CAPÍTULO 2

LA TRADUCCIÓN

A ESTAS alturas ya habréis adivinado hasta dónde estaba dispuesto a llegar Artemis Fowl para conseguir su objetivo, pero ¿cuál era exactamente su objetivo? ¿Qué idea descabellada incluía chantajear a una vieja duende alcohólica como parte del plan? La respuesta era el oro.

La búsqueda de Artemis había empezado dos años antes, cuando se había puesto a navegar por Internet por primera vez.

Enseguida encontró las páginas más misteriosas: personas abducidas por extraterrestres, ovnis sobrevolando la Tierra, fenómenos sobrenaturales… pero, sobre todo, la existencia de las Criaturas.

Navegando a través de gigabytes de información, encontró cientos de referencias a seres mágicos de casi todos los países del mundo. Cada civilización tenía su propio término para designar a las Criaturas, pero sin duda eran miembros de la misma familia misteriosa. Varios relatos mencionaban un Libro que todos los seres mágicos llevaban consigo. Era su Biblia, que supuestamente contenía la historia de su raza y los preceptos que regían sus largas vidas. Por supuesto, el Libro estaba escrito en gnómico, la lengua mágica, y a ningún humano podía serle útil.

Artemis creía que, con ayuda de la tecnología moderna, el Libro sí podría ser traducido, y con aquella traducción se podría empezar a explotar un nuevo grupo de seres.

«Conoce a tu enemigo» era el lema de Artemis, de modo que se dedicó a investigar las tradiciones de las Criaturas hasta que hubo compilado una exhaustiva base de datos sobre sus características. Pero no era suficiente, por lo que puso un anuncio en la web: «Hombre de negocios irlandés pagará una gran suma de dólares por conocer a un hada, duende, trasgo o elfo». La mayoría de las respuestas habían sido un fraude, pero la visita a Ciudad Ho Chi Minh había valido la pena.

Puede que Artemis fuera la única persona viva capaz de sacar provecho a su reciente adquisición. Todavía conservaba una fe infantil en la magia, atenuada por una determinación adulta de explotarla. Si había alguien capaz de quitar a las criaturas mágicas parte de su oro, ese era Artemis Fowl II.

Para cuando llegaron a la mansión Fowl, el sol ya había salido y, aunque estaba ansioso por bajar el archivo a su ordenador, Artemis decidió ir primero a ver a su madre.

Angeline Fowl llevaba postrada en cama desde la desaparición de su marido. Crisis de angustia, habían diagnosticado los médicos. No había ningún tratamiento para curarla salvo el reposo absoluto y las pastillas para dormir. De eso hacía casi un año.

La hermana pequeña de Mayordomo, Juliet, estaba sentada al pie de la escalera. Tenía la mirada hundida en un agujero de la pared. Ni siquiera el rimel brillante lograba endulzar su expresión. Artemis ya había visto aquella mirada, justo antes de que Juliet le hiciese un súplex a un pizzero demasiado descarado. El súplex —según había deducido Artemis— era un movimiento de lucha libre, una afición muy poco habitual para una quinceañera, pero había que tener en cuenta que la chica era, al fin y al cabo, una Mayordomo.

—¿Problemas, Juliet?

La chica se enderezó rápidamente.

—Ha sido culpa mía, Artemis. Al parecer, no cerré del todo las cortinas. La señora Fowl no ha podido dormir.

—Hum… —murmuró Artemis, enfilando la escalera de roble con paso lento.

Le preocupaba la enfermedad de su madre. Llevaba mucho tiempo sin ver la luz del día, y pese a todo, si de pronto se recuperase milagrosamente, si se levantase de la cama llena de vitalidad, aquello implicaría el fin de la extraordinaria libertad de Artemis. Significaría volver a la escuela y ya no habría más aventuras delictivas y emocionantes para ti, amigo mío.

Llamó con suavidad a la puerta doble en forma de arco.

—¿Estás despierta?

Algo se hizo añicos al estrellarse contra el otro lado de la puerta. Por el ruido, parecía muy caro.

—¡Pues claro que estoy despierta! ¿Cómo iba a poder dormir con esta luz cegadora?

Artemis se decidió a entrar. En la habitación oscura, una cama antigua con cuatro columnas proyectaba sombras en forma de aguja, y una pálida astilla de luz asomaba a través de una rendija en las cortinas de terciopelo. Angeline Fowl estaba sentada en la cama con la espalda encorvada, y el brillo blanco de sus pálidos miembros reverberaba en la penumbra.

—Artemis, cariño, ¿dónde has estado?

