ENTRADA 52
Vaya mierda.
Tambo ya no es una opción valida. Joder. Estoy fondeado a unos cincuenta metros de una de las pequeñas calas de la isla. Desde aquí, en el claroscuro del atardecer puedo verlos, vagando por la orilla. De momento no he visto a muchos, tan solo a una docena, más o menos, pero es más que suficiente. La isla, y quien quiera que se encontrase en ella, ha caído. Cuándo ha sido, no lo sé. Cómo ha sido, ni puta idea. Si hay supervivientes, tampoco lo sé.
Esto es horrible. A lo largo de la mañana he visto ir creciendo el familiar contorno de la isla, a medida que la proa del Corinto se acercaba a ella. He pasado docenas de veces a menos de cien metros de la isla, incluso he desembarcado en ella en unas cuantas ocasiones, pese a que está prohibido, pero nunca me había dirigido con tanto entusiasmo hacia este trozo de tierra como en esta ocasión. Por eso la decepción ha sido aún más dolorosa.
Cuando estaba a unos veinte metros de la orilla y estaba pensando como ingeniármelas para llegar a tierra sin embarrancar la nave, he visto salir por un camino, de entre unos árboles, a un soldado de Marina. Vestía el uniforme blanco de la base Naval e iba con su característico gorro plano. Aparentemente, no me había visto y se dirigía a un sendero que se internaba de nuevo entre la vegetación. He corrido hacia proa y me he puesto a agitar los brazos como un loco, cuando ha trastabillado con una piedra del camino y casi se cae, mostrándome su lado izquierdo. Le faltaba media cara, y su impoluto uniforme blanco tenia un color herrumbroso, de sangre reseca. Su mirada era vacía, perdida, como la de todas esas malditas cosas. El grito de júbilo que estaba a punto de proferir murió en mi garganta antes de poder salir. Había llegado hasta allí. Joder. De alguna manera, de algún modo, pero había llegado.
Con sigilo he vuelto a la cabina y me he pasado toda la tarde bebiendo vino peleón y contemplando con desesperación la orilla. Tan cerca y tan lejos. No puedo ni plantearme tocar tierra. He visto por lo menos una docena, así que debe haber bastantes más. No sé cuántos son, no conozco el interior de la isla y no sé qué sorpresas puedo encontrarme. No tengo a nadie que me de apoyo si algo sale mal. Sería un puto suicidio. Mierda.
He llorado amargamente. Me he emborrachado. He maldecido. He escupido con ira sobre la borda, mientras esos monstruos vagaban errantes por la orilla, al parecer sin ser conscientes de que a unos pocos metros de ellos, en el Corinto, tenían carne fresca a punto para ser servida. Que se jodan.
A última hora de la tarde, he tomado la determinación. Levando el rizón, he costeado el extremo occidental de la isla hasta llegar a una pequeña cala que ya conocía. En ella hay un manantial de agua, que necesito con urgencia. Tan solo un pequeño camino empinado comunica esta cala con el interior de la isla. No sé si esas cosas serán capaces de bajar por ese sendero de cabras, pero si lo hacen les llevará mucho tiempo. Confiando en esto, he remado hasta la orilla en el pequeño chinchorro hinchable del Corinto y he llenado el bidón de agua de a bordo. Son al menos 500 litros de aguada, más que suficientes para la travesía que tengo pensado hacer.
Ni uno solo de esos seres ha aparecido mientras hacía la aguada. Por un minuto he jugado con la idea de subir el camino y curiosear un poco por la isla, pero la he desechado. No soy ningún comando y apenas estoy armado. Ya me está costando horrores mantenerme a salvo como para encima jugar a los héroes. Si hay alguien en apuros en la isla lo siento por él o ella… Tendrá que arreglárselas por su cuenta. A joderse. En este nuevo mundo sólo el que pueda cuidar de su culo tiene posibilidades de ver el nuevo día.
Remando con dificultad, he remolcado el bidón lleno de la aguada hasta el Corinto. Tras esto, y dirigiendo una última mirada a la isla he levado anclas y he puesto rumbo Oeste, hacia la boca de la Ría. Hacia mi nuevo destino.