ENTRADA 47
El sol de invierno es muy suave en Galicia, débil, dirían muchos. Su caricia no llega para calentarte en estas gélidas mañanas, pero por lo menos notas como se te entibian los huesos cuando te lleva bañando un rato. Menos es nada. Estamos tumbados, Lúculo y yo, en el tejado de este pequeño refugio provisional donde nos hemos cobijado toda la noche, esperando el momento en el que hubiese suficiente luz como para continuar nuestra marcha. Mientras desayunamos una de las latas instantáneas de fabada que encontré en la mochila del soldado, imágenes de la terrible jornada de ayer no han dejado de acudir a mi mente.
Fue increíble. Y terrorífico. Pero ahora mismo me siento más vivo que en cualquiera de los días de las ultimas tres semanas. Cuando crucé la tapia que separaba el patio trasero de mi casa de la del vecino, no estaba seguro de como podría resultar el plan. Cuanto más avanzaba éste, menos seguro me sentía sobre su resultado, pero ya no podía dar marcha atrás. Crucé rápidamente el patio de Miguel y entré en su casa, aún sumida en penumbras. Podía oír perfectamente los golpes rabiosos que esas cosas le propinaban a la puerta. Estaban muy excitados. Creo que podían sentirme al otro lado. Un par de ellos incluso estaban golpeando las ventanas tabicadas del piso inferior, una vez que habían cruzado el portalón. El sonido era sobrecogedor. Con cuidado, subí las escaleras hasta el piso superior y abrí la ventana del dormitorio, sin miedo a que esas cosas me vieran. Eso formaba parte del plan. Allí estaba, tranquilamente estacionada, una furgoneta de reparto de la empresa médica de Miguel. Sabía que en más de una ocasión se había quejado de que algún yonki había tratado de forzar las puertas en busca de Rohypnol o anfetaminas, pese a que el no distribuía ese tipo de medicamentos. Y también sabía que por eso le había instalado a las furgonetas un potente sistema de alarma (que de hecho, me había despertado más de una noche, al saltar accidentalmente). A ver que tal le sentaban a esas cosas unos bocinazos.
Agarré la Zabala con fuerza y le introduje dos cartuchos de postas en sus cañones superpuestos. Una vez hecho esto, apunté con calma hacia la furgoneta, mientras la multitud de engendros de debajo de la ventana seguía aporreando al puerta, ignorantes aún de mi presencia. Disparé. El estampido seco de la escopeta sonó como un cañonazo en el silencio de la mañana, mezclándose con el sonido de vidrios rotos de la ventanilla derecha de la furgoneta, que estalló en un millón de cristales al ser atravesada por las postas.
Al instante, la alarma del vehículo se disparó. Una serie de potentes toques de claxon y destellos de luz de los intermitentes acompañaba a una sirena estridente, constante. El efecto sobre la multitud de ahí abajo fue electrizante. La mayoría fueron hacia la furgoneta y rodeándola, empezaron a zarandearla, mientras unos pocos, al haber oído el disparo, habían localizado mi figura en la ventana y se agolpaban ahora debajo de la puerta, estirando sus brazos hacia mi, mientras se podía ver una llamarada de odio en sus ojos empañados.
Satisfecho, me dirigí raudo hacia el patio. No tenía mucho tiempo. Entre el disparo y la alarma, en pocos minutos todos engendros que estuviesen en un radio de dos kilómetros a la redonda estarían acercándose a esta zona. Esto se iba a convertir en un punto muy caliente. Trepé como un mono la cuerda del patio y bajé las escaleras por el otro. Al apoyarme en el tobillo maltrecho un ramalazo de dolor me subió por la pierna hasta los ojos. Por un instante lo vi todo blanco y estuve a punto de caerme. Joder. Tenía que darme prisa. Entré en mi casa y subí hasta el dormitorio superior para echar un breve vistazo.
Con un suspiro de alivio comprobé que el plan estaba dando resultado. Tres de los engendros de mi calle se dirigían, balanceándose y trastabillando hacia la boca de la calle principal, desde donde podrían acceder a la paralela en la cual la furgoneta no paraba de sonar, atrayendo a todos esos bichos como una luz a una mariposa. El restante había decidido de alguna manera que podría llegar antes atravesando el terraplén del fondo de la calle. Supongo que se acabaría cayendo, pero eso me daba igual. Lo tenía suficientemente lejos como para poder intentar llegar hasta mi coche con seguridad.
Sin aliento, llegué hasta el zaguán de entrada y me coloque la mochila en la espalda. Crucé la escopeta y el arpón sobre el pecho, junto con la bolsa pequeña y a continuación, de un par de golpes saqué los postes de madera que apuntalaban el portalón. Con cautela, asomé la cabeza. Campo libre. Por segunda vez en un mes, más o menos, me aventuraba a salir al exterior, solo que en esta ocasión era para emprender un viaje del que no sabía si podría sobrevivir.
