ENTRADA 91
Los goterones sueltos se convirtieron progresivamente en un auténtico diluvio. Pronto, el sonido de los truenos quedó ahogado por el rugido que producían millones de gotas al impactar contra el suelo. Calculé a ojo que no debía estar a más de unos veinte metros del túnel de entrada a Urgencias. No podía ir con el todoterreno más allá. Unos enormes cubos de hormigón armado cruzados en la calzada y un montón de sacos terreros impedían el paso rodado. Una garita cubierta a unos tres metros a mi izquierda debía haber servido de refugio al guardia que en otro tiempo me tendría que haber dado el alto, pero ahora no había ni un alma a la vista. Aquel escenario desierto, iluminado por los relámpagos, ponía los pelos de punta.
Me coloqué la mochila en la espalda y ceñí bien las cinchas. Entre Prit y Lúculo no iba a tener mucha movilidad, así que lo mejor era tomar precauciones y evitar que por una mala distribución del peso nos fuésemos todos al suelo justo en las narices de un grupo de No Muertos.
Saqué a Lúculo de su cesta y lo arrullé en mis brazos por un momento, antes de salir. Mi pequeño amigo peludo ronroneaba satisfecho, contemplando cómo caía la lluvia en el exterior mientras él se sentía cómodo, seco y calientito sobre mis rodillas. Le rasqué detrás de las orejas, contemplándolo con cariño. Ya desde que era tan solo una diminuta bola de pelo le gustaba acomodarse en el radiador y contemplar las cortinas de agua que caían en el jardín de casa los días de temporal…
El recuerdo de mi casa, de mi vida, del mundo entero antes de que se desencadenase el caos me traspasó como una daga. Echo de menos mi casa. Echo de menos mi trabajo, mis amigos, mi vida, pero sobre todo echo de menos a mi familia. Hace meses que no sé nada de mis padres o de mi hermana, por no hablar de la tonelada de primos, tíos y amigos que tengo (tenía), repartidos por toda Galicia. A lo largo de todo este tiempo he procurado mantener mi mente ocupada con mi propia supervivencia y no pensar mucho en todo ello. Cada vez que lo he hecho, en un momento u otro, he tratado de auto-engañarme pensando que seguramente estarían cómodamente instalados en algún refugio seguro, o en alguna zona adonde estos monstruos no hubiesen llegado…
Ahora se que todo eso es mentira… Estos seres de ultratumba están por todas partes y han llegado a todos lados. No hay ningún sitio seguro y nadie está a salvo. Todos los supervivientes estamos sumergidos en un inmenso cubo de mierda, y los bordes del cubo están desesperantemente lejos.
Noté como unos lagrimones se me asomaban a los ojos. Respiré profundo, me rasqué la cara y sacudí la cabeza, tratando de poner en blanco mi mente. Si empezaba a llorar no iba a poder parar. Si me derrumbaba, estaba jodido. El puto instinto de supervivencia se puso en marcha de nuevo y algo, en lo más recóndito de mi hipotálamo segregó las suficientes endorfinas como para ponerme en funcionamiento. aun así el dolor seguía dentro, hondo, clavado y supurando pus. En algún momento tendría que afrontarlo y tratar de arrancarlo de mi corazón. Pero ahora no. Aún no.
Con cautela, presioné la manilla de la puerta y la abrí procurando hacer el menor ruido posible. En cuanto puse un pie fuera del coche, una violenta ráfaga de viento arrastró contra mi cara una auténtica cortina de agua. Los truenos y los rayos se solapaban uno detrás de otro y la oscuridad en aquel momento ya era casi absoluta. Cerré la puerta detrás de mí y permanecí en cuclillas por unos instantes, con la espalda apoyada en el todoterreno.
No veía nada que pudiera parecer peligroso, pero el instinto me decía todo lo contrario (que cojones… Para ser honestos, el instinto me gritaba a voces que saliese de allí cagando leches).
A poco más de seis metros de mí podía ver el cadáver semiputrefacto de un Policía Nacional con uniforme de anti-disturbios. El inconfundible color azul se había desvaído en algunas partes por efecto del sol y en otras tenía un color negruzco oxidado, producto de las manchas de sangre y fluidos del cuerpo. De cintura para arriba, de hecho, el cuerpo no era más que un inmenso montón de carne desgarrada y maloliente. De la cabeza, ni rastro.
Me sobrecogí con la escena. No sabía si habían sido las alimañas o los No Muertos los que habían desfigurado hasta tal punto aquel cadáver, pero parecía una imagen sacada de la mente de un carnicero demente.
Sentí arcadas, pero no vomité. No pude evitar sorprenderme a mí mismo. Me debo estar volviendo un machote (o un desequilibrado al que ya no le afecta gran parte de esta mierda, según se mire)…
Me acerqué hasta el cadáver. Conteniendo el aliento abrí la pistolera que llevaba colgada en la cadera derecha y extraje una reluciente pistola negra. Era más grande que la del soldado y pesaba más, pero tampoco le dediqué mucha más atención. No tenía tiempo. A continuación me incliné sobre una de las botas de combate del policía y comencé a desatarle el cordón. El pie estaba negro y putrefacto por la acumulación de líquidos en la parte baja del cuerpo y desprendía un olor nauseabundo, así que procuré aligerar la tarea lo máximo posible. Finalmente tuve un cordón de unos dos metros de longitud en mi poder.
Con la pistola y el cordón volví de nuevo al todoterreno, ya calado hasta los huesos. Agarrando por la panza a un sorprendido Lúculo até un extremo del cordón a su collar y el otro a mi muñeca con un doble as de guía. A continuación me colgué el AK y el arpón cruzados sobre el pecho y arrastré el cuerpo inconsciente de Prit hasta el exterior.
La auténtica ducha que era aquel diluvio tuvo la virtud de despertar al ucraniano. Con un gemido me indicó que aún estaba vivo, pero que aquello le tenía que estar doliendo demonios. Pasándome su brazo sobre los hombros, comenzamos a caminar hacia el túnel de acceso, mientras que con la mano libre sostenía la pistola y arrastraba a un indignado Lúculo que a la humillación de verse tratado como un vulgar perro con correa le sumaba el hecho de estar empapándose debajo de aquel diluvio.
Nuestra marcha era dolorosamente lenta. Prit apenas podía andar y yo estaba cargado como un burro con el equipo. Aquellos pocos metros me parecieron kilómetros. El gato tironeaba con saña del cordón, tratando de ponerse a cubierto del aguacero y cada vez que pegaba un salto, el recio cordón de la bota se me clavaba profundamente en la muñeca, lanzando oleadas de dolor brazo arriba.
Debíamos componer una estampa surrealista. Pronto caí en la cuenta de que si un No Muerto aparecía frente a nosotros de golpe, apenas podría defendernos, con ambos brazos inmovilizados. Eso sirvió como acicate para apurar el paso.
Al cabo de algunos segundos alcanzamos el túnel de acceso a Urgencias. El techo acristalado que se extendía sobre nosotros servía como una caja de resonancia a los millones de gotas de lluvia que caían incesantemente. Haciendo un extraño, conseguí sacar la linterna del bolsillo y enfocar el haz de luz al fondo del corredor. Olía a podrido. Y a algo más.