DESAPARECIDA EN COMBATE
EL COMANDANTE Remo estaba dando chupadas a un puro de setas especialmente nocivo para la salud. Varios miembros del equipo de Recuperación habían estado a punto de perder el conocimiento por su culpa en la lanzadera: hasta el hedor que despedía el trol esposado era gloria en comparación con aquel olor. Por supuesto, nadie decía nada porque el jefe era más sensible que un forúnculo en el agujero del trasero.
A Potrillo, por el contrario, le encantaba meterse con su superior.
—¡Nada de habanos apestosos de esos suyos aquí dentro, comandante! —rebuznó en cuanto Remo regresó a la base de operaciones—. ¡A los ordenadores no les gusta el humo!
Remo frunció el ceño, convencido de que Potrillo se lo estaba inventando. Sin embargo, el comandante no estaba dispuesto a arriesgarse a sufrir un fallo en los ordenadores en plena alarma, así que apagó el puro en la taza de café de un gremlin que pasaba por allí.
—¿Y bien, Potrillo? ¿Por qué ha saltado esa alarma? Y será mejor que tengas una buena explicación esta vez.
El centauro tenía la mala costumbre de exagerar ante auténticas trivialidades. Una vez había activado la alerta máxima porque sus estaciones de satélites humanos no funcionaban.
—Es buena, muy buena —le aseguró Potrillo—. ¿O debería decir que es por una mala razón, muy mala?
Remo sintió cómo la úlcera de su intestino empezaba a burbujear como un volcán.
—¿Cómo de mala?
Potrillo señaló Irlanda en el Eurosat.
—Hemos perdido el contacto con la capitana Canija.
—¿Por qué será que no me sorprende? —gruñó Remo, enterrando la cabeza en sus manos.
—La seguimos durante todo el camino por los Alpes.
—¿Los Alpes? ¿Es que siguió una ruta terrestre?
Potrillo hizo un gesto afirmativo.
—Va en contra del reglamento, ya lo sé, pero todo el mundo lo hace.
El comandante asintió sin dejar de gruñir. ¿Quién podía resistirse a una vista como aquélla? Cuando era un novato, le habían abierto un expediente precisamente por esa infracción.
—Vale. Sigue. ¿Cuándo la perdimos?
Potrillo abrió una caja VT en la pantalla.
—Éstas son las señales de la unidad del casco de Holly. Aquí estamos sobrevolando Disneyland París…
El centauro apretó el botón de avance rápido.
—Ahora delfines, bla, bla, bla… La costa irlandesa. Sin problemas por el momento. Mira, su localizador se pone en movimiento. La capitana Canija escanea el terreno en busca de lugares mágicos. El punto cincuenta y siete aparece en rojo, así que se dirige hacia allí.
—¿Por qué no Tara?
Potrillo soltó una risotada.
—¿Tara? Todos los duendes hippies del hemisferio Norte estarán danzando alrededor de la Lia Fáil cuando salga la luna llena. Habrá tantos escudos protectores activados que el sitio parecerá un espejismo.
—Bueno —repuso Remo apretando los dientes—, sigue explicándome lo ocurrido, ¿quieres?
—De acuerdo. Ahora, atento. —Potrillo avanzó varios minutos de cinta—. Ahora. Aquí viene la parte interesante… Un buen aterrizaje, cuelga las alas. Holly se quita el casco…
—En contra del reglamento —le interrumpió Remo—. Lo agentes de la PES nunca deben quitarse…
—Los agentes de la PES nunca deben quitarse el casco protector estando en la superficie, a menos que dicho casco sea defectuoso —completó Potrillo—. Sí, comandante, todos sabemos lo que dice el manual, pero ¿me está diciendo que nunca ha inhalado una bocanada de aire fresco después de varias horas de vuelo?
—No —admitió Remo—. ¿Quién eres tú? ¿Su hada madrina o algo así? ¡Ve a la parte Importante!
Potrillo se tapó con la mano una sonrisita burlona. Subirle la presión sanguínea a Remo era uno de los escasos placeres de su trabajo. Nadie más se atrevía a hacerlo, porque todos los demás eran prescindibles. Pero no Potrillo: era él quien había diseñado y construido el sistema, y si alguien intentaba sabotearlo, un virus oculto haría que al pirata informático se le desintegrasen sus puntiagudas orejillas.
—La parte importante. Aquí está, mire. De repente, Holly tira el casco. Debe de caer al suelo con el objetivo hacia abajo, porque perdemos la imagen. Pero todavía tenemos sonido, así que ahora lo activo.
Potrillo subió el volumen de la señal de audio y eliminó el ruido de fondo.
—La calidad no es muy buena. El micrófono está en la cámara, así que también está enterrado en el suelo.
—¡Bonita cerbatana! —exclamó una voz. Humana, definitivamente. Y grave, además. Eso, por lo general, significaba que era un humano de grandes dimensiones. Remo arqueó una ceja.
—¿Cerbatana?
—Arma en argot.
—Ah. —En ese momento reparó en la importancia de una frase tan simple—. ¡Canija sacó su arma!
—Espere. La cosa, se pone aún más fea.
—Supongo que no cabe contar con la posibilidad de una rendición pacífica, ¿verdad? —dijo una segunda voz.
Sólo con oírla, al comandante le entraron escalofríos.
—No —continuó la voz—, supongo que no.
—Esto no tiene buena pinta —señaló Remo con el rostro inusitadamente pálido—. Parece como si le hubieran tendido una trampa. Ésos dos matones la estaban esperando. ¿Cómo es posible?
Entonces la voz de Holly se oyó a través del altavoz, hablando con un descaro muy propio de ella en situaciones de peligro. El comandante lanzó un suspiro de alivio. Al menos estaba viva. Sin embargo, la situación empeoraba a medida que las dos partes se intercambiaban amenazas y el segundo humano hacía gala de unos conocimientos muy poco corrientes acerca del mundo de los seres mágicos.
—¡Sabe lo del Ritual!
—Ahora viene lo peor.
Remo se quedó estupefacto.
—¿Lo peor?
Se oyó la voz de Holly de nuevo, esta vez equipada con el encanta.
—¡Ahora es cuando los aniquila! —exclamó Remo con voz triunfante.
Pero, por lo visto, no había sido así. El encanta no sólo había sido del todo inútil, sino que además la extraña pareja parecía encontrarlo gracioso.
—Eso es todo lo que tenemos de Holly —explicó Potrillo—. Uno de los humanos toquetea un poco la cámara y luego perdemos el contacto.
Remo se frotó las arrugas del entrecejo.
—No hay mucho por donde empezar. No hay imágenes, ni siquiera un nombre. En realidad, no podemos estar al ciento por ciento seguros de que se trate de una situación de emergencia.
