—¿Te lo has pasado bien? —preguntó Anna, saliendo a recibirle con una expresión sumisa y culpable.
—Como de costumbre —respondió Vronski, comprendiendo con una sola mirada que ya se le había pasado el enfado.
Aunque hacía tiempo que se había acostumbrado a sus cambios de humor, se alegró mucho de encontrarla tan animada, pues esa noche él mismo se hallaba en una excelente disposición de ánimo.
—Pero ¿qué es lo que veo? ¡Muy bien hecho! —exclamó, señalando los baúles amontonados en la entrada.
—Sí, es preciso que nos marchemos. He ido a dar un paseo en coche y me lo he pasado tan bien que me han entrado ganas de volver a la finca. ¿O tienes algo que hacer aquí?
—No deseo otra cosa que partir. Voy a cambiarme de ropa y ahora seguimos hablando. Ordena que sirvan el té.
Y se dirigió a su despacho.
Había algo ofensivo en la expresión: «¡Muy bien hecho!». Así se les habla a los niños cuando cejan en sus caprichos. Y aún más ofensivo era el contraste entre el tono culpable de Anna y el de Vronski, lleno de confianza en sí mismo. Por un instante, volvió a despertarse en ella el afán de discutir. No obstante, haciendo un esfuerzo, se dominó y recibió a Vronski con la misma alegría de antes.
Cuando éste entró en su habitación, Anna le contó, repitiendo en parte unas palabras preparadas de antemano, cómo había pasado el día y los planes que había hecho para la partida.
—Es como si me hubiera venido la inspiración —le dijo—. ¿Por qué esperar aquí hasta que se resuelva el asunto del divorcio? ¿Acaso no da lo mismo que nos vayamos al campo? No puedo seguir esperando aquí. No quiero hacerme ilusiones, prefiero no oír hablar más de ese tema. He decidido que ese asunto deje de tener influencia en mi vida. ¿Estás de acuerdo?
—¡Pues claro! —respondió Vronski, mirando con inquietud el rostro alterado de Anna.
—¿Qué has estado haciendo? ¿Y a quién has visto? —preguntó Anna, al cabo de una breve pausa.
Vronski nombró a los invitados.
—La comida ha sido excelente, y lo mismo cabe decir de la regata y de todo lo demás. Pero en Moscú la gente no puede pasarse sin hacer el ridicule. Apareció una señora, maestra de natación de la reina de Suecia, y mostró a los presentes su arte.
—¿Quieres decir que se puso a nadar? —preguntó Anna, frunciendo el ceño.
—En una especie de costume de natation[33] rojo. No puedes imaginarte qué mujer tan vieja y monstruosa. Bueno, ¿cuándo nos vamos?
—¡Qué fantasía tan estúpida! ¿Nadaba al menos de un modo especial? —dijo Anna, sin responder a la pregunta de Vronski.
—En absoluto. Como te digo, una cosa completamente estúpida. Entonces, ¿cuándo quieres que nos vayamos?
Anna sacudió la cabeza, como si quiera ahuyentar un pensamiento desagradable.
—¿Cuándo? Pues cuanto antes mejor. Mañana ya no nos dará tiempo. Pero podemos marcharnos pasado mañana.
—Vale… No, espera. Pasado mañana es domingo, y tengo que ir a visitar a maman —dijo Vronski, turbándose porque, nada más nombrar a su madre, había notado que Anna le miraba fijamente con aire de sospecha. Se puso colorada y se apartó de su lado. Ya no se trataba de la profesora de natación de la reina de Suecia, sino de la princesa Sorókina, que vivía en los alrededores de Moscú con la condesa Vrónskaia.
—¿Y por qué no vas mañana? —preguntó.
—¡Imposible! Tiene que entregarme los poderes y el dinero, y no estarán listos mañana —replicó Vronski.
—En tal caso más vale que no nos vayamos.
—Pero ¿por qué?
—Porque yo no me voy más tarde. ¡El lunes o nunca!
—No lo entiendo —exclamó Vronski, como si estuviera sorprendido—. ¡No tiene sentido!
—Para ti no tiene sentido porque no te importo nada. No quieres entender mi vida. De lo único de lo que me ocupaba aquí era de Hanna. Y tú dices que es todo hipocresía. Ayer me dijiste que no quiero a mi hija, que finjo cariño por esa inglesa y que eso no es natural. ¡Me gustaría saber qué vida puede ser natural para mí en este lugar!
Por un instante recobró el juicio y se horrorizó de haber hecho lo contrario de lo que se había propuesto. Pero, aun sabiendo que se estaba labrando su propia ruina, no podía contenerse, no podía dejar de demostrarle lo injusto que era, no podía someterse a él.
—Yo nunca dije tal cosa. Me limité a comentar que no me gustaba ese cariño repentino.
—¿Por qué no dices la verdad, cuando siempre estás alardeando de ser tan sincero?
—Yo no miento nunca ni alardeo de nada —dijo Vronski en voz baja, intentando contener la ira que hervía en su interior—. Lamento mucho que no respetes…
—El respeto se ha inventado para ocultar el lugar vacío que debía ocupar el amor. Si ya no me quieres, lo mejor y más noble sería que me lo dijeras.
