Envuelto en la oblicua sombra que proyectaban a la luz de la tarde los sacos apilados en el andén, Vronski, con su capote largo, el sombrero sobre los ojos, las manos en los bolsillos, se paseaba como una fiera enjaulada, volviéndose bruscamente cada veinte pasos. Cuando Serguéi Ivánovich se acercó, tuvo la impresión de que Vronski fingía no verlo, pero no concedió la menor importancia a ese detalle. Tratándose de él, estaba dispuesto a pasarlo todo por alto.
A ojos de Serguéi Ivánovich, Vronski era en esos momentos un adalid importante de una gran causa y consideraba su deber animarle y manifestarle su apoyo. Se acercó a él.
Vronski se detuvo, se lo quedó mirando, lo reconoció, dio unos pasos hacia él y le estrechó con mucha fuerza la mano.
—Es posible que no tenga usted ganas de verme —dijo Serguéi Ivánovich—, pero ¿no podría serle útil de alguna manera?
—Es usted la persona a quien menos me disgusta ver —respondió Vronski—. Perdóneme. Pero los placeres de la vida han acabado para mí.
—Lo entiendo, por eso quería ofrecerle mis servicios —dijo Serguéi Ivánovich, examinando el rostro de Vronski, con huellas evidentes de dolor—. ¿No le vendría bien una carta para Ristich o para Milan[8]?
—¡Oh, no! —exclamó Vronski, como si le costara trabajo entender lo que le estaban diciendo—. Si no le importa, demos un paseo. En los vagones se ahoga uno. ¿Una carta? Muchas gracias, pero no. Para morir no se necesitan recomendaciones. A menos que sean para los turcos… —añadió, sonriendo sólo con los labios. Los ojos seguían mostrando una expresión de airado sufrimiento.
—Sin embargo, ya que no puede evitar usted esa clase de contactos, ¿no le facilitaría las cosas poner sobre aviso a quien corresponda? En cualquier caso, como usted quiera. Me alegré mucho cuando me enteré de su decisión. Se ha criticado mucho a los voluntarios, pero la participación de usted los rehabilitará ante la opinión pública.
—Soy un hombre valioso para la causa porque la vida no tiene la menor importancia para mí —dijo Vronski—. Sé que aún me quedan energías suficientes para atacar una formación enemiga y desbaratarla o morir en el intento. Me alegro de haber encontrado un ideal al que sacrificar una vida que, además de no necesitar, se me ha vuelto odiosa. Ojalá pueda servirle a alguien —añadió, haciendo un movimiento de impaciencia con la mandíbula, motivado por el incesante dolor de muelas, que le impedía incluso hablar con la expresión que habría querido.
—Le auguro que va a renacer usted a una nueva vida —dijo Serguéi Ivánovich, conmovido—. Liberar a nuestros hermanos del yugo que les oprime es una causa digna de la muerte y de la vida. Que Dios le conceda éxito en las cosas del mundo y paz en las del alma —concluyó, tendiéndole la mano.
Vronski se la estrechó con fuerza.
—Sí, como instrumento aún puedo servir para algo, pero como hombre no soy más que una ruina —dijo, separando mucho las palabras.
El espantoso dolor de muelas, que le llenaba de saliva la boca, le impedía hablar. Guardó silencio y se quedó mirando las ruedas de un ténder que se deslizaba con suavidad y lentitud por la vía.
Y de pronto un sentimiento completamente distinto, no de dolor, sino más bien una suerte de angustioso desasosiego interior, le hizo olvidarse de las muelas. La visión de ese ténder y de esa vía, bajo la influencia de la conversación con un conocido al que no había vuelto a ver desde su desgracia, le trajo a la cabeza el recuerdo de Anna, es decir, de lo que quedaba de ella cuando entró corriendo como un loco en la caseta de la estación: sobre una mesa, el cuerpo ensangrentado, en el que hacía poco aleteaba la vida, tendido impúdicamente en medio de desconocidos; la cabeza intacta, echada hacia atrás, con las espesas trenzas y los cabellos rizados en las sienes, y en el rostro encantador, con la purpúrea boca entreabierta, una expresión extraña y lastimosa en los labios y horrible en los ojos inmóviles y sin cerrar, como si estuviera pronunciando esas palabras terribles que le había dicho durante su última discusión: «Se arrepentirá usted».
Y trató de recordarla tal como era cuando la vio por primera vez, también en una estación: misteriosa, fascinante, afectuosa, buscando y repartiendo felicidad, no esa mujer cruel y vengativa en que se había convertido en los últimos tiempos. Trató de recordar sus mejores momentos con ella, pero estaban envenenados para siempre. Sólo podía imaginársela triunfante, después de haber cumplido su amenaza de castigarle con un remordimiento tan innecesario como imperecedero. Dejó de sentir el dolor de muelas, y los sollozos le contrajeron el rostro.
Después de pasar dos veces en silencio por las inmediaciones de los sacos, Vronski logró dominarse y se dirigió con calma a Serguéi Ivánovich:
—¿No se ha recibido ningún otro telegrama después del de ayer? Sí, los han derrotado por tercera vez, pero se espera para mañana una batalla decisiva.
Y, después de referirse a la proclamación de Milan como rey y a las enormes consecuencias que podía tener este hecho, se separaron tras la segunda llamada, dirigiéndose cada uno a su vagón.