13 July 2006 @ 11:27 hrs.

ENTRADA 99

Nos acercamos hasta la puerta, con Prit apoyado en mi antebrazo. A medida que nos íbamos aproximando a la salida una pequeña alarma empezó a sonar en mi cabeza. Había algo allí que no estaba bien. Algo fallaba en aquel escenario. No se veía a nadie, y todo estaba aparentemente intacto en aquella fachada, pero sin embargo, algo no encajaba… ¿Qué demonios era?

No fui capaz de adivinar de qué se trataba hasta que nos plantamos justo junto a la puerta.

Por supuesto. Las puertas. Las jodidas puertas.

Los accesos de aquella enorme y ultramoderna pared de cristal eran unas amplias hojas correderas de vidrio reforzado, que se abrían sobre unos rieles mediante un sensor de proximidad colocado sobre ellas. Pero no había corriente eléctrica que las hiciese funcionar (como no la había habido en varios meses), así que las puertas permanecían obstinadamente cerradas.

Durante unos segundos, Prit y yo nos quedamos plantados como dos bobos delante de la puerta, esperando a que, de alguna forma, se abriesen por arte de magia. Cuando resultó evidente que aquellas hojas no se iban a abrir por si solas, reaccionamos con bastante calma. Pritchenko me comentó que todas aquellas puertas tenían que disponer de un sistema de emergencia, un enganche de seguridad que podía ser activado en caso de fallo eléctrico para su apertura manual. Además, añadió, normalmente están en el marco de la puerta.

Palpé nerviosamente por el borde de las hojas, hasta que mis dedos encontraron una trampilla, escamoteado en el suelo, justo al lado de la entrada. Tiré de la tapa y me quedé paralizado. Allí estaba el cartelito con el símbolo de emergencia y un diagrama explicativo del procedimiento, pero nada más, aparte de unos cables pelados. Alguien había arrancado de cuajo la palanca de emergencia.

Temiéndome lo peor, me precipité hacia las otras dos puertas, pero el resultado fue el mismo. Era de locos. Alguien había decidido convertir en un fortín ese sector del Hospital y quería asegurarse de que aquellas puertas no pudieran ser abiertas ni siquiera accidentalmente.

Noté la mirada de Viktor plantada sobre mi. Levanté los ojos, estupefacto. Aquello era surrealista. Me acerqué hasta una columna y descolgué un pesado extintor rojo. Cogiendo impulso, lo arrojé con todas mis fuerzas contra el cristal. Un sonoro «Blam» retumbó en todo el vestíbulo, creando un millón de ecos que se tuvieron que oír en todo el edificio, pero el cristal aguantó intacto. Tan solo un ligero arañazo marcaba el lugar donde había impactado el extintor.

Enfebrecido, volví a lanzar el recipiente contra el vidrio, con el mismo resultado. Una bola de hielo iba creciendo en mi garganta. Saqué la pistola y la amartillé. Sujetándola con las dos manos, disparé contra el vidrio.

El arma, con un salvaje retroceso, casi me salta de las manos. Un minúsculo boquete se abrió dos metros por encima del punto adonde había apuntado.

Disparé otra vez. Y otra.

La mano de Prit se apoyó sobre mi brazo, obligándome a bajar el cañón.

—Es inútil —me dijo, con la cara verdosa—. Es cristal de alta seguridad. Debe tener por lo menos siete centímetros de grosor. No lo romperás a no ser que lo embistas con un camión.

Le di un puñetazo cargado de rabia al vidrio. Estaba furioso. Tan cerca, y sin embargo tan lejos. Estábamos a tan solo unos centímetros de poder salir de allí, lo podíamos ver delante de nuestros ojos… Y seguíamos atrapados. ¡¡Joder!!

Respiré.

Tranquilo, me dije, reflexiona un momento. Mientras veníamos hacia aquí percibimos una ligera brisa, ¿no? Aquella ráfaga de aire tenía que entrar por alguna parte.

Solo había que encontrar aquel punto.

Me levanté, como electrizado, para colocarme en el centro del enorme recibidor, justo sobre el gran escudo del Servicio Gallego de Salud grabado en el suelo. Cerré los ojos y extendí los brazos, tratando de percibir el más leve movimiento de aire. Una sutil brisa me revolvió el pelo. Abrí los ojos. Venía de la izquierda, desde detrás de recepción.

Enganchando a Prit del brazo, le arrastré hacia aquel punto. Al ucraniano, la desesperación parecía haberle permitido sacar fuerzas de flaqueza, y había desechado despectivamente la posibilidad de continuar en la silla de ruedas. Si nos van a joder, me dijo muy serio, mirándome a los ojos, quiero morir como un hombre, de pie, y no sentado en una puta silla.

Pese a la fiereza de sus palabras, atisbé un preocupante brillo apagado en la mirada del ucraniano. Algo se había quebrado en su interior al atravesar aquella sala repleta de cuerpos sin vida de niños. La visión del cadáver de aquel crío atravesado en el pasillo había sido la puntilla para sus nervios, sometidos a una intensa presión emocional desde hacía meses. El duro ex-militar que había sobrevivido a la masacre del Punto Seguro, el tipo frío capaz de rebanarle lentamente el pescuezo a una mujer sin pestañear, se estaba desmoronando por momentos delante de mis ojos. Estoy seguro que cualquier psiquiatra le hubiese diagnosticado neurosis de guerra, de haber podido examinarlo.

De qué valía eso ahora.