21 February 2006 @ 13:15 hrs.

ENTRADA 57

Creo que fue Roosevelt el que dijo que solo había que tenerle miedo al miedo mismo. Se nota que él nunca estuvo encerrado en un bajo comercial a oscuras, chorreando aceite de motor y adrenalina y con docenas de monstruos deseosos de matarte, aporreando la verja de la entrada a menos de dos metros de ti. Entonces seguro que él también tendría miedo. Mucho miedo. Que coño.

Justo después de acabar con esa cosa que tenía a mis pies, fui consciente de la magnitud de la situación. Me derrumbé agotado y tembloroso sobre una pila de chubasqueros sin poder apartar la vista de la verja metálica, que se ondulaba cada vez que una de las cosas de fuera descargaba un puñetazo sobre ella. Era aterrador.

No se oía ningún otro ruido, ni siquiera los truenos de antes. La tormenta, después de descargar toda su furia parecía haberse disuelto en la atmósfera. Solo el continuo gorgoteo del agua por los aliviaderos me recordaba la tromba de agua que acababa de descargarse sobre Bueu mientras yo luchaba por mi vida contra aquel guiñapo del suelo.

Apoyándome en la estantería a mi espalda, me incorporé con dificultad. Eché un vistazo cauteloso a mi alrededor y con todos los sentidos alerta, rápidamente reconocí toda la planta baja, para asegurarme de no llevar ninguna otra sorpresa. Todo estaba tranquilo. No había ninguna otra puerta y tan solo encontré un pequeño aseo y un almacén donde se apilaban ordenadamente multitud de mercancías diversas. Nada excepcional, excepto una mancha herrumbrosa de sangre oxidada en una esquina del almacén, donde supuse que el tipo que me acababa de cargar había padecido la transformación a su último estado. Allí, solo, a oscuras, tirado como un perro… Me estremecí al pensarlo.

No disponía de mucho tiempo. Era cuestión de minutos que esas cosas rodeasen toda la casa y entonces sí que estaría condenado.

Con celeridad metí en la mochila dos juegos completos de cartas marinas de las costas españolas y norteafricanas, uno de la Armada y otro del Almirantazgo Británico (siguen siendo de las mejores). También me incauté de un GPS de buena calidad, con conexión de plotter, un par de brújulas, docenas de pilas de linterna, bengalas de señalización, una caña de pescar telescópica, una caja de anzuelos y sedales, un arnés de seguridad y un neopreno de repuesto, por si las moscas. Expuestos en un mostrador había varios modelos de arpones. Escogí un OmerSub excelente y un Beuchat de carbono, así como casi dos docenas de virotes de acero fundido, largos y de aspecto ominoso. Francamente, me sentía más seguro con tres arpones cargados que con tan solo uno.

Con todo eso en mi mochila y con los arpones cruzados en el pecho salí de la tienda y subí de nuevo a la planta superior. Mientras ascendía por las escaleras una risilla histérica empezó a asaltarme, incontrolable. No podía dejar de pensar que con esos arpones, la mochila, el neopreno desgastado y roto y el baño de aceite y sangre cubriéndome todo el cuerpo debía tener un aspecto de maníaco de lo más siniestro.

Una vez en la planta superior me dirigí a la cocina, a ver que podía sacar en limpio de allí. Lo último que deseaba era tener que corretear por toda la villa, esquivando a esos monstruos, para encontrar una tienda abierta o que no hubiera sido ya saqueada. Cuando salí de mi casa, en Pontevedra, había jugado con la idea de plantarme en el Carrefour más cercano para conseguir provisiones antes de seguir hacia el barco, hasta que caí en la cuenta de que a docenas de personas se le debía haber ocurrido la misma idea en los últimos días del Punto Seguro. Lo más probable es que todas las grandes superficies comerciales del país ya hubiesen sido saqueadas, bien por incontrolados, bien por los militares para alimentar a las multitudes de los Safe Points. Esa comida, si aún existía, ya no estaba allí y se encontraba fuera de mi alcance.

Por fortuna la despensa de esa casa resultó estar bastante abastecida, sobre todo de pasta, conservas en lata, salsa de tomate y algo de arroz y harina de trigo. Asimismo me llevé unos cuantos paquetes de azúcar y dos kilos de café. Satisfecho, me disponía a marcharme cuando en un armarito descubrí un auténtico arsenal de potitos de bebé. Me quedé paralizado, mirando hacia ellos, consciente de que su destinatario acababa de morir a mis manos hacía escasamente una hora. Me sentí enfermo solo de pensarlo.

