Al volver la vista al rebaño que tenía enfrente, distinguió su tartana, tirada por Voroni, y también a su cochero, que se había acercado al rebaño para decirle algo al pastor. No tardó en oír, ya cerca de donde él estaba, el ruido de las ruedas y los resoplidos del magnífico caballo, pero estaba tan absorto en sus reflexiones que ni siquiera se le ocurrió pensar para qué iría a buscarle el cochero.
Sólo se lo preguntó cuando éste, ya casi a su altura, lo llamó:
—Me envía la señora. Ha llegado su hermano acompañado de un señor.
Levin subió a la tartana y cogió las riendas.
Como si acabara de despertarse de un sueño profundo, tardó en hacerse cargo de la situación. Miraba el magnífico caballo, que tenía cubiertas de espuma las ancas y la parte del cuello que rozaban las riendas; examinaba al cochero Iván, que iba sentado a su lado, y se acordaba de que estaba esperando la llegada de su hermano, de que su mujer probablemente estaba intranquila por su larga ausencia, y trataba de adivinar quién sería el invitado que había venido. Y tanto su hermano, como su mujer y el invitado desconocido se le presentaban ahora bajo un aspecto distinto. Tenía la impresión de que a partir de ese momento sus relaciones con los demás serían diferentes.
«Con mi hermano desaparecerá la distancia que siempre ha habido entre nosotros. Dejaremos de discutir. No volveré a reñir con Kitty. Y con el invitado, sea quien sea, seré afable y bueno. También con los criados y con Iván me portaré de otra manera».
Mientras frenaba con las tensas riendas al excelente caballo, que resoplaba con impaciencia, como si reclamara que le dejaran correr más deprisa, Levin contemplaba a Iván, que, no sabiendo qué hacer con sus manos desocupadas, no paraba de apretarse la camisa, hinchada por el viento, y buscaba un pretexto para entablar conversación. Estuvo a punto de decirle que no debía apretar tanto la cincha, pero habría parecido un reproche, y él deseaba decirle algo amable. Pero no le venía a la cabeza ninguna otra cosa.
—Haga el favor de ir por la derecha, señor. Ahí hay un tocón —dijo el cochero, tirando de las riendas.
—¡Te ruego que no me toques ni me des lecciones! —exclamó Levin, irritado por la intervención del cochero.
Sus palabras le habían enfadado, como de costumbre. Entonces se dio cuenta con pesar de lo equivocado que estaba al suponer que su estado de ánimo pudiera cambiar de inmediato su relación con la realidad.
Un cuarto de versta antes de llegar a la casa, vio a Grisha y a Tania, que corrían a su encuentro.
—¡Tío Kostia! Por ahí viene mamá con el abuelo, Serguéi Ivánovich y un invitado —le dijeron, subiéndose en la tartana.
—¿Quién es?
—Un señor que da mucho miedo. No para de hacer así con los brazos —dijo Tania, poniéndose en pie e imitando a Katavásov.
—Pero ¿es joven o viejo? —preguntó Levin entre risas, pues los gestos de Tania le recordaban a alguien.
«¡Ah, con tal de que no sea una persona desagradable!», pensó.
En cuanto doblaron un recodo del camino y vieron al grupo que venía a su encuentro, reconoció a Katavásov, que llevaba un sombrero de paja y hacía esos movimientos con los brazos al andar que Tania había imitado tan bien.
A Katavásov le gustaba mucho hablar de filosofía, aunque sus nociones sobre el particular se basaban en las opiniones de los naturalistas, que nunca se han ocupado en serio de esa cuestión. En los últimos tiempos de su estancia en Moscú Levin había discutido mucho con él.
Lo primero que le vino a la cabeza cuando le vio fue una conversación en la que Katavásov creía haber quedado por encima.
«No discutiré ni expondré mis opiniones de manera irreflexiva por nada del mundo», pensó.
Después de apearse de la tartana y de saludar a su hermano y a Katavásov, Levin preguntó por su mujer.
—Se ha ido con Mitia a Kolok —era un bosque cercano a la casa— porque en casa hace mucho calor —respondió Dolly.
Levin siempre había desaconsejado a su mujer que llevara al niño al bosque, pues lo consideraba peligroso, de manera que la noticia le disgustó.
—Va con él de un lado para otro —dijo el príncipe sonriendo—. Le he aconsejado que lo lleve a la nevera.
—Quería ir luego al colmenar. Pensaba que tú estabas allí. Es a donde nos dirigimos nosotros —dijo Dolly.
—Bueno, ¿y qué haces ahora? —le preguntó Serguéi Ivánovich, que se había separado de los demás para unirse a su hermano.
—Nada de particular. Me ocupo de las labores de la hacienda, como siempre —respondió Levin—. ¿Vas a quedarte muchos días? Hace tiempo que te esperábamos.
—Un par de semanas. Tengo mucho que hacer en Moscú.
Al pronunciar estas palabras, los ojos de los dos hermanos se encontraron, y Levin, a pesar de su deseo, especialmente intenso en esos momentos, de tener unas relaciones amistosas y, sobre todo, sencillas con su hermano, se dio cuenta de que se sentía incómodo mirándolo. Bajó la vista sin saber qué decir.
