CAPÍTULO 3

HOLLY

HOLLY Canija estaba tumbada en la cama con una rabieta de tomo y lomo, lo cual no tenía nada de particular, pues los duendes no son lo que se dice seres joviales y bonachones, pero Holly estaba de un exagerado malhumor, incluso para un ser mágico. Técnicamente era una elfa —«ser mágico» era más bien un término general—, y también era un duende, pero eso era sólo un trabajo.

Puede que una descripción resulte más útil que una lección sobre la genealogía de las criaturas mágicas. Holly Canija tenía la piel morena, el pelo corto castaño rojizo y los ojos de color avellana. Tenía la nariz aguileña y una boca regordeta y angelical, características muy apropiadas teniendo en cuenta que Cupido era su bisabuelo. Su madre era una elfa europea con mucho carácter y una figura muy esbelta. Holly también tenía un cuerpo delgado y unos dedos largos y finísimos, ideales para sostener la porra eléctrica. Sus orejas, por supuesto, eran puntiagudas. Con un metro exacto de altura, Holly sólo medía un centímetro menos que la media en el mundo de los seres mágicos, pero incluso un triste centímetro puede ser de vital importancia cuando no vas sobrado de estatura, precisamente.

El comandante Remo era el causante de su mal humor. Había estado buscándole las cosquillas a Holly desde el primer día. El comandante había decidido ofenderse por el hecho de que hubiesen decidido asignar a su escuadrón a la primera agente femenina de la historia de Reconocimiento. Reconocimiento era un destino notablemente peligroso, con un elevado índice de bajas mortales, y Remo no creía que fuese el lugar indicado para una chica. Bueno, pues iba a tener que ir acostumbrándose a la idea, porque Holly Canija no tenía ninguna intención de abandonar, ni por él ni por ninguna otra causa.

Aunque no lo admitiría jamás, otro posible motivo de la irritación de Holly era el Ritual. Llevaba varias lunas intentando realizarlo, pero por una u otra razón, nunca parecía tener tiempo, y si Remo se enteraba de que andaba escasa de magia, seguro que la trasladaban a Tráfico.

Holly se levantó rodando de su futón y se metió en la ducha. Ésa era otra de las ventajas de vivir cerca del núcleo terrestre: el agua siempre estaba caliente. No había luz natural, por supuesto, pero era un pequeño precio que había que pagar por toda aquella intimidad. Bajo tierra. El último reducto libre de humanos. No había nada como volver a casa después de una larga jornada laboral, quitarse el escudo y sumergirse en una piscina de cieno burbujeante.

La elfa se preparó para salir, subiéndose la cremallera del mono verde pálido hasta la barbilla y colocándose el casco. Los uniformes de Reconocimiento de la PES eran muy funcionales aquellos días, no como esos disfraces horrorosos que el equipo había tenido que llevar en los viejos tiempos. ¡Zapatos de hebilla y pantalones bombachos! Como lo oyes. No era extraño que los duendes se considerasen unos seres tan ridículos en el folclore humano. Y sin embargo, probablemente era mejor así. Si los Fangosos supiesen que, en realidad, la palabra peste, por ejemplo, tenía su origen en la PES: TE, un cuerpo de elite de la Policía de Elementos del Subsuelo: Troles Evadidos, seguramente adoptarían medidas para aplastarlos a todos. Era mejor pasar desapercibidos y dejar que los humanos siguiesen con sus estereotipos.

Con la luna asomando ya por la superficie, no había tiempo para un buen desayuno. Holly abrió la nevera para coger los restos de un batido de ortigas y se lo bebió en los túneles. Como de costumbre, había un caos tremendo en la calle principal. Los duendecillos voladores habían atascado la avenida como piedras en una botella. Los gnomos tampoco eran de gran ayuda, pues avanzaban con torpeza con sus enormes traseros bamboleantes bloqueando dos carriles. Los sapos deslenguados infestaban todos los rincones húmedos, soltando palabrotas como carreteros. Aquélla variedad en especial había empezado como una broma, pero se había ido multiplicando hasta convertirse en una verdadera plaga. A alguien se le había ido la varita mágica con aquellos sapos.

Holly se abrió paso a codazos entre la muchedumbre hasta llegar a la comisaría de policía. Ya había disturbios en el centro comercial Patata de Patata. El cabo Newt de la PES se estaba encargando de ellos. Ojalá lograse solucionarlo. Menuda pesadilla. Al menos Holly tenía la suerte de trabajar en la superficie.

Las puertas de la comisaría de la PES estaban abarrotadas de manifestantes. La guerra entre los trasgos y los enanos había estallado de nuevo, y cada mañana cientos de padres furiosos aparecían por allí exigiendo la liberación de sus inocentes vástagos. Si de verdad había algún trasgo inocente, Holly Canija no lo conocía todavía. Ahora estaban obstruyendo las celdas, berreando canciones típicas de la banda y arrojándose bolas de fuego unos a otros.

Holly se abrió paso a empujones hasta llegar a la multitud.

—Abran paso —rezongó—. Misión policial.

Todos acudieron a ella como moscas a un gusano apestoso.

—¡Mi Gruñón es inocente!

—¡Brutalidad policial!

—Agente, ¿podría llevarle esta mantita a mi niño? No puede dormir sin ella.

Holly activó la función reflejo de su visera e hizo caso omiso de todos ellos. Hubo un tiempo en que el uniforme inspiraba algo de respeto. Pero ya no era así. Ahora eras un simple objetivo.

—Perdone, agente, pero me parece que he perdido mi jarra de verrugas.

—Perdone, joven elfa, pero mi gato se ha subido a una estalactita.

O bien:

—Si tiene un momento, capitana, ¿podría decirme cómo se va a la Fuente de la Juventud?

Holly se estremeció. Turistas… Ella ya tenía sus propios problemas. Más de los que creía, como estaba a punto de averiguar.

En el vestíbulo de la comisaría, un enano cleptómano estaba muy ocupado hurgando en los bolsillos del resto de los miembros de la cola de espera, incluyendo los del agente al que estaba esposado. Holly le dio un golpe en la espalda con la porra eléctrica. La descarga chamuscó el trasero de sus pantalones de piel.

—¿Qué estás haciendo aquí, Mantillo?

Mantillo empezó a balbucear una respuesta mientras los objetos de contrabando le caían de las mangas.

