Serguéi Ivánovich y Katavásov acababan de llegar a la estación de Kursk, especialmente animada ese día, y aún se estaban apeando del coche, mirando al criado que les seguía con los equipajes, cuando se acercaron cuatro carruajes llenos de voluntarios. Unas señoras con ramos de flores fueron a su encuentro y, acompañadas de una gran multitud, los condujeron al interior de la estación.
Una de las señoras que había recibido a los voluntarios salió de la sala de espera y se dirigió a Serguéi Ivánovich.
—¿Usted también ha venido a despedirlos? —le preguntó en francés.
—No, princesa. Me marcho de viaje. Voy a descansar unos días a casa de mi hermano. ¿Usted viene siempre a despedirlos? —preguntó Serguéi Ivánovich con una sonrisa apenas perceptible.
—¡Es lo menos que podemos hacer! —respondió la princesa—. ¿Verdad que hemos enviado ya ochocientos hombres? Malvinski no me quería creer.
—Más de ochocientos. Si contamos a los que no han salido directamente de Moscú, su número asciende a más de mil —dijo Serguéi Ivánovich.
—Ya lo ve. Lo que yo decía —añadió con alegría la señora—. ¿Es verdad que se ha recaudado ya casi un millón de rublos?
—Más, princesa.
—¿Y qué me dice del telegrama de hoy? Otra vez han derrotado a los turcos.
—Sí, lo he leído —contestó Serguéi Ivánovich. Hablaban del último telegrama que confirmaba que, durante tres días seguidos, los turcos habían sido derrotados en todos los frentes y habían huido, y que para la jornada siguiente se esperaba una batalla decisiva.
—A propósito, hay un joven excelente que quiere partir como voluntario. Desconozco por qué le están poniendo tantas trabas. Lo conozco, y quería pedirle a usted que hiciera el favor de escribir una nota. Lo ha recomendado la condesa Lidia Ivánovna.
Después de solicitar más detalles a la princesa sobre ese joven que quería partir como voluntario, Serguéi Ivánovich pasó a la sala de espera de primera clase y escribió una nota a la persona de la que dependía el asunto.
—¿Sabe que el célebre conde Vronski viaja también en ese tren? —preguntó la princesa, con una sonrisa triunfante y muy significativa, cuando volvió para entregarle la nota.
—He oído decir que se marchaba, pero no sabía cuándo. Entonces, ¿va en este tren?
—Lo he visto. Está aquí. Sólo lo acompaña su madre. En cualquier caso, es lo mejor que puede hacer.
—Ah, sí, por supuesto.
Mientras hablaban, la muchedumbre pasó a su lado en dirección a la mesa en la que habían servido diversos manjares. También Kóznishev y la princesa se acercaron al lugar, desde donde llegaba la voz sonora de un señor que, con una copa en la mano, pronunciaba un discurso ante los voluntarios:
—Vais a luchar por la fe, por la humanidad, por nuestros hermanos —decía aquel hombre, alzando cada vez más la voz—. Nuestra madrecita Moscú os bendice por esa noble empresa. Zhivio![2] —concluyó con voz estridente y emocionada.
—Zhivio! —gritaron todos los presentes.
Acto seguido otra oleada de gente entró en la sala y estuvo a punto de tirar a la princesa.
—¡Ah, qué discurso, princesa! —exclamó Stepán Arkádevich, apareciendo de pronto en medio de la multitud, radiante de alegría—. ¿No es verdad que ha hablado con mucho calor y mucha elocuencia? ¡Bravo! ¡Ah, si está también aquí Serguéi Ivánovich! Estaría bien que les dirigiera unas palabras de ánimo. ¡Lo hace usted tan bien! —añadió con una sonrisa delicada, respetuosa y prudente, dándole un empujoncito en el brazo.
—No, me marcho.
—¿Adónde?
—Al campo, a casa de mi hermano —respondió Serguéi Ivánovich.
