se ajustara al cráneo del sirviente.

—Éste cacharro está equipado con varios filtros. Es lógico suponer que uno de ellos es el antiescudo. Probémoslo, ¿de acuerdo?

Artemis colocó el artilugio en las orejas de Mayordomo.

—Evidentemente, con tu capacidad de visión, vas a tener varios puntos ciegos, pero eso no debería representar un problema excesivo. Y ahora, pon en marcha la cámara.

Mayordomo puso la cámara en funcionamiento mientras Artemis colocaba un filtro tras otro.

—¿Ahora?

—No.

—Y ahora…

—Todo se ha vuelto de color rojo. Ultravioleta. No veo ningún duende.

—¿Y con éste?

—No. Polaroid, creo.

—El último.

Mayordomo esbozó una sonrisa. Como un tiburón que hubiese visto un apetitoso trasero.

—Ya los tengo.

Mayordomo veía el mundo tal como era, con el equipo de Recuperación de la PES al completo campando por la arboleda.

—Hum… —exclamó Artemis—. Yo diría que es una variación estroboscópica. La frecuencia es muy alta.

—Ya veo —mintió Mayordomo.

—¿Metafórica o literalmente? —inquirió su jefe con una sonrisa.

—Exactamente.

Artemis estaba maravillado. Más chistes. Sólo le faltaba ponerse ropa de payaso y dar volteretas en el salón principal.

—Muy bien, Mayordomo. Ha llegado el momento de que hagas lo que mejor sabes hacer. Parece ser que tenemos intrusos en la propiedad…

Mayordomo se levantó. No hacían falta más instrucciones. Se aseguró las correas del casco y se dirigió con brusquedad hacia la puerta.

—Ah, Mayordomo…

—¿Sí, Artemis?

—Prefiero que les des un susto de muerte. Si es posible.

Mayordomo asintió con la cabeza.

—Si es posible.

El equipo número uno de Recuperación era el mejor y el más inteligente. El sueño de todo duende pequeño era hacerse mayor y llegar a ponerse el mono negro de camuflaje de los comandos de Recuperación. Eran los cuerpos de elite. «Camorra» era su sobrenombre. En el caso del capitán Kelp, Camorra era su nombre de pila. Había insistido en ello el día de su ceremonia de graduación, justo después de haber sido aceptado en la Academia.

Camorra condujo a su equipo por el paseo de la arboleda. Como de costumbre, se puso a la cabeza, decidido a ser el primero en entrar en la pelea si, tal como deseaba con toda su alma, llegaba el momento de pelear.

—Comprobación —susurró al micrófono que se enroscaba como una serpiente a su casco.

—Negativo en el uno.

—Nada, capitán.

—Nada de nada, Camorra.

El capitán Kelp se estremeció.

—Estamos en terreno de combate, cabo. Limítate a seguir el procedimiento habitual.

—¡Pero mamá dijo…!

—¡No me importa lo que haya dicho mamá, cabo! ¡El rango es el rango! Te referirás a mí como al capitán Kelp.

—Sí, señor capitán —contestó el cabo con gesto enfurruñado—. Pero no me pidas nunca más que te planche la túnica.

Camorra dejó abierto el canal de comunicación de su hermano y cerró los del resto del escuadrón.

—Cállate ya con lo de mamá, ¿vale? Y con respecto a la plancha… ¡Estás en esta misión sólo porque yo lo he solicitado! ¡Y ahora, empieza a actuar como un profesional o regresa al perímetro!

—Vale, Camo.

—¡Camorra! —gritó el capitán Kelp—. Es Camorra, no Camo, ni Cami. ¡Camorra! ¿De acuerdo?

—Vale. Camorra. Mamá tiene razón, eres un crío.

Soltando una palabrota tras otra de forma muy poco profesional, el capitán Kelp sintonizó el casco de nuevo en la frecuencia general, y lo hizo justo a tiempo para oír un ruido muy extraño:

—Arrkk.

—¿Qué ha sido eso?

—¿El qué?

—No sé.

—Nada, capitán.

Pero Camorra había hecho un cursillo de perfeccionamiento en Reconocimiento de Sonido para su examen de capitán y estaba seguro de que el «Arrkk» lo había provocado alguien que acababa de darse un golpe a la altura de la tráquea. Lo más probable era que su hermano se hubiese tropezado con un arbusto.

—¿Grub? ¿Estás bien?

—Soy el cabo Grub para ti.

Kelp le dio una patada brutal a una margarita.

—Comprobación. Sonido apagado en secuencia.

—Uno, sin novedad.

—Dos, bien.

—Tres, aburrido pero vivo.

—Cinco, acercándose al ala oeste.

Kelp se paró en seco.

—Esperad. ¿Cuatro? ¿Estás ahí, cuatro? ¿Cuál es tu posición?

—…………… —No se oían más que interferencias.

—De acuerdo. Cuatro ha caído. Seguramente se trata de un fallo del equipo, pero no podemos correr ningún riesgo. Agrupaos en la puerta principal.

El equipo de Recuperación Uno se reagrupó, con un poco más de sigilo que una araña. Kelp hizo un rápido recuento. Once. Sólo faltaba un miembro del equipo. Seguramente, Cuatro estaba merodeando por los rosales preguntándose por qué nadie le hablaba.

En ese momento, Camorra advirtió dos cosas: una, un par de botas asomaba por un arbusto que había junto a la puerta, y dos, había un humano gigante de pie en la entrada. La figura llevaba apoyada en la parte interior del codo un arma que tenía una pinta temible.

