Al salir de la habitación del niño y quedarse solo, Levin se acordó inmediatamente de ese pensamiento en el que había algo que no estaba claro.
En lugar de pasar al salón, de donde le llegaba un rumor de voces, se detuvo en la terraza y, acodado en la balaustrada, se quedó contemplando el cielo.
Había caído ya la noche, y en el sur, donde tenía perdida la mirada, no quedaba ya ni rastro de nubes. Ahora se amontonaban en el lado opuesto, donde aún se distinguía el fulgor de los relámpagos y se oía el retumbar lejano de los truenos. Levin prestaba oídos a las gotas de agua que caían cadenciosamente de los tilos sobre la hierba del jardín y contemplaba un conocido triángulo de estrellas, atravesado por una ramificación de la Vía Láctea. Cada vez que restallaba un relámpago, no sólo desaparecía la Vía Láctea, sino también las brillantes estrellas, pero, en cuanto el resplandor palidecía, volvían a aparecer en el mismo lugar, como arrojadas por una mano certera.
«Bueno, ¿qué es lo que me preocupa?», se preguntó, convencido de que encontraría en el fondo de su alma la solución de sus dudas, aunque aún no supiera cuál era.
«Sí, la única manifestación evidente e indudable de la divinidad es la ley del bien, que el mundo conoce gracias a la revelación y que yo siento dentro de mí. Al reconocerla, me uno, de grado o por fuerza, a otros hombres en una comunidad de creyentes que se conoce como Iglesia. ¿Y qué son los judíos, los musulmanes, los confucianos, los budistas?», se dijo, haciéndose otra vez esa pregunta que le había parecido peligrosa.
«¿Es posible que esos cientos de millones de personas desconozcan ese bien supremo sin el cual la vida carece de sentido? —Se quedó pensativo, pero inmediatamente se corrigió—. Pero ¿qué es lo que me pregunto? —se dijo—. Me pregunto por la relación que tienen con la divinidad los distintos credos de la humanidad. Me pregunto por la manifestación general de Dios a todo el universo, que incluye todas estas nebulosas. Pero ¿qué estoy haciendo? Ese conocimiento indudable, inaccesible para la razón, se me ha revelado a mí personalmente, a mi corazón, y yo me obstino en expresarlo por medio de palabras y reflexiones.
»¿Acaso desconozco que las estrellas no se mueven? —se preguntó, mirando un brillante planeta que había cambiado ya de posición con respecto a la rama más alta de un abedul—. Pero, al mirar el movimiento de las estrellas, no puedo imaginarme la rotación, así que tengo razón cuando digo que las estrellas se mueven.
»¿Acaso los astrónomos habrían sido capaces de comprender y calcular algo si hubieran tomado en consideración los complejos y variados movimientos de la Tierra? Todas sus sorprendentes conclusiones sobre las distancias, los pesos, los movimientos y las revoluciones de los cuerpos celestes se basan únicamente en el movimiento aparente de los astros alrededor de una Tierra inmóvil, en el movimiento que observo en estos instantes, el mismo que han contemplado millones de personas durante siglos, que siempre será idéntico y siempre podrá verificarse. Y, de la misma manera que las conclusiones de los astrónomos serían vanas y tambaleantes si no se basaran en observaciones del cielo visible en relación con el mismo meridiano y el mismo horizonte, también serían vanas y tambaleantes mis conclusiones si no se basaran en esa comprensión del bien que siempre ha sido y siempre será igual para todos, que me ha sido revelada por el cristianismo y que siempre puede verificarse en mi alma. Así pues, la cuestión de las otras creencias y de su relación con la divinidad no podré resolverla nunca, entre otras cosas porque no tengo derecho a hacerlo».
—Pero ¿sigues ahí? —dijo de pronto Kitty, que se dirigía al salón por el mismo camino—. ¿Te pasa algo? —añadió, examinando atentamente su rostro a la luz de las estrellas.
En cualquier caso, no habría podido verlo bien si un nuevo relámpago, que ocultó las estrellas, no lo hubiera iluminado. Cuando comprobó, gracias a esa luz, que su expresión era serena y alegre, sonrió.
«Me entiende —pensó Levin—. Sabe lo que estoy pensando. ¿Se lo digo o no? Sí, voy a decírselo».
Pero en el momento en que se disponía a hacerlo, Kitty se puso a hablar.
—¡Oye, Kostia, hazme un favor! Vete a la habitación que hemos preparado para Serguéi Ivánovich y mira a ver si está todo en orden. A mí me da vergüenza ir. Y asegúrate de que le han puesto el lavabo nuevo.
—Vale, lo haré sin falta —replicó Levin, incorporándose y besándola.
«No, más vale que no le diga nada —pensó, cuando Kitty pasó por delante—. Es un secreto importante y necesario sólo para mí, y no puede expresarse en palabras.
»Ese sentimiento nuevo no me ha cambiado ni me ha hecho feliz ni me ha iluminado de pronto, como soñaba, lo mismo que me ha pasado con mi hijo. Tampoco en ese caso ha habido ninguna sorpresa. Yo no sé si a esto se le puede llamar fe o no, pero ese sentimiento ha penetrado de manera imperceptible en mi alma con los sufrimientos y ha arraigado con firmeza.
»Seguiré enfadándome con el cochero Iván, seguiré discutiendo, seguiré exponiendo mis ideas sin venir a cuento, seguirá existiendo un muro entre el santuario de mi alma y los demás, incluida mi mujer; seguiré culpándola de mis propios miedos y arrepintiéndome; seguiré sin comprender con la razón por qué rezo, sin por ello dejar de hacerlo. Pero ahora mi vida, toda mi vida, desde el primero al último de sus minutos, independientemente de lo que pueda sucederme, no sólo no carecerá de sentido, como antes, sino que tendrá el sentido indiscutible del bien, al que seré capaz de conformar todos mis actos».