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Cuando Levin pensaba qué era y para qué vivía, no hallaba respuesta y se desesperaba; pero, cuando dejaba de preguntárselo, creía saberlo, porque vivía y actuaba con firmeza y resolución. Y en los últimos tiempos esa firmeza y esa resolución habían aumentado.

Después de regresar al campo a principios de junio, reanudó sus ocupaciones habituales. Las labores agrícolas, el trato con los campesinos y los vecinos, la administración de la casa, los asuntos de su hermana y de su hermano, que ambos le habían confiado, las relaciones con su mujer y sus parientes, el cuidado de su hijo y la cría de abejas, por la que se había interesado mucho esa primavera, absorbían todo su tiempo.

No se ocupaba de tales actividades porque las justificase en nombre de unos principios generales, como había hecho antes. Al contrario: desilusionado, por una parte, del fracaso de sus empresas anteriores en favor del bien común; y, obsesionado, por otra, con sus pensamientos y con las tareas que se acumulaban por todas partes, había abandonado completamente cualquier consideración sobre el particular. Se ocupaba de esas actividades simplemente porque le parecía que debía hacerlo, que no le quedaba otra salida.

Antes (era un proceso que se había iniciado en la infancia y había ido desarrollándose hasta que alcanzó la plena madurez), la idea de hacer algo que fuera útil a todos, a la humanidad, a Rusia, a la provincia, a la aldea, le llenaba de alegría; pero la actividad misma le parecía siempre incoherente y no tenía la plena seguridad de que fuera imprescindible. En suma, esa misma actividad que al principio le había parecido tan grande iba empequeñeciéndose cada vez más hasta acabar en nada. Ahora, después de casarse, cuando había ido limitándose hasta ocuparse sólo de aquellas que servían a sus propios intereses, estaba convencido de que su obra era indispensable y veía que marchaba mucho mejor que antes y que sus proporciones eran cada vez más grandes, aunque ya no se alegraba al pensar en sus tareas.

Ahora, casi en contra de su voluntad, se hundía cada vez más en la tierra, como un arado, y no podía salir de allí sin trazar un surco.

Era indudable que su familia debía vivir como lo habían hecho sus padres y sus abuelos, es decir, en el mismo nivel de instrucción y educando a los hijos del mismo modo. Era algo tan necesario como comer cuando se tiene hambre. Así, igual que era necesario preparar la comida, debía llevarse la máquina económica de Pokróvskoie de manera que rindiera beneficios. Y, del mismo modo que estaba obligado a pagar sus deudas, era preciso mantener el patrimonio, para que cuando su hijo lo recibiera en herencia le diera las gracias, igual que Levin se las había dado al abuelo por todo lo que había construido y plantado. Por eso no había que arrendar las tierras, sino cultivarlas uno mismo, tener ganado, abonar los campos y plantar bosques.

No podía desentenderse de los asuntos de Serguéi Ivánovich y de su hermana, ni de todos los campesinos que habían adquirido la costumbre de consultarle, como no se puede soltar a una criatura que se tiene en brazos. Tenía que cuidar de su mujer y del niño, y también de su cuñada y de sus hijos, y pasar al menos una parte del día con ellos.

Todo eso, unido a las partidas de caza y su nuevo interés por la apicultura, llenaba la vida de Levin, que tan carente de sentido le parecía cuando se ponía a pensar en ella.

Pero, además de que sabía perfectamente lo que debía hacer, también sabía cómo debía hacerlo y qué tareas había que anteponer.

Sabía que debía contratar braceros al precio más barato posible, pero que no debía esclavizarlos pagándoles por adelantado menos dinero del que merecían, aunque resultara muy ventajoso. Podía venderse paja a los campesinos en épocas de carestía, por mucha compasión que inspirasen. Pero había que eliminar las posadas y tabernas, aunque produjeran beneficios. Había que castigar con la mayor severidad posible la tala de árboles, pero no se debía multar a los campesinos cuando dejaban entrar al ganado en sus pastos. Y, aunque los guardas se disgustasen y los campesinos perdieran el temor, no había más remedio que devolver el ganado a sus propietarios.

Tenía que prestar dinero a Piotr para que dejara de abonar un diez por ciento al mes a un usurero, pero no se podía condonar ni aplazar el pago del arriendo a los campesinos que no habían satisfecho la contribución. No se le podía perdonar al administrador que no hubiera mandado segar un prado pequeño, con lo que la hierba se había echado a perder, pero no debían segarse las ochenta hectáreas en las que se había plantado un bosque joven. No se podía permitir que un bracero, en plena faena, se fuera a su casa porque había muerto su padre, por mucha compasión que inspirase, y no había más remedio que dejar de pagarle el jornal durante esos importantes meses en los que había estado ausente; pero no se podía dejar de pagar la mensualidad a los viejos criados, aunque ya no sirviesen para nada.

Levin también sabía que, al regresar a casa, lo primero que tenía que hacer era ir a ver a su mujer, que no estaba bien de salud. Los campesinos que llevaban aguardándolo ya tres horas podían esperar un poco más. También sabía que, a pesar del placer que le procuraba introducir un enjambre en la colmena, debía dejar esa tarea a un viejecito para atender a los campesinos que habían ido a buscarle al colmenar.

No sabía si actuaba bien o mal, y no sólo no deseaba averiguarlo, sino que evitaba cualquier conversación o consideración al respecto.

Los razonamientos le hacían dudar y le impedían ver lo que debía y no debía hacer. Cuando dejaba de pensar y se limitaba a vivir, sentía constantemente en su interior la presencia de un juez infalible que, cuando se presentaban dos alternativas, elegía cuál era la mejor y cuál la peor. Y, siempre que tomaba una decisión equivocada, se daba cuenta en seguida.

Así vivía, sin saber qué era ni para qué estaba en el mundo, y sin contemplar la posibilidad de saberlo algún día. Esta ignorancia le atormentaba tanto que temía acabar suicidándose. Pero, al mismo tiempo, seguía con firmeza y determinación su propio camino en la vida.