Buscando temas de conversación que pudieran agradar a Serguéi Ivánovich y lo distrajeran de la guerra en Serbia y de la cuestión eslava, a las que había aludido al mencionar sus ocupaciones de Moscú, Levin se refirió a su libro.
—¿Ha salido alguna reseña de tu libro? —preguntó.
Serguéi Ivánovich sonrió al oír esa pregunta tan premeditada.
—Nadie se ha interesado por él, y yo menos aún —dijo—. Mire, Daria Aleksándrovna, va a llover —añadió, señalando con el paraguas unas nubecillas blancas que habían aparecido sobre las copas de los álamos.
Y bastaron esas palabras para que entre los dos hermanos se restablecieran esas relaciones no hostiles, pero sí frías, que Levin quería evitar a toda costa.
Levin se acercó a Katavásov.
—Ha hecho usted muy bien decidiéndose a venir —le dijo.
—Hace tiempo que lo tenía pensado. Ahora podremos discutir con calma. ¿Ha leído usted a Spencer?
—No lo he terminado —respondió Levin—. En cualquier caso, ya no lo necesito.
—¿Por qué? Es muy interesante.
—Lo que quiero decir es que me he convencido de una vez por todas de que la solución a las cuestiones que me interesan no la encontraré en ese libro ni en otros semejantes. Ahora…
Pero de pronto se quedó sorprendido de la expresión de calma y serenidad que se reflejaba en el rostro de Katavásov y decidió no iniciar una conversación que, además de quebrantar el propósito que se había hecho, destruiría su estado de ánimo, algo que lamentaría en el alma.
—Bueno, ya hablaremos más tarde —dijo por fin—. Si quieren ir ustedes al colmenar, es mejor que vayamos por ese sendero —añadió, dirigiéndose a los demás.
Se internaron por un sendero angosto que les llevó a un prado sin segar, cubierto por un lado de pensamientos de colores brillantes, entreverados de altos arbustos verdinegros de eléboro. Levin instaló a sus invitados en unos bancos y troncos colocados allí para los visitantes que tenían miedo de las abejas, a la sombra densa y fresca de los álamos, mientras él se dirigía a la cabaña en busca de pan, pepinos y miel fresca para los mayores y los pequeños.
Tratando de no hacer movimientos bruscos y prestando oídos a las abejas cada vez más numerosas que volaban a su lado, siguió el sendero hasta llegar a la isba. A punto de llegar a la puerta, una abeja empezó a zumbar, porque se le había enredado en la barba, pero la liberó con mucho cuidado. Al entrar en el sombrío zaguán, cogió una red que estaba colgada de la pared, se la puso y, metiéndose las manos en los bolsillos, entró en el recinto cerrado del colmenar, donde, dispuestas en filas regulares unidas a los palos con estacas de tilo, en medio de un campo segado, se alzaban las viejas colmenas, cada una con su propia historia, que él conocía bien, y a lo largo de la cerca se veían las nuevas, instaladas ese mismo año. Delante de la entrada de las colmenas nubes de abejas y zánganos revoloteaban y se arremolinaban en un mismo lugar, y entre ellos pasaban las obreras, volando siempre en la misma dirección, hacia los tilos floridos del bosque, de donde regresaban a la colmena con su botín.
Y en los oídos de Levin resonaban sin parar los sonidos más diversos, tan pronto el zumbido de una obrera ocupada en su labor, que pasaba volando rápidamente, como el trompeteo de un zángano ocioso o el aleteo de unas centinelas alarmadas, que defendían sus bienes del enemigo, dispuestas a picar. El anciano estaba cepillando un aro al otro lado de la cerca y no había visto a Levin. Éste se detuvo en medio del colmenar y no le llamó.
Se alegraba de poder pasar un rato solo, para poder recobrarse del choque con la realidad, que en apenas un momento había conseguido rebajar su euforia.
Se acordó de que ya había tenido tiempo de enfadarse con Iván, de mostrarse seco con su hermano y de hablar con ligereza a Katavásov.
«¿Es posible que no haya sido más que un estado de ánimo fugaz, que pasa sin dejar huella?», se preguntó.
Pero en ese mismo instante recuperó su disposición de antes y sintió con alegría que en su interior se había producido algo nuevo e importante. La realidad sólo había velado temporalmente la paz espiritual que había alcanzado, pero ésta seguía intacta en su corazón.
De la misma manera que las abejas que en esos momentos revoloteaban a su alrededor, amenazándolo y distrayéndolo, le impedían gozar de una calma física completa, obligándole a encogerse para esquivarlas, las preocupaciones que le habían rodeado desde el instante en que se subió a la tartana le habían privado de la serenidad interior; pero la situación sólo se había prolongado mientras había tenido que hacerles frente. Igual que sus fuerzas físicas no habían sufrido merma alguna, a pesar de las abejas, seguía conservando íntegra la fuerza espiritual, de la que sólo ahora había tomado conciencia.