«¡Ya estoy otra vez en camino! ¡Ya vuelvo a verlo todo más claro!», se dijo Anna en cuanto el carruaje se puso en movimiento y, con un ligero balanceo, rodó con estrépito por los menudos adoquines. De nuevo las impresiones se sucedieron una tras otra.
«¿Qué era lo último en lo que estuve pensando, eso que me hacía tanta gracia? —se preguntó, tratando de recordar—. ¿Lo de Tiutkin, coiffeur? No, no era eso. ¡Ah, sí! Fue el comentario de Yashvín: la lucha por la existencia y el odio es lo único que une a los hombres. No sé para qué vais a ningún lado —se dirigió con el pensamiento a un grupo de personas que viajaban en un coche tirado por cuatro caballos y que, según todos los indicios, se dirigían a algún lugar fuera de la ciudad para divertirse—. Y el perro que lleváis con vosotros tampoco os servirá de nada. No escaparéis de vosotros mismos». Mirando en la misma dirección que Piotr, vio a un obrero borracho perdido, incapaz de tener erguida la cabeza, al que un guardia llevaba a alguna parte. «Tal vez éste tenga más suerte —pensó—. El conde Vronski y yo no hemos encontrado la felicidad, a pesar de lo mucho que esperábamos». Y por primera vez Anna examinó sus relaciones con Vronski, en las que antes evitaba pensar, a esa brillante luz bajo la que ahora lo veía todo. «¿Qué es lo que buscaba en mí? No tanto el amor como la satisfacción de su vanidad». Recordó las palabras de Vronski, la expresión de su rostro, tan parecida a la de un obediente perro de muestra durante los primeros tiempos de su relación. Y todo venía ahora a confirmarle esa impresión. «Sí, en su caso sólo puede hablarse de un triunfo que halagaba su vanidad. Claro que había también amor, pero lo principal era el orgullo del éxito. Se enorgullecía de mí. Pero todo eso ya ha pasado. Ya no tiene de qué jactarse. Ahora, en lugar de vanagloriarse, se avergüenza. Ha tomado de mí todo lo que ha podido y ya no le hago falta. Le estorbo, pero trata de no ser injusto conmigo. Ayer se fue de la lengua: desea el divorcio y el matrimonio para quemar sus naves. Me quiere, pero ¿cómo? The zest is gone[37]. Éste quiere asombrar a todos y está muy satisfecho de sí mismo —pensó, viendo a un dependiente rubicundo que iba montado en un caballo de alquiler—. Sí, he dejado de gustarle. Si le abandono, en el fondo de su corazón se alegrará».
No era ninguna suposición. Lo veía con claridad bajo esa luz penetrante que le revelaba ahora el sentido de la vida y de las relaciones humanas.
