XXVIII

El cielo estaba despejado. Durante toda la mañana había estado cayendo una llovizna menuda, pero desde hacía un rato había aclarado. Los tejados de hierro, las losas de las aceras, los adoquines de las calzadas, las ruedas, los correajes, los adornos de cobre y de latón de los carruajes: todo brillaba con fuerza bajo el sol de mayo. Eran las tres, la hora de mayor animación en las calles.

Sentada en un rincón del cómodo vehículo, que apenas oscilaba sobre las elásticas ballestas a la rápida marcha de los caballos grises, Anna, en medio del estrépito incesante de las ruedas y de las impresiones que tan rápidamente se sucedían al aire libre, repasó de nuevo los acontecimientos de esos últimos días, y su situación se le antojó muy distinta a como se la había imaginado en casa. Ni siquiera la idea de la muerte le parecía tan terrible y clara, y ya no la consideraba inevitable. Ahora se reprochaba haber aceptado esa humillación. «Le suplico que me perdone. Me he sometido. Me he reconocido culpable. ¿Por qué? ¿Acaso no puedo vivir sin él?». Y, sin responder a la pregunta, se puso a leer los letreros de los establecimientos. «Oficina y almacén. Dentista. Sí, se lo contaré todo a Dolly. Vronski no le gusta. Me dará vergüenza y sufriré, pero se lo contaré todo. Dolly me quiere, así que seguiré su consejo. No voy a someterme, no le permitiré que me dé lecciones. Filíppov, pastelero. Según dicen, lleva también la masa a San Petersburgo. Y es que el agua de Moscú es tan buena. Y los pozos y las tortas de Mitischi». Y se acordó de un día muy lejano, cuando, con sólo diecisiete años, fue con su tía al monasterio de la Trinidad. «Todavía en coche de caballos. ¿De verdad era yo esa niña de manos rojas? Cuántas cosas que antes me parecían maravillosas e inaccesibles se han vuelto insignificantes, y, en cambio, lo que antes estaba al alcance de la mano se ha vuelto inalcanzable para siempre. ¿Habría creído entonces que llegaría a semejante grado de humillación? ¡Qué orgulloso y satisfecho se sentirá al recibir mi nota! Pero yo le demostraré… Qué mal huele esta pintura. ¿Por qué estarán siempre pintando y edificando? Modas y confecciones», leyó. Un hombre la saludó. Era el marido de Ánnushka. «Nuestros parásitos —recordó el dicho de Vronski—. ¿Nuestros? ¿Por qué nuestros? Qué terrible que no podamos arrancar el pasado de raíz. No se puede arrancar, pero sí borrar su recuerdo. Y yo lo haré». Entonces evocó su vida con Alekséi Aleksándrovich y se sorprendió de la facilidad con que lo había borrado de la memoria. «Dolly pensará que abandono a mi segundo marido y que, por tanto, probablemente me equivoco. Pero ¿acaso pretendo tener razón? ¡No puede ser!», se dijo y sintió deseos de echarse a llorar. Pero al momento se preguntó por qué sonreirían así dos muchachas con las que se cruzó. «¿No será por algún asunto amoroso? No saben lo triste y lo denigrante que es el amor… El bulevar, los niños. Tres niños corren y juegan a los caballos. ¡Seriozha! Lo perderé todo y no lo recuperaré nunca. Sí, todo está perdido si él no regresa. ¿Y si hubiera perdido el tren y hubiera regresado ya a casa? ¡Otra vez quieres humillarte! —se dijo—. No, iré a ver a Dolly y se lo diré todo: soy desdichada, me lo merezco, yo misma tengo la culpa; pero de todos modos soy desdichada. Ayúdame. Estos caballos, este coche… Cuánto me repugna verme en este coche. Todo es suyo. Pero no volveré a ver estas cosas».

Mientras pensaba cómo expondría a Dolly su situación y se laceraba deliberadamente el corazón, subió la escalera.

—¿Hay alguien en casa? —preguntó en el recibidor.

—Katerina Aleksándrovna Lévina —respondió el criado.

«¡Kitty! La misma Kitty de la que se enamoró Vronski —pensó Anna—. La misma a la que recuerda con cariño y con quien lamenta no haberse casado. A mí, en cambio, me recuerda con odio y lamenta haberme conocido».

En el momento en que llegó Anna, las dos hermanas hablaban de la alimentación del niño. Sólo Dolly salió a recibir a la invitada, que había interrumpido la conversación.

—¿Todavía no te has ido? Yo misma tenía pensado ir a verte —dijo—. Hoy mismo me ha llegado una carta de Stiva.

—También nosotros hemos recibido un telegrama —replicó Anna, volviéndose para ver a Kitty.

