05 November 2006 @ 16:34 hrs.

ENTRADA 115

Hicimos el resto del trayecto en silencio. Supongo que tanto Lucía como Sor Cecilia se preguntaban a donde diablos íbamos, pero si era así, se abstuvieron de decirnos nada. Puede que simplemente pensasen que nos limitábamos a correr en dirección opuesta al fuego y que ya decidiríamos nuestro destino una vez que estuviésemos a salvo.

Nada más lejos de la realidad.

Prit y yo no nos habíamos olvidado de la pequeña pieza metálica que, envuelta en un paquete cubierto de inscripciones en cirílico, reposaba en un gran bolsillo de la mochila del ucraniano. Aquella pieza era lo único que nos garantizaba que el helicóptero aún seguía en su sitio, esperando por nosotros.

El helicóptero. La solución temporal a nuestros problemas. Prit y yo lo habíamos comentado en más de una ocasión a lo largo de aquellos dos fantásticos meses. A menos de doce kilómetros en línea recta del Meixoieiro estaba el helipuerto contra incendios donde el helicóptero de Pritchenko tenía su base. Sobre un plano de carreteras habíamos trazado la mejor ruta posible hasta el mismo, combinando además los recuerdos que el ucraniano y yo teníamos de la zona. Era perfectamente factible llegar hasta allí por vías secundarias y cortafuegos abandonados que no aparecían en el mapa, donde la posibilidad de tener malos encuentros era ya muy baja, sobre todo porque discurría por zonas despobladas. Habíamos planeado intentar llegar hasta el helipuerto en octubre, cuando las primeras lluvias ocultasen nuestros movimientos un poco a los No Muertos, para intentar traer el aparato hasta el Hospital, donde podríamos cargarlo hasta los topes, pero aquel jodido incendio nos había obligado a acelerar nuestros planes. En fin. Teníamos que llegar hasta allí como fuese.

En principio no parecía muy complicado, sobre todo porque el incendio no avanzaba en aquella dirección, pero en cualquier instante un súbito cambio en la dirección del viento podía transformar el escenario. De momento, la zona por la que circulábamos parecía a salvo, mientras el fuego, tras haber devorado el enorme complejo hospitalario, reduciéndolo a un gigantesco montón de escombros incandescentes que se veían brillar en la distancia, con las llamas asomando por las ventanas de las plantas superiores, se dirigía ahora a una velocidad asombrosa, valle abajo, hacia un punto donde se adivinaban a contraluz las formas de los primeros edificios del extrarradio de Vigo. Si nadie lo impedía (Y lo único que se me ocurría que podía hacerlo era un fuerte aguacero) aquel incendio iba a devorar la ciudad hasta los cimientos en cuestión de horas.

Definitivamente, el viejo mundo de los hombres había acabado. El nuevo mundo, el mundo de los No Muertos, el Mundo Cadáver había llegado para ocupar su lugar, eliminando poco a poco los rastros de nuestra presencia sobre la faz de la tierra. Sentía como si los pocos puñados de supervivientes dispersos fuésemos los últimos de nuestra raza. Era aterrador.

24 HORAS DESPUÉS

Estamos en la base forestal. La carretera que seguimos para venir hasta aquí estaba totalmente libre de obstáculos, excepto los dos últimos kilómetros, cortados por un desprendimiento de tierra, y que tuvimos que hacer a través de un viejo cortafuegos que desembocaba muy cerca de la enorme piedra donde estoy sentado escribiendo esto ahora mismo. Desde la cima de este monte, a unos seiscientos metros sobre el nivel del mar tenemos una vista privilegiada de toda la ria de Vigo, parte de la Pontevedra y muchos kilómetros tierra adentro. No se ven señales de vida por ninguna parte, de vida humana, por supuesto.

La base estaba absolutamente desierta cuando llegamos, y parecía llevar varios meses en ese estado, a juzgar por la espesa maleza que estaba creciendo justo sobre la puerta y que tardamos unos buenos cinco minutos en cortar para poder acceder al recinto vallado.

Para nuestro alivio, el helicóptero de Prit aun está aquí. Es un enorme PZL WSokol de color blanco y rojo, de morro alargado, con las aspas pintadas en negro y blanco y que reposa sobre sus enormes ruedas con todas las puertas abiertas. Sobre la cabina lleva adosada una enorme jiba en la cual, según me ha explicado Prit, van instaladas las dos monstruosas turbinas que impulsan al aparato. El interior es amplio y espacioso, ya que aparte de los asientos del piloto y el copiloto, caben otras diez personas más (Aunque normalmente las brigadas helitransportadas eran de solo nueve miembros, por comodidad).

Con un pequeño tractor de remolque hemos sacado el enorme aparato al exterior, a la pista de asfalto, donde puedo ver ahora a Prit encaramado entra las aspas, con la ojiva de una de las turbinas abiertas, afanándose en cambiar la pieza averiada. Me alegro de tener al ucraniano aquí. No solo ha demostrado ser un compañero fenomenal a lo largo de estos meses, sino que además ahora podremos salir de aquí gracias a él.

Por otra parte, el incendio parece estar devorando toda la zona norte de la ciudad. Con unos potentes binoculares Zeiss me he pasado las últimas cuatro horas oteando el horizonte, incluyendo Vigo, que está a unos buenos quince kilómetros. Una espesa columna de humo negro me impide contemplarla con detalle, pero ahora las explosiones se suceden con frecuencia, a medida que el fuego va devorando vehículos, estaciones de servicio, conducciones de gas y todas las miles de cosas altamente inflamables que se pueden encontrar dentro de una urbe de ese tipo. Me alegro de no estar allí.

El humo me impide además contemplar el Puerto, envuelto en una densa masa de cenizas y hollín. Me pregunto si el Zaren Kibish sigue aún fondeado en la dársena exterior o se las habrán apañado para salir de ahí.