«Mi amor se vuelve cada vez más apasionado y egoísta, y el suyo se va apagando. Por eso nos hemos distanciado —siguió pensando—. Y no se puede hacer nada. Él es todo lo que tengo y exijo que se me entregue más y más. Pero él se aleja cada vez más de mí. Antes de nuestra relación íbamos al encuentro el uno del otro, pero ahora avanzamos inevitablemente en direcciones opuestas. Y no hay manera de cambiarlo. Él me dice que mis celos son absurdos; yo me digo lo mismo, pero no es verdad. No es que sea celosa, sino que estoy descontenta. Pero… —Abrió la boca y cambió de postura, tanto la había agitado la idea que se le pasó por la cabeza—. Si pudiera ser algo más que una amante que busca apasionadamente sus caricias. Pero no puedo ni quiero ser otra cosa. Y ese deseo despierta repulsión en él y resentimiento en mí. No puede ser de otra manera. ¿Acaso no sé que no va a engañarme, que no tiene ninguna intención de casarse con Sorókina, que no está enamorado de Kitty, que no me traicionará? Lo sé de sobra, pero eso no alivia mi situación. ¿Y qué pasaría si hubiera dejado de quererme y sólo fuera bueno y cariñoso conmigo por deber? ¿Si no pudiera darme lo que yo quiero? Eso sería mil veces peor que el resentimiento. ¡Eso sería un infierno! Pues así es nuestra relación. Hace mucho que ha dejado de quererme. Y, donde termina el amor, empieza el odio. No conozco estas calles. Colinas aquí y allá, casas por todas partes… Y las casas llenas de gente… Qué cantidad de personas, y todas se odian. Bueno, ¿y qué es lo que necesitaría para ser feliz? Me conceden el divorcio, Alekséi Aleksándrovich me confía a Seriozha y me caso con Vronski». Al recordar a Alekséi Aleksándrovich, se lo representó con extraordinaria viveza, como si lo tuviera delante, con sus ojos dulces, apagados y sin vida, sus venas azules en las manos blancas, con la entonación de su voz y su manía de chascar los dedos. Al rememorar el sentimiento que existía entre ellos, que también merecía el nombre de amor, se estremeció de repulsión. «Entonces, obtengo el divorcio y me caso con Vronski. ¿Y qué? ¿Dejará Kitty de mirarme como me ha mirado hoy? No. ¿Dejará Seriozha de hacerse preguntas sobre mis dos maridos? Y entre Vronski y yo ¿qué nuevo sentimiento me inventaré? Ah, ¿sería eso posible? No hablo ya de felicidad, sino de algo que no fuera un tormento. ¡No y no! —se respondió sin la menor vacilación—. ¡Es imposible! Nos hemos separado para siempre. Lo hago desdichado y él a mí. Y ni él ni yo vamos a cambiar a estas alturas. Lo hemos intentado todo; ya nada funciona. Sí, una mendiga con un niño. Se figura que inspira compasión. ¿Es que no nos han arrojado a todos a este mundo para que nos odiemos unos a otros, para que nos atormentemos a nosotros mismos y atormentemos a los demás? Mira cómo se ríen esos estudiantes. ¿Seriozha? —Se acordó—. También yo pensaba que lo quería y mi propia ternura me conmovía. Pero he vivido sin él, lo he cambiado por otro amor y no lo he lamentado mientras ese amor me ha satisfecho». Recordó con repugnancia lo que llamaba «ese amor». Y se alegró de la claridad con la que veía ahora su propia vida y la de los demás. «Así somos todos: yo, Piotr, el cochero Fiódor, ese mercader, todas las personas que viven a orillas del Volga, adonde esos anuncios invitan a ir, y en todas partes, por los siglos de los siglos», pensaba, mientras llegaba al edificio bajo de la estación de Nizhni Nóvgorod, donde le salieron al encuentro algunos mozos.
—¿Saco un billete para Obirálovka? —preguntó Piotr.
Anna había olvidado por completo adónde iba y por qué, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para comprender la pregunta.
—Sí —respondió, entregándole el monedero y, cogiendo el bolsito rojo, se apeó del coche.
Mientras se abría paso entre la multitud para llegar a la sala de espera de primera clase, se fue acordando poco a poco de los detalles de su situación y de las distintas alternativas que se le presentaban. Y una vez más, primero la esperanza y luego la desesperación reabrieron las viejas heridas de su atormentado corazón, que latía desbocado en su pecho. Sentada en un sofá en forma de estrella, miraba con repugnancia a los viajeros que entraban y salían (todo el mundo le repugnaba), pensando en el contenido de la carta que le escribiría cuando llegara a la estación, en las quejas que Vronski estaría exponiéndole a su madre en esos momentos por la situación en la que se encontraba (sin comprender los sufrimientos de ella), en el modo en que entraría en la habitación y en las cosas que le diría. Luego pensó en lo feliz que aún podría ser su vida, en lo tortuoso de su amor y lo tortuoso de su odio por Vronski y en los terribles latidos de su corazón.