III

Tras despedirse de la princesa, Serguéi Ivánovich, acompañado de Katavásov, que se había acercado, entró en un vagón atestado, y el tren arrancó.

En la estación de Tsaritsin el tren fue recibido por un armonioso coro de jóvenes, que cantaban Gloria a Ti. Los voluntarios volvieron a saludar, sacando la cabeza por la ventanilla, pero Serguéi Ivánovich no les prestó atención. Había tratado tanto con los voluntarios que los conocía bien y ya no le interesaban. Katavásov, en cambio, embebido en sus ocupaciones científicas, no había tenido ocasión de observarlos, y ahora mostraba un vivo interés y no paraba de hacerle preguntas a Serguéi Ivánovich.

Éste le aconsejó que pasara a un vagón de segunda clase y hablara personalmente con ellos. En la siguiente estación Katavásov siguió su consejo.

En cuanto el tren se detuvo, cambió de vagón y trabó conocimiento con los voluntarios. Iban sentados en un rincón, charlando ruidosamente, conscientes, sin duda, de que la atención de los pasajeros y de Katavásov, que acababa de entrar, estaba concentrada en ellos. El que hablaba más fuerte era el joven alto del pecho hundido. Por lo visto, estaba borracho y contaba un incidente que le había sucedido en su escuela. Enfrente de él iba sentado un oficial ya maduro con una guerrera militar austriaca del uniforme de la Guardia. Escuchaba al muchacho con una sonrisa en los labios y trataba de hacerlo callar. A su lado, sentado en un baúl, había un tercer voluntario, con uniforme de artillería. Un cuarto voluntario dormía.

Katavásov entabló conversación con el joven y se enteró de que era un rico comerciante moscovita que había dilapidado un gran patrimonio antes de cumplir los veintidós años. A Katavásov no le gustó porque era afeminado, mimado, de salud endeble. Por lo visto, estaba convencido, sobre todo ahora que estaba borracho, de que llevaba a cabo un acto de heroísmo y se jactaba de un modo bastante desagradable.

El segundo, un oficial retirado, también le causó una impresión desagradable. Se veía que era un hombre que había pasado por todo. Había trabajado en el ferrocarril, había sido administrador, había dirigido fábricas, y hablaba de todo ello sin que viniera a cuento, empleando sin ninguna necesidad palabras rebuscadas.

En cambio, el artillero le cayó muy bien. Era un hombre modesto y pacífico, que parecía intimidado por los conocimientos del oficial retirado y la heroica abnegación del comerciante, y que no decía nada de sí mismo. Cuando Katavásov le preguntó qué razones le habían inducido a marcharse a Serbia como voluntario, respondió con humildad:

—Pues porque se van todos. Hay que ayudar a los serbios. Dan pena.

—Sí, y andan especialmente escasos de artilleros como usted —dijo Katavásov.

—No he servido mucho tiempo en artillería. Puede que me destinen a infantería o caballería.

—¿Cómo van a destinarle a caballería cuando lo que más se necesitan son artilleros? —preguntó Katavásov, suponiendo, por la edad del artillero, que debía de tener una graduación bastante alta.

—No he servido mucho en la artillería; soy un junker[5] retirado —respondió, y se puso a explicarle por qué no había superado el examen.

Todo eso, en conjunto, produjo en Katavásov una impresión desagradable. Cuando los voluntarios se apearon en la estación para tomar un trago, quiso compartir con alguien esa opinión desfavorable. Un viejecito vestido con capote militar había escuchado la conversación de Katavásov con los voluntarios. Una vez que se quedaron solos, Katavásov le dirigió la palabra:

—Sí, qué distinta es la condición de estos hombres que marchan al frente —dijo de manera vaga, deseando expresar su opinión y al mismo tiempo enterarse de la del viejecito.

Éste era un militar que había participado en dos campañas. Sabía lo que era un militar y, por el aspecto y la manera de hablar de esos señores, así como por la afición que mostraban a la botella, los consideraba malos soldados. Además, vivía en una capital de provincia, y le habría gustado contarle a Katavásov que de su ciudad había partido como voluntario un soldado retirado, borracho y ladrón, a quien nadie contrataba como trabajador. Pero, sabiendo por experiencia que, dado el estado de ánimo que reinaba en la sociedad, resultaba peligroso expresar una opinión contraria a la general, y, sobre todo, criticar a los voluntarios, se puso también a la defensiva.

—Pues sí, allí necesitan hombres. He oído que los oficiales serbios no sirven para nada.

—Ah, sí, pero éstos serán unos soldados excelentes —replicó Katavásov, con ojos risueños.

Se pusieron a hablar de las últimas noticias recibidas, y ambos ocultaron lo sorprendidos que estaban de que se esperase una batalla para el día siguiente cuando, según las últimas informaciones, se había vencido a los turcos en todos los frentes. Y se separaron sin que ninguno de los dos hubiese expresado su opinión.

Cuando regresó a su vagón, Katavásov le contó a Serguéi Ivánovich la impresión que le habían producido los voluntarios, pero lo hizo faltando a la verdad, dando a entender que eran unos muchachos excelentes.

En la primera capital de distrito en la que se detuvo el tren, los voluntarios fueron recibidos de nuevo con cantos y gritos. Volvieron a aparecer hombres y mujeres con huchas, señoras que ofrecían ramos de flores a los voluntarios y los acompañaban a la cantina. Pero todo en menores proporciones y con menos entusiasmo que en Moscú.