Sonó la primera campanada, pasaron unos jóvenes monstruosos, insolentes y con prisas, muy pendientes de la impresión que producían; Piotr, vestido de librea y polainas, con su expresión embotada y animalesca, atravesó también la sala y se acercó a Anna para acompañarla al vagón. Los jóvenes vociferantes se callaron cuando Anna pasó a su lado por el andén, y uno de ellos murmuró al oído de otro unas palabras sobre ella, sin duda alguna grosería. Anna subió al alto estribo, entró en un compartimento vacío y se sentó en un sucio asiento de muelles, que alguna vez fue blanco. El bolso se estremeció sobre los muelles y luego se quedó quieto. Piotr, delante de la ventana, se quitó el gorro con galones en señal de despedida y esbozó una sonrisa estúpida. Un revisor insolente cerró de un portazo y echó el pestillo. Una señora feísima con miriñaque (Anna la desnudó mentalmente y se horrorizó de su deformidad) y una niña, que se reía de un modo muy poco natural, pasaron corriendo por el andén.
—Katerina Andréievna lo tiene. Ella lo tiene todo, ma tante —gritó la niña.
«Incluso la niña es horrible y afectada», pensó Anna. Para no ver a nadie, se levantó apresuradamente y se sentó al lado de la ventanilla opuesta. Un mujik sucio y espantoso, con una gorra por la que asomaban unos cabellos alborotados, pasó al pie de la ventanilla y se inclinó sobre las ruedas del vagón. «Hay algo que me resulta familiar en este horrible mujik», se dijo. En ese momento, se acordó de su sueño y, temblando de espanto, se abalanzó sobre la portezuela contraria, que el revisor estaba abriendo para dejar pasar a un matrimonio.
—¿Quiere usted salir?
Anna no respondió. Ni el revisor ni los pasajeros advirtieron la expresión de horror que se reflejaba en su rostro, cubierto por el velo. Anna volvió a su rincón y se sentó. La pareja se instaló enfrente de ella y se puso a examinar su vestido con disimulada atención. A Anna le parecieron los dos repulsivos. El marido le preguntó si podía fumar, no porque tuviera deseos de hacerlo, sino por entablar conversación. Cuando ella le concedió permiso, se puso a hablar con su mujer en francés sobre cosas que le interesaban aún menos que fumar. Estuvieron diciendo tonterías con un lenguaje afectado con la única intención de que ella las oyera. Veía con claridad que estaban hartos el uno del otro y que se odiaban. En realidad, era imposible no odiar a unos seres tan espantosos y lamentables.
Se oyó la segunda campanada, y luego el ruido de los equipajes, gritos, risas, comentarios. Anna estaba tan segura de que nadie tenía razones para alegrarse de nada que esas risas la irritaron hasta hacerle daño y estuvo a punto de taparse los oídos para no oírlas. Por último, sonó la tercera campanada, se oyó un silbato, mugió la locomotora, chirriaron las cadenas. El marido se santiguó. «No estaría mal preguntarle qué significado atribuye a ese gesto», pensó Anna, mirándole con desprecio. Luego, haciendo caso omiso de la mujer, contempló por la ventanilla a las personas que despedían el tren y que parecían deslizarse hacia atrás. Traqueteando rítmicamente en las junturas de los rieles, el vagón en el que viajaba Anna salió del andén, dejó atrás un muro de piedra, un poste de señales y otros vagones; las ruedas, bien engrasadas, se deslizaban por los raíles con un ligero rumor; la ventanilla se iluminó con el brillante sol de la tarde y una ligera brisa agitó las cortinillas. Anna se olvidó de sus compañeros de vagón y, mecida por el ligero traqueteo del tren, aspiró el aire fresco y volvió a sumirse en sus reflexiones.
«¿En qué estaba pensando? En la posibilidad de encontrar una situación en que la vida no sea un tormento, en que todos hemos sido creados para atormentarnos, en que todos lo sabemos y buscamos medios para engañarnos. Pero ¿qué puede hacer uno cuando ve la verdad?».
—Al hombre se le ha concedido la razón para librarse de lo que le inquieta —dijo la mujer en francés, por lo visto muy satisfecha de su frase, haciendo muecas.
Estas palabras parecían una respuesta a los pensamientos de Anna.
«Librarse de lo que le inquieta», repitió Anna. Y, después de mirar al marido de sonrosadas mejillas y a la enjuta esposa, comprendió que esa mujer enfermiza se consideraba incomprendida, que su marido la engañaba y apoyaba la opinión que ella tenía de sí misma. Era como si pudiera leer toda su historia y ver los rincones más recónditos de su alma. Pero allí no había nada interesante, así que siguió con el curso de sus pensamientos.
«Sí, eso es algo que me inquieta mucho, y la razón se me ha concedido para librarme de ello. Así que debo hacerlo. ¿Por qué no apagar la vela cuando ya no hay nada que ver, cuando a uno le repugna todo lo que ve? Pero ¿cómo? ¿Por qué corre el revisor por el estribo[38]? ¿Por qué gritan los jóvenes de ese vagón? ¿Por qué hablan? ¿Por qué se ríen? Todo es mentira, todo es engaño, todo es falsedad, todo es maldad…».
