ENTRADA 60
El sol caía a plomo en la cubierta del Zaren Kibish, rebotando sobre las planchas de acero del casco del buque. Totalmente inmóvil, pendiente de la reacción de los tripulantes, notaba correr el sudor por mi espalda, sin saber exactamente si era por el calor o por el miedo.
El aspecto de aquellos hombres no podía ser más desconcertante. La mitad de ellos, por lo menos, tenía un inconfundible aspecto asiático, mientras que la otra mitad parecía una delegación de la ONU realizando una gira mundial. Cautelosamente levanté las manos, mostrando que no llevaba nada en ellas y les salude con un tímido «Buenos Días» en castellano. Ni una mueca cruzó sus rostros. Probé a presentarme con el inglés, luego con el gallego, el portugués y el francés, agotando todos mis idiomas conocidos, no obteniendo ni un arqueo de cejas por respuesta.
La situación empezaba a ser ridícula. Éramos sobre una docena de personas en la cubierta del barco, cociéndonos al sol del mediodía y mirándonos fijamente, sin hacer ningún gesto. Lo peor del asunto es que yo estaba del lado equivocado del cañón de los fusiles y empezaba a sentir calambres en los brazos, tras cinco minutos con las manos en alto.
De pronto, apartando a unos cuantos marineros apareció un individuo corpulento, de mediana edad, de un aire indefinidamente eslavo, vestido con una gruesa chaqueta de paño y con una espesa barba dorada perlada de restos de comida. Por el gesto de respeto que le dedicaban un par de marineros supuse que se debía tratar del capitán de lo que fuera que fuese el Zaren Kibish, al que me estaba arrepintiendo de subir cada vez más según pasaban los minutos.
Cuando llegó a mi altura se plantó con los brazos en jarras y me contempló de arriba abajo durante un buen par de minutos, pensativo. Finalmente debió tomar algún tipo de decisión porque le ladró un par de frases en un idioma absolutamente desconocido para mí a los tipos que me estaban encañonando, que bajaron las armas.
Dando un par de pasos al frente, me tendió unas manos grandes como jamones y espachurró las mías en ellas mientras me obsequiaba con una enorme sonrisa.
El ambiente en la cubierta se relajó ostensiblemente. Del alivio que sentí yo casi ni quiero hablar.
El hombretón se presentó en un inglés con marcado acento eslavo. Su nombre era Igor Ushakov, ucraniano y capitán del Zaren Kibish, y me daba la bienvenida a aquel montón de chatarra. Antes de que me diese cuenta fui rodeado de un montón de marineros que me palmoteaban la espalda y se dirigían a mí en medio de enormes sonrisas, hablando media docena de idiomas absolutamente incomprensibles. Afortunadamente fui rescatado a tiempo por el Capitán Ushakov, que me salvó de ser aplastado por las muestras de afecto pegando un par de gritos con su potente vozarrón.
Mientras las preguntas se agolpaban en mi cabeza me condujo al interior del barco, al tiempo que un par de marineros descendían al Corinto para subir a un Lúculo que no paraba de maullar, desesperado, con el cuello estirado hacia arriba.
Una vez que llegamos a su camarote fui consciente de que había interrumpido su comida con mi llegada. Con un gesto me invitó a sentarme en su mesa. Antes de que me diese cuenta tenía delante un plato de algo, que siendo muy tolerantes podríamos definir como un estofado de carne y de un vaso lleno de cerveza fría. Mientras me abalanzaba sobre la comida como un lobo, Ushakov no dejó de contemplarme con aspecto pensativo. Al cabo de un rato, cuando me estaba peleando con los últimos restos del sorprendentemente rico estofado comenzó a hacerme preguntas. Quién era. De dónde venía. A dónde iba. Cuánta gente me había encontrado por el camino.
Retrepándome satisfecho en la silla comencé a narrarle la historia de mi vida durante los dos últimos meses. Parecía interesarle más la situación actual de la boca de la Ría antes que mis apuradas aventuras con esos monstruos, pero me estuvo escuchando educadamente hasta el final. Entonces llegó mi turno de hacer preguntas.
El barco se llamaba Zaren Kibish y tenía bandera de conveniencia de las Bahamas, aunque realmente su armadora era griega y sus propietarios un conjunto de empresarios estonios. Estaba cargado con 40000 Ton. de bobinas de acero y llevaba fondeado más de un mes en la Ría de Vigo. La mayoría de la tripulación era de nacionalidad filipina o pakistaní (como en la mayor parte de los cargueros internacionales de hoy en día, por otra parte), y el resto de una colección de países del Tercer Mundo. De aquel barco el único marino profesional era el capitán y su primer oficial, otro ucraniano, y se dirigían a la marinería en una mezcla de tagalo y urdu, según fuesen filipinos o pakistaníes los interpelados. El resto era mano de obra barata en un cascarón que no pasaría ni una revisión técnica sumamente indulgente. Un buque basura, en definitiva, como tantos cientos de miles que cruzan anualmente las aguas de todo el mundo. Que cruzaban, mejor dicho.