Artemis lanzó un suspiro. Lo había reconocido. Era una buena señal.

—En una excursión con el colegio, Madre. Esquiando en Austria.

—Ah, esquiando… —repitió Angeline con voz suave—. Cuánto lo echo de menos… A lo mejor cuando vuelva tu padre…

Artemis sintió un nudo de emoción en la garganta, algo muy raro en él.

—Sí. A lo mejor cuando vuelva Padre.

—Cariño, ¿podrías cerrar esas malditas cortinas, por favor? La luz es insoportable.

—Por supuesto Madre.

Artemis atravesó la habitación, procurando no tropezar con los arcones para la ropa desperdigados por el suelo. Al final enroscó los dedos alrededor de los cortinajes de terciopelo. Por un momento sintió la tentación de abrirlos de par en par, luego suspiró y cerró la rendija.

—Gracias, cariño. Por cierto, tenemos que deshacernos de esa criada cuanto antes. Es una verdadera inútil.

Artemis se mordió la lengua. Juliet había sido un miembro fiel y trabajador del hogar de los Fowl durante los tres años anteriores. Era el momento de aprovecharse de la mente distraída de su madre.

—Tienes razón, Madre. Llevo ya tiempo queriendo hacerlo. Mayordomo tiene una hermana que creo que sería perfecta para el puesto. Me parece que ya te he hablado de ella. ¿Juliet?

Angeline frunció el ceño.

—¿Juliet? Sí, ese nombre me suena. Bueno, cualquiera será mejor que esa idiota que tenemos ahora. ¿Cuándo puede empezar?

—Enseguida. Haré que Mayordomo vaya a buscarla a la casa.

—Eres un buen chico, Artemis. Y ahora, dale un abrazo a mamá.

Artemis se adentró en los pliegues oscuros de la bata de su madre. Olía a perfume, a pétalos flotando en agua, pero sus brazos eran fríos y débiles.

—Oh, cariño —susurró, y el sonido hizo que a Artemis se le pusiera la carne de gallina—. Oigo cosas. Por las noches. Se suben por las almohadas y entran en mis oídos.

Artemis volvió a sentir el mismo nudo en la garganta.

—Tal vez deberíamos abrir las cortinas, Madre.

—No —lloriqueó su madre, soltándolo de golpe—. No, por que entonces también los vería.

—Madre, por favor…

Pero era inútil. Angeline ya no estaba allí. Se arrastró hasta la esquina opuesta de la cama y se tapó hasta la barbilla con la colcha.

—Mándame a la chica nueva.

—Sí, Madre.

—Mándamela con rodajas de pepino y agua.

—Sí, Madre.

Angeline lo miró con ojos suspicaces.

—Y deja de llamarme «Madre». No sé quién eres tú, pero desde luego no eres mi pequeño Arty.

Artemis contuvo unas cuantas lágrimas rebeldes.

—Sí, claro. Lo siento, Mad… Lo siento.

—Hum… No vuelvas a esta casa o haré que mi marido te eche a patadas. Es un hombre muy importante, ¿sabes?

—Muy bien, señora Fowl. Será la última vez que me vea por aquí.

—Eso espero. —Angeline se quedó paralizada de repente—. ¿Los oyes?

Artemis negó con la cabeza.

—No, no oigo ningún…

—¡Vienen a por mí! ¡Están por todas partes!

Angeline se hundió bajo las sábanas en busca de refugio. Artemis seguía oyendo sus sollozos aterrorizados mientras bajaba por la escalera de roble.

El Libro resultó ser mucho más hermético de lo que Artemis esperaba. Parecía oponerle una resistencia casi activa; daba lo mismo el programa que utilizase: la pantalla del ordenador no arrojaba ningún resultado.

Artemis imprimió todas las páginas y las clavó con chinchetas en las paredes de su estudio. A veces era muy útil tener las cosas impresas en papel. Nunca había visto un alfabeto parecido y, sin embargo, le resultaba extrañamente familiar. Era evidente que se trataba de una mezcla de lenguaje simbólico y de caracteres, pero el texto serpenteaba por la página sin ningún orden aparente.

Lo que el programa necesitaba era un marco de referencia, unos parámetros y un núcleo central sobre el que construir todo lo demás. Separó todos los caracteres y estableció comparaciones con textos en inglés, chino, griego, árabe y alfabeto cirílico, e incluso en ogam, el misterioso alfabeto irlandés. Nada.

