05 July 2006 @ 16:33 hrs.

ENTRADA 97

Me volví hacia Prit, notando como el sudor empezaba a correr por mi espalda. La mirada que crucé con el ucraniano fue suficiente para decirnos todo. Nuestra situación estaba tomando un giro bastante preocupante. Una vez más, teníamos que seguir corriendo.

Tras hacerle un vendaje de fortuna en la mano, salimos cautelosamente del cuarto de enfermeras. El pasillo estaba vacío, pero el disparo del AK parecía haber desatado un ataque de furia en el Hospital. Los gemidos y los golpes volvían a sonar, solo que esta vez mucho más cerca. Del cuarto cerrado que estaba justo enfrente, al otro lado del pasillo, salían unos golpes sordos, como puñetazos contra un muro. Apoyé la mano en el tabique y sentí la vibración. Había algo justo al otro lado de la delgada pared, algo que estaba descargando puñetazos de rabia. Me aparté, asustado. Recé para que fuera lo que fuese aquel ser no encontrase la manera de salir de allí.

Un súbito sonido de cristales rotos nos sobresaltó. El sonido venía de un par de salas más allá, por donde habíamos pasado no hacía ni diez minutos. Alguien había tropezado con un monitor o algo por el estilo, y lo había hecho pedazos contra el suelo. Los rugidos ya se oían más cerca.

Prit colocó a Lúculo en su regazo y con el AK amartillado fuertemente en su mano sana me hizo señas con la otra. Me puse de nuevo detrás de la silla y volví a empujarla, esta vez a más velocidad que antes. Notaba un peso enorme en el estómago y un sudor frío bajando por la espalda. Estaba asustado, pero asustado de verdad, y no me importa reconocerlo. Creo que cualquiera en esa situación estaría muerto de miedo, y el que diga que no o es un mentiroso o un inconsciente. No soy un héroe, joder. Lo único que quiero es salir con vida de todo esto.

El pasillo desembocaba, a través de una puerta destrozada, en un sector un poco más amplio. Un enorme cartel blanco colgado sobre nuestras cabezas rezaba «PEDIATRÍA» con grandes letras azules de molde. En las paredes, dibujos infantiles de prados cubiertos de vacas, payasos y margaritas le daban un curioso aspecto de guardería a la sala, supongo que con el fin de resultar más tranquilizador para sus pequeños pacientes.

En aquel instante, sin embargo, el ambiente había quedado totalmente arruinado por los grumos de sangre reseca que salpicaban aquí y allá la decoración. Daba la sensación de que alguien había puesto en marcha una gigantesca picadora de carne en medio de aquella sala. Prit resopló, angustiado. Yo me sequé la frente. El calor allí era opresivo.

Justo enfrente de nosotros, el dibujo de un enorme payaso nos observaba con una enorme sonrisa desde la pared, sin ser consciente del enorme cuajarón de sangre reseca que le corría por toda la cara. Llevaba escrito «Pupi Dudi» sobre su pantalón de peto amarillo, mientras sostenía un gigantesco fajo de globos en su mano enguantada. El peto estaba chorreado de sangre y un grumo de masa cerebral reseco se había incrustado sobre sus dientes, dándole un aspecto diabólico.

Me estremecí. El simpático Pupi Dudi ahora parecía un depredador demente con restos de sus víctimas en la boca, a punto de saltar de la pared. Aquella sala era una pesadilla.

Nos apartamos de aquel dibujo y seguimos nuestro camino, procurando apartar la mirada de ciertas escenas realmente desagradables. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que alguien, en algún momento, se había atrincherado en aquella sala para ofrecer resistencia. Por lo que podíamos ver, no era muy difícil adivinar cómo había terminado aquello. Docenas de casquillos de bala tapizaban el suelo y montones de cuerpos malolientes se acumulaban aquí y allá, testigos mudos de la desesperación absoluta que se había vivido en aquel recinto. De repente, tuvimos que detenernos. El cadáver de un niño pequeño, de no más de un año o dos yacía atravesado en medio del pasillo, boca abajo, con un enorme agujero en la parte posterior de su cráneo. Era una escena de locos, absolutamente espantosa.