—¿Quiere más pruebas? —exclamó Potrillo rebobinando la cinta—. Le daré pruebas.
Proyectó las imágenes de vídeo disponibles.
—Y ahora, mire esto. Voy a pasarlo a cámara lenta. A fotograma por segundo.
Remo se acercó más a la pantalla, lo suficiente para ver los píxeles.
—La capitana Canija realiza la maniobra de aterrizaje. Se quita el casco. Se agacha, se supone que para recoger una bellota, y… ¡ahí!
Potrillo apretó el botón de pausa y congeló la imagen por completo.
—¿Ve algo raro?
El comandante sintió que la úlcera se le revolvía a toda marcha. Había aparecido algo en la esquina superior derecha de la pantalla. A primera vista parecía un haz de luz, pero ¿luz de qué? ¿O reflejada de dónde?
—¿Puedes ampliar la imagen?
—Claro que sí.
Potrillo encuadró la zona relevante y la amplió un cuatrocientos por ciento. La luz se expandió hasta inundar la pantalla.
—Oh, no —exclamó Remo, casi sin aliento.
En la pantalla que tenían ante sus ojos, en una imagen congelada, aparecía un dardo hipodérmico. No había ninguna duda. La capitana Canija estaba desaparecida en combate. Lo más probable era que estuviese muerta, pero como mínimo había sido hecha prisionera por una fuerza hostil.
—Dime que todavía tenemos el localizador.
—Sí. Y emite una señal muy fuerte. Se mueve en dirección Norte a unos ochenta klicks por hora.
Remo se quedó en silencio unos minutos, elaborando su estrategia.
—Activa la alerta máxima y saca a los de Recuperación de sus literas y que bajen aquí. Prepáralos para un lanzamiento de superficie. Quiero un equipo táctico completo y un par de técnicos. Tú también, Potrillo. Es posible que tengamos que detener el tiempo en esta misión.
—Afirmativo, comandante. ¿Quiere también a los de Reconocimiento en esto?
Remo asintió con la cabeza.
—Por supuesto.
—Llamaré al capitán Vein. Es nuestro mejor duende.
—Oh, no —repuso Remo—. Para una misión como ésta, necesitamos al mejor de los mejores. Y ese soy yo. Me acabo de reactivar.
Potrillo estaba tan alucinado que ni siquiera supo formular un comentario ingenioso.
—Va a… Va a…
—Sí, Potrillo. No sé por qué te sorprendes tanto. Tengo más reconocimientos con éxito en mi haber que cualquier agente de la historia. Además, hice mis primeros entrenamientos en Irlanda. Allá por el tiempo de los sombreros de copa y la cachiporra.
—Sí, pero de eso hace ya quinientos años, y no era ningún retoño entonces, si quiere que le sea sincero.
Remo esbozó una sonrisa peligrosa.
—No te preocupes, Potrillo. Todavía estoy cargado hasta los topes, y compensaré lo de la edad con un arma de las grandes. Y ahora prepara una nave. Me voy en la próxima erupción.
Potrillo hizo lo que le ordenaba, sin rechistar. Cuando al comandante le asomaba aquel brillo a los ojos, había que mantener la boca cerrada. Pero había otra razón que explicaba la dócil obediencia de Potrillo: se le acababa de ocurrir que Holly podía estar en un verdadero aprieto. Los centauros no tenían muchos amigos, y temía la posibilidad de perder una de las pocas amigas con las que podía contar.
Artemis ya había previsto el descubrimiento de algunos avances tecnológicos, pero nada comparable al hallazgo de hardware mágico que había desparramado encima del salpicadero del cuatro por cuatro.
—Impresionante —murmuró—. Podríamos suspender la misión ahora mismo y hacernos ricos con las patentes.
Artemis pasó un escáner manual por la muñequera de la elfa inconsciente y a continuación introdujo los extraños caracteres en el traductor de su PowerBook.
—Esto es una especie de localizador. Los camaradas de esta elfa están siguiendo nuestros movimientos ahora mismo.
Mayordomo tragó saliva.
—¿Ahora mismo, señor?
—Eso parece. O al menos están siguiendo al localizador…
Artemis dejó de hablar de repente y sus ojos se desenfocaron cuando la electricidad de su cráneo hizo chisporrotear una nueva idea genial.
—¿Mayordomo?
El criado sintió cómo se le aceleraba el corazón. Conocía muy bien aquel tono de voz. Algo importante se estaba cociendo en aquel cerebro.
—¿Sí, Artemis?
—Ése ballenero japonés. El que han inmovilizado las autoridades portuarias ¿Sigue amarrado a los muelles?
Mayordomo hizo un gesto afirmativo.
—Sí, eso creo.
Artemis empezó a dar vueltas al localizadormuñequera con el dedo índice.
—Bien. Llévanos hasta allí. Creo que ha llegado la hora de que nuestros amiguitos enanos sepan exactamente con quién se la juegan.
Remo estampó el sello de su propia reactivación con una velocidad asombrosa, algo muy poco habitual en las instancias superiores de la PES. Por lo general, solía costar meses y multitud de reuniones soporíferas aprobar cualquier solicitud del escuadrón de Reconocimiento. Por suerte, Remo tenía algunas influencias en la comandancia.
Era maravilloso poder volver a ponerse el uniforme de combate, y Remo llegó a convencerse de que el mono no le quedaba más ajustado en la parte de la cintura que antes. La barriga, razonó, se debía a todos aquellos aparatos modernos que embutían en aquellas cosas. Personalmente, Remo no tenía tiempo para todos aquellos cachivaches. Lo único que de veras le interesaba eran las alas de su espalda y el fulminador multifase de tres cañones refrigerado por agua que llevaba atado a la cadera: el arma más poderosa de todo el mundo subterráneo. Era viejo, eso era seguro, pero había acompañado a Remo en incontables tiroteos y le hacía sentirse como un agente en activo de nuevo.
La plataforma de lanzamiento más cercana a la posición de Holly era El Tara. No se trataba de una ubicación ideal para una misión furtiva, precisamente, pero con apenas dos horas de luna, no había tiempo para una excursión terrestre. Si había alguna posibilidad de arreglar aquel desaguisado antes de la salida del sol, la velocidad era lo esencial. Requisó la lanzadera El para su equipo y echó de ella a un grupo de turistas que, al parecer, habían hecho cola durante dos años.
—Se trata de una emergencia —explicó Remo con un gruñido a la representante de la agencia de viajes—. Y es más: pienso suspender todos los vuelos de recreo hasta que se solucione esta crisis.
—¿Y cuándo será eso? —gritó la enana, furiosa, al tiempo que blandía un cuaderno como si fuese a presentar una queja de alguna clase.
