17 April 2006 @ 20:47 hrs.

ENTRADA 77

Estoy sentado junto a una pequeña fogata, donde un sabroso caldo concentrado de pollo con verduras burbujea alegremente. Al otro lado de las llamas puedo ver la familiar silueta de Pritchenko envuelto en una manta, roncando de una manera tan estruendosa que sería capaz de despertar a los muertos. Por primera vez en semanas estoy de tan buen humor que hasta me atrevo a hacer bromas sobre todo esto. Y no es para menos.

Cuando salimos hace un par de días del sector incendiado, Prit y yo estábamos absolutamente exhaustos. Afortunadamente el pequeño ucraniano localizó rápidamente un lugar para guarecernos durante unas horas y recuperar fuerzas, algo que sin duda nos salvó la vida.

El lugar en cuestión era una pequeña tasca encajonada entre una sucursal bancaria que tenía pinta de haber sido saqueada y un videoclub con manchas de sangre en su escaparate. Tenía la fachada cubierta de suciedad y hollín y colgando sobre la puerta un desvencijado cartel de Coca-cola con el nombre del bar pintado en su parte inferior: «A Cepa Vella».

Una tasca sin pretensiones, dirían los más benevolentes. Un tugurio de mala muerte, dirían los más realistas.

Lo cierto es que aquel era un bar lamentable, al que en mi vida normal de antes del Apocalipsis no le habría dedicado ni siquiera una fugaz mirada. La puerta estaba cerrada por una verja abatible que llegaba hasta el suelo, donde la enganchaba un enorme candado oxidado. En su pequeño zaguán de entrada, entre la verja y la puerta, se acumulaban unos cuantos periódicos viejos y ya amarillentos, de antes de la Epidemia y un montón de folletos publicitarios descoloridos y medio podridos tras un par de meses de exposición a la lluvia y el viento.

Aquel garito tenía toda la pinta de estar cerrado desde bastante antes de que todo se fuese al infierno. No era probable que nos encontrásemos No Muertos allí dentro, pero era algo que solo sabríamos una vez que traspasásemos aquel umbral. Además, nuestras opciones se reducían rápidamente. Estaba oscureciendo y pronto no seríamos capaces de ver más allá de nuestras narices.

El cielo estaba encapotándose, amenazando tormenta y no podríamos contar con la luz de la luna. A cada minuto que pasábamos allí de pie, en medio de la calle, aumentaban las posibilidades de ser observados por alguna compañía no deseada.

La sucursal bancaria tenía su puerta totalmente reventada y alguien se había llevado en algún momento el cajero automático del exterior arrastrándolo con un vehículo potente, a juzgar por las marcas en la pared y el asfalto. Saqueadores en los días caóticos de antes del final, supongo. Tanto daba. Lo cierto es que dormir en aquella sucursal o hacerlo en la calle era prácticamente lo mismo. Y en aquel videoclub con rastros de sangre en la puerta no pensaba entrar ni loco. No tenía ninguna necesidad de alquilar una película en aquel momento.

Así pues, la mejor alternativa era el pequeño bar. Mientras Prit trasteaba con el candado de la verja yo escudriñaba el interior a través del escaparate de la fachada. A través de desvaídos anuncios de academias y de carteles de partidos de fútbol regional podía ver el interior, polvoriento y oscuro, con las botellas ordenadamente alineadas en el aparador de detrás de la barra. Súbitamente, la idea de beberme una cerveza espumosa, tranquilamente sentado en una mesa se convirtió casi en una obsesión. Teníamos que entrar como fuera. Caminando unos metros hasta la zona derruida cogí un grueso cascote, de unos cinco kilos y reuniendo mis menguadas fuerzas lo lancé contra el cristal del escaparate. El sonido sordo del impacto sobresaltó a Viktor, que pegó un bote hacia un lado mientras pequeñas esquirlas de cemento del cascote caían sobre él. Le miré apesadumbrado, pidiéndole silenciosamente disculpas, mientras el ucraniano meneaba el cabeza, aún alterado. El escaparate estaba astillado, pero aún no se había roto.