Con un gruñido el capitán Ushakov se levantó de la mesa y se dirigió a un aparador, de donde sacó una botella de vodka ucraniano y dos vasitos de cristal, pequeños y finos. Sirvió dos generosos chorros en los vasos y me pasó uno de ellos, mientras se rascaba la cabeza, como rebuscando en su sonoro inglés la manera de continuar con la historia.
—Entramos en la Ría de Vigo justo antes de que se cerrasen los puertos de toda la Unión Europea —comenzó su relato—. En aquel momento aún no se había decretado la orden de concentrar a toda la población en los Puntos Seguros, así que en principio no vimos nada fuera de lo común. De todas formas, Vigo era el primer puerto que veíamos en casi dos semanas de navegación, así que estábamos deseosos de bajar a tierra para enterarnos de que demonios estaba pasando.
—¿Dos semanas? —le interrumpí—. ¿De dónde demonios venía el Zaren Kibish?
No me lo podía creer. Por lo que me estaba contando aquel hombre, mientras el mundo se estaba yendo al carajo, él y su tripulación estaban navegando a través de medio mundo, ajenos a todo lo que estaba sucediendo.
—Del puerto de Pusang, en Corea del Sur —me respondió—. Nuestro destino era el Puerto de Rotterdam, pero tuvimos que recalar en Vigo por una avería en el eje del motor, tras cruzar una borrasca a la altura de Canarias —masculló con un encogimiento de hombros mientras alargaba el brazo para servir otra ronda de aquel vodka explosivo.
—¿Y desde aquel momento os quedasteis aquí? —pregunté, atónito—. ¿Por qué demonios no salisteis cagando leches cuando visteis lo que estaba sucediendo? ¿Hacia las Canarias, por ejemplo?
—No podíamos.
—¿No podíais?
—No puedo cambiar la ruta del barco sin una autorización expresa de la compañía. Es una política de empresa.
—¡Pero si tu empresa ya no existe! —le repliqué, asombrado de su cabezonería.
—Ni hablar —me respondió tercamente, mientras se servía otra copa—. Podría perder mi empleo si lo hiciera.
Y ahí acababa toda la discusión para aquel tipo terco. Él era un hombre de su compañía y eso era todo. Su barco se había averiado y él había fondeado en aquel puerto, a la espera de que la compañía le diese instrucciones. Y mientras no llegasen, él no pensaba moverse ni dos brazas de su actual posición.
En vano traté de explicarle que lo más probable es que sus jefes ahora mismo estuviesen deambulando por alguna parte de Estonia o de Grecia convertidos en una de esas cosas que podíamos ver en la orilla, pero no hubo manera de convencerle. Ushakov era un ex-capitán de la Marina de Guerra Soviética, que se había pasado a la flota civil con la desintegración de la URSS. Ahora no llevaba uniforme, pero su mentalidad seguía siendo la de un militar. Sin órdenes, no se movería un pelo. Para él estaba claro que tenía que haber alguien por encima todavía, alguien que tomase las decisiones. ¿Qué no hubiese nadie al mando? ¡Eso era inconcebible!
De su boca me faltaba oír lo más aterrador, sin embargo. Con desgana comenzó el relato de los últimos días del Punto Seguro de Vigo y la explicación de porqué seguían ellos vivos todavía.
Por lo visto, las autoridades militares y civiles de la zona pensaron que la zona más segura para montar el Punto era la Zona Franca del Puerto de Vigo. Totalmente vallada en su perímetro, dotada de amplias naves y almacenes, ideales en teoría para acomodar a multitudes, llena de productos comestibles no perecederos, con una planta desalinizadora de agua y justo al lado del mar, que garantizaba el abastecimiento por vía marítima, parecía la opción perfecta. Así, la asombrada tripulación del Zaren Kibish fue testigo de cómo en pocos días una multitud de casi 200000 personas atestaba hasta límites insospechados las instalaciones portuarias.
Lo que parecía una superficie imposible de ocupar en su totalidad pronto resultó ser insuficiente para acoger a tal marea humana. Los niveles de hacinamiento comenzaron a ser insoportables, a medida que refugiados de otras zonas de Galicia e incluso del norte del vecino Portugal se iban sumando a los originales. La Zona Franca pronto llegó a su límite de habitabilidad, dadas las circunstancias, pero los refugiados seguían agolpándose ante sus puertas, escapando de todas partes, y por otro lado ya nadie se atrevía a salir del Punto Seguro. Ellos, los No Muertos, ya estaban rondando por sus proximidades y salir sin protección era un suicidio.
El mando en el Punto Seguro en teoría le correspondía a un comité civil compuesto por el alcalde de la ciudad, el subdelegado del Gobierno Central en la provincia y dos conselleiros de la Xunta de Galicia atrapados casualmente en el Punto, pero realmente quienes manejaban el tinglado era un Capitán de fragata de la Armada y un Coronel del Ejército de Tierra, que dirigían conjuntamente las fuerzas militares que defendían la zona.
Súbitamente Ushakov se interrumpió y levantó la mirada del fondo de su vaso de vodka para mirarme.
—A partir de aquí es cuando la historia empieza a ser desagradable… —me observó fijamente—. ¿Está seguro de querer oír el resto?
Tragando saliva, asentí con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra. Con un suspiro, Ushakov comenzó a hablar.