06 March 2006 @ 15:17 hrs.

ENTRADA 63

Sintiendo una leve sensación de náusea me incorporé, dispuesto a seguir a Ushakov. En cuanto me puse en pie me di cuenta que mi delicado estómago occidental no estaba hecho para semejante combinación de vodka ruso, calor húmedo, olor a comida y grasa de motor y conversación macabra. Empujando atropelladamente un par de sillas me dirigí al ojo de buey y tras abrirlo dejé un bonito dibujo de vómito contra el casco del Zaren Kibish. Estupendo. Estaba dejando una impresión cojonuda en mis nuevos amigos.

Limpiando los restos de bilis de mi boca me giré y me dirigí de nuevo hacia Ushakov, quien, con una mirada levemente irónica me contemplaba desde el marco de la puerta del camarote. Supongo que estaría pensando que era una nenaza, pero si era así no dijo nada y se limitó a hacerme un gesto con la cabeza, indicándome que lo siguiera.

Recorrimos un corto pasillo plagado de tuberías y cables, con varias puertas a los lados. En general, el aspecto de aquel buque era completamente ruinoso y resultaba sorprendente pensar que acaba de realizar un viaje de docenas de miles de millas náuticas desde el sudeste Asiático. Finalmente llegamos a una compuerta en un mamparo situado al final de unas escaleras que descendían a las entrañas del barco. El olor a cerrado y a humedad allí eran mucho más intensas, pero parecía ser el único en notarlo.

Al abrir la puerta pude ver un camarote parecido al del capitán, pero de dimensiones más modestas y con una litera doble en lugar de la espaciosa cama del cuarto de donde veníamos. Sentado en una de las literas estaba un hombre de unos cincuenta años, grueso, con las venas capilares de su nariz muy marcadas, lo cual indicaba una excesiva afición por las bebidas alcohólicas y con el rostro surcado de arrugas. Frente a él, al otro lado de una caja de madera boca abajo que servía de improvisada mesa para un tablero de ajedrez estaba otro hombre, éste de unos cuarenta años, de complexión fuerte, bajo, rubio, con unos ojos de un color asombrosamente azul y unos lacios bigotes colgándole del labio superior. No pude evitar acordarme de Asterix el Galo en cuanto le puse los ojos encima.

Cuando entramos Asterix y Nariz de Borracho parecían estar inmersos en las últimas jugadas de una intensa partida de ajedrez, pero se pusieron precipitadamente de pie en cuanto nos vieron.

Ushakov se acercó a ellos y cruzó unas cuantas frases apresuradas en ruso con ambos, mientras me señalaba varias veces en el curso de la conversación. Me sentía sumamente incómodo al tiempo que Ushakov y Nariz de Borracho parecían discutir algo vivamente, mientras Asterix se limitaba a contemplar a ambos tristemente y de vez en cuando me dirigía una mirada resignada. Finalmente Ushakov se giró hacia mí y me hizo señas para que me acercara.

—Señor abogado —no me gustaba como sonaba aquello en su boca, tenía un retintín un tanto faltón—. Le presento al primer oficial del Zaren Kibish, el señor Aleksandr Grigori Kritzinev —al tiempo que señalaba al de la nariz rojiza.

Le estreché la mano cautelosamente, al tiempo que era obsequiado con un torrente de palabras en ruso que no supe descifrar.

—Mi primer oficial es de los marinos de la vieja escuela y dice que lamenta no poder dominar lo suficiente otro idioma que el ruso, así que me transmite sus saludos para usted.

—Dígale que estoy encantado de estar a bordo de esta nave y de encontrarme entre ustedes.

—Oh, no será necesario —me respondió Ushakov en un tono que empezaba a desagradarme—. Creo que entre amigos como nosotros no son necesarias ciertas formalidades ¿niet? Permítame presentarle al señor Viktor Pritchenko, ucraniano como Aleksandr y yo, y superviviente del Punto Seguro de Vigo.

Contemplé al pequeño rubio de bigotes mientras le estrechaba la mano y trataba de evitar que la sorpresa asomase a mi rostro ¿Qué demonios hacía un ucraniano en el Puerto de Vigo? Vaya casualidad más extraña… Pero mi sorpresa fue completa cuando el pequeño ucraniano se empezó a dirigir a mí en un herrumbroso y primitivo español.

—Encantado de conocerle, señor. Mi nombre, Viktor, Viktor Nikolaevich Pritchenko.

—¿Habla usted español? —repliqué, absolutamente atónito. No era el tipo de superviviente que me esperaba.

—Da, yo viviendo en España por seis meses. Yo vivido antes en España varias veces, desde hace cuatro años. Yo venir España todos años —me contestó, con una mirada triste en sus ojos claros…

—¿A qué viene usted a España?

—Yo trabajo. Yo todos años trabajo para Siunten.

Estaba demasiado estupefacto como para preguntarle qué o quién demonios era ese tal Siunten. Ya habría tiempo para ello. Mientras contemplaba a aquel pequeño hombre y su cándida mirada azul comprendí un par de cosas. Evidentemente, no me mentía. Pero estaba asustado, jodidamente asustado. Algo le tenía aterrorizado y que me matasen si podía suponer qué era.

