VII

Agafia Mijáilovna salió de puntillas. El aya corrió las cortinas, sacudió el velo de muselina que cubría la cuna para protegerla de las moscas, echó a un moscardón que zumbaba en la ventana y se sentó, abanicando a la madre y al niño con una rama seca de abedul.

—¡Ah, qué calor hace! ¡Qué calor! Ojalá nos mandara Dios un poco de lluvia —exclamó.

—Sí, sí. Chis… —se limitó a responder Kitty, meciéndose suavemente y apretando con ternura el rollizo bracito, como apretado por un hilo a la altura de la muñeca, que Mitia agitaba débilmente, tan pronto abriendo como cerrando los ojos. Ese bracito tentaba a Kitty: le habría gustado cubrirlo de besos, pero no se atrevía a hacerlo por temor a despertar al niño. Por fin, el bracito dejó de moverse y los ojos se cerraron. Sólo de vez en cuando, mientras seguía mamando, alzaba sus largas pestañas curvas y miraba a su madre con sus ojos húmedos, que en esa semipenumbra parecían negros. El aya dejó de abanicarlos y se quedó traspuesta. Desde la planta de arriba llegaba la voz tonante del viejo príncipe y las carcajadas de Katavásov.

«Por lo visto, han entablado conversación sin necesidad de que yo esté presente —pensó Kitty—. De todas formas, es una pena que no esté Kostia. Probablemente ha vuelto a pasarse por las colmenas. Aunque me apena que vaya allí tan a menudo, reconozco que le viene bien. Así se distrae. Ahora lo noto más alegre y de mejor humor que en primavera. Estaba tan desanimado y se atormentaba tanto que empecé a preocuparme por él».

—¡Y qué gracioso es! —murmuró con una sonrisa.

Sabía qué era lo que atormentaba a su marido: su falta de fe. Si le hubieran preguntado si creía que su marido se condenaría en la otra vida por su incredulidad, habría respondido que sí, pero de todos modos esa incredulidad no la hacía desdichada. Aunque reconocía que no podía haber salvación para los no creyentes y aunque amaba a su marido más que a nadie en el mundo, no podía dejar de sonreír cuando pensaba en su incredulidad y se decía que era gracioso.

«¿Para qué se habrá pasado todo el año leyendo esos libros de filosofía? —se preguntaba—. Si en esos libros se aclaran todas esas cosas, lo entenderá. Pero, si lo que dicen es mentira, ¿para qué molestarse en leerlos? Él mismo dice que le gustaría creer. Entonces, ¿por qué no cree? Seguramente porque piensa demasiado. Y piensa demasiado por culpa de la soledad. Está todo el tiempo solo. Y estas cosas no puede hablarlas con nosotros. Seguro que se alegra de la llegada de su hermano y de Katavásov, sobre todo de este último. Le gusta discutir con él —pensó, y acto seguido se preguntó dónde sería mejor que durmiera Katavásov, con Serguéi Ivánovich o en otra habitación. Y se le pasó por la cabeza una idea que le hizo estremecerse de inquietud e incluso sobresaltó a Mitia, que la miró con aire severo—. Temo que la lavandera aún no haya traído la ropa blanca y que le pongan a los invitados sábanas usadas. Si no doy las órdenes oportunas, Agafia Mijáilovna pondrá en la cama de Serguéi Ivánovich sábanas sucias». Sólo de pensarlo, la sangre le afluyó a las mejillas.

«Sí, tengo que ir a ver —decidió, y, volviendo a sus reflexiones anteriores, recordó que se había interrumpido en una cuestión importante relativa al alma, y se preguntó qué podría ser—. ¡Ah, sí! Kostia no cree —se dijo, de nuevo con una sonrisa—. ¡Vale, no cree! Pero más vale que siga siendo así que como madame Stahl o como quería ser yo cuando vivía en el extranjero. No, él no es capaz de fingir».

Y se representó con todo detalle un rasgo reciente de su bondad. Hacía dos semanas Dolly había recibido una carta de su marido en la que se mostraba arrepentido y le suplicaba que salvara su honor, vendiendo su finca para saldar las deudas que había contraído. Dolly estaba desesperada, se debatía entre el odio, el desprecio y la compasión a su marido, y acariciaba la idea de separarse y negarle lo que le pedía. Pero acabó consintiendo en vender una parte de la hacienda. Kitty recordó, con una sonrisa involuntaria de ternura, la confusión de su marido, sus torpes y repetidos intentos de abordar esa cuestión y el modo en que acabó encontrando la única solución para ayudar a Dolly sin ofenderla: proponer a Kitty que le cediera su parte de la hacienda, algo que a ella misma no se le había ocurrido.

«¿Qué clase de incrédulo es? ¡Con ese corazón que tiene, con ese temor de ofender a cualquiera, incluso a un niño! Lo da todo para los demás y no se queda nada para él. Serguéi Ivánovich piensa que Kostia tiene la obligación de ser su administrador. Y también su hermana. Y ahora Dolly y sus hijos también están bajo su tutela. Y a eso hay que añadir todos esos campesinos que vienen a verlo a diario, como si estuviera obligado a servirlos».

—Ojalá seas como tu padre, sólo como él —dijo, entregándole el niño al aya, no sin antes rozarle la mejilla con los labios.