Como no sabía cuándo podría salir de Moscú, Serguéi Ivánovich no había telegrafiado a su hermano para que alguien fuera a recogerle. Levin no estaba en casa cuando, pasadas ya las once, Katavásov y Serguéi Ivánovich, negros de polvo, se presentaron en la escalinata de la casa de Pokróvskoie en un coche que habían alquilado en la estación. Kitty, que estaba en el balcón con su padre y su hermana, reconoció a su cuñado y bajó corriendo para recibirlo.
—¿Cómo no le da vergüenza no habernos avisado? —dijo, tendiéndole la mano a Serguéi Ivánovich y ofreciéndole la frente para que se la besara.
—Hemos llegado de maravilla y no les hemos molestado —respondió Serguéi Ivánovich—. Estoy tan cubierto de polvo que me da miedo tocarla. He estado tan ocupado que no sabía cuándo podría escaparme. Siguen ustedes como siempre —añadió sonriendo—, gozando de una felicidad tranquila en este remanso que está al abrigo de todas las corrientes. Nuestro amigo Fiódor Vasílevich por fin se ha decidido a acompañarme.
—No soy ningún negro. Cuando me lave, volveré a parecer una persona —dijo Katavásov con ese tono zumbón que solía emplear, mientras le alargaba la mano y esbozaba una sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes, particularmente brillantes en su rostro ennegrecido.
—Kostia se alegrará mucho. Ha ido a la granja. Ya tendría que haber vuelto.
—Siempre ocupado con las tareas de la finca. La verdad es que esto es un remanso de paz —dijo Katavásov—. Y nosotros, en la ciudad, no nos ocupamos de otra cosa que de la guerra en Serbia. ¿Cómo ve las cosas nuestro amigo? Seguro que tiene una opinión distinta a la de los demás.
—No, piensa lo mismo que todos —replicó Kitty, mirando con cierta turbación a Serguéi Ivánovich—. Voy a mandar a alguien en su busca. Mi padre está con nosotros. Ha regresado hace poco del extranjero.
Y, después de ordenar que avisaran a su marido, de indicar dónde podían lavarse los invitados, uno en el despacho y otro en la habitación que había ocupado Dolly, y de encargar el desayuno para ellos, aprovechando la libertad de movimientos de que había estado privada durante el embarazo, entró corriendo en el balcón.
—Son Serguéi Ivánovich y el profesor Katavásov —dijo.
—¡Lo que nos faltaba con este calor! —replicó el príncipe.
—No, papá, es muy simpático, y Kostia le quiere mucho —dijo Kitty con una sonrisa, como suplicando algo, cuando advirtió la expresión irónica de su padre.
—Pero si no he dicho nada.
—Vete a verlos, querida, y entretenlos un rato —añadió Kitty, dirigiéndose a su hermana—. Han visto a Stiva en la estación. Dicen que está bien. Voy a ir a ver a Mitia[9]. No le he dado el pecho al pobre desde el desayuno. Seguro que se ha despertado y está llorando. —Y, sintiendo que la leche le afluía al pecho, se dirigió rápidamente a la habitación del niño.
No es que lo hubiera adivinado (su vínculo con el niño aún no se había roto), sino que estaba segura: la afluencia de leche le indicaba que el niño tenía que comer.
Aún antes de llegar a la habitación, sabía que el niño estaría llorando. Y así era. Al oír sus gritos, apretó el paso. Pero, cuanto más rápido iba, más fuerte se hacía el llanto. Era la voz normal de un niño sano, hambriento e impaciente.
—¿Hace mucho que llora, aya? —preguntó apresuradamente, sentándose en una silla y preparándose para darle el pecho—. Démelo en seguida. ¡Ah, aya, qué pesada es usted! ¡Ya tendrá tiempo de atarle el gorrito más tarde!
El niño se ahogaba de tanto llorar.
—Así no se pueden hacer las cosas, madrecita —replicó Agafia Mijáilovna, que ahora se pasaba casi todo el tiempo en la habitación del niño—. Hay que arreglarlo como es debido. ¡Ba, ba, ba! —le cantaba, sin hacer caso a la madre.
El aya le entregó el niño a Kitty. Agafia Mijáilovna la siguió con una expresión de serena ternura.
—¡Me conoce! ¡Me conoce! Se lo juro por Dios, madrecita Katerina Aleksándrovna. ¡Me ha reconocido! —gritaba Agafia Mijáilovna más fuerte que el niño.
Pero Kitty no la escuchaba. Cuanto más se impacientaba el niño, más se impacientaba ella.
Esa misma impaciencia fue la causa de que tardaran tanto en arreglarlo todo. El niño no agarraba bien el pecho y se irritaba.
Por fin, después de un grito desesperado, que casi le dejó sin aliento, y de otro intento fallido, encontró lo que buscaba, y tanto la madre como él se calmaron y se aquietaron al mismo tiempo.
—Está todo cubierto de sudor, el pobre —dijo Kitty en un susurro, tocando al niño—. ¿Y por qué cree usted que la ha reconocido? —añadió, mirando de soslayo los ojos del niño, tapados por el gorrito, en los que le parecía entrever una mirada maliciosa, las mejillas que se hinchaban regularmente y las manitas de palmas rojizas, con las que hacía movimientos circulares—. ¡No puede ser! De haber reconocido a alguien, me habría reconocido a mí —dijo Kitty, en respuesta a la afirmación de Agafia Mijáilovna, y sonrió.
Sonreía porque, aunque decía que no podía reconocer a nadie, en el fondo de su corazón sabía que no sólo reconocía a Agafia Mijáilovna, sino que lo sabía y lo comprendía todo; que sabía y comprendía muchas cosas que nadie sabía y que ella, su madre, sólo había llegado a comprender gracias a él. Para Agafia Mijáilovna, para el aya, para el abuelo e incluso para su padre, Mitia era un ser vivo que únicamente requería cuidados materiales. Pero para la madre hacía mucho tiempo que era una criatura dotada de facultades morales, con la que le unía ya toda una historia de relaciones espirituales.
—Cuando se despierte, si Dios quiere, lo verá usted con sus propios ojos. En cuanto le hago así, se pone todo contento, mi tesoro. Y resplandece como un día de sol —decía Agafia Mijáilovna.
—Bueno, bueno, de acuerdo, ya lo veremos —susurró Kitty—. Ahora váyase. Se está quedando dormido.