—Silencio todos —ordenó Kelp en un susurro, e inmediatamente once viseras de cobertura total se deslizaron hacia abajo para insonorizar los ruidos de la respiración y las comunicaciones de su escuadrón—. Bueno, que no cunda el pánico. Me parece que sé cómo se han producido los hechos. Cuatro está merodeando por la parte exterior de la puerta, el Fangoso la abre y Cuatro recibe un golpe con ella en plena cocorota aterrizando en los arbustos. Ningún problema. Nuestro camuflaje sigue intacto. Repito: intacto. Así que no os pongáis nerviosos, por favor Grub… Perdón, cabo Kelp, comprueba las constantes vitales de Cuatro. El resto, retroceded y no hagáis ruido.

El escuadrón retrocedió con cautela hasta llegar al borde del césped cuidado. La figura que tenían ante ellos era muy impresionante, sin duda el humano más grande que cualquiera de ellos hubiese visto jamás.

¡D’Arvit! —exclamó Dos entre dientes.

—Mantened el silencio por radio, salvo en caso de emergencia —ordenó Kelp—. Las palabrotas no son ninguna emergencia. —Sin embargo, por dentro Camorra estaba completamente de acuerdo con su subordinado. Ésta era una de esas veces en las que se alegraba de llevar el escudo protector. Aquél hombre parecía capaz de aplastar a media docena de duendes de un solo manotazo.

Grub regresó a su posición.

—Cuatro está estable. Tiene una conmoción, creo, pero por lo demás está bien. No lleva el escudo puesto, así que lo he escondido en los arbustos.

—Bien hecho, cabo. Una buena maniobra.

Lo último que necesitaban era que aquel humano viese las botas de Cuatro.

El hombre se movió y echó a andar pesadamente y con tranquilidad por el camino. Podía haber mirado a la derecha o a la izquierda, era difícil saberlo con aquella capucha que le tapaba los ojos. Qué raro que un humano llevase puesta una capucha en una noche tan agradable como aquella…

—Quitad los seguros —ordenó Camorra.

Se imaginó a sus hombres poniendo los ojos en blanco. ¡Como si no hubiesen quitado los seguros hacía ya media hora! Sin embargo, tenía que seguir el reglamento, por si acaso luego había que testificar ante un tribunal. Hubo una época en que Recuperación disparaba primero y respondía a las preguntas después, pero ahora ya no era así. Ahora siempre había algún civil cargado de buenas intenciones sermoneando sobre los derechos civiles. ¡Hasta en el mundo de los humanos! ¿A que era increíble?

El hombremontaña se detuvo justo en mitad del escuadrón. De haber podido verlos, habría sido la posición táctica perfecta. Sus propias armas de fuego eran prácticamente inútiles, puesto que lo más probable era que se hiciesen más daño con ellas unos a otros que al humano.

Por fortuna, el escuadrón al completo era invisible con la excepción de Cuatro, que estaba bien escondido en lo que parecía un rododendro.

—Porras eléctricas. Cargadlas.

Sólo por si acaso. No perdían nada siendo prudentes. Y cuando los agentes de la PES estaban cambiando de armas, justo en el momento en que tenían las manos ocupadas con las fundas de las pistolas, fue cuando el Fangoso habló.

—Buenas noches, caballeros —dijo al tiempo que se quitaba la capucha.

Que gracia, pensó Camorra. Era casi como si… Entonces vio las gafas improvisadas.

—¡A cubierto! —gritó—. ¡A cubierto!

Pero era demasiado tarde. No les quedaba otra opción que quedarse allí y luchar. Y esa no era una buena opción.

Mayordomo podía habérselos cargado a todos desde el parapeto. Uno por uno, con el rifle del cazador de marfil. Sin embargo, ese no era el plan. Todo consistía en causar una determinada impresión, en enviar un mensaje. Era un procedimiento estándar en todas las fuerzas policiales del mundo. Enviar primero a la carne de cañón antes de abrir negociaciones. Era casi como si esperaran encontrar algún tipo de resistencia, y para Mayordomo era todo un placer no defraudarlos.

El sirviente se asomó al buzón y cuál no sería su sorpresa cuando vio que un par de ojos ocultos tras unas gafas lo miraban a él también. La coincidencia era demasiado feliz como para dejarla pasar sin más.

—Hora de irse a la cama —anunció Mayordomo al tiempo que empujaba la puerta con un poderoso golpe de hombro.

El duende salió volando por los aires varios metros antes de aterrizar en los arbustos. Juliet iba a llevarse un gran disgusto. Le encantaban los rododendros. Uno menos. Todavía quedaban varios.

Mayordomo se puso la capucha picuda de su chaqueta de entrenamiento y salió al porche. Ahí estaban, desparramados por todas partes como un escuadrón de Action Men. De no ser por la variedad del sofisticado armamento que les colgaba del cinto, le habrían resultado hasta graciosos.

Deslizando el dedo como si tal cosa por el seguro del gatillo, Mayordomo avanzó hasta colocarse en medio del batallón. El más corpulento, el que estaba a las dos en punto, era el que daba las órdenes. Era evidente por el modo en que las cabezas se volvían hacia él.

El líder dio una orden y el comando cambió de armas para utilizar las de corto alcance. Tenía sentido, puesto que con las otras sólo habrían logrado aniquilarse unos a otros. Había llegado la hora de entrar en acción.

—Buenas noches, caballeros —dijo Mayordomo. No pudo evitarlo, y valió la pena por aquel momento de consternación. Luego sacó el arma y empezó a disparar.

El primero en caer fue el capitán Kelp, después de que un dardo con la punta de titanio le atravesara el cuello de su uniforme. Cayó al suelo lentamente como si el aire se hubiese convertido en agua. El gigante abatió a dos miembros más del escuadrón antes de que supieran qué estaba pasando.

