CAPÍTULO 1

EL LIBRO

CIUDAD Ho Chi Minh en verano. Un calor asfixiante, se mire por donde se mire. Naturalmente, Artemis Fowl no habría estado dispuesto a soportar semejante suplicio de no haberse tratado de un asunto de la máxima importancia. De una importancia vital para el plan.

El sol no le sentaba bien a Artemis. No tenía buen aspecto bajo sus rayos. Las largas horas frente a la pantalla del ordenador le habían desteñido el color de la piel. Estaba pálido como un vampiro y casi igual de irritable a la luz del día.

—Espero que esto no sea otra pérdida de tiempo, Mayordomo —dijo en voz baja y entrecortada—. Sobre todo después de la última vez en El Cairo.

Era una pequeña regañina. Habían viajado hasta Egipto siguiendo las pistas proporcionadas por el confidente de Mayordomo.

—No, señor. Ésta vez estoy seguro. Nguyen es un buen hombre.

—Hum —rezongó Artemis, escéptico.

Las personas que pasaban por allí se habrían asombrado al oír al enorme euroasiático llamar «señor» al chico. Al fin y al cabo, estábamos en el tercer milenio. Pero aquella no era una relación normal y corriente, y ellos tampoco eran dos turistas normales y corrientes.

Estaban sentados en la terraza de un café de la calle Dong Khai, viendo a los adolescentes del barrio dar vueltas a la plaza subidos a sus ciclomotores.

Nguyen llegaba tarde, y el ridículo pedazo de sombra que proporcionaba el parasol no servía de gran ayuda para mejorar el humor de Artemis. Sin embargo, no estaba más pesimista de lo habitual; al contrario: bajo su enfurruñamiento se escondía una chispa de esperanza. ¿De verdad resultaría fructífero aquel viaje? ¿Encontrarían el Libro? No podía hacerse demasiadas ilusiones.

De repente, un camarero se acercó a la mesa.

—¿Más té, caballeros? —preguntó, meneando la cabeza frenéticamente.

Artemis lanzó un suspiro.

—Ahórreme toda esa pantomima y siéntese.

El camarero se volvió instintivamente hacia Mayordomo, quien, a fin de cuentas, era el adulto.

—Pero, señor, soy el camarero.

Artemis dio unos golpecitos en la mesa para reclamar su atención.

—Lleva mocasines hechos a mano, una camisa de seda y tres sellos de oro en los dedos. Por su acento, yo diría que ha estudiado en Oxford, y ese brillo en las uñas sólo se consigue después de una sesión de manicura. Usted no es camarero: es nuestro contacto, se llama Nguyen Xuan y se ha puesto ese disfraz tan patético para comprobar, sin levantar sospechas, si llevamos armas encima.

Nguyen dejó caer los hombros.

—Es verdad. Asombroso.

—No es para tanto. Un delantal raído no le convierte en camarero.

Nguyen se sentó y se sirvió un poco de té de menta en una diminuta taza de porcelana.

—Permítame que le ponga al día con respecto a las armas —prosiguió Artemis—. Yo voy desarmado, pero Mayordomo, mi…, bueno…, mi mayordomo lleva una Sig Sauer semiautomática en la sobaquera, dos machetes en las botas, una Derringer de dos cañones en la manga, hilo de nailon para estrangulamientos en el reloj y tres granadas aturdidoras escondidas en varios bolsillos. ¿Algo más, Mayordomo?

—La porra, señor.

—Ah, sí. Una buena porra como las de antes metida por dentro de la camisa.

Nguyen se llevó la taza a los labios con mano temblorosa.

—Pero no se asuste, señor Xuan —sonrió Artemis—. No vamos a utilizar esas armas contra usted.

Sus palabras no parecieron tranquilizar a Nguyen.

—No —continuó Artemis—. Mayordomo podría matarlo de cien maneras distintas sin necesidad de recurrir a su arsenal. Aunque estoy seguro de que con una sola bastaría.

Ahora Nguyen estaba muerto de miedo. Artemis solía producir ese efecto en la gente. Un adolescente paliducho que hablaba con la autoridad y el vocabulario de un adulto poderoso. Nguyen ya había oído hablar de Fowl antes —¿quién no había oído ese nombre en los bajos fondos internacionales?—, pero había supuesto que tendría que vérselas con alguien mayor, no con aquel mocoso. Aunque la palabra «mocoso» no hacía justicia a aquel individuo descarnado. Y aquel gigante, Mayordomo… Saltaba a la vista que era capaz de partirle la columna a un hombre como si tal cosa con aquellas manazas de mamut. Nguyen empezaba a pensar que no valía la pena pasar un minuto más en tan extraña compañía, ni por todo el oro del mundo.

