ENTRADA 74
Escribo esto bajo la luz temblorosa de una linterna que sostiene Viktor. Las últimas cuarenta y ocho horas han sido la peor pesadilla desde que esas cosas empezaron a aparecer en torno a mi casa, hace un millón de años.
Pasados doce minutos desde el último estertor, el cuerpo de Waqar comenzó a mostrar una serie de pautas nada naturales. En su pecho no se apreciaba movimiento pulmonar de ningún tipo (por lo que deduzco que esas cosas no respiran), pero sin embargo una especie de tic nervioso le recorría el brazo derecho, donde tenía el rasguño. Estaba muerto, y sin embargo, su brazo se sacudía y se contraía como sacudido por una descarga nerviosa. Era increíble.
Por si no fuera suficiente, al cabo de tan solo un par de minutos sus ojos comenzaron a moverse. Cuando había muerto, Waqar tenía los ojos abiertos y ahora sus pupilas, aún cubiertas de cuajarones de sangre y lagañas, se movían inquietantemente de un lado para otro, sin enfocar la mirada en ningún punto. Tenía las córneas totalmente enrojecidas a causa de la rotura de docenas de microscópicas venas y eso le daba a su mirada un aire totalmente diabólico. El conjunto resultaba absolutamente estremecedor.
El temblor del brazo se fue propagando a las otras extremidades. Al cabo de unos minutos todo el cuerpo de Waqar vibraba como sometido a una corriente eléctrica. De alguna manera, oscura, desconocida y ominosa, todo su cuerpo estaba volviendo a la vida. Y digo su cuerpo, porque Waqar, su esencia, su alma, su espíritu o como quiera que se llame, ya había volado muy lejos. Dentro de aquel cuerpo tan solo habitaba un monstruo.
Permanecíamos como hipnotizados contemplando aquel espectáculo antinatural. Usman estaba aterrorizado, con un par de gruesos lagrimones rodando por sus mejillas y sollozando ruidosamente mientras se aferraba a su AK como si le fuera el alma en ello. Aquel chico estaba a punto de perder la cabeza. Todo aquello estaba resultando demasiado duro para sus nervios.
Por su parte Shafiq parecía no querer aceptar aquella realidad y se balanceaba obstinadamente hacia delante y hacia detrás, recitando suras del Corán de forma obsesiva, en una especie de estado catatónico, con un sordo murmullo que ponía los pelos de punta. De fondo, el rugido de la multitud de No Muertos del exterior y los golpes constantes que propinaban a la verja. En conjunto, el sonido del infierno.
Viktor sostenía con las dos manos la enorme pistola que le había arrebatado a Kritzinev. Con un gesto decidido, inspiró profundamente, la amartilló de forma aparatosa y apuntó el cañón a la cabeza de Waqar, que empezaba a balancearse hacia los lados, mientras intentaba incorporarse. Negué con la cabeza y le sujeté le brazo para que bajase el arma. Quería ver. Necesitaba saber. ¿Nos reconocería? ¿Podríamos hablar con él?
Kritzinev apareció súbitamente en la puerta, tambaleándose, con una expresión adormilada en su cara, que se transformó en un enorme gesto de sorpresa al contemplar aquella delirante escena. El ucraniano se había despertado con ganas de orinar y de camino al baño se encontraba a sus dos rehenes armados, a dos de sus hombres totalmente abrumados por la situación y al tercero en plena transformación en uno de esos seres.
Por un momento pareció no comprender muy bien la situación. Al cabo de unos segundos la luz se hizo en su mente y se precipitó hacia Shafiq, arrebatándole el AK. Waqar ya había conseguido incorporarse hasta una posición sentada en esos momentos, y miraba a su alrededor aún algo aturdido, pero con una expresión ansiosa en su rostro. Un nuevo monstruo acababa de nacer, solo doce minutos después de su muerte. Era espantoso.