«Debe de ser bastante traumático —dijo Mayordomo para sus adentros—, perder una ventaja con la que has contado durante siglos».

Para entonces, los supervivientes de Recuperación Uno tenían las porras eléctricas encendidas y en alto, pero cometieron el error de quedarse quietos, esperando una orden que no iba a llegar. Aquello le dio a Mayordomo la oportunidad de emprenderla contra ellos. Como si le hiciese falta más ventaja…

Aun así, el sirviente vaciló unos instantes. Aquéllos eran tan diminutos… Como niños. Entonces Grub le pinchó en el codo con su porra eléctrica y una descarga de mil voltios sacudió el pecho de Mayordomo. Toda su simpatía por aquellos enanitos se esfumó en un instante.

Mayordomo agarró la porra atacante y zarandeó el arma y a su dueño como si fueran las boleadoras de los gauchos. Grub chilló al quedar liberado y el impulso lo catapultó directamente encima de tres de sus compañeros.

Mayordomo siguió ejecutando el movimiento giratorio y dio varios puñetazos de castigo contra el pecho de dos duendes más. Otro de ellos se le encaramó a la espalda y empezó a golpearle repetidas veces con la porra. Mayordomo cayó de espaldas encima de su agresor. Se oyó un crujido y los golpes cesaron.

De repente, sintió que le clavaban el cañón de un arma debajo de la barbilla. Uno de los miembros de Recuperación había conseguido desenfundar su arma.

—Quieto, Fangoso —le ordenó una voz filtrada por el casco. Aquélla arma parecía cosa seria, con un líquido refrigerante que burbujeaba por toda su longitud—. Sólo tienes que darme una razón para dispararte.

Mayordomo puso los ojos en blanco. Puede que fuesen una raza diferente, pero las bravuconadas de machito eran las mismas. Se quitó al duende de encima de un manotazo. Para el hombrecillo, aquello debió de ser como si el cielo entero le hubiese aplastado la cabeza.

—¿Te parece, ésa, razón suficiente?

Mayordomo se levantó. Los cuerpos de los duendes estaban desparramados a su alrededor en diversos estados de shock e inconsciencia. Asustados, desde luego. Muertos, probablemente no. Misión cumplida.

Sin embargo, uno de los enanitos se estaba haciendo el muerto. Saltaba a la vista por el modo en que le temblaban las rodillas. Mayordomo lo agarró por el cuello, juntando el dedo gordo y el índice con facilidad en la espalda del gnomo.

—¿Nombre?

—G… Grub…, digo…, cabo Kelp.

—Muy bien, cabo, dile a tu comandante que la próxima vez que vea entrar a sus fuerzas armadas en esta propiedad, los aniquilaré con francotiradores. Nada de dardos la próxima vez. Proyectiles a prueba de chaquetas antibalas.

—Sí, señor. Francotiradores. Entendido. Parece justo.

—Bien. Sin embargo, tenéis permiso para retirar a vuestros heridos.

—Muy generoso por su parte.

—Pero si veo aunque sea el brillo de un arma en cualquiera de los médicos, puede que sienta la tentación de hacer detonar unas cuantas de las minas que he plantado en el terreno.

Grub tragó saliva y fue palideciendo por momentos detrás de la visera.

—Médicos desarmados. Claro como el agua.

Mayordomo dejó al enano en el suelo y le desempolvó la túnica con sus dedos enormes.

—Y ahora, una última cosa, ¿estás escuchando?

El duende asintió frenéticamente.

—Quiero un negociador. Alguien que pueda tomar decisiones. No quiero a ningún segundón que tenga que volver corriendo a la base después de discutir cualquier exigencia. ¿Lo has entendido?

—Ningún problema. Bueno, no creo que haya ningún problema. Por desgracia, yo sólo soy uno de esos segundones, que verá, lo cierto es que no puedo garantizarle que no vaya a haber ningún problema…

Mayordomo sintió una enorme tentación de enviar a aquel enanito de vuelta a su base de una patada en el trasero.

—Muy bien. Lo entiendo, pero… ¡cierra el pico!

Grub estuvo a punto de decir algo para darle la razón, pero cerró la boca y asintió con la cabeza.

—Así me gusta. Ahora, antes de irte, recoge todas las armas y los cascos y haz un montoncito con ellos justo aquí.

Grub inspiró hondo. Bueno, por qué no morir como un héroe…

—No puedo hacer eso que me pide.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no?

Grub se irguió al máximo para parecer más alto.

—Un agente de la PES nunca entrega su arma al enemigo.

Mayordomo asintió.

—Me parece justo, pero tenía que intentarlo. Entonces, vete ya.

Casi sin creer la suerte que había tenido, Grub se escabulló a toda prisa hacia la torre de mando. Era el último duende que quedaba en pie. Camorra estaba roncando en la gravilla, pero él, Grub Kelp, se había enfrentado al Monstruo Fangoso. «Espera a que mamá se entere…».

Holly se agachó junto a la orilla de la cama con los dedos en roscados en la base metálica. La levantó despacio, haciendo recaer todo el peso en sus brazos. El esfuerzo amenazó con desencajarle los codos. Sostuvo el armazón en el aire un segundo y luego lo dejó caer al suelo de cemento. Alrededor de sus rodillas se formó una bonita nube de astillas y polvo.

—Bien —murmuró.

Holly miró a la cámara. Sin duda, la estaban vigilando. No tenía tiempo que perder. Flexionó los dedos, repitiendo la maniobra una y otra vez hasta que la base de acero le dejó unas marcas profundas en las articulaciones de los dedos. Con cada nuevo impacto, cada vez se levantaban más astillas del suelo fresco.