—Y ahora, vayamos al grano —dijo Artemis, al tiempo que colocaba una micrograbadora encima de la mesa—. Usted respondió a nuestro anuncio en Internet.

Nguyen asintió, rezando por que su información fuese exacta.

—Sí, señor…, maestro Fowl. Lo que usted está buscando… Sé dónde está.

—¿De veras? ¿Y se supone que tengo que confiar en su palabra? Podía estar tendiéndome una trampa. A mi familia no le faltan enemigos.

Mayordomo dio un manotazo a un mosquito que rondaba la oreja de su amo.

—No, no —repuso Nguyen, hurgando en su cartera—. Échele un vistazo a esto. Artemis examinó la Polaroid. Trató con todas sus fuerzas de apaciguar los latidos de su corazón. Parecía prometedora, pero en aquellos tiempos se podía falsificar cualquier cosa con un PC y un escáner. En la foto aparecía una mano entre una nebulosa de sombras. Una mano con manchas verdes.

—Hum… —murmuró—. Explíquese.

—Ésta mujer. Es una curandera que vive cerca de la calle Tu Do. Trabaja a cambio de licor de arroz. Se pasa el día borracha.

Artemis asintió con la cabeza. Tenía sentido. El alcoholismo. Uno de los pocos hechos lógicos que había descubierto en su investigación. Se levantó, alisándose las arrugas del polo blanco.

—Muy bien. Adelante, señor Xuan, le escuchamos.

Nguyen se limpió el sudor de su bigote hirsuto.

—Sólo información. Ése era el trato. No quiero que me echen ningún mal de ojo.

Mayordomo agarró al confidente por el pescuezo con mano experta.

—Lo siento, señor Xuan, pero hace un rato que perdió su capacidad de decisión en esa materia.

Haciendo caso omiso de sus protestas, Mayordomo arrastró al vietnamita hasta el cuatro por cuatro que habían alquilado, poco útil en las calles planas de Ciudad Ho Chi Minh, o Saigón, como seguían llamándola las gentes del lugar, pero Artemis prefería no tener nada que ver con la población civil.

El todo terreno empezó a avanzar con una lentitud exasperante, más aún por la ansiedad que se iba acumulando en el pecho de Artemis. Era incapaz de reprimirla por más tiempo. ¿Habría terminado por fin su búsqueda? Después de seis falsas alarmas en tres continentes, ¿podría ser aquella curandera borrachuza su proverbial caldero de oro al final del arco iris? Artemis por poco se echó a reír. Oro al final del arco iris. Acababa de hacer un chiste… Vaya, aquello sí que era toda una novedad.

Los ciclomotores se esfumaron como si fuesen un banco de peces gigante. La muchedumbre no parecía terminar nunca. Incluso los callejones estaban llenos hasta los topes de buhoneros y vendedores ambulantes. Los cocineros echaban cabezas de pescado en los woks chirriantes de grasa y los rateros se abrían paso a escasos palmos del suelo en busca de objetos de valor desatendidos por sus dueños. Otros estaban sentados en la sombra, gastándose los dedos en las Gameboys.

Nguyen tenía la camisa caqui empapada en sudor. No era por culpa de la humedad, pues estaba acostumbrado a ella, sino por aquella maldita situación. Tendría que haberlo pensado dos veces antes de mezclar la magia con la delincuencia. Juró que si salía de ésta, cambiaría de vida. Se acabaría lo de responder a extrañas solicitudes por Internet y, desde luego, no volvería a codearse nunca más con los hijos de los señores del crimen europeos.

El todo terreno no pudo seguir avanzando: las callejuelas se hacían cada vez más estrechas. Artemis se dirigió a Nguyen.

—Parece que tenemos que continuar a pie, señor Xuan. Eche a correr si quiere, pero prepárese para sentir un dolor punzante y mortal entre los omoplatos. Nguyen miró a Mayordomo a los ojos, que eran de color azul oscuro, casi negros. No había rastro de misericordia en aquellos ojos.

—No se preocupe —dijo—. No pienso huir.

Se bajaron del vehículo. Un millar de ojos suspicaces siguieron su recorrido por el callejón humeante. Un desafortunado ratero intentó robarle la cartera a Mayordomo. El criado le rompió los dedos al hombre sin ni siquiera bajar la vista. Después de aquello, todo el mundo empezó a apartarse de ellos.

