08 June 2006 @ 19:58 hrs.

ENTRADA 88

Soy un imbécil. He tenido a Prit sufriendo de dolor durante más de media hora, sin recordar que en el fondo de la mochila del soldado disponía de varios viales inyectables de morfina. Son muy fáciles de usar. Es una cajita de cartón duro, con el águila del Ejército de Tierra Español estampada sobre un lado y una cruz roja sobre fondo blanco por el otro. Además, pone MORFINA en letras bien grandes en un lateral. Vamos, que hasta un tonto podría darse cuenta de lo que es. Pero yo, como un estúpido, me había olvidado completamente de su existencia hasta que al tomar una curva a demasiada velocidad la mochila, con un sonido seco, salió disparada hacia un lado y golpeó contra una ventanilla. Pero, una vez más, me estoy atropellando al tratar de contar las cosas.

La salida del concesionario fue rápida. Quizás la mejor noticia en horas, dadas las peliagudas circunstancias. En cuanto conecté una de las alarmas de los coches, para provocar un foco de distracción, la mayor parte de la masa ululante que estaba fuera se desplazó hasta la esquina opuesta del edificio, atraída por el intenso barullo. Sabía que eso irremediablemente convocaría a muchos más de estos seres, pero era un precio que estaba dispuesto a pagar. Al fin y al cabo, nosotros nos largábamos de allí, y cagando leches, además.

Me acerqué al enorme portalón metálico y destrabé los seguros laterales de la puerta. A continuación presioné el llamativo botón rojo de apertura que estaba fijado en la pared. Evidentemente, no sucedió nada, ya que no había electricidad. La presión y el stress me estaban jugando una mala pasada. Maldiciendo por lo bajo, deslicé mi mirada por todo el portal, buscando algún sistema manual de apertura. Sí. Allí estaba. Una pequeña palanca sobre el enganche del cable de la puerta.

Al accionarlo se oyó un suave «clanc». A continuación, el sistema de contrapesos de la puerta entró en funcionamiento y el enorme portalón se plegó sobre sí mismo a más velocidad de la que hubiese sospechado. En cuanto se empezó a mover corrí como un poseso hacia el todoterreno, que me esperaba con el motor encendido al ralentí. Cuando subí al vehículo caí en la cuenta de que si hubiésemos necesitado cerrar el portón no habría sido nada fácil. En modo manual, sin electricidad, la única manera de bajarlo era enganchando un bichero en la argolla situada en el techo, y no tenía ni idea de dónde demonios podía estar ese instrumento. Por otra parte, qué más daba.

Con un acelerón el GL pegó un salto hacia delante y salimos del concesionario envueltos en un tenue aroma a neumático quemado. Creo que al salir rocé a un par de esos seres (tengo la imagen de una mujer de mediana edad, con un collar de perlas y el pelo cardado golpeándose contra la aleta trasera del 4x4), pero por lo demás, el camino hasta el acceso de la autovía fue relativamente fácil. Al pasar al lado de la desvencijada furgoneta que nos había traído hasta allí observé que estaba rodeada de al menos una docena de esos No Muertos, algunos de los cuales incluso se las habían apañado para entrar en su interior.

¿Qué es lo que les atraía de ese vehículo abandonado? ¿Quizás aún percibían restos de nuestra reciente presencia allí? ¿Rastros de olor, de calor quizás? Quién sabe. Lo único cierto es que esos seres parecen tener atrofiadas o disminuidas muchas de sus cualidades «humanas», pero en compensación parecen haber desarrollado otro tipo de sensibilidades más sutiles. Y más peligrosas para nosotros. Mierda.

No fue hasta pasados un par de kilómetros cuando caí en la cuenta de que aquel GL llevaba instalada una pequeña pantalla en el salpicadero. Tardé un rato en darme cuenta de que aquello era un GPS. Lógico, en un vehículo de esa gama. Mientras le daba al botón de encendido rezaba para que aquel trasto todavía funcionase.