—Agente Canija —dijo con voz quejumbrosa y un gesto de exagerado arrepentimiento en el rostro—. No puedo evitarlo. Soy así por naturaleza.

—Ya lo sé, Mantillo. Y nosotros tenemos por naturaleza la obligación de meterte en una celda durante un par de siglos.

Holly guiñó un ojo al agente que había arrestado al enano.

—Es bueno saber que estás ojo avizor.

El elfo se ruborizó y se agachó para recoger su cartera y su placa.

Holly pasó de largo por el despacho de Remo con la esperanza de poder llegar a su mesa antes de que…

—¡CANIJA! ¡VEN AQUÍ INMEDIATAMENTE!

Holly lanzó un suspiro. En fin. Ya estamos otra vez…

Con el casco debajo del brazo, Holly se alisó las arrugas del uniforme y entró en el despacho del comandante Remo.

La cara de Remo estaba roja de ira. Aquél era más o menos su estado habitual, característica que le había hecho ganarse el apodo de «Remolacha». En la comisaría habían hecho una porra apostando cuánto tiempo le quedaba antes de que le estallase el corazón. Los más espabilados habían apostado que, como mucho, medio siglo.

El comandante Remo estaba golpeando con el dedo el lunómetro que llevaba en la muñeca.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué horas son éstas?

Holly sintió cómo se sonrojaba. Sólo llegaba un minuto tarde. Al menos una docena de agentes de su turno ni siquiera se habían presentado todavía, pero Remo siempre la escogía a ella para pegarle la bronca.

—Había un atasco en la calle —farfulló sin convicción—. Había cuatro carriles cerrados.

—¡No me insultes con tus excusas! —bramó el comandante—. ¡Sabes de sobra cómo está el centro de la ciudad! ¡Levántate cinco minutos antes!

Era verdad, sabía muy bien cómo se ponían las calles de Refugio en hora punta. Holly Canija era una elfa nacida y criada en la ciudad. Desde que los humanos habían empezado a experimentar con las perforaciones minerales, cada vez más duendes se habían marchado de las colonias de la superficie para adentrarse en las profundidades y la seguridad de Ciudad Refugio. La metrópolis estaba superpoblada, los servicios eran insuficientes y ahora, además, había una propuesta de ley para permitir el paso de automóviles por el centro peatonal de la ciudad. ¡Como si no estuviese lo bastante asqueroso ya con todos aquellos gnomos pueblerinos pululando por todas partes!

Remo tenía razón. Debía levantarse un poco antes. Sin embargo, no pensaba hacerlo, no hasta que obligasen a todos los demás a hacerlo también.

—Ya sé lo que estás pensando —dijo Remo—. ¿Por qué te regaño todas las mañanas? ¿Por qué no me meto con todos esos vagos?

Holly no respondió, pero la expresión de su cara estaba completamente de acuerdo con las palabras del comandante.

—Te diré por qué. ¿Quieres saberlo?

Holly se aventuró a asentir con la cabeza.

—Porque eres una chica.

Holly sintió cómo se le apretaban los puños. ¡Lo sabía!

—Pero no por las razones que crees —prosiguió Remo—. Eres la primera chica en Reconocimiento. La primera mujer de la historia de esta unidad. Eres un experimento. Un ejemplo que seguir. Hay un millón de duendes ahí fuera vigilando todos y cada uno de tus movimientos. Hay muchas esperanzas puestas en ti, pero también hay muchos prejuicios en tu contra. El futuro de las fuerzas de seguridad está en tus manos, y en este momento, yo diría que es un poco pesado.

Holly parpadeó. Remo nunca le había hablado así antes. Normalmente se limitaba a darle órdenes: «¡Ponte bien el casco!», «¡Camina derecha!», y bla, bla, bla.

—Tienes que hacerlo lo mejor que puedas, Canija, y eso significa ser mejor que todos los demás. —Remo emitió un suspiro y se hundió en su silla giratoria—. No sé, Holly. Desde el asunto de Hamburgo…

Holly hizo una mueca de dolor. El asunto de Hamburgo había sido un auténtico desastre. Uno de sus perpendiculares se había escapado a la superficie y había intentado pedir asilo a los Fangosos. Remo tuvo que detener el tiempo, llamar al Escuadrón de Recuperación y hacer cuatro limpiezas de memoria. Habían malgastado mucho tiempo policial. Y todo por su culpa.

El comandante cogió uno de los formularios que había encima de su mesa.

—Es inútil. Ya he tomado una decisión. Te voy a mandar a Tráfico y voy a llamar a la cabo Fronda para que te sustituya.

—¡Fronda! —exclamó Holly—. Es una Barbie. Una cabeza hueca. ¡No puede dejar que ocupe mi puesto!

La cara de Remo se puso de un tono rojo aún más oscuro.

—Puedo y lo haré. ¿Por qué no iba a hacerlo? Nunca me has dado lo mejor de ti, o quizá sea eso precisamente, quizá lo mejor de ti no sea bastante. Lo siento, Canija, tuviste tu oportunidad…

El comandante volvió a concentrarse en sus papeles. La reunión había terminado. Holly permaneció allí inmóvil, horrorizada. Lo había estropeado todo. La mejor oportunidad profesional que iba a tener en toda su vida y la había arrojado por la borda. Un solo error y su futuro era pasado. No era justo. Holly sintió que una ira desconocida se iba apoderando de ella, pero se contuvo. No era el momento de perder los nervios.

—Comandante Remo, señor. Creo que me merezco otra oportunidad.

Remo ni siquiera levantó la vista de los formularios.

—¿Y eso por qué?

Holly inspiró hondo.

—Por mi historial, señor. Habla por sí mismo, dejando a un lado lo de Hamburgo. Diez reconocimientos con éxito. Ni una sola limpieza de memoria ni una parada de tiempo, aparte de…

—Aparte de lo de Hamburgo —completó Remo.

Holly decidió arriesgarse.

—Si fuese un chico, uno de sus preciosos duendes, ni si quiera tendríamos esta conversación.

Remo levantó la mirada de golpe.

—Eh, un momento, capitana Canija…

Lo interrumpió un pitido procedente de uno de los teléfonos que había encima de su escritorio. Luego dos y luego tres. Una pantalla gigante cobró vida en la pared que había a sus espaldas.