Ushakov, que no dominaba el castellano, y visiblemente incómodo por no saber qué era lo que nos decíamos, decidió interrumpir abruptamente la conversación. Ladrándole un par de órdenes a su segundo envió a este y al pequeño ucraniano escaleras arriba mientras me invitaba a seguirle de nuevo, ahora hacia los pisos superiores. Mientras subíamos los tramos de escaleras me fue contando el resto de la historia de Viktor Pritchenko. La noche de la masacre del Punto Seguro se acercó nadando hasta el Zaren Kibish y empezó a dar voces. Al oír a alguien hablando en ruso decidió permitirle subir a bordo y desde entonces estaba allí con ellos. Por lo visto era estibador o técnico del puerto, o algo por el estilo.

Algo en su manera de contar la historia me hizo desconfiar. Ese tipo no me estaba contando la verdad, al menos no toda. Ahora bien, ¿qué era exactamente lo que me estaba ocultando? Y sobre todo, ¿por qué?

Cuando llegamos a la parte superior de las escaleras descubrí para mi sorpresa que seguimos subiendo hacia el puente de mando a varias decenas de metros de la cubierta. Al llegar allí, Ushakov se sentó en su puesto de capitán y me miró, escrutador.

—¿Y bien? —le pregunté, cada vez más confuso.

—Vamos a ver, señor abogado, si no me equivoco, por lo que usted me ha contado es de una ciudad muy cercana a Vigo ¿Niet?

—Sí, de Pontevedra, a solo treinta kilómetros por carretera.

—Por lo tanto, entiendo que usted conoce bien esta ciudad ¿verdad?

—Pues… Sí, la verdad es que sí —estaba cada vez más confuso. No entendía a qué venían aquellas preguntas tan absurdas y a donde quería ir a parar, pero algo flotaba en el ambiente.

—Da, perfecto —pareció quedarse pensativo por un momento, e inopinadamente me espetó—. ¿Sabe usted dónde queda la Oficina Principal de Correos de Vigo?

—Claro que sí, pero ¿a qué demonios viene esto, capitán Ushakov?

—Oh vamos, estoy seguro que para una persona tan inteligente como usted no se le habrá escapado. Está más que claro que necesito algo que está allí.

Mi expresión debía ser cómica ¿A Correos? ¿Pero qué le pasaba a aquel individuo?

—Hace ya dos meses que no recibo ninguna comunicación por parte de la compañía —empezó a hablar con voz cansada—. Cuando atracamos en Vigo, justo después de la tormenta, lo primero que hice fue ponerme en contacto telefónico con el agente de la Compañía en España para solicitarle instrucciones, ya que los teléfonos en Estonia parecían no funcionar y en Grecia no respondía nadie —se estiró en su asiento—. Prometió mandarme un paquete de instrucciones completo desde Madrid por Correo, pero la evacuación al Punto Seguro nos impidió recogerlo en la oficina.

—¿Por qué me cuenta todo esto a mí?

—Creo que es evidente, mi joven amigo. Necesito ese paquete. Y alguien tiene que ir a buscarlo. Alguien que sepa dónde está la oficina. Y ese alguien, es usted.

Le miré de hito en hito, tratando de averiguar si me estaba gastando una broma. No podía estar hablando en serio. Aquel tipo me estaba pidiendo que desembarcase en una ciudad infestada por miles de No Muertos, que la atravesase como quien va a comprar una barra de pan, que entrase en la Oficina de Correos y que volviese a bordo con su jodido paquete como si fuera un cartero. Definitivamente, el vodka le había hecho más daño a él que a mí.

—Capitán, no puede estar hablando en serio. Lo siento mucho por su paquete, pero si está en esa oficina, por lo que a mi respecta se puede quedar allí hasta el final de los tiempos. No sabe usted lo que me está pidiendo. Yo he estado entre esos seres y le puedo asegurar que son monstruosos —me estaba alterando a medida que hablaba, pero no lo podía evitar—. ¡Es una auténtica locura! Es absolutamente imposible que una persona pueda atravesar esa ciudad sin que esos engendros del infierno acaben con él, se lo digo en serio…

—Oh, pero no irá usted solo, por supuesto. Mi oficial y algunos de mis hombres le acompañarán —sonrió malévolamente—. Al fin y al cabo es un paquete de la Compañía y usted es un extraño. No se lo podemos confiar —concluyó—. Su función consiste únicamente en servir de guía hasta allí y conducirlos de nuevo de vuelta.

Estaba como una puta cabra. Me tenía que largar de allí.

—Lo siento mucho capitán, pero no cuenten conmigo para ese disparate —le dije a medida que me incorporaba—. Le agradezco su ayuda y su hospitalidad, pero creo que debo marcharme de aquí. Así que si no le importa…

—Oh, me temo que hay un error —me interrumpió—. No se lo estoy pidiendo. Se lo estoy ordenando. Y si no accede, en menos de cinco minutos usted y su precioso gato estarán flotando en el agua con una bala en la cabeza cada uno. Me temo que no tiene usted elección.

Aquel hijo de puta se retrepó en su sillón, visiblemente satisfecho, mientras me contemplaba. Me tenía cogido por los huevos. Y ambos lo sabíamos.