Remo escupió la colilla de su cigarro y la aplastó con fuerza con el talón de su bota. El simbolismo era muy elocuente.
—Las rampas de lanzamiento estarán abiertas, señora, cuando a mí me dé la real gana —bramó el comandante—. Y si usted y su fluorescente uniforme no se quitan de en medio, haré trizas su licencia de actividades económicas y ordenaré que la metan en una celda por obstrucción a un agente de la PES.
La enana se achicó ante él y volvió a ponerse a la cola sigilosamente deseando que su uniforme no fuese tan rosa.
Potrillo le esperaba en la nave. Pese a lo crítico de la situación, no pudo contener un relincho jocoso al ver bambolearse ligeramente la panza de Remo en el interior de su apretado uniforme.
—¿Está seguro de lo que va a hacer, comandante? Por lo general, sólo admitimos un pasajero por nave.
—¿A qué te refieres? —gruñó Remo—. Sólo va a haber un…
Entonces advirtió la elocuente mirada de Potrillo, concentrada en su barriga.
—Ah. Ja, ja. Muy gracioso. Sigue así y verás, Potrillo. Tengo mis límites, ya lo sabes.
Pero era una amenaza inofensiva, y ambos lo sabían. Potrillo no sólo había diseñado y construido su red de comunicaciones, sino que también era un pionero en el campo de la predicción de erupciones. Sin él, la tecnología humana muy bien podría ponerse al nivel de los avances duendiles.
Remo se abrochó el cinturón de seguridad en el interior de la nave. Nada de cacharros de medio siglo para el comandante. Aquélla preciosidad acababa de salir de la línea de montaje: plateada y brillante, con los nuevos alerones de estabilización de contorno irregular que se suponía que leían las corrientes de magma automáticamente. Una innovación de Potrillo, por supuesto. Durante un siglo más o menos, todas sus creaciones habían seguido las tendencias futuristas, con mucho neón y caucho. Sin embargo, últimamente su sensibilidad se había hecho más retro, y había optado por sustituir todos los cachivaches por salpicaderos de nuez y tapicería de cuero. A Remo, aquel viejo estilo decorativo le parecía extrañamente reconfortante.
Enroscó los dedos alrededor de las palancas de mando y de repente cayó en la cuenta de la cantidad de tiempo que había pasado desde que había montado las turbo naves. Potrillo advirtió su preocupación.
—No se preocupe, jefe —dijo sin emplear su cinismo habitual—. Es como montar en unicornio. Nunca se te olvida.
Remo soltó un gruñido, escéptico.
—Pongamos la cosa en marcha —masculló entre diente—. Antes de que me arrepienta.
Potrillo arrastró la puerta hasta que esta alcanzó el anillo de succión, que selló la entrada con un silbido neumático. El rostro de Remo adquirió una tonalidad verdosa a través del panel de cuarzo. Ya no parecía asustado. De hecho, parecía todo lo contrario.
Artemis estaba practicando un poco de cirugía de campaña sobre el localizador. Alterar algo de aquellas dimensiones sin destruir su mecanismo no era moco de pavo. Las tecnologías eran del todo incompatibles. Era como intentar practicar una operación a corazón abierto con un mazo.
El primer problema era abrir el maldito cacharro. Tanto los destornilladores Phillips como los planos sólo lograban hacerles cosquillas a aquellos tornillos. Ni siquiera el amplio surtido de llaves de Allen con el que contaba Artemis eran capaces de agarrarse a los minúsculos orificios. «Piensa a lo futurista —se dijo Artemis—. Piensa en tecnología avanzada».
Se le ocurrió al cabo de unos momentos de contemplación silenciosa. Tornillos magnéticos. En realidad era obvio, pero ¿cómo construir un campo magnético giratorio en la parte de atrás de un cuatro por cuatro? Imposible. La única solución consistía en hacer girar los tornillos manualmente con un imán casero.
Artemis extrajo el imán pequeño de su sitio en la caja de herramientas y colocó ambos polos sobre los tornillos diminutos. El polo negativo hizo que se movieran unos milímetros, los necesarios para que Artemis los agarrara con unas pinzas de depilar y, en un abrir y cerrar de ojos, consiguió desmontar el panel del localizador.
El sistema de circuitos era microscópico. Y no había ni rastro de soldaduras. Aquéllos seres debían de utilizar un sistema de juntura diferente. Si tuviese tiempo, tal vez podría desentrañar los principios de funcionamiento de aquel aparato, pero por el momento tendría que improvisar. Iba a tener que confiar en la desidia de sus enemigos, y si las Criaturas eran como los humanos, sólo verían lo que querían ver.
Artemis acercó la parte frontal del localizador a la luz de la cabina. Era transparente. Ligeramente polarizada, pero sería suficiente. Apartó una maraña de cables minúsculos y relucientes e insertó una cámara microscópica en el espacio que había quedado libre. Aseguró el transmisor liliputiense con una pizca de silicona. Rudimentario pero eficaz. O eso esperaba.
Los tornillos magnéticos se negaban a regresar a sus ranuras sin la herramienta adecuada, de manera que Artemis tuvo que pegarlos también. Un sistema muy cutre y aparatoso, pero bastaría para cumplir su cometido, siempre y cuando no examinaran el localizador con detenimiento. Pero ¿y si lo hacían? Bueno, en ese caso sólo perdería una ventaja con la que ni siquiera contaba para empezar.
Mayordomo apagó las largas al entrar en los límites de la ciudad.
—Ya entramos en los muelles, Artemis —señaló, hablando, por encima de su hombro—. Va a aparecer una patrulla del servicio de aduanas en cualquier momento.
Artemis asintió. Era lógico, pues el puerto era un hervidero de actividades ilegales. Más del cincuenta por ciento contrabando del país desembarcaba en alguna parte de aquella franja de un kilómetro de longitud.
—Distráelos entonces, Mayordomo. Sólo necesito dos minutos.
El criado asintió con gesto pensativo.
—¿Lo de siempre?
—No veo por qué no. Piérdete… Bueno, no en el sentido literal…
Artemis parpadeó. Aquél era su segundo chiste en poco días. Y en voz alta, además. Había que ir con cuidado. No era el momento de andar con frivolidades.
Los estibadores del muelle se estaban liando unos cigarrillos. No era tarea fácil con unos dedos del tamaño de morcillones, pero se las apañaban. ¿Y qué si unas cuantas hebras de tabaco marrón se caían sobre las losas del pavimento? Podían conseguir los paquetes a través de un hombrecillo que no se molestaba en añadir los impuestos del gobierno a sus precios.
Mayordomo se acercó a los hombres, con los ojos tapados por la visera de una gorra.
—¡Qué frío hace esta noche! —exclamó dirigiéndose al grupo.