Remo apretó el botón del auricular, poniendo a todos los interlocutores al habla a la vez.

—Tenemos un fugitivo.

Remo asintió con la cabeza.

—¿Qué dice Alcance?

Alcance era el nombre en clave de los rastreadores ocultos en los satélites de comunicación americanos.

—Sí —contestó el interlocutor número dos—. Hay una señal muy fuerte en Europa. En el sur de Italia. Sin escudo.

Remo profirió una maldición. Un duende sin escudo era visible para los ojos mortales. Eso no era tan malo si el perpendicular era humanoide.

—¿Clasificación?

—Malas noticias, comandante —dijo el tercer interlocutor—. Tenemos un trol evadido.

Remo se frotó los ojos. ¿Por qué estas cosas siempre tenían que pasarle a él? Holly comprendía su frustración. Los troles eran las criaturas más malas de todas las que habitaban los túneles subterráneos. Se paseaban por el laberinto alimentándose de cualquier cosa que tuviese la mala suerte de cruzarse en su camino. En sus cerebros minúsculos no había sitio para las normas o la contención. De vez en cuando alguno se colaba por el hueco de un elevador a presión. Normalmente, la corriente de aire concentrado los achicharraba, pero a veces uno sobrevivía y era propulsado a la superficie. Enfurecidos por el dolor y ante el más mínimo rayo de luz, se dedicaban a destruir todo cuanto hallaban a su paso.

Remo meneó la cabeza con energía, recuperándose.

—De acuerdo, capitana Canija. Parece ser que vas a tener otra oportunidad. Estás a tope, ¿verdad?

—Sí, señor —mintió Holly, a sabiendas de que Remo la expulsaría inmediatamente del cuerpo si supiese que había descuidado el Ritual.

—Bien, en ese caso firma al retirar el arma y dirígete a la zona del objetivo.

Holly miró a la pantalla. Los Alcances enviaban imágenes de alta resolución de una ciudad italiana fortificada. Un punto rojo se movía rápidamente por el campo en dirección a la población humana.

—Haz un reconocimiento completo e informa. No intentes llevar a cabo una recuperación, ¿entendido?

—Sí, señor.

—El último trimestre perdimos seis duendes en ataques contra troles. Seis duendes. Y eso fue bajo tierra, en territorio conocido.

—Entendido, señor.

Remo frunció los labios con cierto recelo.

—¿De verdad lo entiendes, Canija? ¿De verdad?

—Creo que sí, señor.

—¿Has visto alguna vez lo que un trol puede hacerle a un ser de carne y hueso?

—No, señor. Nunca lo he visto de cerca.

—Bien, pues que no sea esta la primera vez que lo ves.

—Entendido, señor.

Remo la fulminó con la mirada.

—No sé por qué, capitana Canija, pero cada vez que me dices «entendido, señor» me pongo muy nervioso.

Remo tenía motivos para estar nervioso. Si hubiese sabido cómo iba a acabar aquella misión de Reconocimiento, seguramente habría pedido la jubilación anticipada. Aquélla noche iba a pasar a la Historia, y no precisamente por tratarse de un feliz acontecimiento histórico como el descubrimiento del radio o el primer viaje del hombre a la Luna, sino por un suceso terrible, como la Inquisición española o la llegada del Hindenburg. Malo para los humanos y para los duendes. Malo para todo el mundo.

Holly se dirigió directamente a las rampas. En su boca, por lo general parlanchina, llevaba dibujado el gesto de la determinación. Una oportunidad, la última. No permitiría que nada interrumpiese su concentración.

La cola habitual de quienes esperaban obtener un visado para ir de vacaciones llegaba hasta la esquina de la Plaza Elevador, pero Holly pasó delante de todos ellos exhibiendo su placa. Un gnomo malhumorado y agresivo se negó a abrirle paso.

—¿Por qué los de la PES siempre tenéis que colaros? ¿Qué tenéis de especial?

Holly inspiró hondo por la nariz. Cortesía ante todo.

—Se trata de un asunto policial, señor. Y ahora, si me permite…

El gnomo se rascó su trasero gigantesco.

—Me han dicho que los de la PES os inventáis eso de los asuntos policiales sólo para poder daros un baño de luz de luna. Eso es lo que me han dicho.

Holly trató de esbozar una sonrisa divertida, pero sus labios sólo consiguieron dibujar una mueca amarga.

—Pues el que le haya dicho eso es un idiota…, señor. Los de Reconocimiento sólo salimos a la superficie cuando es absolutamente necesario.

El gnomo frunció el ceño. Evidentemente, él mismo se había inventado aquel rumor y sospechaba que Holly acababa de llamarle idiota. Para cuando estuvo del todo convencido, la agente ya se había colado por las puertas dobles.

Potrillo la estaba esperando en Operaciones Especiales. Potrillo era un centauro paranoico convencido de que las agencias de inteligencia humanas espiaban sus redes de transporte y vigilancia. Para impedirles que le leyeran la mente, llevaba una gorra de papel de aluminio a todas horas.

Levantó la vista bruscamente al ver entrar a Holly por las puertas dobles neumáticas.

—¿Te ha visto alguien entrar aquí?

Holly reflexionó unos instantes.

—El FBI, la CIA, la DEA, el M16… ¡Ah! Y el TPE.

Potrillo frunció el entrecejo.

—¿El TPE?

—Todo el Personal del Edificio —se burló Holly.

Potrillo se levantó de la silla giratoria y se acercó a ella haciendo ruido con los cascos.

—Oh, qué graciosa eres, Canija… Es para mondarse de risa. Pensaba que lo de Hamburgo te habría bajado los humos. Yo que tú me concentraría en la misión que tenemos entre manos.

Holly se puso seria. Potrillo tenía razón.

—De acuerdo, Potrillo. Ponme al corriente.

El centauro señaló la imagen en directo del Eurosat, que se proyectaba sobre una enorme pantalla de plasma.

—Éste punto rojo de aquí es el trol. Se dirige hacia Martina Franca, una ciudad fortificada cerca de Brindisi. Por lo que hemos podido averiguar, cayó en el ventilador E7. Estaba en fase de enfriamiento tras un lanzamiento a la superficie, por eso el trol no se ha achicharrado como una mosca en una parrilla.

Holly hizo una mueca de asco. «Qué agradable…», pensó.

