XXI

Después de una opípara comida en casa de Bartnianski, en cuya compañía bebió una gran cantidad de coñac, Stepán Arkádevich entró en la residencia de la condesa Lidia Ivánovna, sólo unos minutos más tarde de la hora señalada.

—¿Quién está todavía con la condesa? ¿El francés? —preguntó Stepán Arkádevich al portero, examinando el abrigo de Alekséi Aleksándrovich, que conocía bien, y otro extraño y muy sencillo, con broches.

—La acompañan Alekséi Aleksándrovich Karenin y el conde Bezzúbov —respondió el portero con gravedad.

«La princesa Miágkaia estaba en lo cierto —pensó Stepán Arkádevich, mientras subía por la escalera—. ¡Qué extraño! En cualquier caso, me vendría bien trabar amistad con ella. Tiene una influencia enorme. Bastaría que le dijera una palabra a Pomorskói y tendría el puesto asegurado».

Aunque fuera había todavía mucha luz, en el saloncito de la condesa Lidia Ivánovna estaban echadas las cortinas y lucían ya las lámparas.

Alrededor de una mesa redonda, bajo una de las lámparas, estaban sentados la condesa y Alekséi Aleksándrovich, hablando de alguna cuestión en voz baja. Un hombre enjuto, atractivo, muy pálido, bajo de estatura, con caderas femeninas, piernas torcidas, hermosos ojos brillantes y cabellos largos, que caían sobre el cuello de la levita, estaba en el otro extremo de la habitación, observando los retratos que colgaban de la pared. Después de saludar a la dueña de la casa y a Alekséi Aleksándrovich, Stepán Arkádevich no pudo por menos de mirar otra vez al desconocido.

—¡Monsieur Landau! —exclamó la condesa, dirigiéndose a ese hombre con una delicadeza y una cautela que sorprendieron a Oblonski.

A continuación los presentó.

Landau se volvió apresuradamente, se acercó con una sonrisa en los labios, puso su mano inerte y sudorosa en la mano que Oblonski le tendía y se alejó en seguida para seguir contemplando los retratos. La condesa y Alekséi Aleksándrovich intercambiaron una mirada significativa.

—Me alegro mucho de verle, sobre todo hoy —dijo la condesa Lidia Ivánovna a Stepán Arkádevich, indicándole un asiento al lado de Karenin—. Al presentárselo, le he dicho que se llama Landau —añadió en voz baja, mirando primero al francés y luego a Alekséi Aleksándrovich—, pero en realidad es el conde Bezzúbov, como probablemente sepa usted. Lo que pasa es que no le gusta ese título.

—Sí, estoy enterado —respondió Stepán Arkádevich—. Según he oído decir, ha curado completamente a la princesa Bezzúbova.

—¡Ha estado hoy en mi casa! ¡Daba tanta pena verla! —exclamó la condesa, dirigiéndose a Alekséi Aleksándrovich—. Esta separación es horrible para ella. ¡No sé si va a soportar el golpe!

—Entonces, ¿está decidido a partir? —preguntó Alekséi Aleksándrovich.

—Sí, se marcha a París. Ayer oyó una voz —dijo la condesa Lidia Ivánovna, mirando a Stepán Arkádevich.

—¡Ah, una voz! —repitió Oblonski, dándose cuenta de que debía ser extremadamente cuidadoso en ese lugar, en el que habían sucedido o estaban a punto de suceder acontecimientos extraordinarios, cuya clave no poseía.

Después de unos instantes de silencio, la condesa Lidia Ivánovna decidió abordar el tema principal de la conversación y, con una sonrisa sutil, preguntó a Oblonski:

—Hace tiempo que le conozco a usted y me alegro de tratarlo más a fondo. Les amis de nos amis sont nos amis[26]. Pero, para ser amigo de alguien, es preciso saber lo que pasa en su alma, y me temo que usted no está al tanto de los sentimientos de Alekséi Aleksándrovich. ¿Entiende lo que quiero decir? —preguntó, alzando sus hermosos ojos pensativos.

—Hasta cierto punto, condesa, la situación de Alekséi Aleksándrovich… —dijo Oblonski, que no acababa de entender del todo y, por tanto, prefería hablar en general.

