02 March 2006 @ 19:27 hrs.

ENTRADA 62

Una densa masa de nubes había ido cubriendo el cielo a medida que la charla se desarrollaba en aquel camarote asfixiante y poco ventilado. La tormenta que se estaba gestando en el cielo era poca cosa al lado del terremoto interior que me estaba provocando el relato de Ushakov, pero era absolutamente incapaz de dejar de escuchar la historia que brotaba de sus labios. Necesitaba oír. Necesitaba saberlo todo.

—Las cosas se torcieron definitivamente una semana después de que los barcos se largasen, aproximadamente —me miró con ojos turbios—. Era de esperar.

—¿Era de esperar? ¿Por qué?

—Piense un poco, señor abogado —replicó—. Cuando los barcos zarparon, todo el personal de la Armada se largó en ellos, además de unos cuantos afortunados soldados de Tierra. Eso dejó al más que agobiado coronel Jovellanos con poco más de trescientos hombres para defender todo el perímetro del Punto Seguro y a los cientos de miles de hombres, mujeres y niños que se hacinaban dentro de él.

—¿Y? —he de reconocer que en aquel momento todo el vodka que había bebido me estaba enturbiando la cabeza. No era capaz de ver todas las implicaciones. Ushakov, como buen ucraniano, estaba más acostumbrado que yo a aquel veneno y no parecía estar afectado.

—¡Pues es más que evidente! —resopló—. Cuando se vio tan corto de efectivos tuvo que empezar a reclutar voluntarios entre los civiles que se apiñaban como ratas dentro del Puerto y a equiparlos con material de combate —hizo una pausa—. Dadas las circunstancias era la única alternativa viable que le quedaba si pretendía mantener controlado todo el perímetro, pero teniendo en cuenta como estaban los ánimos, aquello era una invitación al desastre.

A través de la nebulosa que el alcohol creaba en mi mente, fui entendiéndolo todo, mientras Ushakov seguía desgranando, inmisericorde, todos los acontecimientos de los que fue testigo desde la cubierta del Zaren Kibish. Jovellanos reclutó a varios cientos de civiles y armándolos hasta los dientes los puso a patrullar el perímetro o los utilizó en misiones de saqueo, en busca de alimentos fuera del Punto Seguro.

Pero no eran militares. Simplemente eran civiles vestidos de soldados y armados como ellos, sin ningún tipo de nociones de guerra urbana o de supervivencia, y además, estaban desesperados y hambrientos. Aquello hizo que las bajas aumentasen vertiginosamente. El problema era que cada vez que un voluntario caía, su equipo se perdía irremisiblemente, con lo que la capacidad de defensa del Punto se iba viendo reducida, lenta, pero inexorablemente.

—A esas alturas ya había una multitud de varias decenas de miles de esas cosas agolpadas al otro lado de las vallas del Puerto —el capitán parecía estar hablando para si mismo, en aquel momento—. Desde la cubierta los podía ver con los prismáticos perfectamente. Era un espectáculo horrible, miles de esos prvotskje apiñados, silenciosos, con esas horribles heridas, todos ellos muertos y sin embargo caminando —su ceño se frunció—. Es un castigo de Dios, no me cabe duda.

—¿Y después? ¿Qué pasó?

—Pasó lo que tenía que pasar. Esos monstruos consiguieron entrar en el Puerto.

—¿Pero cómo?

—¿Cómo? ¿Y qué más da eso? El hecho es que entraron, eso es lo importante —resopló—. No tengo ni idea de cómo fue —me miró fijamente, como protestando—. Pudo ser de cualquier manera. Quizá alguno de los civiles enviados en misión fuera del perímetro volvió infectado y no tuvo el valor, o la disciplina suficiente para informar de ello hasta que fue demasiado tarde o quizás esas cosas encontraron una brecha en el perímetro de más de cuatro kilómetros, o quizás simplemente alguien se olvidó de cerrar bien una puerta una noche o no revisó bien un candado —abrió los brazos, como para demostrar su ignorancia—. Ellos entraron, finalmente, y entonces fue el caos.

Era capaz de verlo mentalmente, mientras Ushakov hablaba. De alguna manera, unos cuantos infectados se colaron dentro del perímetro, y en una zona tan masificada pronto causaron estragos. El pánico se desató y auténticas avalanchas humanas se dirigieron atropelladamente de un lado a otro, sin rumbo, tratando de escapar de aquellos seres. Precisamente ese caos fue su ruina. Si Jovellanos hubiese contado con más soldados profesionales quizá podría haber hecho algo, pero con su variopinta colección de civiles y restos de unidades disgregadas no tenía ninguna posibilidad. Los destacamentos que enviaba para restaurar el orden eran aplastados por una multitud presa del pánico, que no atendía a razones. Los pocos grupos de militares profesionales que quedaban trataron de abrirse paso en medio de la muchedumbre hasta donde pensaban que podían estar los No Muertos para hacerles frente, pero al ser tan pocos, la propia multitud les impidió llegar con celeridad.

—Por mucha potencia de fuego que tengas, si estás tú solo ante un montón de enemigos en el campo de combate, estás jodido —se rascó la cabeza, mientras me miraba con aire serio—. Eso lo aprendimos nosotros en Afganistán hace un montón de años y aquí fue lo mismo.