—Por suerte, nuestro objetivo ha encontrado algo de comida por el camino. Ha estado masticando un par de vacas durante una hora o dos, así que hemos ganado algo de tiempo.

—¿Un par de vacas? —exclamó Holly—. Pero ¿cómo de grande es el tipo?

Potrillo se ajustó la gorra de aluminio.

—Es un trol gigante. Completamente desarrollado. Ciento ochenta kilos, con los colmillos de un jabalí. Un jabalí auténtico.

Holly tragó saliva. De repente, Reconocimiento le parecía un trabajo mucho mejor que el de Recuperación.

—Muy bien. ¿Qué tienes para mí?

Potrillo avanzó a medio galope hasta la mesa del equipo. Escogió lo que parecía un reloj de pulsera rectangular.

—Localizador. Tú le encuentras y nosotros te encontramos a ti. Una misión de rutina.

—¿Vídeo?

El centauro enganchó un pequeño cilindro en la ranura correspondiente del casco de Holly.

—Imagen en directo. Batería nuclear. Sin límite de tiempo. El micro se activa con la voz.

—Muy bien —respondió Holly—. Remo dijo que podía llevarme un arma esta vez. Sólo por si acaso.

—Ya contaba con eso —repuso el centauro. Cogió una pistola de platino del montón—. Una Neutrino 2000. El último modelo. Ni siquiera las pandillas de los túneles la tienen. Con tres posiciones, para tu información. Chamuscado, bien pasado y reducido a cenizas. La fuente de energía también es nuclear, así que dale duro. Ésta preciosidad te sobrevivirá dos mil años.

Holly se colocó el arma en la sobaquera. No pesaba casi nada.

—Estoy lista…, creo.

—Lo dudo —se rio Potrillo—. Nadie está del todo listo para enfrentarse a un trol.

—Gracias por la inyección de confianza.

—La confianza es ignorancia —filosofó el centauro—. Si te crees valiente es porque hay algo que ignoras.

Holly estuvo a punto de rebatir sus palabras, pero no lo hizo. Tal vez fuese porque tenía la extraña sospecha de que Potrillo tenía razón.

Los elevadores de presión estaban propulsados por columnas gaseosas que salían del núcleo de la Tierra. Los técnicos de la PES, bajo la supervisión de Potrillo, habían diseñado unas naves de titanio capaces de navegar por las corrientes. Disponían de sus propios motores independientes, pero para un viaje directo a la superficie no había nada como la explosión de la energía mareomotriz.

Potrillo la condujo por una larga cola de plataformas de lanzamiento hasta el E7. La nave estaba aparcada en su plata forma de sujeción, con un aspecto demasiado frágil como para que pudiese despegar entre chorros de magma. La parte inferior estaba totalmente carbonizada y llena de agujeros de metralla.

El centauro le dio unas palmaditas cariñosas en el guardabarros.

—Ésta maravilla tiene cincuenta años. Es el modelo más antiguo que nos queda en las rampas de lanzamiento.

Holly tragó saliva. Las plataformas de lanzamiento ya le ponían bastante nerviosa como para, encima, tener que subirse a aquella antigualla.

—¿Cuándo la vais a dar de baja?

Potrillo se rascó su barriga peluda.

—Tal y como estamos de presupuesto, no hasta que haya una baja mortal.

Holly hizo fuerza para abrir la pesada puerta y el sello de goma cedió dando un silbido. La nave no estaba diseñada para ser cómoda: apenas había espacio suficiente para un asiento minúsculo entre la maraña de aparatos electrónicos.

—¿Qué es eso? —preguntó Holly, señalando una mancha grisácea en el reposacabezas del asiento.

Potrillo empezó a agitarse, incómodo.

—Estooo… Fluido cerebral, creo. La cabina perdió un poco de presión en la última misión, pero ahora ya está todo arreglado. Y el agente sobrevivió. Perdió unos cuantos puntos de coeficiente de inteligencia, pero sigue con vida, y además puede ingerir líquidos.

—¡Caramba! ¡Qué buena noticia! —exclamó Holly con sorna mientras se abría paso por la amalgama de cables. Potrillo le colocó el arnés de seguridad y comprobó minuciosamente la sujeción.

—¿Éstas lista?

Holly asintió con la cabeza.

Potrillo le dio unos golpecitos en el micrófono del casco.

—Estaremos en contacto —se despidió, cerrando la portezuela tras él.

«No pienses en eso —se dijo Holly—. No pienses en el fluido sofocante de magma que va a envolver esta nave diminuta de un momento a otro. No pienses en que vas a salir disparada a la superficie a toda velocidad con una fuerza de mach 2 capaz de revolverte el estómago. Y desde luego, no pienses en el trol zumbado y sanguinario que te espera ahí fuera dispuesto a destriparte con sus colmillos. No. No pienses en nada de eso…». Demasiado tarde.

La voz de Potrillo retumbó en su auricular.

—Faltan veinte segundos para el lanzamiento —anunció—. Estamos transmitiendo en una frecuencia segura en caso de que los Fangosos hayan puesto en marcha la escucha subterránea. Nunca se sabe. Un petrolero de Oriente Próximo interceptó una transmisión una vez. Fue un verdadero desastre.

Holly se ajustó el micrófono del casco.

—Concéntrate en el lanzamiento, Potrillo. Mi vida está en tus manos.

—Uy… Vale, lo siento. Vamos a utilizar el carril para dejarte en el eje principal del E7; habrá una explosión de un momento a otro. Eso te dejará pasados los primeros cien klicks; a partir de entonces volarás por tu cuenta.

Holly hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y abrazó con los dedos las palancas de mando gemelas.

—Todos los sistemas comprobados. Ignición.

Se oyó un rugido al ponerse en marcha los motores de la aeronave. El diminuto aparato empezó a dar sacudidas en su plataforma de sujeción, haciendo que Holly se zarandease hasta acabar como un pato mareado. Apenas oía a Potrillo hablándole a través de los auriculares.

—Ahora estás en el eje secundario. Prepárate para volar, Canija.

Holly extrajo un cilindro de goma del salpicadero y se lo colocó entre los dientes. No servía de nada tener una radio si te tragabas la lengua. Activó las cámaras externas y encendió la pantalla.

La entrada del E7 se acercaba peligrosamente. El aire resplandecía bajo el brillo de la luz de aterrizaje. Unos chispazos incandescentes chisporroteaban en el eje secundario. Holly no oía el rugido, pero se lo imaginaba: un viento huracanado y estremecedor como el aullido de un millón de troles.