Cuando el tren entró en la estación, Anna se apeó entre una muchedumbre de viajeros y, evitando su proximidad como si fueran apestados, se detuvo en el andén, tratando de recordar para qué había ido allí y qué se proponía hacer. Todo lo que antes le parecía posible, ahora se le antojaba difícil de entender, sobre todo en medio de esa ruidosa multitud de personas odiosas, que no la dejaban en paz. O bien los mozos se le acercaban corriendo, para ofrecerle sus servicios, o bien algún joven se quedaba mirándola, taconeando ruidosamente en las planchas del andén y hablando en voz alta, o bien la gente que le salía al paso le impedía avanzar.
Cuando recordó que debía seguir viaje, en caso de no recibir contestación, detuvo a un mozo y le preguntó si no había llegado un cochero con una carta para el conde Vronski.
—¿El conde Vronski? Vino alguien de su parte hace un momento para recoger a la princesa Sorókina y a su hija. ¿Qué aspecto tiene el cochero?
Mientras Anna hablaba con el mozo, el cochero Mijáila, rubicundo y alegre, con su elegante chaqueta azul y su cadenita, visiblemente satisfecho de haber cumplido tan bien el encargo que le habían confiado, se acercó a ella y le entregó una carta. Anna la abrió, y el corazón se le encogió antes incluso de leerla.
«Lamento mucho que tu nota no llegara a tiempo. Llegaré a las diez», había escrito Vronski con letra descuidada.
«¡Sí! ¡Me lo esperaba!», se dijo con una sonrisa maligna.
—Muy bien, puedes volver a casa —le dijo a Mijáila con un hilo de voz.
Hablaba bajo porque el impetuoso latido de su corazón le impedía respirar. «No, no voy a permitir que sigas atormentándome», pensó. Y esa amenaza no iba dirigida a él, ni a sí misma, sino a la propia vida, que le imponía esos sufrimientos. Y se puso a pasear por el andén, más allá del edificio de la estación.
Dos sirvientas que andaban por allí volvieron la cabeza para mirarla, al tiempo que hacían algún comentario en voz alta sobre su vestido. «Son auténticos», dijo una de ellas, refiriéndose a los encajes. Los jóvenes no la dejaban en paz. De nuevo pasaron a su lado, mirándola a la cara, riendo y gritando algo con voz poco natural. El jefe de estación, al cruzarse con ella, le preguntó si iba a continuar viaje. Un muchacho que vendía kvas no le quitaba los ojos de encima. «Dios mío, ¿adónde puedo ir?», se dijo, alejándose cada vez más por el andén. Al llegar al extremo se detuvo. Unas señoras con unos niños, que habían ido a recibir a un señor con gafas y que reían y hablaban a gritos, se callaron y se quedaron mirándola cuando llegó a su altura. Anna apretó el paso y se apartó de ellos, acercándose aún más al borde del andén. En esos momentos se acercaba un tren de mercancías. El andén se estremeció, y Anna tuvo la impresión de que se había subido de nuevo al tren.
De pronto se acordó del hombre al que atropellaron el día de su primer encuentro con Vronski y comprendió lo que tenía que hacer. Con pasos rápidos y ligeros descendió por las escalerillas que llevaban del depósito de agua a la vía y se detuvo muy cerca del tren que pasaba. Miraba la parte baja de los vagones, los pernos, las cadenas y las altas ruedas de hierro fundido del primero, que rodaban lentamente, y trataba de calcular a ojo el punto medio entre las ruedas delanteras y traseras y el momento en que ese punto llegaría a su altura.
«¡Allí! —se decía, mirando en la sombra proyectada por el vagón la arena mezclada con carbón esparcida sobre la traviesa—. Allí, en el mismo centro. Lo castigaré y me libraré de todos y de mí misma».
Quiso arrojarse bajo el primer vagón, cuyo punto medio llegó en esos momentos a su altura. Pero, al intentar desprenderse del bolso rojo, se entretuvo y no le dio tiempo: el punto medio había pasado ya. Había que esperar al segundo vagón. La embargó un sentimiento semejante al que experimentaba antes de meterse en el agua cuando se bañaba, y se santiguó. Ese gesto familiar suscitó en su alma toda una cascada de recuerdos de niñez y mocedad; de pronto, la tiniebla que lo cubría todo se esfumó, y por un momento la vida se le apareció con todas las luminosas alegrías del pasado. Pero no apartaba los ojos de las ruedas del segundo vagón, que estaba cada vez más cerca. En el preciso instante en que el punto medio llegó a su altura, tiró el bolso rojo y, hundiendo la cabeza entre los hombros, se arrojó debajo del vagón, cayendo sobre las manos; a continuación, con un ligero movimiento, como si se dispusiera a levantarse, se puso de rodillas. Entonces se horrorizó de lo que estaba haciendo. «¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué?». Quiso incorporarse, retroceder; pero algo enorme e implacable le golpeó en la cabeza y la arrastró de espaldas. «¡Señor, perdónamelo todo!», murmuró, dándose cuenta de que era inútil luchar. El hombrecillo susurraba unas palabras, al tiempo que golpeaba una barra de hierro. Y la vela a cuya luz había leído ese libro lleno de angustias, decepciones, dolores y desdichas, resplandeció con más fuerza que nunca, iluminó lo que antes había estado sumido en tinieblas, chisporroteó, empezó a parpadear y se extinguió para siempre.