—El cambio no afecta a la situación externa —dijo la condesa Lidia Ivánovna con gravedad, al tiempo que seguía con una mirada llena de amor a Alekséi Aleksándrovich, que se había levantado y se acercaba a Landau—. Lo que ha cambiado es su corazón, que desde hace algún tiempo es completamente distinto. Me temo que no ha apreciado usted en su justa medida el cambio que se ha operado en su interior.

—En líneas generales, puedo hacerme una idea de ese cambio. Siempre hemos sido amigos y ahora… —dijo Stepán Arkádevich, respondiendo a la mirada de la condesa con una mirada tierna, mientras se preguntaba con cuál de los dos ministros tendría mejor relación, para determinar a quién debía pedirle que le recomendara.

—El cambio que se ha producido en él no puede debilitar sus sentimientos de amor por el prójimo; al contrario, debe fortalecerlos. Pero tengo miedo de que no me comprenda usted. ¿Le apetece un poco de té? —preguntó, señalando con la mirada a un criado que servía el té en una bandeja.

—No me apetece mucho, condesa. Desde luego, la desgracia que ha sufrido…

—Sí, una desgracia que se ha convertido en la dicha más alta, cuando su corazón se ha renovado y se ha llenado de Él —dijo la condesa, mirando afectuosamente a Stepán Arkádevich.

«Creo que puedo pedirle que hable con los dos», pensó Oblonski.

—¡Ah, naturalmente, condesa! —replicó—, pero, en mi opinión, esos cambios son tan íntimos que a nadie le gusta hablar de ellos, ni siquiera a la persona más próxima.

—¡Al contrario! Debemos hablar y ayudarnos unos a otros.

—Sí, no cabe duda, pero a veces las convicciones difieren; además… —objetó Oblonski con una delicada sonrisa.

—No puede haber diferencias cuando se trata de la verdad sagrada.

—Así es, desde luego, pero… —Stepán Arkádevich se turbó y guardó silencio. Había comprendido que la condesa estaba hablando de religión.

—Me parece que está a punto de quedarse dormido —susurró Alekséi Aleksándrovich con aire significativo, acercándose a Lidia Ivánovna.

Stepán Arkádevich se volvió. Landau se había sentado al pie de la ventana, la cabeza baja, el cuerpo reclinado en el respaldo y el brazo del sillón. Al notar que era el centro de todas las miradas, levantó la cabeza y esbozó una sonrisa ingenua e infantil.

—No le preste atención —le respondió Lidia Ivánovna y, con un ligero movimiento, le acercó una silla a Alekséi Aleksándrovich—. He observado… —empezó a decir, pero en ese momento entró un lacayo con una carta. Lidia Ivánovna leyó rápidamente la nota y, después de disculparse, escribió la respuesta con sorprendente celeridad, se la entregó al criado y volvió a la mesa—. He observado —prosiguió— que los moscovitas, sobre todo los hombres, son muy indiferentes en materia de religión.

—Nada de eso, condesa. Me parece que los moscovitas tienen fama de ser muy firmes en su fe —objetó Stepán Arkádevich.

—Sí, pero, si no me equivoco, usted, por desgracia, pertenece a los indiferentes —dijo Alekséi Aleksándrovich, con una sonrisa cansada, dirigiéndose a él.

—¡Cómo se puede ser indiferente! —exclamó Lidia Ivánovna.

—No es que sea indiferente, sino que estoy a la espera —dijo Stepán Arkádevich con la mejor de sus sonrisas—. Creo que todavía no me ha llegado el momento de reflexionar sobre esas cuestiones.

Alekséi Aleksándrovich y Lidia Ivánovich se miraron.

—No es posible saber si nos ha llegado o no el momento —dijo Alekséi Aleksándrovich con severidad—. No debemos pensar si estamos preparados o no: la gracia no se guía por consideraciones humanas. A veces no desciende sobre quienes la buscan, sino sobre los que no están preparados, como Saulo.

—No, parece que aún no ha llegado el momento —dijo Lidia Ivánovna, que seguía con la vista los movimientos del francés.

Landau se levantó y se acercó a ellos.

—¿Me permiten que les escuche? —preguntó.

—Pues claro. No quería molestarle —dijo Lidia Ivánovna, mirándole con ternura—. Siéntese con nosotros.

—Lo único que debe hacer uno es no cerrar los ojos para no verse privado de la luz —prosiguió Alekséi Aleksándrovich.