Se aferró con fuerza a las palancas de mando. La nave se estremeció hasta detenerse en el borde. La rampa se extendió por encima y por debajo. Gigantesca. Infinita. Como dejar caer una hormiga por el desagüe.

—¡Muy bien! —exclamó Potrillo, entusiasmado—. ¡Cuidado con el desayuno! No hay montaña rusa que valga comparada con esto…

Holly asintió. No podía hablar, no con la goma en la boca. El centauro la vería a través de la aerocámara de todos modos.

Sayonara, cariño —dijo Potrillo, y acto seguido pulsó el botón.

La plataforma de sujeción de la nave se inclinó y dejó caer a Holly en el abismo. Su estómago se puso tenso mientras la fuerza de gravedad se apoderaba del aparato, arrastrando a Holly hacia el centro de la Tierra. El departamento de sismología tenía un millón de sondas ahí abajo, con un 99,8 por 100 de probabilidades de éxito en la predicción de erupciones de magma. Sin embargo, siempre cabía ese 0,2 por 100…

La caída le pareció una eternidad, y justo cuando ya estaba resignada a que nada pasara, la sintió. Una vibración inolvidable. La sensación de que, fuera de su pequeña cápsula, el mundo entero se estaba deshaciendo en pedazos. Ya viene.

—Alerones —dijo, escupiendo la palabra a través del cilindro. Puede que Potrillo le hubiese contestado, pero ya no podía oírle. Holly ni siquiera se oía a sí misma, pero sí veía cómo se desplegaban los alerones de estabilización a través del monitor. La erupción la envolvió como un huracán, haciendo que la nave empezase a dar vueltas descontroladamente hasta que los alerones empezaron a funcionar. Unas rocas semifundidas apedrearon la parte inferior de la nave y la hicieron salir dando tumbos hasta las paredes de la rampa. Holly compensó el efecto tirando de las palancas de mandos.

Hacía un calor sofocante en el reducido espacio, suficiente para abrasar a un humano, pero los pulmones de los seres mágicos estaban hechos de una materia más resistente. La aceleración apresó su cuerpo con manos invisibles, estirando la carne de sus brazos y de su rostro. Holly se quitó un sudor salado de los ojos con un parpadeo y se concentró en el monitor. La erupción había sepultado la nave por completo, y además había sido una de aúpa, de fuerza siete como mínimo. Una buena circunferencia de quinientos metros. El magma de rayas anaranjadas giraba y silbaba a su alrededor, tratando de encontrar un punto débil en el armazón metálico.

La nave gimió y se quejó. Los remaches de cincuenta años amenazaban con reventar. Holly meneó la cabeza con gesto enfadado. Lo primero que haría a su vuelta sería darle un buen puntapié a Potrillo en su trasero peludo. Se sentía como una nuez en el interior de su cáscara, entre los molares de un gnomo. Una placa de proa emitió un chasquido y luego estalló como golpeada por un puño gigante. El piloto de la presión se encendió. Holly sintió como si alguien le estuviese exprimiendo el cerebro. Los ojos serían lo primero que saldría disparado, reventarían como moras maduras.

Comprobó los indicadores. Faltaban veinte segundos para salir de la erupción mareomotriz y echar a navegar siguiendo la corriente de las aguas termales. Los veinte segundos le parecieron siglos. Holly se ajustó el casco para protegerse los ojos y esquivó la última lluvia de rocas.

De repente, todo parecía despejado y la cápsula navegaba hacia arriba siguiendo las espirales de aire caliente que, en comparación con lo anterior, eran suavísimas. Holly añadió sus propias sacudidas con las palancas de mando a la fuerza impulsora. No había tiempo que perder flotando en el viento.

Por encima de su cabeza, un círculo de luces de neón indicaba la zona de acoplamiento. Holly viró en horizontal y apuntó a las luces de los nodos de acoplamiento. Se trataba de una operación delicada. Muchos pilotos de Reconocimiento habían llegado hasta ese punto, pero luego habían fallado la maniobra de aterrizaje y perdido un tiempo valiosísimo. Pero no Holly. Tenía un don innato. La primera de la academia.

Tiró de las palancas una última vez y avanzó los últimos cien metros. Utilizando los timones que había bajo sus pies, condujo la nave a través del círculo de luz hasta llevarla a su plataforma de sujeción en la zona de aterrizaje. Los nodos giraron, ajustándose en el interior de las guías. Acababa de aterrizar sana y salva.

Holly se dio un manotazo en el pecho para zafarse del arnés de seguridad. En cuanto el sello de la puerta se abrió, el aire dulzón de la superficie inundó la cabina. No había nada como aquella primera inhalación después de una propulsión. Inspiró hondo, expulsando de sus pulmones el aire viciado de la astronave. ¿Por qué se les ocurriría a las Criaturas dejar la superficie? A veces deseaba con toda su alma que sus ancestros se hubiesen quedado para luchar contra los Fangosos, pero eran muchos. A diferencia de los duendes, que sólo podían engendrar un niño cada veinte años, los Fangosos se multiplicaban como conejos. El número era aterrador incluso para los seres mágicos.

A pesar del placer que sentía al respirar el aire nocturno, Holly percibía restos de agentes contaminantes. Los Fangosos destruían todo cuanto tocaban sus manos. Por supuesto, ya no vivían en el barro. Al menos no en aquel país. No, ni hablar. Viviendas enormes y modernas con habitaciones para todo: habitaciones para dormir, habitaciones para comer…, ¡incluso una habitación para hacer sus necesidades! ¡Dentro de la casa! Holly sintió un escalofrío. Imagínate tener que ir al lavabo dentro de tu propia casa… ¡Qué asco! El único aspecto positivo de ir de vientre era que los minerales volvían a la tierra, pero los Fangosos habían conseguido estropear aquello también tratando la… porquería… con botes de productos químicos de color azul. Si alguien le hubiese dicho hace cien años que los humanos iban a eliminar la parte fértil de los fertilizantes, les habría dicho que se hiciesen unos agujeros de ventilación en el cráneo.