Kritzinev se acercó a Waqar y le apuntó con manos temblorosas. Con voz quebrada le gritó algo en urdu. Waqar no respondió y siguió en su empeño por incorporarse. Le volvió a gritar de nuevo y esta vez el monstruo que ahora era Waqar giró su mirada hacia él y profirió un gemido aterrador, mostrando una boca oscura y manchada de sangre y pus.
Fue demasiado para Kritzinev. Dando un paso atrás, apretó el gatillo. El AK estaba en modo automático y saltó en sus manos cuando descargó una ráfaga de balas que transformó instantáneamente la cabeza de Waqar en una pulpa rojiza, como una sandía atropellada por un camión, empapando al propio Kritzinev de sesos y sangre.
Aquello era excesivo. Uno de los pakistaníes vomitó entre ruidosas arcadas, mientras el cuerpo de Waqar caía de espaldas aún presa de convulsiones. Kritzinev parecía estar poseído por las furias. Saltando por encima del cuerpo de Waqar se acercó hasta nosotros apuntándonos a la cabeza. Por un segundo pensé que sufría alguna clase de delirium tremens por culpa del alcohol y que nos iba a cepillar a todos. Sería un final absurdo e irónico, sobrevivir al Apocalipsis y a centenares de No Muertos para acabar asesinado por un borracho con alucinaciones en la trastienda de un local abandonado.
Afortunadamente Kritzinev aún mantenía el control y no disparó, pero no dejó de apuntarnos con su arma. Ladrando unas cortas frases en ruso a Pritchenko nos obligó a ponernos en pie contra la pared. Con un gesto rápido le arrebató la pistola al pequeño ruso, que por otra parte no hizo ningún gesto para oponer resistencia. Fue lo más inteligente por su parte. Con el ruido de los disparos los dos pakistaníes parecían haber salido de su estado semicatatónico y ahora estaban detrás de su jefe, arma en ristre, escrutándonos, esperando cualquier mínimo gesto hostil por nuestra parte para apretar el gatillo. No. Lo mejor era poner cara de bueno y aguantar el tipo.
Kritzinev se abalanzó sobre nosotros y le propinó un violento puñetazo a Pritchenko, lanzándolo contra la pared. Con gesto de sádica satisfacción se giró hacia mi y alzó el brazo, dispuesto a darme mi ración. Me encogí, esperando el golpe…
En ese momento un desagradable sonido de metal desgarrado atravesó toda la tienda. La verja empezaba a ceder. Kritzinev perdió todo el interés en golpearme y gritándole algo en urdu a los pakistaníes se precipitó hacia la puerta principal seguido de éstos. Me quede con Pritchenko a solas, en la trastienda, mientras oía el ruido de estanterías arrastradas precipitadamente, tratando de levantar una barricada.
Ayudé a Viktor a levantarse. Tenía un hematoma en la mejilla y escupía algo de sangre, pero eso no mataba a nadie. No teníamos tiempo para eso. Me acerqué a la puerta de la trastienda. Los pakistaníes y Kritzinev estaban levantando una improvisada barricada justo enfrente de la verja metálica. Esta estaba parcialmente descolgada de un lado, y del engarce con la caja en la parte superior, caía un abundante polvillo blanco y algunos cascotes, cada vez que la muchedumbre de fuera la golpeaba. Algunos seres ya habían conseguido introducir sus brazos por los resquicios laterales y empujaban los estantes apilados contra la verja. Uno de ellos incluso estaba tratando de colar su cabeza. Aquella verja iba a ceder en cuestión de minutos.
Kritzinev se giró y nos apuntó con su fusil, ordenándonos volver a la trastienda. El gesto era inconfundible. No se fiaba de nosotros y no nos quería allí en medio en aquel momento. Francamente, a mi tampoco me importaba. Los dos pakistaníes estaban cantando algo en árabe, que no en urdu, algo que me sonaba sospechosamente a un himno de martirio. Shafiq incluso se había anudado un trozo de tela verde en la cabeza y ahora parecía mucho más relajado.