—¡Esto ya no hay quien lo aguante! —gritó Vronski, levantándose de la silla. Y, deteniéndose delante de ella, dijo lentamente—: ¿Por qué pones a prueba mi paciencia? —Por la cara que puso, parecía evidente que podría haber dicho muchas cosas más, pero se contuvo—. Te aseguro que tiene un límite.
—¿Qué quieres decir con eso? —gritó Anna, examinando con horror la manifiesta expresión de odio que se reflejaba en toda su cara, y de manera especial en los ojos amenazantes y crueles.
—Quiero decir… —empezó Vronski, pero se detuvo—. Lo que me gustaría saber es lo que pretendes de mí.
—¿Y qué voy a pretender? Únicamente que no me abandones, como piensas hacer —respondió Anna, comprendiendo lo que Vronski no se había atrevido a decir—. Pero no, la verdad es que eso ha pasado ahora a un segundo plano. Lo que deseo es que me ames, pero tú ya no me quieres. Por lo tanto, todo ha terminado.
Anna se dirigió a la puerta.
—¡Espera! ¡Es… pera! —exclamó Vronski, sin distender el tortuoso pliegue de las cejas, sujetándola por un brazo—. ¿A qué viene todo esto? Te he dicho que hay que aplazar la partida tres días y tú me has contestado que miento y que no soy de fiar.
—Sí, y repito que un hombre que me reprocha haberlo sacrificado todo por mí —dijo, recordando otro comentario de una discusión previa—, no es que no sea de fiar, es que no tiene corazón.
—¡No puedo más! ¡He llegado al límite de mi paciencia! —gritó y se apresuró a soltarle el brazo.
«Es evidente que me odia —pensó Anna, y salió de la habitación con pasos inseguros, sin pronunciar palabra ni volverse—. Y más seguro aún es que se ha enamorado de otra mujer —se dijo, entrando en su cuarto—. Quiero amor, pero él no me ama. Por lo tanto, todo ha terminado —repitió las mismas palabras que había dicho antes—. Hay que acabar con esto. Pero ¿cómo?», se preguntó, sentándose delante del espejo.
Le asaltaron diversos pensamientos: ¿adónde podría ir, a casa de la tía que la había educado, con Dolly o simplemente al extranjero, ella sola?; ¿qué estaría haciendo Vronski en su despacho?; ¿habría sido definitiva esa discusión o sería posible una reconciliación?; ¿qué dirían ahora de ella sus antiguas amistades petersburguesas?; ¿cómo interpretaría Alekséi Aleksándrovich lo sucedido? Se le pasaron por la cabeza muchas otras cosas sobre lo que sucedería después de la ruptura, pero no se entregó a ellas de todo corazón. Había en su alma una idea vaga que le interesaba, pero no acababa de formularla con claridad. Al pensar de nuevo en Alekséi Aleksándrovich, le vino a la memoria la época en que había estado tan enferma, después de dar a luz, y esa sensación que entonces no la abandonaba ni un instante: «¿Por qué no me habré muerto?». Recordó las palabras que había pronunciado en aquella ocasión y el sentimiento que las había suscitado. Y de pronto la idea que le había estado rondado cobró forma. Sí, eso lo resolvería todo: «¡Sí, morir!»…
«La muerte lo borraría todo: la deshonra y el oprobio de Alekséi Aleksándrovich y de Seriozha, y mi horrible vergüenza. Si muero, Vronski se arrepentirá, se apiadará, me amará y sufrirá por mí». Seguía sentada en la silla, con una sonrisa de compasión por sí misma, quitándose y poniéndose los anillos de la mano izquierda, mientras se representaba con enorme vivacidad, desde distintos ángulos, los sentimientos que embargarían a Vronski después de su muerte.
Un rumor de pasos que se acercaban la distrajo. Era Vronski. Fingiendo que estaba poniendo los anillos en su sitio, ni siquiera le miró.
Vronski se acercó y, cogiéndole la mano, dijo en voz baja:
—Anna, vámonos pasado mañana, si quieres. Estoy de acuerdo con todo —Anna guardaba silencio—. ¿Qué pasa? —preguntó Vronski.
—Ya lo sabes —exclamó Anna, y en ese momento, incapaz de seguir dominándose, estalló en sollozos—. ¡Abandóname de una vez! ¡Déjame! —decía entre lágrimas—. Me marcharé mañana… Y no me detendré ahí. ¿Quién soy yo? Una mujer depravada. Una carga para ti. ¡No quiero atormentarte! ¡No quiero! Te dejo libre. ¡No me quieres! ¡Te has enamorado de otra!
Vronski le suplicó que se tranquilizara y le aseguró que sus celos no tenían el menor fundamento, que nunca había dejado ni dejaría de quererla, que la quería más que antes.
—Anna, ¿por qué te atormentas de ese modo y me atormentas a mí? —preguntó, besándole las manos.
En ese momento su rostro expresaba ternura, y a Anna le pareció que había lágrimas en su voz y que tenía las manos húmedas. Por un instante sus celos desesperados se transformaron en una ternura apasionada e incontrolable. Lo abrazó y le cubrió de besos la cabeza, el cuello, las manos.