Holly descolgó unas cuantas alas de su soporte. Eran óvalos dobles con un motor metálico. Soltó un bufido de protesta: Libélulas. Odiaba aquel modelo. Con motor de gasolina, encima. ¡Y más pesadas que un cerdo lleno de barro! El Colibrí Z7, eso sí que era un transporte útil y elegante… Silencioso, con una batería solar de recarga por satélite capaz de llevarte a dar la vuelta al mundo dos veces. Sin embargo, otra vez había recortes de presupuesto.

En su muñeca, el localizador empezó a emitir pitidos. Estaba dentro del radio de alcance. Holly salió de la nave y se quedó de pie en el área de aterrizaje. Se hallaba en el interior de un montículo de tierra camuflado, vulgarmente conocido como un fuerte de los seres mágicos. De hecho, las Criaturas solían vivir en aquellos montículos hasta que los obligaron a trasladarse a zonas más subterráneas. No tenían demasiada tecnología; tan sólo unos cuantos monitores externos y un dispositivo de autodestrucción por si alguien descubría el lugar.

Las pantallas estaban silenciosas. Todo parecía despejado. Las puertas neumáticas estaban ligeramente torcidas por donde había pasado el trol, pero, por lo demás, todo parecía en orden. Holly se sujetó las alas y salió al mundo exterior.

El cielo de la noche italiana era nítido y fresco, y olía a aceitunas y a vid. Se oía el canto de los grillos entre la hierba áspera y las palomillas revoloteaban bajo la luz de las estrellas. Holly no podía dejar de sonreír. Valía la pena el riesgo, cada minuto de él.

Hablando de riesgo… Comprobó la señal del localizador. El pitido era ahora mucho más fuerte. ¡El trol estaba a punto de llegar a las murallas de la ciudad! Ya tendría tiempo de apreciar la naturaleza cuando hubiese cumplido su objetivo. Había llegado el momento de pasar a la acción.

Holly arrancó el motor de las alas tirando del cable del estárter que había encima de su hombro. Nada. Empezaba a estar furiosa. Todos los niños mimados de Refugio tenían unas Colibrí para pasar sus vacaciones de verano, y en cambio, los agentes de la PES tenían que conformarse con unas alas de pacotilla que no funcionaban ni siquiera al estrenarlas. Tiró del cable otra vez y luego otra. A la tercera fue la vencida, y el aparato empezó a despedir una columna de humo y gases en la noche. Ya era hora, gruñó, poniendo el aparato a toda marcha. Las alas empezaron a batir hasta alcanzar un ritmo regular y, no sin mucho esfuerzo, levantaron a la capitana Holly Canija en el aire.

Aun sin la ayuda del localizador, habría sido fácil seguir trol, pues había dejado una imponente estela de destrucción a su paso, similar a la que habría dejado una excavadora de túneles. Holly volaba a baja altura, sorteando bancos de neblina y árboles, siguiendo el recorrido del trol. La criatura enloquecida se había abierto camino a través de un viñedo, había hecho cisco un muro de piedra y dejado sin sentido a un perro guardián debajo de un seto. A continuación, Holly sobrevoló las vacas. No era un espectáculo hermoso. Sin entrar en detalles, diremos tan sólo que no quedaban demasiados restos, salvo cuernos y pezuñas.

La señal roja era ahora más intensa, y eso significaba que se estaba acercando. Ahora veía la ciudad debajo de ella, enclavada en lo alto de una colina baja, rodeada por una muralla almenada de la Edad Media. Las luces todavía estaban encendidas en la mayoría de las ventanas. Había llegado el momento de hacer un poco de magia.

Buena parte de los poderes mágicos atribuidos a las Criaturas son mera superstición, pero sí es cierto que poseen determinados poderes como la curación, el encanta y el uso de los escudos de protección, aunque llamarlos «escudos de protección» es una inexactitud. Lo que hacen los seres mágicos en realidad es vibrar a una frecuencia tan alta que nunca permanecen en un mismo sitio el tiempo suficiente para ser vistos. Puede que los humanos perciban un brillo tenue en el aire si prestan mucha atención —cosa que casi nunca hacen—, e incluso entonces, lo normal es que atribuyan el brillo a los efectos de la evaporación. Es muy típico de los Fangosos inventarse una explicación muy complicada para los fenómenos más sencillos.

Holly activó su escudo protector. Le costó más que de costumbre. Notó el esfuerzo en las perlas de sudor que le adornaron la frente. «Tengo que acabar el Ritual sin falta —pensó—. Cuanto antes, mejor».

Un alboroto procedente de la ciudad interrumpió sus pensamientos. Era algo que no cuadraba con los ruidos habituales de la noche. Holly comprobó el estado de su mochila y se aproximó volando para observar más de cerca. «Sólo puedes mirar», se recordó a sí misma. Ésa era su misión. Lanzaban a un agente de Reconocimiento por las rampas para localizar el objetivo mientras los chicos de Recuperación utilizaban una bonita y cómoda lanzadera.

El trol estaba justo debajo de ella, golpeando la muralla de la ciudad, que se estaba deshaciendo en pedazos entre sus poderosas garras. Holly reprimió un grito ahogado. ¡Aquél tipo era un monstruo! Grande como un elefante y diez veces más malo. Sin embargo, aquella bestia en particular era algo peor que malo: estaba asustado.

—Control —dijo Holly a través del micrófono—. Fugitivo localizado. Situación crítica.

El propio Remo estaba al otro lado de la línea de comunicación.

—Adelante, capitana.

Holly apuntó al trol con su videocámara.

—El fugitivo intenta atravesar la muralla de la ciudad. Contacto inminente. ¿A cuánto están los de Recuperación?

—Tiempo aproximado: cinco minutos como mínimo. Todavía estamos en la lanzadera.

Holly se mordió el labio. ¿Remo estaba en la lanzadera?

—Eso es demasiado tiempo, comandante. La ciudad entera va a explotar en diez segundos… Voy a entrar.

—Negativo, Holly…, capitana Canija. Nadie la ha invitado a entrar. Ya conoce la ley. Mantenga su posición.

—Pero comandante…

Remo la interrumpió.

—¡No! ¡No hay pero que valga, capitana! Mantenga su posición. ¡Es una orden!

El corazón le latía muy deprisa. Los gases de la gasolina le aturullaban el cerebro. ¿Qué podía hacer? ¿Cuál era la decisión correcta? ¿Salvar vidas u obedecer las órdenes?