Al cabo de unos momentos, la puerta de la celda se abrió de golpe y Juliet entró en la habitación.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, lanzando un suspiro—. ¿Es que intentas echar abajo la casa?

—¡Tengo hambre! —gritó Holly—. Y estoy harta de hacer señales a esa cámara estúpida. ¿Es que aquí no dais de comer a los prisioneros? ¡Quiero algo de comida!

Juliet apretó el puño. Artemis le había advertido que fuese amable, pero su paciencia tenía un limite.

—No hace falta que grites. Bueno, ¿qué coméis los duendes?

—¿Tienes carne de delfín? —preguntó sarcásticamente.

Juliet sintió un escalofrío.

—¡No, claro que no, bestia inmunda!

—Entonces, fruta. O verdura. Y asegúrate de que esté bien lavada. No quiero que ninguno de vuestros productos químicos venenosos me pase a la sangre.

—Ja, ja, qué graciosa eres… No te preocupes, cultivamos todos nuestros productos de manera natural. —Juliet se detuvo de camino a la puerta—. Y que no se te olviden las reglas. No intentes escaparte de la casa. Y tampoco hace falta que rompas los muebles. No hagas que te demuestre mis habilidades.

En cuanto dejó de oír los pasos de Juliet, Holly empezó a golpear la cama contra el suelo de cemento. Ése era el truco con los duendes: había que dar las instrucciones cara a cara, mirándolos a los ojos, y tenían que ser instrucciones muy precisas. Decir simplemente que no hacía falta hacer una cosa no era prohibir a un elfo que lo hiciese, al menos no en sentido literal. Y otra cosa: Holly no tenía ninguna intención de escaparse de la casa, lo cual no quería decir que no fuese a salir de la celda.

Artemis había añadido otro monitor a la mesa de trabajo. Éste estaba conectado a una cámara en la habitación del desván de Angeline Fowl. Encontró un momento para ver qué hacía su madre. A veces le molestaba haber instalado una cámara en su habitación porque era casi como estar espiándola, pero era por su propio bien. Siempre existía el peligro de que se hiciese daño a sí misma. En ese momento estaba durmiendo apaciblemente, después de ingerir el somnífero que Juliet le había dejado en la bandeja. Todo como parte del plan. Una parte vital, como se verá después.

Mayordomo entró en la sala de control. Llevaba en la mano un puñado de trastos pertenecientes a los duendecillos, y se estaba frotando el cuello.

—Malditos enanos traviesos…

Artemis levantó la vista de la hilera de monitores.

—¿Has tenido algún problema?

—Nada importante, pero estas porras de aquí producen unas descargas bastante dolorosas. ¿Cómo está nuestra prisionera?

—Bien. Juliet le está preparando algo de comer. Me temo que la capitana Canija está perdiendo la chaveta.

En la pantalla, Holly estaba golpeando el catre contra el suelo de cemento.

—Es comprensible —comentó el sirviente—. Imagina su frustración. No es que pueda cavar un túnel para escaparse, precisamente.

Artemis sonrió.

—No. Toda la casa está construida sobre cimientos de piedra caliza. Ni siquiera un enano podría cavar un túnel para escapar de aquí. Ni para entrar.

Lo cual era un error, como se demostró después. Craso error. Un momento histórico para Artemis Fowl.

La PES disponía de diversos procedimientos para emergencias como aquélla. Había que reconocer que entre ellos no se incluía que el Escuadrón de Recuperación fuese machacado por un solo enemigo, pero eso sólo hacía el siguiente paso mucho más urgente sobre todo ahora que una débil luz anaranjada comenzaba a teñir el horizonte.

—¿Listos para entrar en acción? —rugió Remo a su micrófono, como si este no fuese sensible a los susurros.

«Listos para entrar en acción», pensó Potrillo mientras sujetaba con un cable la última parabólica en una torre de vigilancia. Aquéllos militares y sus frasecitas en argot. «Listos para entrar en acción, armados, sí señor; no sé lo que hago pero obedecer es mi obligación. Siempre tan inseguros…».

—No hace falta que grite, comandante —dijo en voz alta—. Éstos auriculares son capaces de captar el ruido de una araña rascándose en Madagascar.

—¿Y hay una araña rascándose en Madagascar?

—Pues… no lo sé. La verdad es que no pueden…

—¡Bueno, deja ya de cambiar de tema, Potrillo, y responde a la pregunta!

El centauro frunció el ceño. El comandante se lo tomaba todo al pie de la letra. Conectó el cable del módem de la parabólica a su portátil.

—De acuerdo. Estamos… listos para entrar en acción.

—Pues ya era hora. Bien, dale al interruptor.

Por tercera vez en otros tantos momentos, Potrillo apretó sus dientes caballunos. Era, sin duda alguna, el típico genio infravalorado. «Dale al interruptor, por favor». Remo no poseía la capacidad craneal para valorar lo que estaba intentando hacer en esa misión.

Detener el tiempo no era sólo una cuestión de apretar el botón de «ON», sino que había toda una serie de procedimientos muy delicados que debían realizarse con la máxima precisión. De lo contrario, la zona de detención podía acabar como un vertedero de cenizas y radioactividad.

Si bien era cierto que los duendes llevaban milenios deteniendo el tiempo, pero en aquella época, con la comunicación por satélite e Internet, los humanos podían notar si una zona había permanecido detenida en el tiempo durante un par de horas. Hubo una época en que podían cubrir un país entero con un manto de parada de tiempo y los Fangosos creían simplemente, que los dioses estaban enfadados. Pero ahora las cosas eran distintas. En la era de la tecnología y el progreso, los humanos tenían instrumentos para medirlo todo, por lo que si había que realizar una maniobra para parar el tiempo, lo mejor era que fuese elaborada y precisa.