Nadie contestó. Los polis podían ir disfrazados de cualquier cosa.
El desconocido grandullón siguió insistiendo.
—Incluso trabajar es mejor que estar aquí pasando frío en una noche como ésta.
Uno de los trabajadores, el más corto de luces, no pudo evitar hacer un gesto de asentimiento. Un compañero le dio un codazo en las costillas.
—Aunque, la verdad… —prosiguió el recién llegado—, no creo que unas nenazas como vosotras hayáis dado golpe en toda vuestra vida.
Seguía sin haber respuesta, pero esta vez era porque los estibadores se habían quedado boquiabiertos.
—Sí, ya lo creo. Formáis una pandilla bastante patética —continuó Mayordomo alegremente—. Vaya, no hay duda de que habríais podido pasar por hombres en la época de la hambruna, pero hoy en día sois poco más que una panda de alfeñiques con falda.
—¡Arrrjjj! —exclamó uno de los trabajadores del muelle. Fue lo único que logró articular.
Mayordomo arqueó una ceja.
—¿Arrrjjj? Además de patéticos ni siquiera sabéis hablar. Una buena combinación. Vuestras madres deben de estar orgullosas.
El desconocido acababa de cruzar una línea sagrada: había mentado a las madres de los estibadores. Ahora, nada iba a librarle de una buena paliza, ni siquiera el hecho de que, evidentemente, fuese un retrasado. Aunque un retrasado con un buen vocabulario.
Los hombres apagaron los cigarrillos de un pisotón y se distribuyeron lentamente en un semicírculo. Eran seis contra uno. Daban un poco de lástima. Mayordomo no había terminado todavía.
—Y ahora, antes de que empecemos, señoras, nada de escupitajos ni arañazos. ¡Ah! Y nada de ir lloriqueando a mamaíta con el cuento.
Fue la gota que colmó el vaso. Los hombres lanzaron un gruñido y se echaron encima de él como si fuesen uno solo. Si hubiesen prestado un poco de atención a su adversario en el momento anterior a la embestida, se habrían dado cuenta de que acababa de cambiar el peso de su cuerpo para bajar su centro de gravedad. También habrían visto que las manos que acababa de sacar de los bolsillos eran del tamaño y la forma aproximada de un par de palas. Pero nadie estaba prestando atención a Mayordomo, todos demasiado ocupados observando a sus camaradas, asegurándose de que no estaban solos en la pelea.
La clave de una maniobra de distracción es que tiene que distraer. Tiene que ser algo grande. Fuerza bruta. Para nada el estilo de Mayordomo. Si de él dependiese, habría preferido quitar a aquellos caballeros de en medio desde una distancia de quinientos metros con un rifle de dardos. En caso de que eso fallase, si el contacto se hacía del todo necesario, una serie de pinchazos con el dedo gordo en la maraña de nervios que había en la base del cuello habría sido su modus operandi: silencioso como un susurro. Pero eso haría fracasar el objetivo del ejercicio.
Así, Mayordomo fue en contra de los principios de su entrenamiento, soltando tacos como un carretero y utilizando las tácticas de combate más vulgares. Puede que fuesen vulgares, pero eso no significaba que no resultasen eficaces. Tal vez un sacerdote Shao Lin habría previsto algunos de los movimientos más exagerados, pero aquellos hombres apenas tenían formación para ser dignos oponentes de él. Para hacer justicia, lo cierto es que ni siquiera estaban completamente sobrios.
Mayordomo tumbó al primero con un puñetazo circular. Hizo chocar entre sí las cabezas de otros dos, al más puro estilo de los dibujos animados. El cuarto, para eterna vergüenza de Mayordomo, quedó aniquilado de una patada con giro, pero el toque más ostentoso quedó reservado para el último par. El sirviente hizo una pirueta hacia atrás, los cogió por el cuello de los chaquetones y los arrojó al puerto de Dublín. Se oyó el sonoro ¡plaf!, de los dos cuerpos al caer al agua y luego un montón de gemidos. Perfecto.
Dos faros asomaron bajo la sombra negra de un carguero y un coche patrulla empezó a aullar por los muelles. Tal como estaba previsto, una patrulla del servicio de aduanas en misión de vigilancia. Mayordomo esbozó una amplia sonrisa de satisfacción y se escabulló por una esquina. Ya hacía rato que había desaparecido cuando los agentes mostraron sus placas y empezaron a hacer preguntas. Aunque el interrogatorio no dio demasiados resultados: «fuerte y grandullón» no era una descripción del todo útil para dar con él.
Para cuando Mayordomo regresó al vehículo, Artemis ya había vuelto de su misión.
—Buen trabajo, amigo mío —lo felicitó—. Aunque estoy seguro de que tu sensei de artes marciales se estará revolviendo en su tumba ahora mismo. ¿Una patada con giro? ¿Cómo has podido?
Mayordomo se mordió la lengua, dando marcha atrás con el cuatro por cuatro para salir de los muelles. Cuando cruzaron el paso elevado, no pudo resistir la tentación de mirar, abajo para contemplar el caos que había armado. Los policías estaban sacando a un estibador empapado del agua contaminada.
Artemis había necesitado aquella maniobra de distracción para algo, pero Mayordomo sabía que no valía la pena preguntárselo. Su jefe no compartía sus planes con nadie hasta que creía que era el momento oportuno. Y si Artemis creía que era el momento oportuno, lo normal es que lo fuera.
Remo salió temblando de la nave. No recordaba que fuese así en sus tiempos aunque, a decir verdad, lo más probable es que fuese mucho peor. En la época de la cachiporra, no había arneses de polímero de diseño ni sistema de auto eyección ni, desde luego, monitores externos. Todo dependía exclusivamente del instinto y de un toque de encanto. En cierto modo, Remo lo hubiese preferido así: la ciencia le estaba quitando la magia a todo.
Recorrió el túnel con paso vacilante en dirección a la terminal. Como destino preferido número uno, Tara disponía de una sala de pasajeros con toda clase de equipamientos. Aterrizaban seis lanzaderas por semana solamente de Ciudad Refugio. No en las erupciones, por supuesto. A los turistas que se costeaban los viajes no les gustaba que los marearan de aquella manera, a no ser, claro está, que fuesen en una excursión ilegal a Disneyland.
La central estaba abarrotada de turistas que habían pasado una sola noche para disfrutar de la luna llena y que no dejaban de protestar por las suspensiones de los vuelos de las lanzaderas. Una duendecilla muy agobiada estaba parapetada detrás de su ventanilla de venta de billetes, asediada por una panda de gremlins furiosos.
—Es inútil que me hagáis un maleficio a mí —se quejaba la duende—, el responsable de todo esto es el elfo.