Cristal de seguridad, pero del malo. Si fuese del realmente bueno, ni lanzándole cien veces aquel pedrusco le haría un rasguño. Pero al fin y al cabo aquel era un bar de mala muerte y no una joyería, por lo que tras unos buenos golpes «al viejo estilo soviético» de Pritchenko, finalmente aquel escaparate cedió, abriéndose un boquete del tamaño suficiente como para que Prit y yo nos colásemos por él con facilidad.

El interior olía a polvo y a cerrado. De manera automática dirigí mi mano al interruptor de la pared, tratando inútilmente de encender la luz. Me reí yo solo de mi gesto. Hay determinados reflejos que son imposibles de olvidar en la vida. Mientras Prit apoyaba una mesa contra el boquete, tapando el hueco de acceso y transformando de nuevo aquel bar en un fortín contra los No Muertos, me colé detrás de la barra para registrarla mientras aún quedase algo de luz. La caja registradora estaba vacía y el cadáver mohoso de un limón se pudría lentamente en un cuenco al lado de un cuchillo oxidado. Encontré un mechero. Levanté la cabeza a tiempo para ver como Pritchenko corría unas pesadas cortinas sobre el ventanal, de forma que el interior quedaba oculto a la vista desde la calle. Perfecto.

Con manos temblorosas encendí el mechero. Alumbrándonos con aquel Bic registramos los cajones de la barra, hasta encontrar un par de velas. Mientras las encendía, abrimos una de las neveras (por supuesto, apagada) y en menos de dos minutos Pritchenko y yo nos habíamos trasegado al menos media docena de botellines de agua y un par de refrescos, sentados con la espalda apoyada en la barra. A medida que notaba el líquido corriendo por mi organismo, me sentía revivir. Mi lengua se rehidrataba con cada botellín de agua y podía sentir como mis células se esponjaban ante aquel líquido tan deseado.

Una vez calmada la sed, el hambre se volvía un asunto acuciante. Mientras escribía unas líneas en esta libreta, oía a Viktor cacharrear en la pequeña cocina de la parte trasera. Me sentía demasiado débil para ayudarle. Al cabo de unos minutos, Pritchenko reapareció con gesto sonriente y una enorme pila de latas de conservas resbalando de sus manos. La cocina estaba intacta y relativamente surtida. No daría para alimentar a un regimiento, pero sí para dar de comer a un par de supervivientes por un par de días.

Aquella noche dormimos a pierna suelta por primera vez en una semana. Cuando nos despertamos, pequeños rayos de luz se filtraban por los resquicios de las cortinas. Tras asearnos someramente con un par de botellines de agua (en aquella zona de la ciudad, demasiado alta, de los grifos no manaba ni una gota), nos aventuramos de nuevo al exterior.

La calle estaba empapada, posiblemente por algún chaparrón nocturno. Mientras el ucraniano y yo avanzábamos por la acera, ocultándonos detrás de los coches abandonados, un tímido sol empezó a despuntar, haciendo que se desprendiesen volutas de vapor de todas partes, al tiempo que la humedad del ambiente empezaba a evaporarse. Prometía ser otro día bochornoso, pero en aquel momento la temperatura era fresca, pero agradable.

Pritchenko llevaba a la cintura un enorme cuchillo sacado de la cocina del bar. Yo, por mi parte agarraba una pequeña hacha de trocear costillas que si bien no me serviría de mucho contra una horda de esos seres, por lo menos aumentaba enormemente mi confianza.

Quizás fue un exceso de confianza lo que casi nos cuesta la vida. Estábamos a menos de diez minutos de la dirección que parecía en el resguardo, cuando, al doblar una esquina de una manera un tanto apresurada, tropecé con la chica.

Era joven, de unos veintitantos años, y bastante alta. Tenía una espectacular melena rubia hasta media cintura y una bonita figura. Llevaba puesto un top bastante ajustado que dejaba poco lugar a la imaginación, y unos pantalones vaqueros que le sentaban realmente bien. Sus facciones eran delicadas y en las orejas llevaba unos elaborados y enormes pendientes de fantasía. Era guapa, muy guapa. En conjunto, una mujer realmente espectacular. La única pega a su belleza era la fea herida que le recorría un omoplato, dejando un sucio reguero de sangre por su espalda desnuda. Eso, y el hecho de estar condenadamente No Muerta, por supuesto.