Entonces el trol atravesó la muralla y la voz de un niño sonó en la noche.

¡Aiuto! —gritó.

«Socorro». Podía interpretarse como una invitación…

—Lo siento, comandante. El trol está fuera de sí y hay niños ahí dentro.

Se imaginaba el rostro de Remo, rojo de ira mientras se abalanzaba sobre el micrófono.

—¡Haré que te expulsen del cuerpo, Canija! ¡Pasarás los próximos cien años limpiando alcantarillas!

Pero fue inútil. Holly había desconectado su micrófono y descendido en picado para detener al trol.

Estirando al máximo su cuerpo, la capitana Canija se metió por el boquete. Parecía estar en el interior de un restaurante. Un restaurante repleto de gente. La luz eléctrica había cegado al trol momentáneamente, que estaba dando manotazos en el centro de la sala.

Los clientes estaban patidifusos. Incluso la queja del niño se había apagado. Todos estaban sentados boquiabiertos, con sus gorros de fiesta cómicamente ladeados en la cabeza. Los camareros se habían quedado paralizados, con unas enormes bandejas de pasta temblando encima de sus dedos abiertos. Unos niños italianos regordetes se tapaban los ojos con dedos regordetes. Siempre era así al principio: el silencio horrorizado. Luego venían los gritos.

Una botella de vino se estrelló contra el suelo. Rompió el hechizo. Empezó el caos. Holly hizo un gesto de dolor. Los troles odiaban el ruido casi tanto como la luz.

El trol levantó unos hombros inmensos y sacó sus garras retráctiles con un chirrido que ponía los pelos de punta. Era el clásico comportamiento de un depredador. La bestia estaba a punto de atacar.

Holly desenfundó su arma y colocó el percutor en su segunda posición. No podía matar al trol bajo ninguna circunstancia —no para salvar a humanos—, pero sí podía dejarlo inconsciente hasta que llegasen los de Recuperación.

Apuntando a su punto débil en la base del cráneo, la agente disparó sobre el trol una larga ráfaga del rayo de ión concentrado. La bestia se tambaleó, tropezó unas cuantas veces y luego se puso furiosa.

«No pasa nada —se dijo Holly—. Llevo el escudo protector. Soy invisible. Para los presentes, parecerá como si el rayo azul hubiese salido de la nada».

El trol empezó a dar vueltas a su alrededor, meneando sus rizos cubiertos de barro como mecidos por el viento.

«Que no cunda el pánico. No puede verme».

El trol levantó una mesa.

«Invisible. Totalmente invisible».

Echó hacia atrás un brazo greñudo para tomar impulso y luego soltó la mesa.

Sólo un tenue brillo en el aire.

La mesa volaba por los aires directamente hacia su cabeza.

Holly se movió. Un segundo demasiado tarde: la mesa golpeó su mochila y arrancó de cuajo el depósito de gasolina, que salió disparado por los aires dejando un rastro de líquido inflamable.

En los restaurantes italianos —todo el mundo lo sabe— hay velas por doquier. El depósito chocó justo contra un elaborado candelabro, que estalló en llamas como un cohete mortal. La mayor parte de la gasolina cayó sobre el trol. Y también Holly.

El trol podía verla, de eso no había ninguna duda. La miraba entrecerrando los ojos bajo la luz odiosa; en su frente, un rictus de dolor y miedo. Su escudo protector había desaparecido. No le quedaba ni un gramo de magia.

Holly se retorció en las garras del trol, pero era inútil; los dedos de la criatura eran del tamaño de plátanos, pero en absoluto igual de maleables. Le apretaban la caja torácica con una facilidad pasmosa, hasta dejarla sin respiración. Unas zarpas como agujas rascaban el material endurecido de su uniforme. En cualquier momento traspasarían el material y sería el fin.

Holly no podía pensar. En el restaurante reinaba el caos más absoluto. El trol estaba haciendo rechinar sus colmillos, y sus molares grasientos intentaban arrancarle el casco de cuajo. A Holly le llegaba el aliento fétido del monstruo a través de sus filtros. También olía el hedor a pelo chamuscado a medida que el fuego se propagaba por el lomo del trol.

La lengua verde de la bestia raspó la visera de Holly e hizo desaparecer la sección inferior de ésta. ¡La visera! Era el fin. Su única posibilidad. Holly consiguió hacer llegar la mano que tenía libre hasta los controles del casco. Las luces de túnel. Haces de luz de máximo alcance.

Apretó el botón hundido y ochocientos vatios de luz sin filtro alguno se proyectaron desde los reflectores gemelos que llevaba encima de los ojos.

El trol se encabritó de nuevo, emitiendo un agudo chillido a través de las hileras de dientes. Montones de vasos y botellas se hicieron añicos donde estaban ellos dos. Era demasiado para el pobre animal. Aturdido primero, luego quemado vivo y ahora cegado. El shock y el dolor se abrieron paso hasta su minúsculo cerebro y le ordenaron que se detuviese. El trol obedeció, desplomándose con una rigidez casi cómica. Holly se apartó rodando sobre el suelo para esquivar la guadaña de uno de sus colmillos.

Se hizo un silencio absoluto, salvo por el tintineo del cristal bajo el peso de la bestia, el chisporroteo de su piel y una última exhalación. Holly se levantó sin dejar de temblar. Había muchos ojos siguiendo sus movimientos: ojos humanos. Era visible al ciento por ciento. Y esos humanos no se quedarían satisfechos mucho rato. Aquélla raza nunca lo hacía. La contención era la clave.

Levantó las manos vacías en son de paz.

Scusatemi tutti —dijo, en un idioma que fluía con facilidad de su boca.

Los italianos, tan educados como siempre, le contestaron que no tenía por qué disculparse.

Holly se metió la mano en el bolsillo muy despacio y extrajo una pequeña esfera. La colocó en el centro del suelo.

Guardate —anunció. «Mirad.».

Los clientes del restaurante la obedecieron, indinándose hacia delante para ver la pequeña bola plateada. Estaba haciendo tictac, cada vez más rápido, casi como en una cuenta atrás. Holly le dio la espalda a la esfera. Tres, dos, uno…

¡Pum! ¡Flash! Inconsciencia general. No era nada mortal, pero todos tendrían dolor de cabeza al cabo de cuarenta minutos. Holly lanzó un suspiro. Estaba a salvo. De momento. Echó a correr hacia la puerta y cerró el pestillo. Ahora nadie podría entrar ni salir, salvo a través del inmenso boquete de la pared. A continuación roció sobre el trol —que seguía ardiendo— el contenido del extintor de incendios del restaurante, esperando que la sustancia helada no reavivase a la bestia durmiente.