Extendió un dedo verde y tembloroso para señalar al comandante, que se aproximaba en ese preciso momento. La banda de gremlins se volvió hacia Remo, y cuando vieron el fulminador de tres cañones en su cadera, siguieron dando toda la vuelta.
Remo cogió el aparato de megafonía de detrás del mostrador y desenrolló todo el cable.
—Ahora, escúchenme todos —bramó mientras el eco de su tono grave retumbaba por la terminal—. Soy el comandante Remo de la PES. Tenemos una situación de emergencia en la superficie y espero un poco de cooperación por parte de ustedes, la población civil. En primer lugar…, ¡me gustaría que dejaran de cotorrear para ver si así puedo oír mis propias ideas!
Remo hizo una pausa para asegurarse de que su público respetaba sus deseos. Los respetaron.
—En segundo lugar —prosiguió—, me gustaría que todos ustedes, incluyendo a esos niños que no paran de berrear, se sienten en los bancos de cortesía hasta que me haya ido. Luego pueden volver a lloriquear y a darse un atracón. O a lo que sea que hagan los civiles.
Nadie había acusado nunca a Remo de ser políticamente correcto, y lo más probable es que nadie fuese a hacerlo nunca.
—Y quiero que quienquiera que esté a cargo de todo esto venga aquí ahora mismo. ¡Enseguida! —concluyó.
Remo tiró el micrófono del sistema de megafonía encima de la mesa. Un sonido agudísimo resonó en los tímpanos de todo el edificio. En fracciones de segundo, un híbrido de elfogoblin aparecía para darle unos toquecitos en el codo.
—¿Podemos hacer algo por usted, comandante?
Remo asintió con la cabeza al tiempo que introducía un habano gigantesco en el agujero de debajo de su nariz.
—Quiero que abráis un túnel que pase directamente a través de este lugar. No quiero que me molesten los de Aduanas ni tampoco Inmigración. Empieza a enviar a todo el mundo abajo en cuanto lleguen mis chicos.
El director de la estación de lanzaderas tragó saliva.
—¿A todo el mundo?
—Sí, incluyendo al personal de la terminal. Y llévate lo que puedas contigo. Evacuación total. —Se interrumpió miró fijamente a los ojos malva del director—. Esto no es un simulacro.
—Quiere decir…
—Sí —dijo Remo mientras seguía avanzando por la rampa, de acceso—. Los Fangosos han cometido un acto abiertamente hostil. Quién sabe cómo acabará esto…
El híbrido elfogoblin vio cómo Remo desaparecía en vuelto en una nube de humo de habano.
¿Un acto abiertamente hostil? Aquello podía significar la guerra. Marcó el número de su asesor financiero en el teléfono móvil.
—¿Bark? Sí. Soy Nimbus. Quiero que vendas todas mis acciones de la estación de lanzamientos. Sí, todas. Tengo el presentimiento de que van a bajar en picado.
La capitana Holly Canija se sentía como si una babosa chupóptera le estuviera succionando el cerebro por el agujero de la oreja. Intentó recordar qué circunstancias podían ser las causantes de semejante agonía, pero entre sus facultades mentales no se hallaba la de la memoria en ese momento: respirar y permanecer tumbada era lo máximo a lo que podía aspirar en su estado.
Había llegado el momento de intentar pronunciar una palabra. Algo corto y adecuado para la ocasión. Decidió que «auxilio» era la opción más lógica. Inspiró un poco de aire sin dejar de temblar y abrió la boca.
—Auuu… Auuu… —dijeron sus labios traidores. Una auténtica paparruchada. Ininteligible. Ni un gnomo borracho lo habría hecho peor.
¿Qué diablos le estaba pasando? Estaba tumbada de espaldas sin gota de fuerza en el cuerpo, menos incluso que una raíz en un túnel húmedo. ¿Qué le había hecho quedarse en ese estado? Holly se esforzó por recordar, al borde del desmayo.
¿El trol? ¿Había sido el trol? ¿La había atacado en aquel restaurante? Eso podría explicarlo todo. Pero no. De repente le pareció recordar algo sobre el país de sus ancestros. Y sobre el Ritual. Y tenía algo clavado en el tobillo.
—¿Hola?
Una voz. No era la suya. Ni siquiera era la voz de un duende.
—¿Estás despierta entonces?
Era una lengua europea. Latín. No. Parecía inglés. ¿Estaba en Inglaterra?
—Creía que el dardo te había matado. Las tripas de los alienígenas son distintas de las nuestras. Lo vi en la tele.
Palabras incoherentes. ¿Las tripas de los alienígenas? ¿De qué le estaba hablando aquella criatura?
—Pareces estar en forma. Como Muchacho Mana, una luchadora mexicana enana.
Holly lanzó un gruñido. Su don de lenguas debía de estar de vacaciones. Era el momento de ver exactamente a qué clase de extraña criatura se estaba enfrentando. Concentrando todas sus fuerzas en la parte delantera de la cabeza, Holly abrió un ojo y volvió a cerrarlo casi inmediatamente. Le pareció haber visto una especie de mosca rubia gigante mirándola.
—No tengas miedo —dijo la mosca—. Sólo son unas gafas de sol.
Holly abrió ambos ojos esta vez. La criatura estaba sacando un ojo plateado. No, no era un ojo. Era una lente. Una lente de espejo. Como las lentes que llevaban los otros dos… De repente, lo recordó absolutamente todo, como un fogonazo de luz que rellenó el hueco de su memoria igual que la cerradura de una caja fuerte cuando encaja en su sitio. Dos humanos la habían abducido durante el Ritual, dos humanos con toda una información extraordinaria sobre el mundo de los seres mágicos.
Holly intentó hablar de nuevo.
—¿Dónde… dónde estoy?
La humana se echó a reír a carcajadas y dio una palmada con las manos. Holly se fijó en sus uñas, largas y pintadas.
—¡Pero si hablas mi lengua! ¿Qué acento es ése? Parece una mezcla de todos los acentos…
Holly frunció el ceño. La voz de la chica le perforaba justo el epicentro de su dolor de cabeza. Levantó el brazo. Ni rastro del localizador.
—¿Dónde están mis cosas?
La chica meneó el dedo como si estuviera regañando a un niño pequeño.
—Artemis ha tenido que quitarte esa arma tuya y todos los demás juguetitos. No podía permitir que te hicieses daño.
—¿Artemis?
—Artemis Fowl. Todo esto ha sido idea suya. Todo siempre es idea suya.
Holly se estremeció. Artemis Fowl. Por alguna razón, hasta el nombre le daba escalofríos. Era un mal presagio. La intuición de los duendes nunca se equivocaba.
—Van a venir a buscarme, ¿sabes? —dijo con voz ronca y con los labios secos—. No sabéis lo que habéis hecho.