Antiguamente, cinco esclavos elfos formaban un pentágono alrededor del objetivo y arrojaban un escudo mágico sobre él que detenía el tiempo de forma provisional dentro del recinto encantado.

El método solía funcionar la mayoría de las veces, siempre y cuando a los esclavos no les diesen ganas de ir al baño. Muchos asedios se habían perdido por culpa de un elfo que había bebido más vino de la cuenta. Además, los esclavos se cansaban muy deprisa, y se les dormían los brazos. En un día bueno, tal vez conseguías una hora y media, lo cual ni si quiera merecía tanto esfuerzo, dicho sea de paso.

Fue idea de Potrillo mecanizar todo el procedimiento. Había equipado a los esclavos con baterías de litio y luego había instalado una red de antenas parabólicas receptoras alrededor del área en cuestión. ¿Parece simple? Bueno, pues no lo era. Sin embargo, aquello tenía sus ventajas. En primer lugar, se acabaron las subidas de tensión. Las baterías no necesitaban demostrar unas a otras quién era la más fuerte. Se podía calcular exactamente cuántas células de energía se necesitaban, y la duración de los asedios se podía ampliar hasta ocho horas.

La casualidad quiso que la finca de los Fowl fuese el lugar idóneo para una parada de tiempo: aislado y con unos límites bien definidos. ¡Pero si hasta disponía de torres elevadas para colocar las antenas! Era casi como si Artemis Fowl quisiese que detuvieran el tiempo… El dedo de Potrillo vaciló unos instantes encima del botón. ¿Sería posible? Al fin y al cabo, el jovencísimo humano había ido por delante de ellos todo este tiempo.

—¿Comandante?

—¿Ya estamos conectados?

—No exactamente. Hay algo que…

La reacción de Remo por poco hace estallar los bafles del auricular de Potrillo.

—¡Potrillo! ¡No hay nada! No quiero oír ninguna tus ideas brillantes, muchísimas gracias. ¡La vida de la capitana Canija está en peligro, así que pulsa ese botón antes de que me suba a la torre y lo pulse yo mismo con tu cabeza!

—¡Qué susceptible! —exclamó Potrillo, y pulsó el botón.

El teniente Cudgeon consultó su lunómetro.

—Tienes ocho horas.

—Ya sé cuánto tiempo tengo —gruñó Remo—. Y deja ya de seguirme. ¿No tienes trabajo que hacer?

—De hecho, ahora que lo dices, tengo que armar una biobomba.

Remo se encaró con él.

—No me hagas enfadar, teniente. Tener que oír tus comentarios cada dos por tres no me ayuda a concentrarme. Haz lo que creas que tengas que hacer, pero prepárate para defender tus decisiones ante un tribunal. Si esto sale mal, van a rodar cabezas.

—Y que lo digas —masculló Cudgeon—, pero la mía no va ser una de ellas.

Remo examinó el cielo. Un manto de color azul brillante había descendido sobre la propiedad de los Fowl. Bien. Estaban en el limbo. Fuera de la muralla, la vida seguía a un ritmo frenético, pero si a alguien se le ocurría acercarse hasta allí, en lugar de los muros fortificados y la verja alta, encontraría el lugar desierto, con sus ocupantes atrapados en el pasado.

Así pues, durante las ocho horas siguientes, reinaría la penumbra en el territorio Fowl. Después de aquello, Remo no podría garantizar la seguridad de Holly. Dada la gravedad de la situación, era más que probable que Cudgeon obtuviese el visto bueno para volar por los aires todo el lugar con su biobomba. Remo ya había visto un lavado azul alguna vez. Ningún ser vivo escapaba con vida, ni siquiera las ratas.

Remo alcanzó a Potrillo en la base de la torre Norte. El centauro había aparcado una lanzadera junto a la pared de un metro de grosor. El área de trabajo ya era un embrollo de cables enmarañados y vibrantes transmisiones por fibra óptica.

—¿Potrillo? ¿Estás aquí?

La cabeza de aluminio del centauro surgió de las entrañas de un disco duro destripado.

—Estoy aquí, comandante. Supongo que ha venido a pulsar un botón con mi cabeza.

Remo estuvo a punto de echarse a reír.

—No me digas que esperas que me disculpe, Potrillo. Hoy ya he gastado mi cupo de disculpas, y ha sido con un amigo de toda la vida.

—¿Se refiere a Cudgeon? Perdóneme, comandante, pero yo no malgastaría mis disculpas con el teniente. Él no malgastará ninguna con usted cuando le clave un puñal por la espalda.

—Te equivocas con él. Cudgeon es un buen agente. Un poco impaciente, eso desde luego, pero hará lo correcto cuando llegue el momento.

—Lo correcto para él tal vez. No creo que Holly se encuentre a la cabeza de su lista de prioridades.

Remo no respondió. No podía.

—Y otra cosa: tengo la ligera sospecha de que el joven Artemis Fowl quería que parásemos el tiempo desde el principio. Al fin y al cabo, le hemos estado siguiendo el juego todo este tiempo.

Remo se frotó las sienes.

—Eso es imposible. ¿Cómo iba a saber el humano lo de la parada de tiempo? Además, no es el momento para teorías, Potrillo. Tengo menos de ocho horas para resolver este lío, así que, ¿qué tienes para mí?

Potrillo se acercó a un estante sujeto a la pared con toda clase de equipamiento.

—Nada de armamento pesado, eso seguro. No después de lo que les ha pasado a Recuperación Uno. Nada de cascos tampoco: ese Fangoso brutote parece hacer colección. No para demostrar nuestra buena fe, vamos a enviarle desarmado y sin escudo.

