Stepán Arkádevich se sentía completamente desorientado oyendo todas esas razones, que tan nuevas y extrañas le parecían. La complejidad de la vida de San Petersburgo solía ejercer un efecto excitante sobre él, sacándolo de la modorra moscovita. Pero tales complejidades le gustaban y le resultaban comprensibles en ambientes cercanos y conocidos. En cambio, en ese círculo ajeno estaba confundido, desconcertado y perdido. Al escuchar a la condesa Lidia Ivánovna y sentir clavados en él los hermosos ojos de Landau, ingenuos o maliciosos —no acababa de saberlo—, empezó a notar una peculiar pesadez en la cabeza.
Los pensamientos más diversos se entreveraban en su imaginación. «Marie Sánina se alegra de que se haya muerto su hijo… Qué bien estaría fumarse ahora un cigarro… Para salvarse basta con creer, y los monjes no saben nada de eso, sólo la condesa Lidia Ivánovna… ¿Y a qué se deberá esta pesadez que siento en la cabeza? ¿Al coñac o a lo extraño que es todo esto para mí? En cualquier caso, creo que hasta el momento no he hecho nada inconveniente. De todos modos, no puedo pedirle nada. He oído decir que te obligan a rezar. Con tal de que no me pidan nada semejante. Sería demasiado estúpido. ¿Y qué bobada es eso que está leyendo? Aunque lo cierto es que pronuncia bien. Landau es Bezzúbov. ¿Por qué?». De pronto sintió que la mandíbula inferior empezaba a torcerse en un bostezo irrefrenable. Se atusó las patillas, se tapó la boca y se removió en su asiento. Pero acto seguido se dio cuenta de que estaba ya durmiendo y a punto de roncar. Se despertó en el preciso instante en que la voz de la condesa decía: «Se ha dormido».
Stepán Arkádevich se estremeció asustado, sintiéndose culpable y cogido en falta. Pero se tranquilizó en seguida, al comprobar que esas palabras no se referían a él, sino a Landau. El francés se había quedado dormido, igual que él. Pero, mientras que el sueño de Stepán Arkádevich les habría ofendido (por lo demás, ni siquiera había pensado en ello, tan extraño le resultaba todo), el de Landau les puso contentísimos, sobre todo a la condesa Lidia Ivánovna.
—Mon ami —dijo, y, tratando de no hacer ruido, recogió los pliegues de su vestido de seda. Tan excitada estaba que llamó a Karenin mon ami, en lugar de Alekséi Aleksándrovich—. Donnez lui la main. Vous voyez?[29] ¡Chiss! —le chistó al lacayo, que entraba de nuevo—. No recibo a nadie.
El francés dormía o fingía dormir, con la cabeza recostada en el respaldo del sillón, mientras la mano sudorosa, apoyada en la rodilla, hacía ligeros movimientos, como si quisiera coger algo. Alekséi Aleksándrovich trató de levantarse con cuidado, pero tropezó con la mesa; a continuación dio unos pasos y puso su mano en la del francés. Stepán Arkádevich también se levantó y, abriendo mucho los ojos, para cerciorarse de que estaba despierto, se quedó mirando tan pronto a uno como a otro. Todo eso era real. Su confusión iba en aumento.
—Que la personne qui est arrivée la dernière, celle qui demande, qu’elle sorte! Qu’elle sorte![30] —murmuró el francés, sin abrir los ojos.
—Vous m’excuserez, mais vous voyez… Revenez vers dix heures, encore mieux demain[31].
—C’est moi, n’est ce pas?[32]
Y, tras recibir una respuesta afirmativa, Stepán Arkádevich, olvidando lo que quería pedirle a Lidia Ivánovna y el asunto de su hermana, con el único deseo de marcharse de allí cuanto antes, abandonó de puntillas la sala y salió corriendo a la calle, como si estuviera escapando de una casa infestada por la peste. Una vez allí, pasó un buen rato hablando y bromeando con un cochero, con la intención de recobrar la serenidad lo antes posible.
En el Teatro Francés, adonde llegó a tiempo para asistir al último acto, y más tarde, en el restaurante tártaro, delante de una botella de champán, Stepán Arkádevich volvió a sentirse en su ambiente y recobró un tanto el buen humor. Pero de todos modos, se sintió incómodo a lo largo de toda la velada.
De vuelta en casa de Piotr Oblonski, donde se había alojado, se encontró con una nota de Betsy en la que le decía que ardía en deseos de concluir la conversación que habían iniciado y le rogaba que fuera a verla al día siguiente. Apenas había tenido tiempo de leer la nota, cuyo contenido le había hecho fruncir el ceño, cuando le llegó de la planta de abajo un molesto rumor de pasos, como si algunas personas estuvieran arrastrando un objeto pesado por el suelo.
Stepán Arkádevich salió de la habitación para echar un vistazo. Era el rejuvenecido Piotr Oblonski. Estaba tan borracho que no era capaz de subir por la escalera. Pero, al ver a Stepán Arkádevich, ordenó que lo pusieran de pie y, apoyándose en él, se dirigió a su cuarto, donde empezó a contarle cómo había pasado la velada, aunque no tardó en quedarse dormido.
Stepán Arkádevich estaba desanimado, algo que le sucedía rara vez, y tardó mucho tiempo en dormirse. Todas las imágenes que se le pasaban por la cabeza le desagradaban, pero lo que más le repugnaba, porque se le antojaba algo vergonzoso, era el recuerdo de la velada en casa de la condesa Lidia Ivánovna.
Al día siguiente recibió una nota de Alekséi Aleksándrovich en la que le comunicaba que se negaba en redondo a concederle el divorcio a Anna, y comprendió que la decisión se la había inspirado lo que le había dicho el francés mientras dormía o fingía dormir.