La chica puso cara de pocos amigos.
—Tienes toda la razón. No tengo ni idea de lo que pasa aquí, así que no te molestes en ponerme nerviosa.
Holly arrugó el entrecejo. Evidentemente, era absurdo intentar sus triquiñuelas psicológicas con aquella cabeza de chorlito humana. Practicar un encanta era su única esperanza, pero no podía atravesar las superficies reflejas. ¿Cómo rayos sabían eso los humanos? Bueno, ya lo averiguaría más tarde. De momento, lo más importante era encontrar una forma de separar a aquella chica vacía y superficial de sus gafas de sol de espejo.
—Eres una humana muy guapa —le dijo con la voz cargada de zalamería dulzona.
—Vaya, muchas gracias…
—Holly.
—Muchas gracias, Holly. Una vez salí en el periódico local. Gané un concurso. Miss Remolacha Azucarera 1999.
—Lo sabía. Una belleza natural. Seguro que tienes unos ojos espectaculares.
—Eso me dice todo el mundo —asintió Juliet—, que tengo unas pestañas que quitan el hipo.
Holly lanzó un suspiro.
—Ojalá pudiese vértelas…
—Bueno, ¿y por qué no?
Juliet cogió con los dedos la patilla de las gafas e hizo amago de quitárselas. Luego lo pensó mejor.
—Creo que no debería.
—¿Por qué no? Sólo un segundo.
—No lo sé. Artemis me ha dicho que no me las quite bajo ninguna circunstancia.
—No se enterará, no te preocupes.
Juliet señaló una videocámara que había en la pared.
—Sí, sí que se enteraría. Artemis siempre se entera de todo —se acercó un poco más a la elfa—. A veces me da la sensación de que puede ver lo que ocurre en el interior de mi cerebro.
Holly frunció el ceño. Otro intento frustrado por culpa de aquel tal Artemis.
—Venga. Sólo será un segundo. ¿Qué daño podría hacerte?
Juliet fingió meditarlo.
—Ninguno, supongo. A menos, claro está, que pretendas inmovilizarme con uno de esos encanta. ¿Es que me tomas por idiota?
—Tengo otra idea —añadió Holly cambiando de tono, ahora un poco más serio—. ¿Por qué no me levanto, te dejo fuera de combate de un puñetazo y te quito esas estúpidas gafas?
Juliet se echó a reír a carcajadas, como si fuese la cosa más absurda que hubiese oído en su vida.
—Eso ha sido muy bueno, duendecilla.
—Te lo digo muy en serio, humana.
—Bueno, si lo dices en serio —suspiró Juliet, al tiempo que introducía uno de sus delicados dedos detrás de las gafas para limpiarse una lágrima—, te daré dos razones. Una: Artemis dijo que mientras estés en la casa de un humano, tienes que hacer lo que nosotros queramos. Y yo quiero que te quedes en ese catre.
Holly cerró los ojos. La chica estaba de nuevo en lo cierto. ¿De dónde obtenía aquel grupo su información?
—Y dos —añadió Juliet con una sonrisa, pero esta vez había un dejo de su hermano en aquellos dientes—: porque he recibido el mismo entrenamiento que Mayordomo, y me muero de ganas de practicar mi gancho de izquierda.
«Eso ya lo veremos, humana», pensó Holly para sus adentros. La capitana Canija todavía no se había recuperado completamente y además aquella cosa seguía molestándole en el tobillo. Creía saber qué podía ser y, si estaba en lo cierto, podía ser el principio de un plan.
El comandante Remo tenía grabada la frecuencia del localizador de Holly en la pantalla facial de su casco. Remo tardó más de lo que esperaba en llegar a Dublín. El equipo de alas moderno resultó ser más difícil de manejar que los antiguos y, además, no había ido a ningún curso de reciclaje desde que había sido nombrado comandante. Una vez alcanzada la altura correcta, casi logró superponer el mapa luminoso de su visera encima de las calles reales de Dublín que se abrían a sus pies. Casi.
—Potrillo, ¡menudo centauro presuntuoso estás hecho! —gruñó al micrófono.
—¿Algún problema, jefe? —preguntó una voz con tono metálico.
—¿Problema? Eso es poco. ¿Cuándo fue la última vez que actualizaste los archivos de Dublín?
Remo oyó un ruido como de mordiscos por el altavoz. Parecía como si Potrillo estuviese almorzando.
—Lo siento, comandante. Me estoy acabando una zanahoria. Ñam… Dublín, vamos a ver…, setenta y cinco… En 1875.
—¡Ya decía yo! Esto está completamente cambiado. Los humanos han conseguido alterar incluso la forma de la costa.
Potrillo se quedó en silencio unos instantes. Remo se lo podía imaginar batallando con el problema. El centauro no soportaba que le dijesen que alguna parte de su sistema estaba desfasada.
—Muy bien —dijo al fin—. Le diré qué vamos a hacer. Tenemos un Alcance en un satélite de televisión con un plano de Irlanda.
—Ya veo —murmuró Remo, lo cual, evidentemente, era una mentira.
—Le voy a mandar por correo electrónico la lectura de la semana pasada directamente a su visera. Por suerte, todos los cascos nuevos llevan una tarjeta de vídeo.
—Por suerte.
—La parte peliaguda será coordinar su patrón de vuelo con la información de vídeo…
Remo se hartó.
—¿Cuánto vas a tardar, Potrillo?
—Hum… Dos minutos, poco más o menos.
—¿Cuánto más o cuánto menos?
—Unos diez años, si mis cálculos son correctos.
—En ese caso, será mejor que no sean correctos. Me quedaré en suspensión hasta que lo sepamos.
Ciento veinticuatro segundos más tarde, los planos en blanco y negro de Remo empezaron a difuminarse hasta quedar reemplazados por imágenes actualizadas a todo color. Cuando Remo se movió, el nuevo plano se movió y la señal luminosa del localizador de Holly se movió también.
—Impresionante —exclamó Remo.
—¿Cómo dice, comandante?
—He dicho impresionante —gritó Remo—. Pero que no se te suban los humos.
El comandante oyó el sonido de unas risas atronadoras y se dio cuenta de que Potrillo había activado la opción manos libres del teléfono de la sala de operaciones especiales. Todo el mundo le había oído alabar el trabajo del centauro. No le dirigiría la palabra en un mes, pero había valido la pena. Las imágenes de vídeo que estaba recibiendo en esos instantes estaban totalmente actualizadas. Si tenían retenida a la capitana Canija en un edificio, el ordenador podría transmitirle planos tridimensionales al instante. Aquello iba a ser pan comido. A menos que…
—Potrillo, la señal luminosa se aleja de la costa. ¿Qué ocurre?