Holly examinó el jaleo que había armado a su alrededor. No había duda, todo estaba patas arriba y era un caos absoluto. Peor que lo de Hamburgo… Remo la despellejaría viva; prefería mil veces enfrentarse de nuevo al trol. Aquél era el fin de su carrera, eso seguro, pero de repente eso no le parecía tan importante porque le dolían las costillas y acababa de sufrir un aviso de migraña inminente, provocada por la tensión. Tal vez necesitara descansar, sólo un segundo, antes de que llegaran los de Recuperación.

Holly ni siquiera se molestó en buscar una silla. Se limitó a dejar que se le doblaran las rodillas y se desplomó sobre el suelo ajedrezado de linóleo.

Despertarse ante los prominentes rasgos faciales del comandante Remo es el colmo de las pesadillas. Los ojos de Holly empezaron a parpadear, y por un segundo habría jurado que había preocupación en aquellos otros ojos, pero justo entonces la preocupación desapareció y dio paso a la furia incontenible de siempre.

—¡Capitana Canija! —bramó el comandante, haciendo caso omiso de su migraña—. ¿Qué narices ha pasado aquí?

Holly se puso de pie con aire tembloroso.

—Yo… Es que… Verá… —No le salían las frases, sencillamente.

—Has desobedecido una orden directa. ¡Te dije que te mantuvieras en tu posición! Sabes que está prohibido entrar en un edificio humano sin una invitación.

Holly sacudió la cabeza para despejar las sombras de su visión.

—Me invitaron. Un niño gritó pidiendo ayuda.

—Pisas terreno peligroso, Canija.

—Existe un precedente, señor. El cabo Rowe contra el Estado. El jurado dictaminó que el grito de socorro de la mujer atrapada podía aceptarse como invitación para entrar en el edificio. Además, todos ustedes están aquí. Eso significa que también han aceptado la invitación.

—Hum… —murmuró Remo con recelo—. Supongo que has tenido suerte. Las cosas podrían haber salido mucho peor.

Holly miró a su alrededor. Las cosas no podían haber salido mucho peor. El establecimiento estaba completamente destrozado y había cuarenta humanos fuera de combate. Los chicos del departamento técnico estaban colocando electrodos de limpieza de memoria en las sienes de los comensales inconscientes.

—Hemos conseguido garantizar la seguridad de la zona, pese a que media ciudad ha estado golpeando la puerta.

—¿Y qué me dice del boquete?

Remo lanzó una sonrisita de suficiencia.

—Compruébalo por ti misma.

Holly miró hacia el agujero. Los de Recuperación habían enchufado un cable de holograma en los enchufes de la electricidad ya existentes y estaban proyectando una pared intacta sobre el boquete. Los hologramas resultaban útiles como parches, pero a la larga no daban muy buen resultado. Cualquiera que examinase la pared con detenimiento se daría cuenta de que el parche ligeramente transparente era igualito que el tramo de pared que había junto a él. En este caso había dos parches idénticos de grietas con telarañas, así como dos reproducciones de un mismo Rembrandt. Sin embargo, la gente del interior de la pizzería no estaba en condiciones de inspeccionar paredes y, para cuando se despertasen, la pared ya habría sido reparada por el departamento telecinético y la totalidad de la experiencia paranormal habría sido eliminada de sus memorias.

Un agente de Recuperación apareció por la puerta del cuarto de baño.

—¡Comandante!

—¿Sí, sargento?

—Hay un humano aquí dentro, señor. El Conmocionador no lo alcanzó. Vendrá de un momento a otro, señor. ¡Ya llega, señor!

—¡Escudos! —gritó Remo—. ¡Todo el mundo!

Holly lo intentó. Con todas sus fuerzas. Pero fue inútil. Se le había acabado la magia. Un crío de unos dos años de edad salió caminando a trompicones del cuarto de baño con los ojos llorosos de sueño. Extendió un dedo rechoncho para señalar directamente a Holly.

Ciao, fulletta —dijo, antes de encaramarse en el regazo de su padre para continuar durmiendo.

Remo regresó al espectro visible. Estaba —si es que eso era posible— aún más enfadado que antes.

—¿Qué le ha pasado a tu escudo, Canija?

Holly tragó saliva.

—Estrés, comandante —intentó excusarse con tono esperanzado.

Remo no se iba a tragar aquello.

—Me has mentido, capitana. No estás a tope de magia, ¿verdad que no?

Holly negó con la cabeza sin pronunciar palabra.

—¿Cuánto hace que no realizas el Ritual?

Holly empezó a mordisquearse el labio.

—Si no me equivoco…, yo diría…, que unos cuatro años, señor.

A Remo por poco le estalla una de las venas de las sienes.

—¿Cua… cuatro años has dicho? ¡Es un milagro que hayas durado tanto! Hazlo ahora. ¡Ésta noche! No volverás al mundo subterráneo sin tus poderes. ¡Eres un peligro para ti misma y para tus compañeros!

—Sí, señor.

—Que los de Recuperación te den un par de alas Colibrí y paséate volando por el viejo continente. Ésta noche hay luna llena.

—Sí, señor.

—Y no creas que me he olvidado de todo este caos. Hablaremos de ello cuando vuelvas.

—Sí, señor. Muy bien, señor.

Holly se volvió para marcharse, pero Remo carraspeó para reclamar su atención.

—Ah, capitana Canija…

—¿Sí, señor?

El rostro de Remo había perdido su tono púrpura y casi parecía un poco avergonzado.

—Buen trabajo, me refiero a que has salvado la vida de esos humanos. Podría haber sido peor, mucho peor.

Holly esbozó una sonrisa radiante detrás de la visera. Tal vez no la expulsaran de Reconocimiento después de todo.

—Gracias, señor.

Remo solió un gruñido y su cara recuperó su habitual color rojizo.

—¡Y ahora largo de aquí, y no vuelvas hasta que la magia te salga por la punta de las orejas!

Holly lanzó un suspiro. Para que luego digan que hay que ser agradecida.

—Sí, señor. En eso estoy, señor.