El callejón se estrechó hasta convertirse en un camino lleno de surcos. Las aguas residuales y los desagües se vertían directamente en la superficie cubierta de barro. Los lisiados y los mendigos dormitaban acurrucados en islas de esterillas de arroz. La mayoría de los que estaban en aquella calle no tenían nada que perder, salvo tres de ellos.

—¿Y bien? —Preguntó Artemis—. ¿Dónde está esa mujer?

Nguyen señaló con el dedo un triángulo negro bajo una oxidada escalera de incendios.

—Allí. Allí debajo. Nunca sale al exterior. Incluso para comprar licor de arroz envía a un recadero. Y ahora, ¿puedo irme?

Artemis no se molestó en contestar, sino que echó a andar por el camino encharcado hasta llegar al hueco de la escalera de incendios. Distinguió unos movimientos furtivos entre las sombras.

—Mayordomo, ¿me pasas las gafas, por favor?

Mayordomo extrajo un par de gafas de visión nocturna de su cinturón y las depositó en la mano extendida de Artemis. El motor del objetivo empezó a zumbar para adaptarse a la luz.

Artemis se colocó las gafas. Todo a su alrededor se volvió de color verde radiactivo. Tras inspirar hondo, volvió su mirada hacia las sombras que no dejaban de retorcerse. Había algo agachado sobre una esterilla de rafia, revolviéndose con inquietud bajo la luz casi inexistente. Artemis ajustó el objetivo. La figura era pequeña, anormalmente pequeña, y estaba envuelta en un chal mugriento. Varias jarras de licor yacían semienterradas en el barro que la rodeaba. Un antebrazo asomaba bajo la tela. Parecía verde, pero también lo parecía todo lo demás.

—Señora —dijo—. He venido a hacerle una proposición.

La cabeza de la figura se bamboleó con aire soñoliento.

—Licor —bramó, con el sonido chirriante de unos clavos al deslizarse por una pizarra—. Licor, inglés.

Artemis esbozó una sonrisa. El don de lenguas, la aversión a la luz… Pero tenía que estar seguro.

—En realidad soy irlandés, pero ¿qué me dice de mi proposición?

La curandera meneó un dedo huesudo con astucia.

—Primero el licor. Luego hablamos.

El guardaespaldas hurgó en un bolsillo y extrajo media pinta del mejor whisky irlandés. Artemis tomó la botella entre sus manos y la hizo asomar entre las sombras con ademán insinuante. Apenas si le había dado tiempo de quitarse las gafas cuando el garfio de aquella mano surgió de la penumbra para atrapar el whisky. Una mano verde moteada. No había ninguna duda.

Artemis reprimió una sonrisa triunfante.

—Paga a nuestro amigo, Mayordomo. La suma completa. Recuerde, señor Xuan, esto debe quedar entre nosotros. No querrá que Mayordomo vuelva a por usted, ¿verdad que no?

—No, no, maestro Fowl. Mis labios están sellados.

—Será mejor que lo estén. O Mayordomo los sellará para siempre.

Nguyen desapareció a toda prisa por el callejón, sintiéndose tan aliviado por estar vivo que ni siquiera contó el fajo de billetes verdes, algo insólito en él. En cualquier caso, el dinero estaba todo allí: veinte mil dólares. No estaba nada mal para media hora de trabajo.

Artemis se dirigió de nuevo a la curandera.

—Y ahora, señora, usted tiene algo que yo quiero.

La lengua de la curandera atrapó una gota de alcohol en la comisura de los labios.

—Sí, irlandés. Dolor de cabeza. Mala dentadura. Yo curo todo.

Artemis volvió a colocarse las gafas de visión nocturna y se agachó para estar a la altura de la mujer.

—Estoy perfectamente sano, señora, salvo por una ligera alergia al polvo y a los ácaros, y no creo que ni siquiera usted pueda hacer algo al respecto. No. Lo que quiero de usted es su Libro.

La hechicera se quedó paralizada. Un par de ojos brillantes destellaron bajo el chal.

—¿Libro? —preguntó con cautela—. No sé nada de libro. Yo curandera. Si quieres libro, puedes ir biblioteca.

Artemis lanzó un suspiro fingiendo una paciencia que no sentía.

—Usted no es ninguna curandera. Usted es una duende, p’shóg, trasgo, ka-dalun. En el idioma que prefiera utilizar. Y quiero su Libro.

Durante largo rato, la criatura no dijo nada, y luego se retiró el chal de la frente. Bajo el brillo verde de las gafas de visión nocturna, sus rasgos aparecieron ante Artemis como una máscara de Halloween. Tenía una nariz larga y aguileña de bajo de dos ojos dorados y rasgados. Las orejas eran puntiagudas y la adicción al alcohol había derretido su piel hasta convertirla en una especie de masilla.