Prit lloraba en silencio, manoseando nerviosamente el seguro del AK. No dije nada. Recordé que el ucraniano tenía un hijo más o menos de la misma edad. Seguramente, la visión de aquel pequeño cuerpo le traía a la mente el destino de su familia, desaparecida en algún rincón de Centro Europa. No era capaz de imaginarme el infierno de sentimientos que tenía que estar sufriendo Viktor.

Un golpe sordo a nuestra izquierda llamó nuestra atención. Pegado al amplio corredor que íbamos siguiendo arrancaba una divisoria de plástico y cristal que separaba aquel pasillo de las habitaciones de aislamiento de Pediatría. Donde estábamos en ese momento se situaban antaño los familiares de los pequeños pacientes, para poder contemplarlos a través del cristal. Ahora, al otro lado del cristal solo había la negrura más absoluta.

Enfoqué la linterna hacia el panel, tratando de alumbrar al otro lado. El cristal debía estar provisto de algún tipo de polarización, porque la luz se reflejó, cegándonos momentáneamente. Lo intenté de nuevo, esta vez apartando la mirada, pero no obtuve mejor resultado. Resultaba imposible alumbrar hacia el otro lado. Frente a la luz directa, aquel cristal actuaba como un espejo.

Sin embargo, insistí. Estaba convencido de que había oído algo proveniente del otro lado. Pegué mi cara al cristal y puse las manos a los lados, tratando de escrutar algo en el interior.

No podía ver nada. Cuando mi mirada se adaptó, empecé a distinguir los contornos de una cama con una burbuja de plástico colgada encima, que parecía estar abierta, o rasgada, por un lateral. Que curioso…

De improvisto, una mano manchada de sangre golpeó con fuerza el cristal, justo al lado de mi cara, seguido de un prologado gemido. La cara cerúlea de una niña de no más de seis años me contemplaba con furia al otro lado del vidrio, a menos de dos centímetros de mis ojos.

Pegué un bote hacia atrás, cayéndome encima de Prit, mientras sentía salir mi corazón por la boca. La niña golpeaba rítmicamente el cristal con las palmas de las manos, mientras de su boca surgía un aullido monocorde. Al cabo de un instante la figura de un niño de cuatro o cinco años, también vestido con el pijama del hospital se unió a ella, redoblando los golpes. Entre ambos montaban un escándalo de enormes proporciones.

Me incorporé, lívido. El cristal temblaba con cada andanada de golpes, pero los críos no parecían tener la fuerza suficiente como para poder quebrarlo. Les eché un vistazo. El niño tenía la cabeza monda como una bola de billar. Supuse que se estaba sometiendo a algún tipo de radioterapia cuando toda esta gigantesca ola de mierda llegó hasta el Hospital y los alcanzó. No podía ver ninguna herida aparente en su cuerpo, pero estaba seguro, que en alguna parte, debía tener algún corte o arañazo de esas bestias.

La niña presentaba un profundo desgarro en el cuello. Quienquiera que fuese, le había seccionado la carótida de un mordisco, provocándole la muerte casi instantánea. Todo su cuerpo estaba bañado de sangre reseca. Recé para que solo fuese la suya.

Aquel espectáculo parecía haber aplastado a Prit contra su silla. El ucraniano miraba con ojos vidriosos al otro lado del cristal, mientras su mano pendía fláccida sobre el percutor del AK. De su boca entreabierta surgía un sonido ininteligible, mientras sacudía débilmente su cabeza de un lado a otro.

Me incliné sobre el ucraniano y le susurré unas cuantas palabras tranquilizadoras. A continuación, amartille la pistola y reemprendí la marcha. Si aquellos seres conseguían salir de allí, sería yo quien tendría que hacerse cargo de ellos. Prit era incapaz de disparar contra un niño, aunque fuese una de esas bestias.

El pasillo se nos hizo atrozmente largo. Los dos pequeños caminaban en paralelo a nosotros, al otro lado del cristal sin dejar de aullar, propinando de vez en cuando un golpe al vidrio, que afortunadamente parecía resistir sus palmetazos. Mi atención se desviaba alternativamente entre el pasillo, el cristal, los No Muertos y Prit, que no dejaba de murmurar por lo bajo. Los nervios del ucraniano parecen estar empezando a fallar también. Era normal.