No hay condiciones, por duras que sean, a las que el hombre no pueda habituarse, sobre todo si se convence de que todos los que le rodean viven del mismo modo. Sólo tres meses antes, Levin no se habría creído capaz de conciliar el sueño en la situación en la que se encontraba ahora, llevando una vida sin objeto y sin sentido, y además por encima de sus medios, después de haberse emborrachado (no podía llamar de otro modo lo que había sucedido en el casino), de sus peregrinas relaciones amistosas con un hombre del que antaño se había enamorado su esposa y de haber cometido la extravagancia de visitar a una mujer que sólo podía calificar de perdida, de la que había quedado prendado, con lo que había hecho sufrir a su mujer. ¡Cómo era posible que pudiera dormirse tranquilamente en tales circunstancias! Pero el cansancio, la última noche en vela y el vino consumido acabaron imponiéndose a cualquier otra consideración, y al poco rato ya estaba roncando a pierna suelta.
A las cinco el chirrido de una puerta lo despertó. Se incorporó de un salto y miró a su alrededor. Kitty no estaba a su lado. Pero al otro lado del tabique había una luz que se movía y Levin oyó los pasos de su mujer.
—¿Qué pasa?… ¿Qué pasa? —preguntó medio dormido—. ¡Kitty! ¿Qué pasa?
—Nada —respondió ésta, entrando con una vela en la mano—. Nada. No me encontraba bien —dijo, con una sonrisa especialmente amable y significativa.
—¿Qué? ¿Ha empezado ya? ¿Ha empezado? —exclamó Levin asustado—. Hay que ir a buscar a la partera —añadió, vistiéndose a toda prisa.
—No, no —replicó Kitty, risueña, reteniéndole con un gesto de la mano—. Seguro que no es nada. Simplemente sentía un leve malestar. Ya se me ha pasado.
Se acercó a la cama, apagó la vela, se acostó y se quedó quieta. Aunque su forma tan silenciosa de respirar, como si estuviera reteniendo el aliento, y, sobre todo, la expresión de especial ternura y excitación con que, surgiendo del otro lado del tabique, le había dicho que no pasaba nada, le habían parecido sospechosas, tenía tanto sueño que se quedó inmediatamente dormido. Sólo más tarde recordó esa respiración sosegada y comprendió todo lo estaba sucediendo en esa alma dulce y tan querida, mientras, sin moverse de su sitio, acurrucada a su lado, esperaba el acontecimiento más importante en la vida de una mujer. A las siete lo despertó el contacto de la mano de ella en su hombro y un delicado susurro. Era como si Kitty luchara entre el pesar de despertarlo y el deseo de hablar con él.
—Kostia, no te asustes. No es nada. No tengo ningún miedo. Pero me parece… que sería mejor ir en busca de Yelizaveta Petrovna. —La vela estaba de nuevo encendida. Kitty, sentada en la cama, tenía en la mano la labor de la que se había ocupado en los últimos días—. Te ruego que no te asustes, no es nada. No tengo ningún miedo —añadió al ver la expresión atemorizada de su marido, le apretó la mano contra su pecho y luego se la llevó a los labios.
Levin se incorporó a toda prisa, sin reparar apenas en lo que hacía, se puso la bata y se quedó inmóvil, sin dejar de mirarla. Tenía que irse, pero no podía sustraerse al influjo de su mirada. Le gustaba su cara, y conocía su expresión y su mirada, pero nunca la había visto así. ¡Qué odioso y repugnante se sintió cuando recordó cómo la había hecho sufrir la víspera, cuando estaba delante de él, como ahora! Su rostro de mejillas sonrosadas, rodeado de suaves cabellos que se escapaban por debajo del gorro de dormir, irradiaba alegría y determinación.