—Dice que no acaba de comprender lo que quiere Alekséi Aleksándrovich, pero que no se marchará sin haber obtenido una respuesta.

—Creía que tenías visitas. ¿Puedo leer la carta?

—Sí, ha venido Kitty —dijo Dolly, turbándose—. Se ha quedado en la habitación de los niños. Ha estado muy enferma.

—Algo he oído. ¿Puedo leer la carta?

—Ahora mismo te la traigo. Pero no se ha negado; al contrario, Stiva alberga esperanzas —dijo Dolly, deteniéndose en la puerta.

—Yo no tengo ninguna esperanza, ni siquiera ningún deseo de conseguirlo —replicó Anna.

«¿Qué es lo que pasa? ¿Kitty considera humillante encontrarse conmigo? —pensó Anna cuando se quedó sola—. Tal vez tenga razón. Pero, aunque así sea, no tiene derecho a portarse así. A fin de cuentas, también ella ha estado enamorada de Vronski. Ya sé que, dada mi situación, ninguna mujer respetable puede recibirme. ¡Ya sé que desde el primer momento se lo he sacrificado todo! ¡Y éste es el pago que recibo! ¡Ah, cuánto le odio! ¿Y por qué he venido aquí? Me encuentro todavía peor, más angustiada. —Oyó las voces de las dos hermanas en la habitación contigua—. ¿Y qué voy a decirle ahora a Dolly? ¿Debo consolar a Kitty con mi desdicha, someterme a su protección? No, ni siquiera Dolly entenderá nada. Es inútil que le hable. Pero sería interesante ver a Kitty, manifestarle el desprecio que siento por todo y por todos, lo poco que me importa lo que me suceda».

Dolly volvió con la carta. Anna la leyó y se la devolvió en silencio.

—Ya lo sabía —dijo—. Y no me interesa lo más mínimo.

—Pero ¿por qué? Pues yo, en cambio, albergo esperanzas —replicó Dolly, mirando con curiosidad a Anna. Nunca la había visto tan irritada y de un humor tan extraño—. ¿Cuándo te marchas? —preguntó.

Anna miró al frente, con los ojos entornados, y no le respondió.

—¿Por qué Kitty se esconde de mí? —preguntó, volviéndose hacia la puerta y ruborizándose.

—¡Ah, qué tonterías dices! Está amamantando al niño y no le va bien. Le estaba dando algunos consejos… Se alegrará mucho de verte. Vendrá en seguida —contestó Dolly, algo turbada porque no sabía mentir—. Ahí está.

Cuando Kitty se enteró de que había llegado Anna, no quiso salir. Pero Dolly la convenció. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Kitty entró en la habitación y, ruborizándose, se acercó a ella y le tendió la mano.

—Me alegro mucho —dijo con voz temblorosa.

Kitty estaba desconcertada por la lucha que se libraba en su interior entre la hostilidad que le inspiraba esa mala mujer y el deseo de mostrarse condescendiente. Pero en cuanto vio el rostro hermoso y atractivo de Anna, su animosidad desapareció.

—No me habría sorprendido que no hubiera querido verme. Estoy acostumbrada a todo. ¿Ha estado usted enferma? Sí, la noto muy cambiada —dijo Anna.

Kitty se dio cuenta de que la miraba con antipatía, pero no por eso dejó de compadecerse de esa mujer que tanto la había protegido en el pasado, pues atribuía su actitud a la delicada situación en la que se encontraba ante ella.

Hablaron de la enfermedad, del niño y de Stiva, pero era evidente que ninguna de esas cuestiones interesaba a Anna.

—He venido a despedirme de ti —dijo, poniéndose en pie.

—¿Cuándo os vais?

Pero Anna no le respondió y se volvió hacia Kitty.

—Me alegro mucho de haberla visto —dijo con una sonrisa—. He oído hablar de usted a todo el mundo, hasta a su marido. Estuvo en mi casa y me cayó muy bien —añadió, sin duda con mala intención—. ¿Dónde está?

—Se ha marchado al campo —respondió Kitty, ruborizándose.

—Salúdele de mi parte sin falta.

—¡Sin falta! —exclamó Kitty con ingenuidad, mirándola a los ojos con compasión.

—Bueno, adiós, Dolly.

Y, después de besar a Dolly y estrechar la mano de Kitty, Anna salió precipitadamente.

—Sigue como siempre e igual de atractiva. ¡Qué mujer tan hermosa! —dijo Kitty, cuando se quedó sola con su hermana—. Pero, no sé por qué, da lástima. Da muchísima lástima.

—La verdad es que hoy parecía otra —replicó Dolly—. Cuando la acompañé al recibidor, tuve la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar.