—¿Sabes, Kostia, con quién ha coincidido Serguéi Ivánovich en el tren? —preguntó Dolly, después de repartir los pepinillos y la miel entre los niños—. ¡Con Vronski! Se va a Serbia.
—¡Y además se lleva un escuadrón que paga de su propio bolsillo! —intervino Katavásov.
—Muy propio de él —dijo Levin—. ¿Es que siguen marchándose voluntarios? —añadió, mirando a Serguéi Ivánovich.
Éste no le contestó porque en esos momentos, armado de un cuchillo romo, estaba intentando sacar cuidadosamente de la taza, en la que había un pedazo de panal, una abeja aún viva que se había quedado pegada a la miel líquida.
—¡Ya lo creo! ¡Tendría que haber visto usted cómo estaba ayer la estación! —exclamó Katavásov, mordiendo ruidosamente un pepinillo.
—¿Y cómo hay que entender esto? Por el amor de Dios, Serguéi Ivánovich, explíqueme usted adonde van todos esos voluntarios y contra quién combaten —preguntó el viejo príncipe, con el deseo evidente de prolongar una conversación iniciada en ausencia de Levin.
—Contra los turcos —respondió Serguéi Ivánovich, sonriendo tranquilamente, después de liberar a la abeja, negra de miel, que agitaba las patas con impotencia, y de depositarla con el cuchillo en una fuerte hoja de álamo.
—Pero ¿quién les ha declarado la guerra a los turcos? ¿Iván Ivánovich Ragózov y la condesa Lidia Ivánovna en compañía de la señora Stahl?
—Nadie les ha declarado la guerra, pero la gente se compadece de los padecimientos de su prójimo y desea ayudarlo —dijo Serguéi Ivánovich.
—Pero el príncipe no se refiere a la ayuda —intervino Levin, tomando partido por su suegro—, sino a la guerra. Lo que dice el príncipe es que unos particulares no pueden participar en una guerra sin el permiso del gobierno.
—¡Mira, Kostia, una abeja! ¡Seguro que nos pica! —exclamó Dolly, espantando una avispa.
—No es una abeja, sino una avispa —dijo Levin.
—Bueno, vamos a ver, ¿cuál es su teoría? —preguntó Katavásov a Levin con una sonrisa, deseando enzarzarle en una discusión—. ¿Por qué unos particulares no tienen derecho a ir a la guerra?
—Mi teoría es la siguiente: por un lado, la guerra es algo tan bestial, cruel y horrible que ningún ser humano, no digo ya un cristiano, puede asumir la responsabilidad de iniciarla. Es algo que compete al gobierno, que está para eso y que a veces se ve abocado a tomar decisiones así. Por otro lado, tanto la ciencia como el sentido común nos dicen que en los asuntos de Estado, sobre todo cuando se trata de una guerra, los ciudadanos renuncian a su voluntad personal.
Serguéi Ivánovich y Katavásov, que parecían tener los argumentos preparados, se pusieron a hablar al mismo tiempo.
—Pero puede darse el caso, mi querido amigo, de que el gobierno no cumpla la voluntad de los ciudadanos. Entonces la sociedad declara lo que quiere —dijo Katavásov.
Era evidente que Serguéi Ivánovich no apoyaba tal opinión porque, al oír las palabras de Katavásov, frunció el ceño y a continuación expuso un argumento distinto:
—Te equivocas al plantear la cuestión de ese modo. Aquí no se trata de una declaración de guerra, sino de una expresión de sentimientos cristianos y humanitarios. Están matando a nuestros hermanos de sangre y de religión. Supongamos que no fueran hermanos nuestros ni correligionarios, sino simplemente niños, mujeres y ancianos. Se produce un sentimiento de indignación, y el pueblo ruso se dispone a poner fin a esos horrores. Imagínate que fueras por la calle y vieras a un borracho golpeando a una mujer o a un niño. Creo que no te pararías a preguntar si se le había declarado o no la guerra a ese hombre, sino que te abalanzarías sobre él para defender a la víctima.
—Pero no lo mataría —dijo Levin.
—Sí que lo matarías.
—No lo sé. Si viera una cosa así, es posible que me dejara llevar por un sentimiento repentino, pero no puedo decirlo de antemano. En cualquier caso, en lo que respecta a la opresión de los eslavos, no existe ni puede existir ese sentimiento repentino.
—Puede que no exista para ti, pero sí para los demás —replicó Serguéi Ivánovich, frunciendo el ceño con aire descontento—. En el pueblo están vivas las leyendas sobre los ortodoxos que sufren bajo el yugo de los «infieles agarenos». El pueblo se ha enterado de los sufrimientos de sus hermanos y ha dejado oír su voz.
—Puede ser —dijo Levin evasivamente—, pero yo no lo veo. Yo también soy pueblo y no siento eso.
—Yo tampoco —dijo el príncipe—. Durante mi estancia en el extranjero, leía periódicos, y, debo reconocer que, antes de que se produjeran las atrocidades de Bulgaria, no podía entender de ninguna de las maneras por qué a los rusos les había entrado ese amor tan repentino por sus hermanos eslavos, cuando yo no lo sentía. Sufría mucho, pensaba que era un monstruo o que las aguas de Carlsbad habían tenido un efecto perjudicial en mi organismo. Pero, al volver a Rusia, me tranquilicé, porque vi que muchas otras personas se interesaban sólo por Rusia, no por sus hermanos eslavos. Por ejemplo, Konstantín.
—Las opiniones personales no significan nada en este caso —dijo Serguéi Ivánovich—. Las opiniones personales no cuentan cuando toda Rusia, el pueblo, ha declarado su voluntad.
—Pero perdóneme. Yo no lo veo así. El pueblo no tiene la menor idea —dijo el príncipe.
—Pero, papá… ¿cómo puedes decir eso? ¿Y el domingo en la iglesia? —preguntó Dolly, que había seguido la conversación—. Haz el favor de darme una toalla —le dijo al viejo, que contemplaba a los niños con una sonrisa—. No puede ser que todos…
—¿Y qué es lo que pasó el domingo en la iglesia? Al sacerdote le ordenaron que leyera un papel. Y él lo hizo. Pero los feligreses no entendieron nada y suspiraron, como hacen siempre que escuchan un sermón —prosiguió el príncipe—. Luego les dijeron que estaban recaudando fondos para una causa piadosa, y entonces ellos sacaron su kopek y lo dieron. Pero ni ellos mismos saben por qué lo hicieron.
—¿Cómo no va a saberlo el pueblo? El pueblo siempre tiene conciencia de su propio destino, y eso es algo que en momentos como el presente se pone de manifiesto con mayor claridad —dijo Serguéi Ivánovich, mirando al viejo apicultor.
El apuesto anciano, de barba negra y entrecana y espesos cabellos plateados, de pie con un tarro de miel en la mano, miraba a los señores con expresión afectuosa y serena, sin entender nada de lo que decían y sin manifestar el menor deseo de entenderlos.
—Así es —dijo, moviendo la cabeza con aire significativo cuando oyó las palabras de Serguéi Ivánovich.
—Pregúntele. Ya verá cómo no sabe nada ni tiene el menor interés —dijo Levin, y añadió, dirigiéndose al viejo—. ¿Has oído hablar de la guerra, Mijáilich? ¿Oíste lo que leyeron en la iglesia? ¿Qué opinas tú? ¿Debemos luchar para defender a los cristianos?
—¿Y qué vamos a opinar nosotros? El emperador Alejandro piensa por nosotros. Ya se encargará él de resolver estas cosas. Él lo ve todo mejor… ¿Quiere que traiga más pan? ¿Le doy más al niño? —le preguntó a Daria Aleksándrovna, señalando a Grisha, que estaba acabando de comer la corteza.
—No necesito preguntar —dijo Serguéi Ivánovich—. Hemos visto y seguimos viendo a cientos y cientos de personas que lo dejan todo para servir a una causa justa; acuden de todos los rincones de Rusia y expresan de forma clara y precisa su opinión y su objetivo. Contribuyen con unos céntimos o parten ellos mismos, diciendo sin ambages por qué lo hacen. ¿Qué significa eso?
—Significa, en mi opinión —replicó Levin, que empezaba a acalorarse—, que en un país de ochenta millones de habitantes siempre habrá no cientos, como ahora, sino decenas de miles de personas que han perdido su posición social, gente temeraria, dispuesta a cualquier cosa, ya sea unirse a la banda de Pugachov o marchar a Jivá[10] o a Serbia…
—¡Te digo que no son cientos de individuos ni gente temeraria, sino los mejores representantes del pueblo! —exclamó Serguéi Ivánovich, tan alterado como si estuviera defendiendo sus últimos recursos—. ¿Y qué me dices de los donativos? Así expresa el pueblo su voluntad.
—La palabra «pueblo» es muy imprecisa —dijo Levin—. Puede que los escribanos provinciales, los profesores y tal vez uno de cada mil campesinos sepan lo que quiere decir. Los ochenta millones restantes, como Mijáilich, no sólo no manifiestan su voluntad, sino que ni siquiera tienen la menor idea de sobre qué deberían expresarla. Así pues, ¿qué derecho tenemos a decir que tal es la voluntad del pueblo?