Agarrando con una mano la cesta de Lúculo y con la otra la pistola, crucé a paso lento la calzada, dirigiéndome hacia mi coche. Llevaba las llaves colgando de la muñeca derecha. Haciendo un extraño, conseguí agarrarlas con un par de dedos y apretar el botón de apertura. Primer error. Con un audible pitido doble y con destellos de intermitentes mi coche se abrió, pero llamó suficientemente la atención de las cosas de ambos lados. Ahora se habían girado y avanzaban hacia mí. Mierda. El tiempo se agotaba y tenía que ser rápido. Abrí la puerta del conductor y arrojé en los asientos traseros la mochila. Por un acto reflejo, di la vuelta al coche, para abrir la puerta del copiloto y apoyar a Lúculo en su asiento, tal y como tengo por costumbre hacer.
Segundo error. Al girar en torno al coche vi a esa bestia. Era uno de ellos, un hombre de unos veintitantos años, con melena larga y perilla. Llevaba puesta una camiseta negra, horriblemente sucia y rasgada y le faltaban las dos piernas por debajo de las rodillas. Ni se me ocurre cómo pudo haberlas perdido. Estaba tirado en el suelo, justo detrás del coche. No sé cuándo había llegado hasta allí arrastrándose ni cuánto tiempo llevaba esperando, pero me lo encontré de sopetón. Asustado, di un paso atrás, pero no pude evitar que me cogiese uno de los tobillos (el bueno, gracias a Dios) y le clavase los dientes.
Fue todo muy rápido. Como estaba moviendo la pierna hacia atrás no fue capaz de hacer presa en el tobillo y además, el neopreno es una sustancia demasiado gruesa y flexible como para que un mordisco apresurado pueda atravesarlo. Sin embargo, dejó las marcas de sus dientes perfectamente visibles en el forro de tela que lo cubre. Con un asco supremo mezclado con terror en estado puro, arroje la cesta de Lúculo al suelo y agarré la pistola con las dos manos. Apuntando directamente a su cabeza, a menos de un metro, disparé.
No soy un tirador experto (de hecho, era la primera vez que hacía fuego con un arma corta), pero a esa distancia no podía fallar. Con el nerviosismo le disparé varias veces a la cabeza. Joder vaya espectáculo. Aún tiemblo de asco al recordarlo. No es como las películas, no se abre un pequeño agujerito, sino que un impacto de bala abre un boquete ENORME en una cabeza y cuajarones de sangre, restos de cerebro y astillas de hueso salpican a todas partes.
Temblando de la impresión, me apoyé en el coche, tratando de recuperar la respiración, pero el descanso tenía que ser necesariamente breve. Las otras cosas estaban a menos de treinta metros de distancia y se acercaban muy, muy rápido. Cogí la cesta de Lúculo del suelo, y la arrojé dentro del coche sin miramientos. El pobre maullaba desconsoladamente, asustado por la situación. Antes de meterme en el asiento del conductor apunté a las tres cosas que venían desde la entrada de la calle e hice fuego con la pistola. Tercer error. No tengo ni puta idea de disparar, y menos a más de treinta metros de distancia. Lo único que conseguí fue vaciar el cargador y montar aún más ruido. Bueno, eso era lo de menos. Con el barullo que estaba montando se me tenía que oír hasta en Vigo.
Arrojando la pistola vacía en el suelo del coche me metí en él a toda velocidad. Con un giro de la llave de contacto, el Astra encendió con un par de tosidos que me helaron la sangre. Llevaba muchos días sin encenderse y por un momento pensé que se iba a calar, dejándome auténticamente jodido. Afortunadamente, la maquinaria Opel es dura. Tosca, pero dura. Metiendo la primera empecé a avanzar hacia la boca de la calle. Con un par de giros de borracho evité a las tres cosas que se cruzaban en mi camino (he llevado unos cuantos juicios por atropello y sé lo que un cuerpo humano le puede hacer a las lunas y el chasis de un coche al impactar contra él), y salí a la calle principal. La visión era estremecedora. Una auténtica marea No-humana, centenares de esas cosas, avanzaban por la calzada desde el centro de la ciudad, atraídas por el ruido provocado.
Por el otro lado también avanzaban unas cuantas docenas de esas cosas, anhelantes de presas. Solo me quedaba una salida, un pequeño camino comarcal que se abría a unos veinte metros. Con un acelerón me metí por el y…
Estoy oyendo un ruido abajo. Mierda. Joder. Voy a ver qué es. Ya seguiré escribiendo luego.