Con lágrimas en los ojos metí toda aquella provisión, atesorada por la madre del niño, en mi mochila. Yo no pensaba comérmelos, pero estaba seguro de que a Lúculo le encantarían. Antes de irme crucé la pequeña salita y abrí lo que me parecía un mueble bar. De allí saqué un par de botellas de ginebra y para mi alegría, medio cartón de Marlboro. Pensaba pillarme una buena al llegar a bordo, para poder dormir. Para poder olvidar. Joder.

A esas alturas mi mochila no estaba llena de todo, pero pesaba considerablemente, más de lo que me parecía prudente, habida cuenta de que tenía que hacer todo el camino de vuelta y esquivar a la multitud ululante de ahí abajo. Con precaución me asomé a la ventana delantera, por donde había entrado. Imposible. Unas dos docenas de No Muertos, empapados, espectrales, se agolpaban en el estrecho margen de los seis metros de ancho de la calle, pegados a la casa.

Con ligereza me dirigí a la cocina. Su ventana daba a otra calle, más estrecha, que parecía desierta. Asomando la cabeza y mirando a la izquierda, podía ver el mar. Esa sería mi salida. Apoyando la mochila, bajé de nuevo a la tienda. Evitando mirar el bulto del cadáver, corté unos siete metros de cabo de barco de una maroma allí enrollada. Con el cabo en las manos volví a la cocina y atando un extremo fuertemente a un radiador descolgué el otro por la ventana. Tan solo tenía que descender por él y ganar el final de la calle antes de que esos mamones me vieran. Chupado.

Sin embargo, antes tenía que subir la persiana semibajada, para poder asomar mi cuerpo, y la precipitación me hizo tirar con demasiada fuerza. Sonó como una metralleta en el silencio sepulcral de la calle. Oh, mierda.

Como un rayo me descolgué por la cuerda y toqué el suelo, con cuidado de no fastidiarme de nuevo el tobillo lesionado. Tras esto eché a correr hacia el final de la calle, esquivando fácilmente a un par de esas cosas que surgieron en mi camino, una de un cruce y otra de detrás de una cabina telefónica. Simplemente ni me detuve a mirarlas, tan sólo cogí el lado de la calle más alejado de ellos y seguí corriendo, sin mirar atrás. No me atrevía. En mi mente febril se agolpaban imágenes de una multitud de cadáveres ocupando toda la calzada, siguiéndome silenciosamente, solo para acorralarme en un callejón sin salida y acabar conmigo…

Afortunadamente la calle no era ningún callejón sin salida, sino que desembocaba cerca del puerto, ya que era paralela a la que había tomado en la ida. Gateando por la escollera, para evitar ser visto, me acerqué lentamente al punto donde había dejado el chinchorro. Este último tramo me costó casi el triple de tiempo, un par de moratones al resbalar por las rocas, alguna mojadura y muchos sustos. En honor a la verdad, casi me parto la crisma. Gatear por las rocas batidas por los restos de la tormenta, sobre una capa de algas resbaladizas y con el viento empujándome furiosamente es algo que nadie en su sano juicio haría en un mundo normal. Pero este ya no es un mundo normal, es un mundo de cadáveres.

Cuando alcancé la altura del chinchorro trepé al muelle y rápidamente, mientras la oscuridad caía, me deslicé hasta el pequeño bote. Remando con suavidad, en medio de la marejadilla me iba acercando al Corinto cuando de repente la sangre se me heló en las venas. ¡Había algo moviéndose por la cubierta! ¡Esos cabrones habían, de alguna manera, llegado hasta allí!

De repente, la sombra se detuvo en su vagar por la cubierta, como si me hubiese divisado. Un largo maullido saludó mi llegada ¡Lúculo! Mi pobre gato, desorientado, confuso, alarmado por mi tardanza, había salido de alguna forma hasta cubierta buscándome. Casi se me parte el corazón al pensarlo. Un sentimiento de gratitud y afecto enorme me invadió a medida que me acercaba al Corinto y podía verlo, empapado y temblando de frío, pero orgulloso, en la borda del barco.

Había estado, vigilante, en cubierta, aguantando toda la tormenta, esperando mi regreso. Ese es mi chico.

Con un último esfuerzo subí a bordo, halé el bote y vacié la mochila en el interior. Después de darme una buena ducha y secar convenientemente a un Lúculo que no paraba de ronronear a mi alrededor, los dos nos hemos sentado a cenar algo en la bañera de popa, contemplando las ahora silenciosas y oscuras calles de Bueu, donde hace unas horas he estado a punto de dejarme la vida. Pronto amanecerá. La tormenta ha amainado y es el momento de continuar nuestro rumbo. Hacia nuestro próximo destino. Hacia la esperanza.