11 April 2006 @ 20:41 hrs.

ENTRADA 76

Hacía calor en el fondo de aquella pequeña hondonada. El sol brillaba inmisericorde en medio de un limpio cielo azul y caía a plomo sobre Pritchenko y sobre mí, tumbados como lagartijas al lado del cada vez más pequeño charco de agua de lluvia, que se evaporaba a ojos vista en medio de aquella temperatura asfixiante. El aire vibraba con el calor y los escombros que estaban a más de diez metros de distancia parecían temblar a través de la atmósfera. El silencio era absoluto, solo roto por los ocasionales chasquidos y crujidos de las ruinas, al desmoronarse pequeños montones de piedras y por el pesado zumbido de las moscas. Hubo un momento en el que oímos a lo lejos el ladrido de varios perros, pero su sonido se perdió en la lejanía al cabo de unos minutos.

Prit y yo habíamos tratado de construir un pequeño parasol con los restos de una sábana desgarrada, pero no teníamos cómo soportarla y finalmente, desistimos. Estábamos demasiado débiles como para realizar alardes de ingeniería.

En realidad, nuestra situación era lamentable. Estábamos los dos solos, prácticamente desarmados, perdidos en medio de una ciudad abandonada y en parte arrasada, rodeados de miles de No Muertos, agotados, hambrientos y con una charca de agua sucia como toda bebida. No eran precisamente unas vacaciones en Acapulco.

Estábamos sudando en medio de aquel calor tórrido. Me acerqué hasta el borde de la charca y bebí un poco de agua, haciendo un cuenco con las manos. Pude ver mi reflejo en la superficie. Sonreí. Mi imagen y la de Pritchenko eran asombrosamente parecidas. Después de más de una semana ambos lucíamos una incipiente barba, el pelo sucio y enmarañado, la ropa hecha jirones (en mi caso, un bañador y una camiseta harapienta, ya que el neopreno había quedado abandonado en aquel armario), la piel mugrienta y tiznada de carbonilla, las manos sucias y con las uñas rotas, las facciones afiladas por el hambre y supongo, un olor que en otra época calificaría como nauseabundo.

Vamos, que un mendigo callejero de antes del Apocalipsis pasaría por gentleman a nuestro lado.

Le dije a Viktor que si algún cliente de mi despacho me pudiese ver en ese estado no me reconocería. Entre risas, él me explicó que posiblemente Siunten no le contrataría a él tampoco con esas pintas.

Me quedé pensativo, recordando que había pensado hacía tiempo en preguntarle al ucraniano qué demonios era Siunten, ya que esa empresa no me sonaba de nada. En realidad, pensé más fríamente, apenas sabía nada de mi pequeño compañero, sacando el hecho de que nos habíamos pasado una semana y pico de terror conviviendo y que le debía por lo menos dos veces la vida. Abrí la boca para preguntarle, pero justo en ese momento las sirenas del Zaren Kibish volvieron a sonar atronadoramente, en el silencio de la tarde de aquella ciudad muerta.

El pitido, bronco y abrumador, se extendía por toda la ciudad. Es increíble cómo se pueden escuchar los sonidos en medio del silencio más absoluto. Los habitantes de las ciudades, rodeados de mil ruidos, no somos conscientes de esa realidad, pero en un ambiente de silencio el ruido de un motor o de una radio puede oírse a kilómetros de distancia. El sonido de aquella bocina naval se tenía que escuchar no solo en todo Vigo, sino que incluso debía oírse en todos los pueblos y villas de los alrededores. Y los muy estúpidos del Zaren Kibish seguían dando toques de sirena, inconscientemente.

Aquello no era bueno. Iban a atraer a todos los jodidos No Muertos de la comarca hacia aquella zona, justo por donde nos encontrábamos nosotros.

Teníamos que movernos. Si nos quedábamos allí nos moriríamos de hambre, o de insolación o de sabe Dios qué otra cosa. Teníamos que seguir adelante. Archivando en mi mente las preguntas que le tendría que hacer a Pritchenko en otro momento, nos levantamos y continuamos gateando por las ruinas, caminando entre montones de cascotes, vigas retorcidas y restos carbonizados de vehículos y edificios.

El olor era nauseabundo, una especie de aroma a carne socarrada que impregnaba toda la atmósfera. De vez en cuando veíamos montones de cuerpos carbonizados, pero era imposible distinguir si pertenecían a seres humanos o a No Muertos, atrapados en los voraces incendios que devoraron aquellas partes de la ciudad.

Súbitamente frené en seco, aterrado ante la posibilidad de que la oficina de UPS hubiese ardido hasta los cimientos. Si era así, ya nos podíamos despedir del misterioso paquete, a no ser que fuese envuelto en una caja de amianto. Traté de tranquilizarme, recordando que la calle por donde caía la oficina estaba en una zona que, vista desde el Corinto, me parecía recordar que estaba intacta. aun así, era un motivo a mayores para continuar a toda velocidad hacia nuestro destino. No tardaríamos más que unas horas en llegar hasta allí. No caminaríamos de noche, por supuesto, pero al amanecer alcanzaríamos las oficinas.

A medida que avanzaba la tarde, la temperatura iba refrescando y pronto Viktor y yo estábamos tiritando de frío. Las noches de abril pueden ser heladoras en Galicia, por mucho calor que haya hecho durante el día.

El ucraniano y yo nos detuvimos, vacilantes. Habíamos llegado al borde de la zona incendiada. Frente a nosotros, se extendía una amplia calle de dos carriles cubierta de polvo y suciedad y parcialmente manchada de hollín, pero intacta. Por algún motivo (quizás un súbito cambio de viento, o un aguacero), el incendio se había detenido allí y no había continuado calle abajo, devorando la ciudad. A partir de aquel punto, continuaba el resto de Vigo, en su inmensa mayor parte intacto, pero sucio y abandonado, e infestado de No Muertos. La caminata entre las ruinas había resultado torturadoramente lenta y difícil, pero al menos teníamos la seguridad de que no nos encontraríamos con más No Muertos mientras estuviésemos en ellas. A partir de aquel punto el camino sería más fácil, pero considerablemente más peligroso.

No teníamos otra opción. Procurando pasar lo más desapercibidos posibles, nos internamos en la calle. Traté de leer su nombre en una placa, pero estaba demasiado cubierta de hollín como para que pudiese distinguir qué ponía. Además, la luz era cada vez más tenue. La noche caía.

Aunque estábamos a apenas un par de manzanas de las oficinas de UPS teníamos que detenernos y ocultarnos mientras caía la noche sobre la ciudad. Las horas más peligrosas empezaban ahora. Sería un suicido caminar por una zona desconocida e infestada de esos seres estando desarmados y sin poder ver donde nos metíamos. Ni hablar. No habíamos llegado tan lejos para cagarla antes de doblar una esquina. Además, necesitábamos comer algo urgentemente, o desfalleceríamos. El estómago de Viktor lanzaba unos gruñidos que asustarían a un oso y el mío no estaba mucho mejor… De golpe, Pritchenko se detuvo y me señaló un punto, al tiempo que una amplia sonrisa iluminaba su rostro. Exhalé un suspiro de alivio. Definitivamente, aquel estaba resultando ser un buen día. Viktor acababa de encontrar un sitio estupendo para pasar la noche.