Remo soltó un bufido.

—¿De qué manual has sacado eso?

—Es el procedimiento operativo estándar. Fomentando la confianza se acelera la comunicación.

—¡Deja ya de citar frases célebres y dame algo con lo que disparar!

—Haga lo que quiera —respondió Potrillo lanzando un suspiro y escogiendo del estante lo que parecía un dedo.

—¿Qué es eso?

—Es un dedo. ¿Qué parece?

—Un dedo —admitió Remo.

—Sí, pero no es un dedo cualquiera. —Miró a su alrededor para asegurarse de que no los veía nadie—. En la punta lleva un dardo a presión. Sólo podrá dispararlo una vez. Cuando presione el nudillo con el dedo gordo, alguien se quedará dormido ipso facto.

—¿Por qué no lo he visto antes?

—Es un invento que llevamos en secreto…

—¿Y? —preguntó Remo con aire suspicaz.

—Bueno, ha habido varios accidentes…

—Cuéntamelo, Potrillo.

—Nuestros agentes se olvidan de que lo llevan puesto.

—Quieres decir que se disparan a sí mismos.

Potrillo asintió con gesto abatido.

—Uno de nuestros mejores duendes se estaba hurgando la nariz en ese momento. Estuvo tres días en cuidados intensivos.

Remo se enroscó el artilugio en el dedo índice, donde inmediatamente adoptó la forma y el color del dedo original.

—No te preocupes, Potrillo. No soy del todo idiota. ¿Algo más?

Potrillo descolgó lo que parecía un culo de goma del estante con el equipo.

—¡Me estás tomando el pelo! ¿Para qué sirve eso?

—Para nada —admitió el centauro—, pero la gente se ríe mucho con él en las fiestas.

Remo soltó una carcajada. Y luego otra. Aquello era todo un récord para él.

—Bueno, se acabaron las frivolidades. ¿Me vas a conectar?

—Naturalmente. Una cámara en el iris. ¿De qué color? —Escrutó los ojos del comandante—. Hum. Marrón barro. —Escogió una ampollita del estante y extrajo la lente de contacto electrónica de una cápsula de liquido. Separando los párpados superior e inferior del comandante con el dedo índice y el pulgar, le insertó la iris-cam—. Puede que esto le irrite el ojo. Intente no restregárselo o la cámara podría acabar en la parte posterior. Entonces estaríamos viéndole el interior de la cabeza, y ahí no hay nada interesante, como sabe todo el mundo.

Remo parpadeó y se aguantó las ganas de frotarse el ojo, lloroso.

—¿Eso es todo?

Potrillo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Eso es todo lo que podemos arriesgar.

El comandante asintió de mala gana. Notaba la cadera demasiado ligera sin el peso de su fulminador de tres cañones.

—De acuerdo. Supongo que este asombroso dedo-dardo servirá. Te lo digo en serio, Potrillo, como este cacharro me explote en la cara, te enviaré en la próxima lanzadera de vuelta a Refugio.

El centauro soltó una carcajada.

—Tenga cuidado cuando vaya al lavabo.

A Remo no le hizo ninguna gracia. Había cosas con las que no se podía bromear.

El reloj de Artemis se había parado. Era como si Greenwich hubiese desaparecido. «O tal vez somos nosotros los que hemos desaparecido», reflexionó. Comprobó la CNN. Se había congelado. Una fotografía de Riz Khan temblequeaba ligera mente en la pantalla. Artemis no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. Lo habían hecho, tal como decía el Libro: la PES acababa de detener el tiempo. Todo evolucionaba según el plan.

Había llegado el momento de comprobar una teoría. Artemis acercó la silla a la hilera de monitores y conectó la Mam-Cam en el monitor principal de setenta centímetros. Angeline Fowl ya no estaba en la chaise longue. Artemis echó un vistazo con la cámara por toda la habitación. Estaba vacía. Su madre se había ido, había desaparecido. Sonrió de oreja a oreja. Perfecto. Tal como él sospechaba.

A continuación, Artemis dedicó su atención a Holly Canija. Otra vez estaba golpeando la cama. A ratos se levantaba del colchón y pegaba puñetazos contra la pared con los puños desnudos. Tal vez fuese algo más que frustración. ¿Y si no estaba tan loca como parecía? Le dio unos golpecitos al monitor con un dedo delgadísimo.

—¿Qué te propones, capitana? ¿Cuál es tu plan?

Lo distrajo un movimiento en el monitor de la arboleda.

—Por fin —exclamó entre dientes—. Empieza la acción.

Una figura avanzaba por el paseo central, pequeña pero imponente pese a todo. También iba sin escudo. Se acabó jugar al ratón y al gato, entonces. Artemis pulsó el botón del intercomunicador.

—Tenemos una visita. Iré a recibirlo. Tú vuelve aquí y supervisa las cámaras de vigilancia.

La voz de Mayordomo respondió con acento metálico a través del altavoz.

—Recibido. Ahora mismo voy para allá.

Artemis se abotonó la chaqueta de diseño exclusivo y se detuvo ante el espejo para retocarse la corbata. El truco de toda negociación consistía en llevar siempre las mejores cartas y, aunque no fuese así, aparentar que las llevabas.

Artemis echó mano a su cara más siniestra. «Malvado —se dijo a sí mismo—, malvado pero muy inteligente. Y decidido, no olvides parecer decidido. —Puso la mano en el tirador de la puerta—. Y ahora, cuidado. Inspira hondo y trata de no pensar en la posibilidad de que puedas haber calculado mal las consecuencias de la situación y estés a punto de recibir un tiro en la cabeza. Uno, dos, tres». Abrió la puerta.