—Yo diría que se trata de una lancha o un barco, señor.
Remo se maldijo por no haberlo deducido él mismo. Seguro que en la sala se estaban descuajaringando de risa. Pues claro que se trataba de un barco. Remo descendió unos cuantos cientos de metros hasta que su contorno impreciso surgió entre la niebla. Por su aspecto, parecía un ballenero. Puede que la tecnología hubiese cambiado con el paso de los siglos, pero un arpón seguía siendo el arma más eficaz para acabar con el mamífero más grande del mundo.
—La capitana Canija está ahí en alguna parte, Potrillo. Bajo la cubierta. ¿Qué ves?
—Nada, señor. No es una parte integrante del barco. Para, cuando hayamos conseguido la lectura, podría ser demasiado tarde.
—¿Qué me dices de las imágenes térmicas?
—No, comandante. Ése casco debe de tener al menos cincuenta años y un contenido de plomo muy elevado. No podemos atravesar la primera capa. Me temo que a partir de ahora está usted solo.
Remo meneó la cabeza.
—Con todos los billones que hemos invertido en tu departamento. Recuérdame que te recorte el presupuesto en cuanto vuelva.
—Sí, señor —respondió el centauro en tono huraño, para variar. A Potrillo no le gustaban las bromas con el presupuesto.
—Quiero que pongas al Escuadrón de Recuperación alerta máxima. Es posible que los necesite de un momento a otro.
—Lo haré, señor.
—Será mejor que lo hagas. Corto y fuera.
Remo estaba solo. A decir verdad, lo prefería así. Nada de ciencia ni de centauros vanidosos relinchándole al oído. Sólo un duende, su ingenio y tal vez un poco de magia.
Remo ladeó las alas de polímero y rozó la parte inferior de un banco de niebla. No tenía necesidad de andarse con cuidado. Con el escudo activado, era invisible a los ojos humanos. Incluso para un radar ultrasensible, no sería más que una distorsión apenas perceptible. El comandante bajó en picado hasta la borda. Era un barco horroroso, con el olor a dolor y a muerte incrustado en la cubierta lavada con sangre. Muchas criaturas nobles habían muerto allí, habían muerto y habían sido disecadas para conseguir unas cuantas pastillas de jabón y un poco de aceite. Remo meneó la cabeza con resignación. Los humanos eran unos bárbaros.
En ese momento, la señal de Holly empezó a parpadear con insistencia. Estaba cerca, muy cerca. En algún lugar dentro de un radio de doscientos metros se hallaba el cuerpo aún con vida —o eso esperaba él— de la capitana Canija, pero sin los planos tendría que apañárselas para navegar por la panza de aquel barco sin la ayuda de nadie.
Remo aterrizó con suavidad en la cubierta y sus botas se adhirieron ligeramente a la mezcla de jabón seco y grasa que recubría la superficie de acero. La nave parecía estar desierta: no había ningún centinela en la plancha ni contramaestre en el puente de mando ni se veían luces por ninguna parte, pero, a pesar de ello, no había razones para dejar de actuar con cautela. Remo sabía por amarga experiencia que los humanos siempre aparecían en el momento más inesperado. Una vez, mientras ayudaba a los chicos de Recuperación a quitar los restos de una nave destrozada de las paredes de un túnel, un grupo de humanos espeleólogos los avistó. Menudo follón se había armado… Histeria general, persecuciones a toda velocidad y una limpieza de memoria de todo el grupo. El grupo de nueve personas enterito. Remo se estremeció. Una noche como aquella podía hacer envejecer décadas a cualquier duende.
Con la protección total del escudo, el comandante guardó las alas en su funda y avanzó a pie por la cubierta. En su pantalla no aparecía ninguna forma de vida pero, tal como había dicho Potrillo, el casco del barco tenía un alto contenido de plomo… ¡hasta la pintura era de plomo! El barco entero era un peligro ecológico flotante. Podía haber un regimiento completo de tropas de asalto escondido bajo la cubierta y su cámara ni siquiera lo detectaría. Un pensamiento muy reconfortante… Incluso la señal luminosa de Holly estaba un par de tonos por debajo de lo normal… ¡y eso que tenía una micro batería nuclear en su interior emitiendo las pulsaciones! A Remo aquello no le gustaba nada. Ni un pelo. «Tranquilo —se dijo con sorna—. Llevas el escudo de protección. No hay humano vivo capaz de verte ahora mismo».
Remo dio un tirón para abrir la primera escotilla, que cedió sin oponer resistencia. El comandante olisqueó la compuerta. Los Fangosos habían engrasado las bisagras con grasa de ballena. ¿Es que su depravación no tenía limites?
El pasillo estaba inmerso en una oscuridad viscosa, por lo que Remo activó su filtro de infrarrojos. Bueno…, de acuerdo, a veces la tecnología sí resultaba útil, pero no pensaba decírselo a Potrillo. El laberinto de tuberías y rejillas que se abría ante él quedó inmediatamente iluminado por una luz roja antinatural. Al cabo de unos minutos, ya se estaba arrepintiendo de haber pensado algo bueno sobre la dichosa tecnología de su subordinado el centauro. El filtro de infrarrojos interfería con su percepción de profundidad y ya se había golpeado la cabeza contra dos sifones protuberantes en el tiempo que llevaba allí dentro.
Seguía sin haber rastro de vida, humana o mágica. Sí había muchísimas señales de vida animal, sobre todo roedores, y cuando mides un metro escaso de altura, una rata grande puede suponer una verdadera amenaza, sobre todo teniendo en cuenta que las ratas son de las pocas especies que pueden ver a través de los escudos protectores mágicos. Remo quitó el seguro a su fulminador y puso el ajuste de potencia en el nivel tres o «poco hecho», tal como lo llamaban los elfos en los vestuarios. A continuación, hizo que una rata saliera disparada con el trasero humeante como señal de advertencia a las demás. No había sido un disparo mortal, sólo lo bastante dañino para que aprendiese a no volver a mirar de refilón a un duende con prisas.
Remo siguió avanzando. Aquél sitio era ideal para tender una emboscada. Caminaba prácticamente a ciegas, de espaldas a la única salida posible. Una pesadilla para los de Reconocimiento. Si uno de sus propios hombres hubiese logrado concluir con éxito una proeza como aquélla, lo habría ascendido sin dudarlo, pero los momentos desesperados requerían unos riesgos sensatos. Ésa era la esencia de estar al mando.
Pasó de largo junto a varias puertas a uno y otro lado, siguiendo la señal luminosa. Sólo estaba a diez metros. Una escotilla de acero sellaba el pasillo, y la capitana Canija —o su cadáver— se hallaba al otro lado.
