Y Levin se acordó de una escena reciente entre Dolly y los niños. Éstos, al quedarse solos, se habían puesto a cocer frambuesas al calor de una vela y a beber leche a chorros. Cuando la madre los sorprendió, se puso a explicarles, en presencia de Levin, cuánto trabajo costaba a los mayores obtener lo que ellos destruían, y añadió que todo ese trabajo se hacía por ellos, que si rompían las tazas, no tendrían dónde tomar el té y que si derramaban la leche, se quedarían sin nada que comer y se morirían de hambre.
Levin se sorprendió de la serena e indiferente incredulidad con que los niños escucharon las palabras de su madre. Lo único que les apenaba era que hubiese puesto fin a su divertido juego, y no creían nada de lo que les decía. Y no la creían porque no podían imaginarse el verdadero valor de las cosas que disfrutaban y, por tanto, no podían entender que estaban destruyendo sus propios medios de subsistencia.
«Todo eso es de lo más normal —pensaban—, pero carece de interés y de importancia, porque siempre ha sido así. Es siempre la misma cosa. Ni siquiera es necesario pensar en ello, pues es algo que nos viene dado. Y nosotros queremos inventar algo propio, algo nuevo. Por eso se nos ocurrió poner las frambuesas en una taza y cocerlas al calor de una vela, así como beber la leche a chorros. Es algo divertido y nuevo, y en ningún caso peor que beber en la taza.
»¿Acaso no es lo mismo que hacemos nosotros, lo mismo que hago yo cuando trato de servirme de la razón para descubrir el significado de las fuerzas de la naturaleza y el sentido de la vida humana?», siguió pensando Levin.
«¿Y acaso no es lo mismo que hacen todas las teorías filosóficas cuando tratan de llevar al hombre por el camino del pensamiento, un camino extraño y que le resulta ajeno, al conocimiento de algo que sabe desde hace tiempo, y además con tanta seguridad que sin eso no podría vivir? ¿No se advierte con toda claridad en el desarrollo de la teoría de cualquier filósofo que conoce de antemano, y de manera tan certera como el campesino Fiódor, en ningún caso con mayor claridad, el sentido principal de la vida y que sólo busca volver, por el incierto camino de la inteligencia, a lo que todos conocemos?
»Supongamos que se dejara a los niños arreglárselas solos, fabricar sus propios platos, ordeñar a las vacas, etcétera. ¿Harían travesuras? Se morirían de hambre. ¡Pues que prueben a dejarnos solos a nosotros con nuestras pasiones y nuestros pensamientos, sin el concepto de un Dios único y creador! O sin el concepto de lo que es el bien, sin ninguna explicación de lo que es moralmente malo.
»¡Tratad de construir algo sin esos conceptos!
»No hacemos más que destruir, porque estamos espiritualmente saciados. ¡Igual que los niños!
»¿De dónde me viene ese conocimiento gozoso, común con el del campesino, que me proporciona esa tranquilidad de espíritu? ¿De dónde lo he sacado?
»Después de haber sido educado en la idea de Dios, en los valores cristianos, después de haber llenado toda mi vida con los bienes espirituales que me concedió el cristianismo, rebosando de ellos, viviendo por ellos, los destruyo sin entenderlos, lo mismo que esos niños; es decir, quiero destruir aquello por lo que vivo. Y en cuanto llega un momento importante de mi vida, como los niños cuando tienen hambre y frío, me dirijo a Él, y, aún menos que los niños, a quienes su madre reprende por sus travesuras infantiles, siento que mis infantiles tentativas de salirme con la mía no se me tendrán en cuenta.
»Porque lo que sé no me lo ha revelado la razón, sino que se me ha dado, se me ha revelado; lo sé gracias al corazón y a las enseñanzas esenciales de la Iglesia.
»¿La Iglesia? ¡La Iglesia!», repitió Levin para sus adentros, y, volviéndose del lado contrario y apoyándose en un brazo, se puso a contemplar en lontananza un rebaño que bajaba por la otra orilla del río.
«Pero ¿puedo creer en todo lo que enseña la Iglesia? —pensó, sacando a colación, como si quisiera ponerse a prueba, todos los argumentos que podían destruir la serenidad que había alcanzado. Se puso a recordar a propósito las doctrinas de la Iglesia que siempre le habían parecido extrañas y habían minado su fe—. ¿La creación? ¿Y cómo me explicaba yo la existencia? ¿Por la existencia misma? ¿Como algo que surge de la nada? ¿Y el diablo y el pecado? ¿Y cómo me explicaba el mal?… ¿El Redentor?
»Pero el caso es que no sé nada ni puedo saber nada, más allá de lo que les ha sido revelado a todos».
Ahora le parecía que ninguna de las doctrinas de la Iglesia destruía lo principal: la fe en Dios y en el bien como única misión del hombre.
Cada dogma de la Iglesia podía sustituirse por el propósito de vivir para la verdad y no para uno mismo. Y no sólo no había ninguna creencia que perjudicara esta aspiración, sino que todas ellas eran indispensables para que se cumpliera el milagro esencial que continuamente se verificaba en la tierra: a saber, que millones de personas de todo género y condición, sabios y necios, niños y ancianos, lo mismo los campesinos que Lvov y Kitty, lo mismo los reyes que los mendigos, aceptaran una misma cosa como incuestionable y abrazaran esa vida espiritual que era la única por la que merecía la pena vivir, la única que tenía algún valor.
Tumbado de espaldas, contemplaba ahora el cielo alto y despejado. «¿Acaso no sé que es el espacio infinito y no una bóveda? Pero, por más que entorne los ojos y aguce la vista, no puedo dejar de verlo redondo y limitado, y, a pesar de mis conocimientos del espacio infinito, tengo razón cuando me imagino una bóveda azul sólida, mucha más razón que cuando me esfuerzo por ver más allá».
Levin había dejado de pensar, y sólo prestaba oídos a unas voces misteriosas que hablaban entre sí, tan pronto alegres como preocupadas.
«¿Será eso la fe? —se dijo, sin atreverse a creer en su felicidad—. ¡Gracias, Dios mío!», profirió, ahogando los sollozos que le subían a la garganta y enjugándose con ambas manos las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.