Malhumorado por su frustración, Artemis envió a Juliet de paseo cuando esta le interrumpió para ofrecerle unos bocadillos, y decidió concentrarse en los símbolos. El pictograma más recurrente era una pequeña figura masculina. Suponía que era masculina, aunque con su escaso conocimiento de la anatomía de los duendes, también podía ser femenina. De repente se le ocurrió una idea. Artemis abrió el archivo de lenguas de la Antigüedad del traductor de su PowerBook y seleccionó el egipcio.

¡Eureka! Por fin. El símbolo masculino se parecía extraordinariamente a la representación del dios Anubis en los jeroglíficos de la cámara interior de Tutankamón. Aquello concordaba con el resto de sus averiguaciones: las primeras historias humanas escritas hablaban del mundo de los seres mágicos y sugerían que esta civilización era anterior a la de los hombres. Al parecer, los egipcios se habían limitado a adaptar una escritura ya existente para satisfacer sus propias necesidades.

Había otras similitudes, pero los caracteres eran lo bastante distintos como para colarse por la red del ordenador. Habría que hacerlo manualmente. Había que aumentar el tamaño de todas y cada una de las figuras en alfabeto gnómico y luego había que imprimirlas y cotejarlas con los jeroglíficos.

Artemis sintió cómo el cosquilleo del éxito le subía por el pecho. Casi todos los pictogramas o las letras gnómicas tenían su correspondiente egipcio. La mayoría eran universales, como el sol o los pájaros, pero algunos parecían exclusivamente sobrenaturales y había que adaptarlos para que encajasen. No tenía sentido que la figura de Anubis, por ejemplo, se tradujese como dios chacal, por lo que Artemis lo adaptó para que fuese el rey de los seres mágicos.

Hacia medianoche, Artemis ya había introducido con éxito sus descubrimientos en el Macintosh. Ahora, sólo tenía que hacer clic en «Descodificar», y así lo hizo. Lo que apareció fue la larga e intrincada cadena de un galimatías incomprensible.

Un niño normal ya habría desistido mucho antes. El adulto medio seguramente se habría limitado a golpear el teclado con furia. Pero no Artemis: aquel libro le estaba poniendo a prueba, y no iba a permitir que le ganase la partida.

Las letras eran correctas, de eso estaba seguro. Sólo era el orden lo que estaba mal. Restregándose los ojos cargados de sueño, Artemis volvió a examinar las páginas. Cada segmento estaba rodeado por una línea sólida; aquello podía representar párrafos o capítulos, pero no para ser leídos de la manera habitual, de izquierda a derecha ni de arriba abajo.

Artemis empezó a hacer experimentos. Probó suerte con el orden de lectura árabe de derecha a izquierda y con las columnas chinas. No funcionó. Entonces descubrió que cada página tenía algo en común: una sección central. El resto de los pictogramas estaban ordenados en torno a aquella zona central, así que tal vez el centro fuese el punto de partida, pero ¿hacia dónde ir a partir de ahí? Artemis escaneó las páginas para encontrar una nueva característica en común. Al cabo de varios minutos, la encontró: en cada una de las páginas había una punta de lanza diminuta en la esquina de una sección. ¿Podía tratarse de una flecha? ¿De una dirección? ¿Habría que seguirla? Si así fuera, en teoría había que empezar por el medio y luego seguir la flecha, leyendo en espiral.

El programa informático no estaba preparado para leer algo así, por lo que Artemis no tuvo más remedio que improvisar. Con una cuchilla especial y una regla, diseccionó la primera página del Libro y la reordenó siguiendo el orden tradicional de los idiomas occidentales, de izquierda a derecha en hileras paralelas. A continuación, volvió a escanear la página y la pasó por el traductor de egipcio modificado.

El ordenador empezó a emitir zumbidos al tiempo que convertía toda la información en lenguaje binario. Se detuvo varias veces para pedir la confirmación de un carácter o un símbolo, pero esto fue ocurriendo cada vez menos a medida que la máquina aprendía el nuevo lenguaje. Al final, dos palabras parpadearon en la pantalla: Archivo convertido.

Con los dedos temblorosos por el agotamiento y los nervios, Artemis hizo clic en «Imprimir». La impresora láser escupió una sola página. Sí, había algunos errores, eran necesarios algunos retoques, pero podía leerse sin problemas y, más importante todavía, era perfectamente inteligible.

Plenamente consciente de que podía ser el primer humano en varios millares de años en descodificar las palabras mágicas, Artemis encendió la luz de su escritorio y empezó a leer.

El Libro de las Criaturas.

Instrucciones para comprender nuestra magia y nuestras normas de vida.

