17 October 2006 @ 17:23 hrs.

ENTRADA 110

Lucía, armándose de valor, se arriesgó a salir de Numancia para tener noticias del grupo. Lo único que pudo ver fue lo mismo que meses mas tarde nos encontraríamos Pritchenko y yo. Corredores abandonados, huellas de pelea por algunas partes y ni un solo ser vivo.

Desde aquel momento, las dos mujeres habían estado viviendo en aquel sótano, protegidas del exterior. Allí no solo tenían luz, agua y alimentos, sino que además estaban a salvo de los No Muertos. Pero lo mas importante, sobre todo, era que tampoco tenían muy claro a donde ir ni que demonios hacer. Eran conscientes de que sus posibilidades en el exterior eran muy limitadas, y que por sus propios medios no podrían llegar muy lejos. Así que habían concluido que la mejor opción era esperar a que llegasen las partidas de rescate.

Pero sin embargo, los únicos que habían aparecido por allí eran dos supervivientes con un gato, cansados, heridos, famélicos y desorientados. El impacto que supuso nuestra llegada, junto con las noticias que traíamos del exterior, supuso una mezcla de horror y esperanza para ellas. Horror por descubrir que no quedaba nada en pie de la sociedad que conocían y esperanza porque ahora nuestra presencia les permitía ver por fin una salida a aquella situación tan compleja.

Viktor está muchísimo mejor. En cuanto entramos por la puerta, Sor Cecilia lo adoptó bajo su protección como una gallina clueca a un pollito. No solo fue capaz de remendarle con notable maestría su destrozada mano izquierda (a la que sin embargo le faltan dos dedos de forma irremediable) sino que además consiguió sacar al ucraniano de la tremenda crisis nerviosa en la que se había enterrado. Su diagnostico había sido sorprendentemente coincidente con el mío. Neurosis de guerra, había dicho. No es irremediable, pues normalmente un par de semanas en un lugar seguro y tranquilo, lejos de cualquier tipo de tensión nerviosa sirve para atajarlo, pero hay ocasiones en las que el que la padece queda trastornado para siempre.

Afortunadamente, este no ha sido el caso de Viktor. Sus ganas de vivir son demasiado intensas como para que una simple crisis nerviosa lo deje aparcado en la cuneta. A lo largo de semanas he visto como poco a poco su estado de ánimo era cada vez más fuerte y positivo. A ello ha contribuido sin duda las enormes, largas conversaciones, que a la luz de un par de lamparillas mantenía todas las noches con sor Cecilia. La monja y el ucraniano han forjado una estrecha relación de amistad, basada en la confianza. Como muchos eslavos, Pritchenko es fervorosamente creyente. Pese a que la hermana Cecilia es católica y él es ortodoxo, su presencia le ha servido de profundo consuelo. Supongo que a lo largo de esas interminables charlas habrá tratado de sacarle algún sentido a todo este infierno, alguna respuesta a la repentina perdida de su mujer y sus hijos, alguna idea de porqué Dios ha desencadenado este cataclismo sobre la tierra. No se si ha encontrado esas respuestas o no, pero por lo menos se que su búsqueda ha supuesto un bálsamo para su alma herida.

Algo dentro de su corazón se ha roto para siempre, de eso no cabe duda, pero ahora, al menos, está aprendiendo a convivir con el dolor. Que no es poco.

Yo, por mi parte, prefiero no pensar. El hecho incontestable es que a cada minuto que pasa no puedo dejar de preguntarme que habrá sido de los míos. Joder, los echo de menos, de una manera tan intensa y desesperada como nunca pensé que podría añorar a nadie. Sé que lo más probable es que se hayan transformado en una de esas cosas, pero me niego a admitirlo.

Tengo una pesadilla recurrente desde hace semanas. Estoy caminando por un pasillo oscuro, con el rumor del agua del mar chapoteando al otro lado de una de las paredes, pero no huele a mar, sino a podredumbre. El pasillo está cubierto de restos de basura, casquillos de bala y las paredes están manchadas con algo parecido a excrementos, aunque se que es sangre reseca. De repente, de una puerta salen mi hermana y mis padres, convertidos en esas cosas, avanzando hacia mi con ojos ciegos, buscando mi sangre. Aunque estoy armado en el sueño, no soy capaz de levantar el arma y entonces… Entonces me despierto, con un malestar enorme y unas ganas inmensas de vomitar.

Los que han muerto y se han convertido en una de esas cosas están en el infierno, sin duda, pero los supervivientes no vivimos mucho más lejos.