Aunque el carácter de Kitty, en general, era ajeno a toda suerte de sofisticación y convencionalismo, Levin se sorprendió de lo que se le revelaba ahora, cuando de pronto se alzaron todos los velos y lo más recóndito de su alma resplandeció en sus ojos. Y, rodeada de esa suerte de sencillez desnuda, reconocía mejor aún a la mujer que amaba. Lo miraba sonriendo; pero de pronto frunció las cejas, levantó la cabeza y, acercándose rápidamente, le cogió de la mano y se apretó contra él, envolviéndole en su cálido aliento. Kitty sufría y era como si se quejase de sus dolores. En un primer momento, por costumbre, Levin se sintió culpable. Pero la mirada de su mujer, llena de ternura, le aclaró que, lejos de reprocharle nada, le quería por esos padecimientos. «Entonces, si no tengo yo la culpa, ¿quién la tiene?», pensó involuntariamente, buscando al responsable de esos sufrimientos para castigarlo. Pero no había ninguno. Kitty sufría, se lamentaba y triunfaba de esos sufrimientos, se alegraba de ellos, les estaba agradecida. Levin se daba cuenta de que en el alma de su esposa se estaba produciendo un acontecimiento grandioso, aunque no sabía exactamente qué. Era algo que estaba por encima de su comprensión.
—Voy a avisar a mamá. Tú vete a buscar cuanto antes a Yelizaveta Petrovna… ¡Kostia! No es nada, ya ha pasado.
Se apartó de Levin y llamó a su doncella.
—Bueno, ya puedes marcharte. Pasha vendrá en seguida. Me encuentro mejor.
Y Levin vio con estupor que retomaba la labor de la que se había ocupado por la noche.
Mientras salía por una puerta, oyó que la doncella entraba por la otra. Se detuvo en el umbral, escuchó las órdenes detalladas que le daba Kitty y vio cómo entre las dos trasladaban la cama a otro lugar.
Levin se vistió y, mientras enganchaban los caballos, ya que a esas horas no había manera de encontrar un coche de alquiler, volvió corriendo al dormitorio, y no de puntillas, sino en volandas, según le pareció. Dos criadas, con aire de preocupación, cambiaban de sitio alguna cosa. Kitty se paseaba de un lado para otro, moviendo la aguja con rapidez, y no dejaba de dar órdenes.
—Me voy a casa del médico. Ya he enviado a alguien en busca de Yelizaveta Petrovna, pero de todos modos pasaré también por allí. ¿Necesitas alguna otra cosa? ¿Quieres que avise a Dolly?
Kitty se lo quedó mirando. Era evidente que no había escuchado nada de lo que le había dicho.
—Sí, sí. Vete, vete —dijo apresuradamente, frunciendo el ceño y apartándolo con un gesto de la mano.
Levin se disponía a entrar ya en el salón cuando de pronto oyó un gemido lastimero, que se apagó en seguida. Se detuvo y pasó un buen rato inmóvil, incapaz de comprender.
«Pero si ha sido ella», se dijo y, llevándose las manos a la cabeza, bajó corriendo las escaleras.
—¡Señor, ten piedad! ¡Perdónanos, ayúdanos!
Aunque no era creyente, repitió varias veces esas palabras, que, no sabía cómo, le habían acudido a los labios, brotándole del mismo corazón. Entonces se dio cuenta de que ni sus dudas ni la imposibilidad de creer con la razón le impedían dirigirse a Dios. Todas esas vacilaciones habían desaparecido de su alma como si fueran polvo. ¿A quién iba a dirigirse sino a Aquél en cuyas manos estaban su amor, su alma y su vida entera?
Con todas las fuerzas físicas en tensión y un sentimiento claro de cuál era su deber, Levin tomó la resolución de partir a pie antes de que acabaran de enganchar el caballo, no sin antes ordenar a Kuzmá que lo siguiera en el coche.
En la esquina se encontró con un trineo nocturno que avanzaba veloz. En el interior viajaba Yelizaveta Petrovna.
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —exclamó Levin con entusiasmo, después de reconocer el rostro menudo y los cabellos rubios de la comadrona, que en esos momentos tenía una expresión particularmente seria, incluso severa. Sin pedir al cochero que se detuviera, corrió a su lado, desandando el camino.
—Entonces, ¿hace sólo dos horas? ¿Nada más? —preguntó la comadrona—. Encontrará usted en casa a Piotr Dmítrevich, pero no le meta prisa. Y no se olvide de comprar opio en la farmacia.
—¿Cree usted que saldrá todo bien? ¡Señor, perdónanos y ayúdanos! —exclamó Levin, al ver salir por el portón a su caballo. Montó en el trineo de un salto, al lado de Kuzmá, y le ordenó que se dirigiera a casa del médico.