—Si conoces el Libro, humano —empezó a decir muy despacio, luchando contra los efectos entumecedores del whisky—, entonces conoces la magia que tengo en mis puños. ¡Puedo matarte sólo con chasquear los dedos!

Artemis se encogió de hombros.

—No lo creo. Mírese. Está casi muerta. El licor de arroz le ha embotado los sentidos. La ha reducido a curar verrugas. Es patético. Estoy aquí para salvarla, a cambio del Libro.

—¿Y para qué querría un humano nuestro Libro?

—Eso no es asunto suyo. Lo único que necesita saber son las opciones que le quedan.

Las orejas de la duendecilla se estremecieron. ¿Opciones?

—Una, se niega a darnos el Libro y nosotros nos vamos a casa y dejamos que se pudra en esta cloaca.

—Sí —contestó la mujer—. Escojo esa opción.

—Ah, no. No sea tan impetuosa. Si nos vamos sin el Libro, morirá en un día.

—¡Un día! ¡Un día! —Exclamó riendo la hechicera—. ¡Viviré cien años más que tú! Incluso los duendes atrapados en el reino de los humanos pueden sobrevivir durante siglos.

—No con media pinta de agua bendita en el interior de su cuerpo —repuso Artemis al tiempo que daba unos golpecitos a la botella, ahora vacía de whisky.

La hechicera palideció y acto seguido empezó a chillar haciendo un terrible sonido, estridente y quejumbroso.

—¡Agua bendita! Me has matado, humano.

—Es cierto —admitió Artemis—. Debería empezar a quemarle de un momento a otro.

La mujer se palpó el estómago con gesto vacilante.

—¿Y la segunda opción?

—Ahora me escucha, ¿verdad? Muy bien. Opción dos: me deja el Libro durante treinta minutos nada más y yo a cambio le devuelvo su magia.

La duende se quedó boquiabierta.

—¿Devolverme mi magia? No es posible.

—Sí que lo es. Tengo en mi poder dos ampollas. Una es un vial de agua de manantial del pozo de las hadas que se encuentra a sesenta metros por debajo del anillo de Tara, posiblemente el lugar más mágico de la Tierra. Esto actuará como antídoto del agua bendita.

—¿Y la otra?

—La otra es una pequeña inyección de magia hecha por la mano del hombre. Un virus que se alimenta de alcohol, mezclado con un reactivo. Purgará hasta la última gota de licor de arroz de su cuerpo, eliminará la dependencia y hasta reforzará su hígado enfermo. Sentirá algunas molestias, pero al cabo de un día estará dando brincos por ahí como si volviese a tener mil años.

La duende se humedeció los labios. ¿Volver a formar parte del mundo de las Criaturas? Era muy tentador…

—¿Y cómo sé que puedo confiar en ti, humano? Ya me has engañado una vez.

—Tiene razón. Le diré cuál es el trato. Yo le doy el agua de buena fe y luego, una vez que haya echado un vistazo al Libro, le daré la vacuna. Lo toma o lo deja.

La duende reflexionó unos minutos. El dolor ya estaba serpenteando por su abdomen. Extendió la muñeca.

—Lo tomo.

—Eso pensaba yo. ¿Mayordomo?

El gigantesco sirviente desenvolvió una funda cerrada con velcro que contenía una jeringuilla y dos ampollas. Rellenó la jeringuilla con el líquido más claro y la yació en el brazo sudoroso de la criatura, quien se puso rígida unos segundos y luego se relajó.

—Una magia muy fuerte —señaló.

—Sí, pero no tan fuerte como será la suya en cuanto le ponga la segunda inyección. Y ahora, el Libro.

La duende metió la mano en los pliegues de su bata raída y estuvo hurgando en ellos durante una eternidad. Artemis contuvo la respiración. Por fin. Muy pronto los Fowl volverían a ser poderosos. Construirían un nuevo imperio, con Artemis Fowl II a la cabeza del mismo.

La mujer extendió un puño.

—No te servirá de nada, de todos modos. Está escrito en el idioma ancestral.

Artemis asintió con la cabeza, sin atreverse a hablar.

La duende abrió los dedos nudosos. En la palma de su mano había un diminuto volumen dorado del tamaño de una caja de cerillas.

—Aquí lo tienes, humano. Treinta minutos humanos. No más.

