10 February 2006 @ 12:11 hrs.

ENTRADA 49

Antes de que todo esto empezase yo era un tipo escéptico con respecto al destino. Pensaba que las señales, los presagios eran solo producto de fábulas y tonterías de vieja. Ahora, esta mañana, mientras estaba mirando pensativamente las llaves del barco de Miguel ya no estaba tan seguro de eso. Quizás el hecho de que insistiese tanto en lo de su barco era una señal. Al fin y al cabo, si todo el mundo se había ido al infierno en cuestión de semanas, en una versión despiadada del Apocalipsis, las señales divinas no estaban fuera de lugar.

Estaba en el tejado de la subestación, dejándome acariciar por los rayos de sol matutinos. Estos últimos días ha subido un poco la temperatura, pero a cambio, los cielos se han ido encapotando, así que cualquier momento es bueno para sentir la luz solar. Después de tantos días de horror y encierro se agradece profundamente.

Tengo un plan. Y ese plan pasa por hacer exactamente lo que le dije a Miguel que era absolutamente imposible de hacer, esto es, entrar en la ciudad y llegar hasta el puerto deportivo en la Avenida de Orillamar. Desde allí, hacerme con su barco y poner rumbo hacía un sitio que creo que todavía debe ser seguro y donde, si no me equivoco, tiene que haber electricidad, agua, comida y gente. El paraíso, en estos momentos.

Pontevedra está situada en el fondo de la Ría del mismo nombre. En esta Ría, que en su punto más ancho puede tener unos veinte kilómetros de orilla a orilla existe una isla, la Isla de Tambo. Esta isla ha sido a lo largo de los siglos, y sucesivamente un poblado celta, un oratorio sueco, un monasterio medieval, un lazareto y desde hace un montón de años, un polvorín militar perteneciente a la cercana base naval de Marín. El polvorín lleva vacío muchísimos años (creo que desde los 70), y la isla ahora forma parte de un Parque Natural. Es uno de los pocos trozos de terreno virgen en una zona tan densamente poblada como es la Ría de Pontevedra. Ese era mi destino.

Pienso, y creo que no sin razón, que cuando todo se empezó a ir a la mierda, a más de uno se le tuvo que haber ocurrido refugiarse allí. En esa isla hay edificios militares, barracones y almacenes. Solo se puede llegar en barco y está rodeada de fuertes corrientes. Además, confiaba en que los militares la hubiesen tomado bajo su control. En teoría, debe ser el punto más seguro en kilómetros a la redonda. Es perfecto.

Solo tenía el «pequeño» problema de conseguir un barco para llegar hasta ella sin quedarme por el camino. Y eso no iba a ser fácil. Tenía una idea, que aunque algo arriesgada, podría funcionar. En una esquina de la polvorienta subestación había dos grandes barriles de plástico azul con tapa, parecidos a los que se utilizan en las expediciones de montaña para llevar el equipo. Por las etiquetas, supongo que en algún momento contuvieron químicos, pero ahora estaban vacíos.

Con algo de trabajo conseguí meterlos dentro del Astra, tumbando el asiento trasero. A continuación cogí la mochila y la cesta del gato y las coloqué como pude dentro del vehiculo. Dejé abandonada la munición de la escopeta, pues no sé en qué momento, al subirme en el coche, en mi calle, había perdido la Zabala. Así que de nuevo mi armamento se reduce a cuatro virotes de acero y a una Glock con treinta proyectiles, tras la ensalada de tiros que les dediqué inútilmente a los monstruos de mi calle.

Al girar la llave de contacto el motor hizo un sonido espantoso, chirriante. Sin duda, el recorrido que realicé el otro día por aquel camino de cabras para escapar de mi calle debe haber dañado alguna parte del mismo. Noté que me bajaba la sangre a los pies. Si el coche no encendía, entonces sí que estaba muerto. Andando, no llegaría muy lejos, en cuanto me acercase a una zona más habitada. Empecé a girar furiosamente la llave de encendido una y otra vez, mientras maldecía por lo bajo. Oh, Jesús, haz que arranque el puto motor, oh, vamos, venga, vamos, joder, venga, vamos, ¡¡VAMOS!!

Con una explosión ahogada el motor arrancó, entre algún jadeo. Con un grito de alegría, metí la primera marcha y comencé a rodar hacia la calzada principal, dejando aquel extraño refugio que me había acogido durante casi dos días. Al llegar a la carretera comarcal giré en dirección a la general. Sabía que una vez que llegase allí, las cosas se iban a volver a complicar enseguida, pero confiaba en no tener que hacer más de un par de kilómetros antes de llegar a mi destino.

El camino se me hizo corto, muy corto. Al divisar el cruce de la general, apoyé la Glock, ya armada, en el asiento del copiloto y apreté el acelerador. La velocidad iba a ser fundamental. Con un chirrido de ruedas giré en el cruce y enfilé en dirección norte. La calzada estaba desierta, aunque solo aparentemente, porque ante el sonido de mi motor vi asomar a varias de esas cosas de entre unas casas cercanas. Con un rugido, aceleré, alejándome de ellos. Solo tenía que hacer dos kilómetros. Solo dos putos kilómetros, vamos. Al cabo de cien metros, sin embargo, me encontré en primer problema. Un accidente, dos coches empotrados de frente, ocupaban casi toda la calzada. Manchas de sangre rodeaban toda la escena, aunque no se veía ningún cuerpo. Solo me quedaba un estrecho paso por el arcén izquierdo. Maniobrando con cautela, para no quedarme atascado, enfilé el vehiculo por el estrecho paso. De súbito, un golpe brusco en la ventanilla del copiloto.