Remo empujó la puerta con el hombro y esta cedió sin oponer resistencia. Mala señal. Si una criatura viva era prisionera de alguien, la escotilla habría estado cerrada. El comandante ajustó el nivel de potencia del fulminador en el cinco y avanzó por el agujero. El arma emitió un leve zumbido: ahora tenía potencia suficiente para aniquilar a un elefante macho de una sola descarga.
No había ni rastro de Holly, ni de cualquier otra cosa. Estaba en una zona de almacenamiento frigorífico. Unas estalactitas relucientes colgaban de un laberinto de tuberías. El aliento de Remo cobraba vida ante él en forma de nubecillas heladas. ¿Qué pensaría un humano si lo viera? El fenómeno de la respiración incorpórea.
—Ah —dijo una voz familiar—, tenemos una visita.
Remo apoyó una rodilla en el suelo y colocó el arma a la altura de donde procedía la voz.
—Has venido a rescatar a tu agente desaparecida, ¿a que sí?
El comandante parpadeó para quitarse una perla de sudor del ojo. ¿Sudor? ¿A aquella temperatura?
—Bueno, pues me temo que te has equivocado de sitio.
La voz era metálica: artificial, amplificada. Remo comprobó la lectura de su localizador en busca de señales de vida. No había ninguna. Desde luego, no en aquel almacén. Lo estaba vigilando desde alguna otra parte, pero… ¿desde dónde? ¿Acaso había una cámara en alguna esquina, escondida en el laberinto de cañerías y tubos, capaz de atravesar el escudo mágico?
—¿Dónde estás? ¡Hazte visible!
El humano soltó una risita burlona que retumbó de forma antinatural por la enorme bodega.
—Ah, no. Todavía no, amigo duende. Pero lo haré muy pronto, no te preocupes, y cuando lo haga, desearás no haberme visto nunca.
Remo siguió la voz. Tenía que hacer que el humano continuase hablando.
—¿Qué quieres?
—Hum… ¿Que qué quiero? Lo sabrás muy pronto, ya te lo he dicho.
En el centro de la bodega había una caja baja con un maletín en su interior. El maletín estaba abierto.
—¿Y por qué me has traído hasta aquí entonces?
Remo empujó el maletín con la pistola. No pasó nada.
—Te he traído aquí para hacerte una demostración.
El comandante se acercó al maletín abierto. En su interior, en un embalaje de porexpán, había un paquete plano y envasado al vacío y un transmisor de VHF de triple frecuencia. Encima estaba el localizador de Holly. Remo lanzó un gruñido. Holly no le habría dado a nadie su equipo así como así; ningún agente de la PES lo haría.
—¿Qué clase de demostración, psicópata retorcido?
Se oyó de nuevo aquella risa fría.
—Una demostración de mi absoluto compromiso con mis objetivos.
Remo debería haber empezado a preocuparse por su salud en ese momento, pero estaba demasiado ocupado preocupándose por la de Holly.
—Si has tocado aunque sea un solo centímetro de las puntiagudas orejas de mi agente…
—¿Tu agente? Vaya, ya empezamos con la autoridad. ¡Qué privilegio! Bueno, tanto mejor para dejar bien claro lo que quiero decir.
La alarma sonó en la cabeza de Remo.
—¿Lo que quieres decir?
La voz procedente del altavoz de la rejilla de aluminio sonaba tan dura como un invierno nuclear.
—Lo que quiero decir, mi pequeño duendecillo, es que no soy alguien con quien se pueda jugar. Y ahora, si tienes la amabilidad de examinar el paquetito…
El comandante hizo lo que le decía. El paquete no tenía nada de particular. Era plano, como un trozo de masilla, o… Oh, no…
Bajo la materia selladora, parpadeaba una luz roja.
—¡A volar, pequeño duende! —exclamó la voz—. Y diles tus amigos que Artemis Fowl II les manda saludos.
Junto a la luz roja, unos símbolos verdes empezaron a emitir un ruidito seco y a seguir un ritmo sincronizado. Remo los reconoció de su clase de estudios humanos en los años que había pasado en la Academia. Eran… números. Números que retrocedían. ¡Una cuenta atrás!
—¡D’Arvit! —exclamó Remo. (No tiene sentido traducir esta expresión porque habría que censurarla).
Se volvió y echó a correr por el pasillo mientras las risas burlonas de Artemis Fowl resonaban por el conducto metálico.
—Tres —dijo el humano—. Dos…
—¡D’Arvit! —repitió Remo.
El pasillo le parecía mucho más largo que antes. Un pedazo de cielo estrellado asomaba por la rendija de una puerta abierta. Remo activó las alas: iba a tener que echar mano todas sus dotes de volador para salir airoso de allí. La envergadura del Colibrí era apenas un poquitín más estrecha que pasillo del barco.
—Uno.
Empezaron a salir chispas cuando las alas electrónicas rozaron una de las tuberías protuberantes. Remo dio una voltereta y se enderezó a una velocidad de mach 1.
—¡Cero! —exclamó la voz—. ¡Pum!
En el interior del paquete envasado al vacío, estalló un detonador, que prendió fuego a un kilo de Semtex puro. La reacción candente devoró el oxígeno de alrededor en un nanosegundo y siguió el camino de menor resistencia, que era, por supuesto, justo detrás del comandante Remo.
Remo se quitó la visera y aceleró al máximo. La puerta estaba a unos metros de distancia, sólo era cuestión de ver quién llegaría antes a ella: el duende o la bola de fuego.
Lo consiguió. Por los pelos. Sintió cómo la explosión hacía vibrar su torso al arrojarse en una espiral inversa. Las llamas le alcanzaron el mono y le lamieron las piernas. Remo prosiguió su maniobra y fue a caer directamente en el agua helada. Subió a la superficie soltando palabrotas a diestro y siniestro.
Por encima de su cabeza, el ballenero había quedado completamente abrasado por las llamas tóxicas.
—Comandante —oyó cómo lo llamaba una voz por el auricular. Era Potrillo. Estaba otra vez dentro de cobertura—. Comandante, ¿cuál es su situación?
Remo se zafó de las garras del agua.
—Mi situación, Potrillo, es de un cabreo absoluto. Poneos delante de los ordenadores. Quiero saber todo lo que tenéis sobre un tal Artemis Fowl, y quiero saberlo antes de regresar a la base.
—Sí, señor comandante. Enseguida.
No le había soltado ninguna gracia. Hasta Potrillo se había dado cuenta de que no era el momento de hacer chistes.
Remo ascendió hasta trescientos metros. Por debajo de él, el ballenero en llamas hizo que acudieran los vehículos de emergencia como las moscas a la miel. El comandante se quitó los hilos chamuscados de los codos. Juró que se vengaría de aquel Artemis Fowl. Palabra de honor.