Los pocos militares supervivientes, aislados del resto de sus pelotones, hicieron frente de forma valiente al creciente número de No Muertos, algunos de forma heroica y desesperada, hasta que finalmente fueron engullidos por aquella marea. A partir de ahí, el destino de los miles de refugiados del campo estaba absolutamente sellado. Desarmados, atrapados dentro del recinto, presas del pánico e indefensos, su suerte estaba echada.

—Los más afortunados fueron los que murieron aplastados por las muchedumbres o asfixiados bajo docenas de cuerpos —la voz de Ushakov ahora era casi un susurro—. Ellos por lo menos no vieron lo que sucedió a continuación.

Casi no me atrevía a preguntarlo. Pero tenía que hacerlo.

—¿Qué es lo que sucedió? —mi voz era un gorgojeo

—Que el coronel, cuando lo vio todo perdido aplico su particular «Solución Final». A lo largo de las semanas sus hombres habían ido colocando cargas explosivas en la mayoría de las naves y barracones del Puerto, uno de ellos lleno de fertilizantes químicos, altamente volátiles. Su idea era que si todo se iba al carajo por lo menos arrastraría a todos los malditos monstruos que pudiera al infierno —echando su enorme corpachón para atrás, se froto los ojos y parpadeó—. Pero salió mal.

—¿Qué pasó?

—Calcularon mal el efecto de las explosiones —sacó un arrugado paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta y me tendió uno. Yo lo cogí, ansioso por sentir algo que no fuese aquel alcohol en la boca.

—Cuando las cargas explotaron, mucha gente estaba refugiada dentro de las naves y éstas se desplomaron en llamas sobre sus cabezas —encendió el cigarrillo y exhaló una columna de humo—. Esos murieron abrasados o aplastados, casi en el acto. Fueron muy afortunados.

—No veo porqué.

—Porque el resto, varios cientos de miles, estaban aún por el Puerto, corriendo de un lado a otro sin escapatoria —rezongó, con voz trémula—. Imagínese la escena tal y como yo la vi esa noche. En medio de la oscuridad más absoluta, y tan solo iluminados por el resplandor de las llamas de los incendios, miles de personas corriendo sin cesar, aterrorizados, sin saber si el grupo que veían acercarse al fondo era de humanos o de esas cosas. Desde el Zaren se oían gritos, gemidos, aullidos y unos cuantos disparos aislados, mientras el olor de humo y de carne chamuscada invadía toda la atmósfera hasta el punto de hacerte vomitar —se inclinó con una mirada febril—. Era una ventana directa al infierno. Literalmente.

Me estremecí. Pude imaginarme el horror y la desesperación absoluta que debió sentir toda esa gente atrapada en el Puerto a medida que esas cosas los iban acorralando. A medida que iban cayendo, víctimas de sus mordiscos, los antiguos refugiados, ahora transformados en cazadores, se sumaban a la manada de No Muertos atacando a sus antiguos conocidos, amigos o familiares, todo ello iluminado por el resplandor de docenas de pavorosos incendios. Una escena demencial.

—No hay mucho más que decir —siguió narrando—. La carnicería continuó por lo menos durante doce o catorce horas más, pero el humo nos impedía ver cualquier parte de la orilla desde el barco. Finalmente el ruido cesó por completo. No se oía absolutamente nada, aparte del ocasional chasquido de alguna estructura carbonizada al derrumbarse o el sordo gemido de alguna de esas cosas —se interrumpió—. Bueno, y ese ruido, por supuesto.

—¿Ruido? ¿Qué ruido?

—Al principio no sabíamos qué podía ser. Acostumbrados al barullo de una multitud de cientos de miles de personas, el puerto estaba desacostumbradamente silencioso, tal y como lo puede ver ahora —me dijo, señalando hacia el ojo de buey del camarote—. Pero en aquel momento nos sorprendió profundamente. Por eso oíamos el ruido.

—Aún no me ha dicho qué era —protesté.

—Porque está usted interrumpiéndome constantemente —replicó—. El origen del ruido lo descubrimos a medida que la masa de humo se fue elevando —se estremeció, sin poder evitarlo—. Era producida por cientos, miles de pies, calzados y descalzos, al arrastrarse sobre el cemento y el asfalto del Puerto —me miró—. Los pies de todos los refugiados del puerto que no habían fallecido antes de contagiarse, de convertirse en uno de esos No Muertos.

Me quedé horrorizado, aplastado ante la espantosa idea de cientos de miles de seres inocentes atrozmente atacados, mordidos y mutilados para acabar levantándose otra vez, pero en esta ocasión convertidos en cientos de miles… De monstruos. Jesús, era estremecedor.

Me estaba mareando en aquel camarote. Necesitaba que me diese el aire.

—Evidentemente, no todos los refugiados cayeron. Los más hábiles, los más duros, unas cuantas docenas, quizás unos cuantos cientos, se las apañaron para sobrevivir a esa noche espantosa y permanecieron escondidos entre las ruinas del Puerto hasta que esa inmensa muchedumbre de No Muertos se desperdigó a los cuatro vientos. Cuando tan solo quedaban unos centenares en el puerto, como puede ver ahora, huyeron todos ellos, cada uno en la dirección que consideró más oportuna, solos o en pequeños grupos —concluyó Ushakov.

—¿Sí? —le miré, con ojos vidriosos—. ¿Y cómo sabe usted eso?

—Es muy sencillo —me replicó, sonriente, haciendo un gesto teatral—. Porque uno de esos supervivientes está ahora a bordo del Zaren Kibish. Precisamente me disponía a presentárselo —dijo, mientras se levantaba y se dirigía a la puerta del camarote.