ENTRADA 107
Dos meses. Es increíble como pasa el tiempo. Hacía dos meses que no me animaba a retomar este diario. He estado a punto de hacerlo todos los días que llevo pasados aquí, pero siempre, por algún motivo u otro, lo dejaba «para mañana». Supongo que ver esta libreta me recordaba el infierno que he pasado hasta llegar a este sitio. Pero ahora, eso da igual. Ya estoy mucho mejor.
Han sido dos meses mágicos que me han permitido recuperar mi equilibrio mental y alejarme un poco de la fiera acosada en la que me estaba convirtiendo, dos meses que me han permitido recordar que soy un ser humano y no un simple trozo de carne que lucha por sobrevivir.
La recuperación no ha sido solo mental, si no que también ha sido física. El descanso, la buena alimentación y sobre todo los atentos cuidados de mis nuevas compañeras me han permitido volver a disfrutar de la forma física que tenía antes de que el infierno se desatase. Sin embargo, no todo se ha curado. En mi interior ha crecido una veta dura y amarga, como la de un veterano de guerra. Mi escala de valores y la importancia relativa que le daba a ciertas cosas han cambiado. Yo he cambiado.
No se de que me sorprendo. El jodido mundo entero ha cambiado, al fin y al cabo.
Ahora somos un grupo de cuatro personas, aparte de Lúculo, por supuesto. A Prit y a mi se nos han sumado Lucía y la hermana Sor Cecilia. Ver para creer. Una jodida monja en medio de esta locura. Mientras escribo esto las estoy viendo de espaldas, afanadas en el trajín de un horno. Es genial comer caliente todos los días.
El refugio es fantástico. Tras la puerta metálica del piso superior arranca un corto tramo de escaleras que lleva a donde nos encontramos en estos momentos, un subsector del sótano del Hospital que está completamente aislado del resto. En esta zona del sótano están situadas las enormes cocinas del complejo hospitalario, desde donde salían a diario las miles y miles de comidas destinadas al personal y los pacientes del mismo.
Tan solo hay tres accesos posibles. Está el montacargas que lleva a la sala de distribución de la planta superior, el tramo de escaleras general que conecta con el resto del hospital y la pequeña escalera de emergencia por donde entramos nosotros. El montacargas está inutilizado en nuestra planta mediante algún tipo de hierro que sujeta las puertas abiertas y las escaleras generales son impracticables al estar cortadas en la planta inmediatamente superior por unas gruesas puertas cerradas con cadenas.
Así pues, el único acceso posible a este sótano es a través de las escaleras de emergencia por donde habíamos accedido. Una única entrada y salida guarnecida por una puerta antiincendios. Más seguro, imposible.
Pero lo mejor no es eso. Para nuestro alivio, los generadores de emergencia del Hospital siguen funcionando y suministrando corriente eléctrica a este sector. Ello implica que los gigantescos congeladores de la cocina, repleto de víveres como para alimentar a un ejército, continúan operativos. Como quiera que tan solo somos cuatro personas (y un gato que come por dos), calculo que tendríamos suficiente comida congelada para los próximos dos años. El Hospital dispone de su propio suministro de agua (hace años, cuando estaban excavando los cimientos del edificio, dieron con una enorme capa freática que paralizó las obras un tiempo) por lo que eso tampoco es un problema.
Lo único que nos puede preocupar es que los generadores fallen o que se acabe el combustible que los alimenta. No sabemos exactamente donde están situados, ni tampoco donde se encuentra el cuadro eléctrico. Aunque procuramos racionalizar el consumo energético al máximo, las reservas de diesel que alimentan a los generadores no son infinitas. Es una situación que tendremos que afrontar tarde o temprano.
Sor Cecilia María (aunque ella prefiere que le llamemos «hermana», a secas) es un ser excepcional. Es una mujer bajita, vivaracha y regordeta, con un brillo inteligente en su mirada. Tiene unos cincuenta y tantos años y es de un pueblecito perdido de Ávila. Se ha pasado los últimos quince años como misionera en Kenia, trabajando en un hospital que su orden tiene a unos doscientos kilómetros de Nairobi. El torbellino de la pandemia le cogió en el aeropuerto de Vigo, cuando venía a dar una serie de charlas en varios colegios de religiosas de la provincia. En un primer momento estuvo alojada en un atestado hotel de la ciudad, esperando a que las cosas se tranquilizasen. Cuando fue evidente que la situación ya estaba fuera de control, esta mujer enérgica se negó a seguir adoptando un papel pasivo de mera refugiada.
Se enteró de que el Hospital Meixoeiro seguía funcionando y atendiendo a cientos de personas, aunque padecía sin embargo una dramática escasez de personal médico (la mayoría huidos o muertos, a esas alturas). Así que sin dudarlo un momento se plantó en la puerta, para ofrecer sus servicios como enfermera. Las semanas finales de la civilización las pasó sumergidas en una vorágine de trabajo agotador, que le impedían tener apenas noticias del exterior. Mientras yo había estado cómodamente atrincherado en mi casa, la hermana había estado atendiendo innumerables heridos en el Hospital, en un goteo constante y demoledor. Por lo visto, el Meixoeiro fue el único centro médico que siguió operativo casi hasta el final, así que innumerables ambulancias y vehículos particulares que conseguían abrirse paso en medio del caos depositaban en la puerta docenas y docenas de heridos.
Según me ha contado Sor Cecilia, en la entrada de Urgencias un par de agotados médicos del Ejército en uniforme de campaña hacían una primera selección de los heridos. Todos aquellos que presentasen mordiscos, arañazos o hubiesen tenido algún tipo de contacto con los infectados eran escoltados por un pelotón de soldados a otro «centro médico especializado» en las cercanías (No me he atrevido a decirle a esta piadosa mujer que nunca había existido ningún hospital «especializado». O mucho me equivoco, o los desbordados militares habían aplicado a esos heridos sin esperanza su particular «solución final». Posiblemente, en cualquier descampado en un radio de pocos kilómetros del Hospital, ahora mismo cientos de cadáveres con una bala en la cabeza se estuviesen pudriendo lentamente en el fondo de una fosa común. Así de terrible había sido la situación).
Sin embargo, aun sin contar con esa desdichada gente, aun había cientos de enfermos y heridos que la sobrecargada plantilla del Hospital a duras penas podía acoger. Accidentes de tráfico, heridos en disturbios y saqueos, infartos, apendicitis… toda la variada gama de enfermedades y accidentes que podía sufrir el ser humano seguía afluyendo al colapsado Meixoeiro, mientras la situación se iba degradando paulatinamente.
De repente, un día, llegó la orden de evacuación total hacia el Punto Seguro de Vigo. Las autoridades ya no podían garantizar la seguridad del perímetro y de cada cuatro ambulancias que salían ante un aviso de urgencia tan solo la mitad conseguían retornar. Las otras eran devoradas misteriosamente.