No vi de donde salió, pero antes de darme cuenta la tenía encima, pugnando por morderme. Algo de su saliva chorreó sobre mi pecho, mientras me sujetaba en un abrazo mortal. Me estremecí, pensando en que si me provocaba el más mínimo rasguño acabaría como el paquistaní. Grité, desesperado, pidiendo ayuda a Pritchenko.

Viktor se situó flemáticamente detrás de la mujer, que me tenía arrinconado contra la pared. Con un gesto rápido y experto, sujetó la cabeza de la chica por el cabello con una mano y agarrando su cuchillo con la otra empezó a degollarla metódicamente.

Era un espectáculo dantesco. Borbotones de sangre negra y podrida fluían del cuello de aquella muchacha mientras el cuchillo de Pritchenko segaba metódicamente sus músculos y tendones. Al llegar a la tráquea, el cuchillo hizo un sonido rasposo mientras desgarraba el cartílago del cuello. Aquello parecía una carnicería de dementes. La sangre chorreaba sobre Viktor y sobre mí, incapaz de separarme de aquel abrazo letal que me tenía sujeto contra la pared. La mujer trataba de zafarse para atacar a Pritchenko, pero ahora era mi turno de sujetarla con fuerza. Estaba como hipnotizado con aquel espectáculo. Podía ver el agujero de su esófago claramente, entre cuajarones de sangre.

Cuando el cuchillo de Pritchenko llegó a las vértebras del cuello, súbitamente quedó encallado. Sacando la hoja, se apartó hacia atrás, al tiempo que yo empujaba el cuerpo de la chica, empapado de sangre, que se quedó tambaleante, en medio de la calzada, con la cabeza colgada en un ángulo imposible sobre su espalda.

Era mi turno. Cogiendo impulso, descargué un hachazo tratando de cercenar el trozo que quedaba. Sin embargo el cuerpo de aquel ser se desplazó de golpe un paso hacia detrás y el filo del hacha se clavó en su clavícula. Ahora la chica se mecía como enloquecida en medio de la calle, con la cabeza pendiendo de un hilo y un brazo medio cercenado. Era una escena tan grotesca y barroca que parecía sacada de una película gore. Lo único que me hacía ser consciente de que aquello era real era la adrenalina que estaba bombeándose en mis venas.

Descargué un segundo hachazo. Esta vez, el golpe fue certero y la cabeza rodó por el suelo, al tiempo que el cuerpo de la chica se desplomaba, entre convulsiones nerviosas.

Pritchenko recogió la cabeza del suelo, agarrándola por el pelo y se quedó contemplándola, pensativo. Era espeluznante. Aquella jodida cabeza seguía viva, abriendo y cerrando la boca con furia, rechinando los dientes. No podía emitir sonidos, pues no tenía laringe, ni pulmones, pero me apostaría lo que fuese a que si pudiese, estaría chillando de furia.

Cogiendo impulso, Prit balanceó su brazo y la arrojó con todas sus fuerzas calle abajo. La cabeza trazó una parábola por el aire, hasta impactar en el suelo con un sonido sordo y rodar hasta una esquina. Supuse que si no la tocaba nadie se quedaría allí hasta… ¿Cuándo? ¿Cuánto pueden vivir estos seres? ¿Es que acaso son eternos? Joder, preguntas y más preguntas, y ni una puñetera respuesta. Es de locos.

Pritchenko y yo estábamos bañados en sangre. Ahora tenía algo nuevo en que pensar. Viktor acababa de degollar a una mujer a sangre fría, con meticulosidad y paciencia, y podría jurar que ni siquiera le habían aumentado las pulsaciones mientras lo hacía. Tranquilo como un profesional. No puedo evitar preguntármelo, ¿quién cojones es este tipo? Contemplé al pequeño ucraniano, un tanto inquieto, mientras reemprendíamos el camino. Tan solo nos quedaba doblar una esquina y llegaríamos a UPS. Estaba harto de todo aquello. Quería salir cuanto antes de esa maldita ciudad.