—Entonces verá a mi mujer. Le he escrito, pero, como usted la verá antes, haga el favor decirle que ha hablado conmigo y que todo está all right. Ella lo entenderá. En cualquier caso, tenga la amabilidad de decirle que me han nombrado miembro de la comisión conjunta… Bueno, ya lo entenderá. Ya sabe usted, les petites misères de la vie [3] —le dijo a la princesa, como disculpándose—. La princesa Miágkaia, no Liza, sino Bibiche, envía mil fusiles y doce enfermeras. ¿No se lo he dicho?
—Sí, algo he oído —respondió Kóznishev de mala gana.
—¡Qué pena que se marche usted! —exclamó Stepán Arkádevich—. Mañana damos una comida a dos amigos que parten como voluntarios: Dimer-Bartnianski, de San Petersburgo, y nuestro Grisha Veselovski. Ambos se marchan. Veselovski se ha casado hace poco. ¡Es todo un valiente! ¿No es verdad, princesa?
Ésta, sin responder, se quedó mirando a Kóznishev. El hecho de que tanto ella como Serguéi Ivánovich parecieran querer librarse de él no turbaba lo más mínimo a Stepán Arkádevich, que, sin dejar de sonreír, miraba la pluma del sombrero de la princesa o apartaba la vista, como intentando recordar alguna cosa. Al ver pasar a una señora con una hucha, la llamó e introdujo un billete de cinco rublos.
—Es superior a mis fuerzas: mientras tenga dinero en el bolsillo, no dejaré de contribuir —dijo—. ¿Y qué le parece el telegrama de hoy? ¡Menudo valor tienen esos montenegrinos!
»¡Qué me dice! —exclamó, cuando la princesa le informó de que Vronski viajaba en ese tren. Por un instante el rostro de Stepán Arkádevich expresó tristeza, pero, al cabo de un minuto, cuando, atusándose las patillas, entró con sus pasos saltarines en la sala en la que se encontraba Vronski, Stepán Arkádevich ya se había olvidado por completo de sus desesperados sollozos ante el cadáver de su hermana y sólo veía en Vronski a un héroe y a un antiguo amigo.
—Hay que hacerle justicia, a pesar de todos sus defectos —dijo la princesa a Serguéi Ivánovich en cuanto Oblonski se apartó de ellos—. ¡Un ruso de los pies a la cabeza, un temperamento típicamente eslavo! Lo único que temo es que a Vronski le disgustará verlo. Pueden decir lo que quieran, pero a mí me conmueve el destino de ese hombre. Hable con él durante el viaje —añadió.
—Lo haré, si se presenta la ocasión.
—Nunca me ha caído bien. Pero el detalle que ha tenido compensa muchas cosas. No sólo es que él mismo parta como voluntario, sino que el escuadrón que lleva lo ha pagado de su propio bolsillo.
—Eso me han dicho.
Sonó la campanilla. Todos se abalanzaron sobre las puertas.
—¡Ahí está! —exclamó la princesa, señalando a Vronski, que iba del brazo de su madre, ataviado con un abrigo largo y un sombrero negro de ala ancha. A su lado Oblonski comentaba alguna cosa con animación.
Vronski, con el ceño fruncido, miraba al frente como si no oyera lo que Stepán Arkádevich estaba diciendo.
De pronto, probablemente por indicación de Oblonski, se volvió hacia donde estaban la princesa y Serguéi Ivánovich, y se descubrió en silencio. Su rostro envejecido y marcado por el sufrimiento parecía petrificado.
Una vez en el andén, Vronski dejó pasar a su madre y desapareció en silencio en un compartimento del vagón.
Se oían los acordes de Dios salve al zar[4] seguidos de hurras y vivas. Uno de los voluntarios, un joven muy alto con el pecho hundido, saludaba con especial entusiasmo, agitando el sombrero de fieltro y un ramo de flores por encima de la cabeza. Por detrás asomaban dos oficiales, que también saludaban, y un hombre maduro de espesa barba con una gorra manchada de grasa.