Llévame siempre contigo, cuídame con tiento,.

pues soy tu maestro de herbario y encantamiento.

Yo soy tu vínculo con los poderes misteriosos,.

si te olvidas de mí, se volverán tenebrosos.

Diez veces habrá diez consignas.

Resolverán todos los enigmas.

Maldiciones, alquimia, conjuros.

Secretos que, a través de mí, serán tuyos.

Pero debes recordar esto ante todo:

no soy de quienes habitan el lodo.

Que una maldición eterna atormente a aquél.

que mis secretos cuente.

Artemis sintió que una oleada de emoción se apoderaba de él. Los tenía en sus manos. Serían como hormigas bajo sus pies. La tecnología se encargaría de desentrañar todos y cada uno de sus secretos. De repente le venció el cansancio y se desplomó en la silla. Pero todavía quedaba mucho trabajo por hacer: cuarenta y tres páginas por traducir, y eso sólo era el comienzo.

Pulsó el botón del intercomunicador que le ponía en contacto con los altavoces de toda la casa.

—Mayordomo. Busca a Juliet y venid aquí los dos. Tenéis que ayudarme a resolver un pequeño rompecabezas.

Llegados a este punto, tal vez convenga hacer un poco de historia familiar. Los Fowl eran, ciertamente, unos criminales legendarios. Durante generaciones habían protagonizado escaramuzas al otro lado de la ley y habían ido acumulando suficientes fondos como para convertirse en ciudadanos legítimos. Por su puesto, enseguida descubrieron que la vida honrada no era de su agrado y decidieron volver a cometer actos delictivos casi de inmediato.

Había sido Artemis I, el padre de nuestro protagonista, quien había puesto en peligro la fortuna de la familia. Tras el derrumbamiento de la Rusia comunista, Artemis padre había decidido invertir una enorme parte de la fortuna Fowl en la creación de nuevas líneas de transporte hacia el vasto continente. Según su razonamiento, los nuevos consumidores necesitarían nuevos bienes de consumo. Sin embargo, a la mafia rusa no le sentó demasiado bien que un occidental intentase meter las narices en sus negocios, de modo que decidió enviarle un pequeño mensaje. El mensaje adoptó la forma de un misil Stinger robado y disparado contra el Fowl Star cuando este acababa de dejar atrás Murmansk. Artemis padre iba a bordo del barco junto con el tío de Mayordomo y doscientas cincuenta mil latas de Coca-Cola. Fue una explosión bastante espectacular.

Los Fowl no se quedaron en la miseria, ni mucho menos, pero dejaron de pertenecer a la categoría de los multimillonarios. Artemis II juró poner remedio a esta situación. Recuperaría la fortuna familiar y lo haría a su manera, una manera única y especial.

Una vez que el Libro estuviese traducido, Artemis podría empezar a hacer planes en serio. Ya sabía cuál era su objetivo definitivo, ahora podría pensar en cómo conseguirlo. El oro, claro está, era el objetivo: hacerse con el oro. Al parecer, a las Criaturas les gustaba tanto como a los humanos el metal precioso. Cada duende tenía su propio alijo, pero no por mucho tiempo si Artemis lograba salirse con la suya: para cuando terminase, habría un duende menos paseándose por ahí con los bolsillos llenos de oro.

Después de dieciocho horas seguidas de sueño y un ligero desayuno continental, Artemis subió al estudio que había heredado de su padre. Se trataba de una habitación bastante clásica —estanterías de roble oscuro desde el suelo hasta el techo—, pero Artemis lo había decorado con los últimos avances en tecnología informática. Una serie de AppleMacs conectados en red zumbaban desde varias esquinas de la sala. Uno de ellos emitía la página web de la CNN a través de un proyector de grabación digital que reproducía sobre la pared negra imágenes gigantes de las últimas noticias.

Mayordomo ya estaba allí, encendiendo los discos duros.

—Apágalos todos excepto el Libro. Necesito silencio para esto.

El sirviente hizo lo que le decía. La página de la CNN llevaba encendida casi un año. Artemis estaba convencido de que la noticia del rescate de su padre aparecería en aquel monitor. El hecho de apagarlo significaba que estaba perdiendo la esperanza.

—¿Todos?

Artemis miró la pared negra unos instantes.

—Sí —respondió al fin—. Todos.

Mayordomo se tomó la libertad de darle una palmadita en la espalda a su amo, con suavidad, sólo una vez, antes de volver al trabajo. Artemis hizo crujir sus nudillos. Había llegado la hora de hacer lo que se le daba mejor: planear sus fechorías.