—Buenas noches —dijo, con la actitud del perfecto anfitrión, aunque un anfitrión siniestro, malvado, inteligente y decidido.

Remo estaba de pie en la puerta con las manos arriba, el gesto universal que equivalía a decir: «Mira, no voy armado».

—¿Eres Fowl?

—Artemis Fowl, a su servicio. ¿Y usted es…?

—El comandante Remo de la PES. Bien, ahora que ya sabemos cómo se llama cada cual, ¿podemos empezar de una vez con esto?

—Por supuesto.

Remo decidió probar suerte.

—Entonces, sal aquí fuera, donde pueda verte.

Artemis endureció el gesto.

—¿Es que no ha aprendido nada de mis demostraciones? ¿El barco? ¿Los comandos? ¿Voy a tener que matar a alguien o qué?

—No —se apresuró a decir Remo—. Yo sólo…

—Usted sólo quería hacerme salir afuera para poder apresarme y luego hacer un canje de rehenes, ¿a que sí? Por favor comandante Remo, utilice otra táctica o envíe a alguien inteligente.

Remo sintió que la sangre afluía a sus mejillas.

—Escúchame, mocoso…

Artemis sonrió, al mando de nuevo.

—Comandante, no es una buena técnica de negociación perder los nervios sin ni siquiera habernos sentado a la mesa.

Remo inspiró hondo varias veces.

—De acuerdo. Como tú digas. ¿Dónde prefieres que tengamos las conversaciones?

—Dentro, por supuesto. Tiene mi permiso para entrar, pero recuerde: la vida de la capitana Canija está en sus manos. Tenga cuidado con ella.

Remo siguió a su anfitrión por el vestíbulo abovedado. Varias generaciones de Fowl lo observaban desde sus retratos clásicos. Atravesaron una puerta de roble con vidrieras que conducía a una sala de reuniones alargada. Había dos sitios preparados en la mesa redonda con cuadernos de notas, ceniceros y jarras de agua.

A Remo le alegró ver los ceniceros e inmediatamente extrajo un habano a medio fumar de su chaleco.

—Puede que no seas tan bárbaro, después de todo —comentó lanzando un gruñido y exhalando una enorme nube de humo verde. El comandante hizo caso omiso de las jarras de agua y en su lugar se sirvió un trago de un líquido morado de una petaca. Dio un sorbo prolongado, eructó y se sentó.

—¿Preparado? —Artemis ordenó sus notas, como un locutor de informativos—. Ésta es la situación tal como yo la veo: dispongo de los medios para revelar al mundo su existencia subterránea, y usted no puede impedírmelo; de modo que, básicamente, lo que pido es un precio razonable.

Remo escupió un trozo de tabaco de setas.

—¿Crees que puedes distribuir toda esa información por Internet así, sin más?

—Bueno, no inmediatamente, no mientras tenga efecto la parada de tiempo.

Remo se atragantó con el humo. Su mejor baza. Hizo un ruido sordo.

—Bueno, si sabes lo de la parada del tiempo, supongo que sabes también que estás completamente incomunicado con mundo exterior. En realidad, no puedes hacer absolutamente nada.

Artemis garabateó unas notas en el cuaderno.

—Vamos a ver si nos ahorramos un poco de tiempo. Estoy empezando a hartarme de sus faroles estúpidos. En caso de abducción, la PES envía primero uno de los mejores equipos de Recuperación para recobrar lo que han perdido. Eso ya lo han hecho. Permítame que me ría. ¿Uno de los mejores equipos? La verdad, una patrulla de boy scouts armados con pistolas de agua los podría haber derrotado sin problemas.

Remo estaba que echaba chispas, así que la tomó con colilla de su habano.

—El siguiente paso oficial es la negociación. Y finalmente, cuando el límite de tiempo de ocho horas está a punto de expirar, si no se puede alcanzar ningún acuerdo, se hace detonar una biobomba dentro de los límites del campo temporal.

—Pareces saber un montón de cosas sobre nosotros, señor Fowl. Supongo que no me vas a decir cómo…

—Correcto.

Remo aplastó los restos de su habano en el cenicero de cristal.

—Bien, vayamos al grano, entonces. ¿Cuáles son tus exigencias?

—Una exigencia. En singular.

Artemis le pasó el cuaderno de notas por encima de la mesa reluciente. Remo leyó lo que había escrito allí.

—Una tonelada de oro de veinticuatro quilates. En lingotes pequeños y sin marcar. Tiene que ser una broma.

—No, no es ninguna broma.

Remo se adelantó en la silla.

—¿Es que no lo ves? Tu situación es insostenible, O nos devuelves a la capitana Canija o nos veremos obligados a mataros a todos. No hay término medio. No negociamos, esa es la verdad. Sólo estoy aquí para explicarte los hechos.

Artemis esbozó su sonrisa de vampiro.

—Ya, pero va a negociar conmigo, comandante.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te hace tan especial?

—Soy especial porque sé cómo escapar del campo temporal.

—Imposible —bramó Remo—. Eso no se puede hacer.

—Ya lo creo que se puede. Confíe en mí, todavía no me he equivocado.

Remo arrancó la primera página del cuaderno y se la guardó en el bolsillo.

—Tendré que pensarlo.

—Tómese el tiempo que necesite. Nos quedan ocho horas…, perdón, siete horas y media. Luego, se habrá acabado el tiempo para todo el mundo.

Remo se quedó un largo rato en silencio, tamborileando con las uñas en la superficie de la mesa. Inspiró hondo para decir algo, pero lo pensó mejor y se levantó de golpe.