Dos manos, seguidas de un cuerpo aullante, salidas no sé de donde, golpeaban insistentemente mi ventanilla, con las palmas abiertas. Casi se me sale el corazón por la boca. ¡¡¡Joder!!!

Temblando de miedo conseguí dejar atrás a esa cosa, mientras pensaba en mi siguiente movimiento. Un kilómetro más. He visto varios coches abandonados en la calzada o estrellados. Algunos presentan restos de sangre, otros parecen haber sido dejados allí por sus dueños en un momento de pánico o de locura, no lo sé. Más de esas cosas por todas partes. Ni un solo ser vivo a la vista. Quinientos metros para el desvío. Ya casi hemos llegado. Trescientos metros. Doscientos.

De repente, no sé de donde, han aparecido dos de esas cosas en medio de la calzada, una mujer y un hombre. No me ha dado tiempo de esquivarlas y las he arrollado. El cuerpo del hombre ha rebotado encima de mi defensa y se ha estampado contra el parabrisas, reventándolo. He pegado un frenazo de golpe, cuando he dejado de ver a través de la luna completamente astillada. El hombre ha rodado delante del coche, con la inercia del frenazo. A la mujer, creo que le he pasado por encima.

El puto coche se ha calado. He tratado de encenderlo de nuevo, pero el motor está mudo y el salpicadero es una constelación de luces rojas. No hay nada que hacer. Está kaputt. Es curioso, pero lo que se me ha venido a la cabeza en ese momento es que ya no tengo que cambiarle el aceite. Joder, de locos.

He salido del coche. Estoy a solo cien metros de mi destino, puedo verlo. Me he puesto la mochila y he cogido la cesta del gato. Con un ojo puesto en todas partes, he abierto el maletero para arrastrar fueras los dos bidones. Los cien metros que faltan son cuesta abajo, así que los bidones harán el camino solos, rodando. Los he mandado cuesta abajo, de una patada. A continuación he empezado a andar. El hombre se estaba levantando en ese momento, con un aspecto horrible, tras mi atropello. Era mayor, de unos sesenta años. Sin dudarlo, y antes de que se acercase demasiado he levantado la Glock y he hecho fuego a menos de tres metros. La primera bala le ha atravesado el esternón, pese a que apuntaba a la cabeza. Solo con el segundo disparo, casi a bocajarro, le he acertado en la cara. Es un espectáculo que me perseguirá el resto de mis días. No quiero ni recordarlo. Una vez que el cuerpo cayó, me he girado para ver a la mujer. Sigue tumbada en el suelo. Quizás le he roto la espina dorsal, no lo sé, pero no me pienso quedar aquí. Más de esas cosas continúan apareciendo.

He bajado la cuesta casi tropezando y he llegado junto a los bidones, a mi destino. Perfecto. El embarcadero fluvial del Lerez. Estaba vacío, aunque ya contaba con ello. Solo en verano hay un servicio de alquiler de barcas, pero no era eso lo que venía buscando. Desde este punto, y corriente abajo, el río discurre a través de toda la ciudad hasta desembocar en la Ria, justo donde se encuentra el puerto deportivo, y mi salvación. Lo único que tenía que hacer era arrojarme al agua y dejarme arrastrar por la corriente hasta llegar al barco de Miguel. En el agua, esas cosas no podrían cogerme y así podría atravesar toda la ciudad sin riesgo.

Con rapidez he metido la mochila y la pistola en uno de los bidones y lo he cerrado. En el otro he metido la cesta de Lúculo, que vuelve a estar maullando desconsoladamente. Últimamente su vida está sufriendo muchas emociones, y creo que ya empieza a estar harto… Con uno de los virotes he perforado la tapa de ese bidón. Entrará un poco de agua, pero al menos el gato podrá respirar. Con un cabo he atado los dos bidones fuertemente entre si. Arrastrándolos, me he acercado al borde. El agua tenía un aspecto oscuro, poco amistoso.

Ya casi habían llegado hasta mí. Con una honda inspiración me he arrojado al agua, arrastrando los bidones. Una sensación heladora casi me hace gritar al sumergirme en las frías aguas del Lerez. Joder, es febrero y debe estar a unos cuatro grados. Afortunadamente, llevo puesto el neopreno, pero aun así, la sensación térmica resulta espantosa.

La corriente ha empezado a arrastrarme lentamente, río abajo, mientras esas cosas me contemplaban, impotentes, desde el embarcadero. Un par de ellas han caído al agua, pero no las he visto salir a flote. Supongo que se habrán quedado en el fondo o habrán sido arrastradas por la corriente. Desde luego, cerca de mí no están.

Me duele la muñeca de escribir y además, Lúculo está demandando su comida insistentemente. Ya seguiré después.