Mayordomo asió el minúsculo tomo con gesto reverencial. El guardaespaldas activó una cámara digital compacta y empezó a fotografiar cada una de las delgadísimas páginas del Libro. El proceso tardó varios minutos. Cuando hubo terminado, la totalidad del volumen quedó almacenada en el clip de la cámara. Artemis prefería no correr riesgos con la información. Se sabía que los equipos de seguridad de los aeropuertos habían borrado más de un disco con información vital, de modo que dio instrucciones a su ayudante para que transfiriese el archivo a su teléfono móvil y desde allí lo enviase por correo electrónico a la mansión Fowl de Dublín. Antes de que acabasen los treinta minutos, el archivo que contenía hasta el último símbolo del Libro Mágico aguardaba sano y salvo en el servidor de Fowl.

Artemis devolvió el diminuto volumen a su dueña.

—Ha sido un placer hacer negocios con usted.

La mujer se tambaleó hasta caer de rodillas.

—¿Y la otra poción, humano? —Artemis sonrió.

—Ah, sí, la vacuna reconstituyente. Supongo que se la prometí.

—Sí, el humano prometió.

—Muy bien, pero antes de administrársela, debo advertirle que la purga no es agradable. No le va a gustar nada.

La duende empezó a gesticular señalando la mugre y la miseria de su alrededor.

—¿Y crees que me gusta esto? Quiero volar otra vez.

Mayordomo vació la segunda ampolla en la jeringuilla y se la clavó directamente en la carótida.

La mujer se desplomó de inmediato sobre la esterilla y todo su cuerpo empezó a temblar violentamente.

—Es hora de irse —observó Artemis—. Ver cómo cien años de alcohol abandonan un cuerpo no es un espectáculo agradable que digamos.

Los Mayordomo habían servido en el hogar de los Fowl durante siglos. Siempre había sido así. De hecho, varios lingüistas eminentes aseguraban que así se había acuñado el término. La primera constatación de tan insólito acuerdo tuvo lugar cuando Virgil Mayordomo fue contratado como sirviente, guardaespaldas y cocinero por lord Hugo de Fóle para una de las primeras grandes cruzadas normandas.

A la edad de diez años, todos los niños apellidados Mayordomo eran enviados a un centro privado de entrenamiento en Israel, donde les enseñaban las habilidades específicas necesarias para proteger y servir al último vástago de la saga Fowl. Entre estas habilidades se hallaba la cocina cordon bleu, la puntería, una mezcla personalizada de artes marciales, medicina de urgencias y tecnología de la información. Si al término de su formación no había ningún Fowl nuevo a quien servir, los Mayordomo enseguida eran contratados con entusiasmo como guardaespaldas por varios personajes de la realeza, generalmente en Mónaco o Arabia Saudita.

En cuanto se encontraban un Fowl y un Mayordomo, quedaban emparejados para el resto de sus vidas. Era un trabajo duro y solitario, pero las recompensas eran enormes si sobrevivían para disfrutar de ellas. Si no, la familia recibía una indemnización de seis cifras y una generosa pensión mensual.

El actual Mayordomo llevaba doce años sirviendo al joven amo Artemis, desde el nacimiento de éste, y a pesar de que ambos obedecían las formalidades de épocas ancestrales, eran mucho más que amo y sirviente. Artemis era lo más parecido a un amigo que tenía Mayordomo, y este era lo más parecido a un padre que tenía Artemis, aunque se trataba de un «padre» que obedecía órdenes.

Mayordomo permaneció en silencio hasta que estuvieron a bordo del vuelo de conexión en Heathrow procedente de Bangkok. Entonces, tuvo que hacer una pregunta.

—¿Artemis?

Artemis levantó la vista de la pantalla de su PowerBook. Estaba empezando la traducción.

—¿Si?

—La duende. ¿Por qué no nos hemos quedado con el Libro y la hemos dejado morir?

—Un cadáver es una prueba, Mayordomo. De este modo, las Criaturas no tendrán ningún motivo para tener sospechas.

—Pero ¿y la duende?

—Dudo mucho que confiese haber enseñado el Libro a unos humanos. Pero, por si acaso, mezclé un ligero amnésico con su segunda inyección. Cuando despierte, toda esta semana será una nube borrosa en su memoria.

Mayordomo asintió con gesto de admiración. Siempre dos pasos por delante, así era su amo Artemis. La gente solía decir de él que «de tal palo tal astilla», pero se equivocaban. El amo Artemis no se parecía a nadie, era único y nunca había habido otro igual.

Una vez disipadas sus dudas, Mayordomo volvió a la lectura de su ejemplar de Armas y munición, dejando que su jefe se encargase de desentrañar los secretos del universo.