La pantalla se iluminó con un parpadeo azul, mientras conectaba con los satélites situados en órbita geosincrónica. Suspiré aliviado. Mientras la sociedad se había derrumbado y los No Muertos habían tomado todo el mundo civilizado, aquellos satélites habían continuado su camino silencioso e imperturbable en la soledad del espacio, indiferentes al caos que se desataba a miles de kilómetros de ellos. Aún funcionaban, por supuesto, y supongo que continuarían haciéndolo por un tiempo bastante largo, hasta que la falta de control desde la tierra o cualquier otro incidente los inutilizase para siempre.

Era un modelo caro, de pantalla táctil. Busqué apresuradamente en el menú del programa la dirección del hospital más cercano, mientras no apartaba la mirada de la calzada. De vez en cuando me veía obligado a pegar un par de bandazos para esquivar a algún No Muerto o los restos de algún que otro vehículo, pero por regla general el camino estaba bastante despejado.

Con un pitido, el GPS me indicó que el centro médico más cercano era el Hospital Meixoeiro, al tiempo que me trazaba la ruta más corta. Fantástico. Eso me evitaba tener que internarme de nuevo en aquel cadáver pútrido que era la ciudad de Vigo.

Entretenido con la pantalla, casi no lo vi. De repente, surgiendo delante de mí, me encontré con una enorme montonera de más de quince vehículos estrellados. Me vi obligado a pegar un fuerte frenazo, y giré desesperadamente el volante hacia la derecha, tratando de esquivar lo inevitable.

Con un sonoro chirrido de ruedas el GL se desplazó un par de metros de lado para quedar finalmente a menos de cincuenta centímetros del primer vehículo siniestrado, con los cuatro intermitentes parpadeando, emitiendo un sonoro «clic-clic». Por el resto, silencio absoluto.

Me sequé el sudor, demudado. Si no hubiese sido por toda la seguridad pasiva que llevaba aquel todoterreno (asistencia a la frenada y demás maravillas técnicas), me hubiese empotrado sin remedio contra aquella muralla de chatarra y hierros retorcidos y ahí habría terminado la historia.

Me estremecí de terror. Estamos viviendo en el filo de la navaja permanentemente y no somos conscientes de ello. No hay Policía, ejército, médicos ni nadie que cuide de nosotros si nos pasa algo, cualquier cosa.

Estamos jodidos.

Estamos solos.

Solos. Joder.

Metiendo la primera, pegué un acelerón hacia un lateral de la vía y me salí de la calzada. Conectando la reductora, embestí la débil alambrada que marca el límite exterior de la autopista (y que en tiempos normales impedía el acceso de animales a la misma), y comencé a recorrer camino campo a través.

Al cabo de diez minutos de violentas sacudidas por fincas abandonadas y caminos cubiertos de maleza, hice un pequeño alto bajo un grupo de árboles. Era una zona fresca, resguardada, y sobre todo, discreta. No se veía ni un alma, humana o no, en cientos de metros a la redonda.

Un viejo lavadero abandonado, cubierto de zarzas, yacía semiderruido al lado del todoterreno. De un caño brotaba un chorro cantarín de agua fresca. Me bajé del 4x4 y sumergí las manos bajo el agua. Estaba fresca, casi fría en contraste con el calor aplastante de la tarde. Era deliciosa. Bebí como un camello de aquel chorro y mojé con la cantimplora los labios resecos de Prit, que semiinconsciente, no quiso o no pudo beber.

Le toqué la frente. Estaba ardiendo. O estaba padeciendo un shock postraumático o bien las heridas estaban comenzando a infectarse. Fuera lo que fuese, necesitaba antibióticos y los necesitaba ya. Le inyecté un vial de morfina para calmar sus dolores y me subí de nuevo al coche, abandonando aquel breve momento de paz.

Arrancamos en medio de una enorme polvareda. Aún nos quedaba mucho camino por recorrer.