Sacudí la cabeza. Joder. Eso se ponía feo. Dos aspirantes al martirio y un ucraniano semienloquecido y borracho. Arrastrando a Pritchenko volví a la trastienda y busqué desesperadamente una salida. No había nada. Ni una ventana, ni otra puerta, ni un conducto de ventilación… ¡¡Nada!!
Una vez más, la vida no es como las películas. No existen puertas traseras, ni ventanas que den a descampados ni túneles para contrabandistas ni puertas secretas. Solo un almacén con las paredes de ladrillo y hormigón, con tabiques demasiado gruesos como para tirarlos a patadas. Estábamos atrapados.
De repente Pritchenko me arrastró justo detrás de un mostrador. Sobre un pesado mueble encastrado en la pared había una trampilla con cierre escamoteado. Apoyando una silla junto al mueble me subí y moví la puerta corredera, esperando insensatamente encontrar un túnel de salida…
Papel higiénico. Docenas y docenas de rollos de papel higiénico y de papel de cocina, ordenadamente apilados y embalados. Allí era donde el propietario de la tienda guardaba sus existencias, demasiado voluminosas como para caber en una estantería de un pequeño colmado de barrio. Empezamos a sacar paquetes y paquetes de papel frenéticamente, mientras oíamos los primeros disparos en la parte delantera de la tienda. Era el principio del asalto final.
Tardamos apenas treinta segundos en vaciar todo el armarito y otros treinta en refugiarnos los dos dentro, en un espacio claustrofóbicamente pequeño, pero seguro y oculto. Teníamos una botella de litro y medio de agua, dos linternas, unas chocolatinas y mi libreta-diario. Absolutamente nada más.
Nos tumbamos a lo largo. Viktor cabía perfectamente, pero él no pasa del 1’60. Yo estaba algo encogido, pero cómodo. Un pequeño orificio en la puerta nos permitía respirar y de paso tener una visión parcial de la trastienda. Solo nos quedaba esperar.
De la habitación delantera llegaba el tableteo de los AK y los aullidos de los No Muertos. La intensidad de los disparos fue en aumento. Tres fusiles disparados simultáneamente en un espacio cerrado hacen mucho, mucho ruido. El olor a pólvora llegaba hasta nosotros claramente. No sé cual es la potencia de fuego de esas armas, pero en un espacio tan cerrado tenían que resultar devastadoras.
Sin embargo, ellos eran demasiados. Al cabo de un par de minutos se oyeron unos aullidos desgarradores y una de las armas dejó de disparar. El sonido de la refriega se trasladó más cerca de la puerta. Un Kritzinev ensangrentado y lunático apareció andando de espaldas, mientras arrojaba su AK al suelo y desenfundaba la pistola de su cintura. Perseguido por al menos una docena de esos seres, el ucraniano vació el cargador sobre ellos, pero por cada uno que caía aparecían dos. Estaba perdido.
Kritzinev pareció darse cuenta porque giró su arma y se apuntó con ella en la sien. Sin embargo, antes de que pudiese dispararse, un tipo joven y obeso, vestido con una camisa de rayas y cubierto de sangre reseca de los pies a la cabeza, le mordió en la base del cuello y le arrancó un pedazo de carne del tamaño de un puño. Kritzinev soltó la pistola, dando un aullido de dolor y sorpresa y con una expresión de rabia en los ojos, mientras desaparecía bajo una masa de aquellos seres. De los ruidos que se oyeron a continuación prefiero no hablar.
Han pasado cuarenta y ocho horas. Ahora la tienda está silenciosa y oscura. Las lámparas, derribadas en el suelo, se han apagado al agotarse el gas. El olor de la carnicería es indescriptible. Aún no hemos salido de este altillo porque unos cuantos de ellos siguen aquí, paseando entre las sombras, incansables. El tiempo se acaba y no sé que vamos a hacer.