—Estaremos en contacto. No te preocupes, encontraré la salida.

Artemis retiró la silla hacia atrás.

—Está bien, pero recuerde: nadie de su raza tiene permiso para entrar aquí mientras yo esté vivo.

Remo avanzó por el vestíbulo, volviendo la cabeza para contemplar los óleos. Lo mejor era marcharse ahora y procesar la nueva información. Sin duda, el chico Fowl era un oponente muy escurridizo, pero estaba cometiendo un error básico: dar por sentado que Remo iba a seguir las reglas de juego. Sin embargo, Julius Remo no había conseguido sus galones de comandante por seguir las reglas de un libro. Había llegado el momento de poner en práctica otros métodos menos ortodoxos.

Los expertos estaban revisando la cinta de vídeo de la iriscam de Remo.

—¿Ven eso de ahí? —señaló el profesor Cumulus, un especialista en ciencias del comportamiento—. Ése tic. Está mintiendo.

—Tonterías —repuso el doctor Argon, un psicólogo de debajo de Estados Unidos—. Le pica el ojo, eso es todo. Le pica, por eso se rasca. No veo nada siniestro en eso.

Cumulus se dirigió a Potrillo.

—¿Lo ves? ¿Cómo se supone que puedo trabajar con este charlatán?

—Hechicero —replicó Argon.

Potrillo levantó sus manos peludas.

—Caballeros, por favor. Necesitamos un poco de consenso. Un perfil concreto.

—Es inútil —respondió Argon—. No puedo trabajar en estas condiciones.

Cumulus se cruzó de brazos.

—Si él no puede, yo tampoco.

Remo entró por las puertas dobles de la lanzadera. Su tez estaba más roja de lo habitual.

—Ése humano nos está toreando. No pienso tolerarlo. Bueno, ¿qué dicen nuestros expertos de la cinta?

Potrillo se apartó a un lado para que Remo tuviese más espacio para emprenderla con los supuestos expertos.

—Al parecer, no pueden trabajar en estas condiciones.

Remo entrecerró los ojos, colocando a su presa en el punto de mira.

—¿Cómo dices?

—El buen doctor es un imbécil —señaló Cumulus, que no estaba familiarizado con el temperamento del comandante.

—¿Qué… que… que soy un imbécil? —tartamudeó Argon, que tampoco conocía el mal genio del comandante—. ¿Y tú qué, duende cavernario? Basando tus absurdas interpretaciones en el más inocente de los gestos…

—Ése chico está hecho un manojo de nervios. Salta a la vista que está mintiendo. Es de cajón.

Remo dejó caer un puño apretado sobre la mesa, que dibujó una telaraña de grietas sobre la superficie.

—¡Silencio!

Y se hizo silencio. Inmediatamente.

—Vamos a ver, a ustedes dos, expertos, se les paga un bonito sueldo por hacer su trabajo, ¿correcto?

La pareja hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, con miedo de hablar para no romper la regla de silencio.

—Éste puede ser el caso de sus vidas, así que quiero que se concentren bien concentrados, ¿entendido?

Más movimientos afirmativos.

Remo se quitó la cámara de su ojo lloroso.

—Córrela hacia delante, Potrillo. Hacia el final.

La cinta avanzó hacia delante de forma irregular. En la pantalla, Remo seguía al humano a la sala de reuniones.

—Ahí. Párala ahí. ¿Puedes hacer un zoom sobre su cara?

—¿Puedo hacer un zoom sobre su cara? —se burló Potrillo—. ¿Puede un enano robarle la telaraña a una araña?

—Sí —contestó Remo.

—En realidad, era una pregunta retórica.

—No necesito lecciones de gramática, Potrillo. Limítate a hacer ese zoom, ¿quieres?

A Potrillo le rechinaron sus dientes inmensos.

—Vale, jefe. Allá va.

Los dedos del centauro aporrearon el teclado a una velocidad vertiginosa. El rostro de Artemis se amplió hasta ocupa la totalidad de la pantalla de plasma.

—Les aconsejo que estén atentos —dijo Remo al tiempo que les apretaba los hombros a los expertos—. Éste es un momento fundamental en sus carreras.

—Soy especial —articuló la boca de la pantalla—, porque sé cómo escapar del campo temporal.

—Y ahora, díganme —ordenó Remo—, ¿está mintiendo?

—Vuelva a pasar la imagen —pidió Cumulus—. Enséñeme los ojos.

Argon asintió.

—Sí. Sólo los ojos.

Potrillo golpeó unas cuantas teclas más y los penetrante ojos azules de Artemis inundaron la pantalla.

—Soy especial —repitió la voz humana—, porque sé cómo escapar del campo temporal.

—¿Y bien? ¿Está mintiendo?

Cumulus y Argon se miraron el uno al otro. Cualquier rastro de antagonismo había desaparecido.

—No —respondieron de forma simultánea.

—Está diciendo la verdad —añadió el especialista en comportamiento.

—O al menos —aclaró el psicólogo—, cree que está diciendo la verdad.

Remo se enjuagó el ojo con una solución limpiadora.

—Eso creía yo. Cuando miré a ese humano a la cara, pensé que era un genio o un loco.

Los fríos ojos de Artemis los observaban desde la pantalla.

—¿Y qué es? —inquirió Potrillo—. ¿Un genio o un loco?

Remo cogió su fulminador de tres cañones del estante de las armas.

—¿Cuál es la diferencia? —respondió, al tiempo que se sujetaba su arma de confianza a la cadera—. Consígueme una línea exterior con El. Ése tal Fowl parece conocer todas nuestras reglas, así que ha llegado la hora de romper unas cuantas.