XIX

Stepán Arkádevich se disponía a marcharse cuando Kornéi entró en la habitación y anunció:

—¡Serguéi Alekséievich!

«¿Quién es Serguéi Alekséievich?», estuvo a punto de preguntar Stepán Arkádevich, pero en ese momento comprendió:

—¡Ah! Pero ¡si es Seriozha! —exclamó—. Al oír Serguéi Alekséievich pensé que era el director de un departamento.

«Anna me pidió que lo viera», se dijo.

Y recordó la expresión tímida y lastimosa con que Anna, antes de despedirlo, le había dicho: «Probablemente lo verás. Procura recabar todos los detalles que puedas: dónde está, quién se ocupa de él. Y, si fuera posible, Stiva… Porque se podrá arreglar, ¿verdad?». Stepán Arkádevich sabía lo que significaba ese «si fuera posible»: si fuera posible que le concedieran la custodia de su hijo en caso de obtener el divorcio… Stepán Arkádevich se daba cuenta de que no podía pensarse siquiera en esa solución, pero de todos modos se alegró de ver a su sobrino.

Alekséi Aleksándrovich le recordó a su cuñado que no le hablaban nunca al niño de su madre y le pidió que no la nombrara.

—Estuvo muy enfermo después de aquel encuentro imprevisto con su madre —añadió—. Hasta temimos por su vida. Pero, gracias a un tratamiento juicioso, acompañado de baños de mar en verano, ha recobrado la salud. Ahora, siguiendo el consejo del médico, lo he enviado al colegio. Y lo cierto es que la influencia de sus compañeros se ha revelado muy beneficiosa. Ahora goza de excelente salud y estudia muy bien.

—Pero ¡si está hecho todo un hombrecito! ¡Ya no es Seriozha, sino Serguéi Alekséievich! —exclamó Stepán Arkádevich con una sonrisa, mirando al niño guapo y ancho de espaldas, vestido con chaqueta azul y pantalones largos, que entró en la habitación con determinación y desenvoltura. El muchacho tenía un aspecto saludable y alegre. Saludó a su tío como si fuera un extraño, pero, al reconocerlo, se ruborizó y se volvió apresuradamente, como ofendido y enfadado por algo. A continuación se acercó a su padre y le entregó las notas del colegio.

—No está mal —dijo el padre—. Puedes irte.

—Ha adelgazado y ha crecido. Ya no es un niño, sino todo un muchacho —dijo Stepán Arkádevich—. ¿Te acuerdas de mí?

El muchacho se volvió bruscamente hacia su padre.

—Sí, mon oncle[23] —respondió, mirando a su tío, y a continuación bajó los ojos.

Oblonski le dijo que se acercara y le cogió la mano.

—Bueno, ¿cómo te van las cosas? —preguntó, con ganas de iniciar una conversación, pero sin saber qué decirle.

Ruborizándose y sin responder, el muchacho se zafó poco a poco de la mano que le sujetaba su tío. En cuanto Stepán Arkádevich le soltó, miro con aire inquisitivo a su padre, como un pajarillo que acaba de recobrar la libertad, y salió de la habitación con paso ligero.

Había pasado un año desde que Seriozha vio por última vez a su madre. Desde entonces, no había vuelto a saber de ella. Ese mismo año había ingresado en el colegio, donde había llegado a conocer y a apreciar a sus compañeros. Había logrado desembarazarse del recuerdo de su madre, que tanto le había perseguido después de su encuentro con ella y que había sido la causa de su enfermedad. Cuando esas imágenes volvían a asaltarle, las expulsaba de su cabeza sin contemplaciones, pues ahora las consideraba vergonzosas, propias de niñas, no de un muchacho que tenía ya amigos en el colegio. Sabía que su madre y su padre habían discutido y se habían separado; sabía también que tenía que quedarse con su padre y trataba de hacerse a la idea.

Le desagradó ver a su tío, que se parecía a su madre, porque despertó en su interior esos recuerdos que juzgaba vergonzosos. Además, por algunas palabras que oyó mientras esperaba a la puerta del despacho y, sobre todo, por la expresión de ambos, comprendió que habían estado hablando de su madre. Y eso le desagradó aún más. Para no culpar a su padre, con el que vivía y del que dependía, y, principalmente, para no entregarse a esa sensibilidad que consideraba tan humillante, Seriozha había tratado de no mirar a su tío, que había venido para destruir su serenidad, y de no pensar en lo que su presencia le recordaba.

Pero, cuando Stepán Arkádevich, que había salido detrás de él, lo vio en la escalera, lo llamó y le preguntó qué hacía en el colegio entre clase y clase, Seriozha, que ya no se sentía cohibido por la presencia de su padre, se puso a charlar con él.

—Ahora jugamos a los trenes —dijo, respondiendo a su pregunta—. Mire, esto es lo que hacemos: dos se sientan en un banco. Son los pasajeros. Y uno se queda de pie delante del banco. Luego los tres se unen, bien dándose la mano o con los cinturones, y se ponen a dar vueltas por todas las salas. Pero primero hay que abrir las puertas. ¡Y qué difícil es hacer de revisor!

—¿Es el que se queda de pie? —preguntó Stepán Arkádevich con una sonrisa.

—En efecto. Se necesitan mucha valentía y mucha habilidad. Sobre todo cuando el tren se detiene de pronto o alguien se cae.

—Sí, no es ninguna broma —dijo Stepán Arkádevich, contemplando con tristeza los ojos vivaces del muchacho, tan parecidos a los de su madre, de los que había desaparecido ya esa inocencia propia de la infancia. Y, aunque le había prometido a Alekséi Aleksándrovich que no le hablaría de Anna, no pudo contenerse.

—¿Te acuerdas de tu madre? —le preguntó de pronto.

—No, no me acuerdo —se apresuró a responder Seriozha y, poniéndose como la grana, bajó la vista. A partir de ese momento su tío no pudo sacar ya nada de él.

Al cabo de media hora, el preceptor eslavo encontró a su alumno en la escalera y tardó un buen rato en comprender si estaba enfadado o lloraba.

—Seguramente te has caído y te has hecho daño —dijo—. Ya te decía yo que ese juego era peligroso. Hay que decírselo al director.

—Si me hubiera hecho daño, nadie lo habría notado. Puede darlo por seguro.

—Entonces, ¿qué te pasa?

—¡Déjeme!… Que si me acuerdo, que si no me acuerdo… ¿A él qué le importa? ¿Por qué iba a acordarme? ¡Déjeme en paz! —exclamó, pero ya no se dirigía a su preceptor, sino al mundo entero.