—¡Ah, si supiera usted la felicidad que nos embarga cuando sentimos su presencia constante en nuestra alma! —exclamó la condesa Lidia Ivánovna, con una sonrisa beatífica.

—Pero el hombre a veces puede sentirse incapaz de elevarse a semejantes alturas —dijo Stepán Arkádevich, sintiendo que actuaba contra su propia conciencia al conceder a la religión ese carácter elevado. Pero lo cierto es que no se atrevía a confesar que era un librepensador delante de la persona que con una sola palabra a Pomorskói podía conseguir que le concedieran el puesto que tanto ambicionaba.

—¿Quiere usted decir que se lo impide el pecado? —preguntó Lidia Ivánovna—. Pues se equivoca usted. Para los creyentes el pecado no existe. Ya han redimido todos sus pecados. Pardon —añadió, mirando al criado, que entraba con otra nota. La leyó y respondió de palabra—: Dígale que mañana en casa de la gran duquesa… Para los creyentes el pecado no existe —prosiguió con su argumentación.

—Sí, pero la fe sin obras está muerta —dijo Stepán Arkádevich, recordando esa frase del catecismo. Ya sólo defendía su independencia con la sonrisa.

—Otra vez ese pasaje de la epístola del apóstol Santiago —exclamó Alekséi Aleksándrovich, dirigiéndose con cierto aire de reproche a Lidia Ivánovna, como si lo hubieran hablado más de una vez—. ¡Cuánto daño habrá hecho una interpretación errónea de esos versículos! Nada aleja tanto a la gente de la fe como esa interpretación. «Sin obras no puedo creer». En ninguna parte se dice eso, sino todo lo contrario.

—Sufrir por Dios, salvar el alma por medio de trabajos y ayunos —dijo la condesa Lidia Ivánovna con un profundo desprecio y repugnancia—. Así son las bárbaras ideas de nuestros monjes… Estas cosas no se dicen ya en ninguna parte. Todo es mucho más fácil y sencillo —añadió, mirando a Oblonski con la misma sonrisa benigna con que animaba en la corte a las jóvenes damas de honor, desconcertadas por el nuevo ambiente.

—Estamos salvados por Cristo, que murió por nosotros. Estamos salvados por la fe —confirmó Alekséi Aleksándrovich, asintiendo con la mirada a las palabras de la condesa.

Vous comprenez l’anglais?[27] —preguntó Lidia Ivánovna y, tras recibir una respuesta afirmativa, se levantó y se puso a rebuscar entre los libros del estante—. Quiero leerle Safe and Happy o Under the Wing[28] —dijo, mirando con aire inquisitivo a Karenin. Una vez que encontró el libro, volvió a sentarse en su sitio y lo abrió—. Es un pasaje muy breve. Se describe el camino que debe seguirse para alcanzar la fe y la felicidad, más elevada que cualquier bien terrestre, que embarga entonces al alma. El creyente no puede ser desdichado porque no está solo. Ahora lo verá usted. —Se disponía ya a leer cuando de nuevo entró el criado—. ¿La señora Borózdina? Dígale que mañana a las dos. Sí —añadió, marcando con el dedo la página correspondiente y mirando al frente con sus hermosos ojos pensativos—. Así es como actúa la fe verdadera. ¿Conoce usted a Marie Sánina? ¿Está al tanto de su desgracia? Después de perder a su único hijo, estaba desesperada. ¿Y qué cree usted que pasó? Pues que encontró a ese Amigo y ahora da gracias a Dios por la muerte de su hijo. ¡Ésa es la felicidad que da la fe!

—Ah, sí, es muy… —dijo Stepán Arkádevich, satisfecho de que la condesa se dispusiera a leerle algo, pues eso le daría la posibilidad de poner en claro sus ideas. «Creo que lo mejor será no pedirle nada ahora —pensaba—. Lo importante es salir de aquí sin haber embarullado las cosas».

—Al no saber inglés, lo va a encontrar usted aburrido —dijo Lidia Ivánovna, dirigiéndose a Landau—, pero es un pasaje breve.

—Ah, lo entenderé —dijo Landau con la misma sonrisa y cerró los ojos.

Alekséi Aleksándrovich y Lidia Ivánovna intercambiaron una mirada significativa, y acto seguido dio comienzo la lectura.