I

Los Levin llevaban viviendo en Moscú ya más de dos meses. Hacía mucho que había pasado el plazo en el que, según los cálculos de las personas que entendían de esas cosas, Kitty debería haber dado a luz. Pero todo seguía igual y nada hacía pensar que el momento estuviera más cercano que hacía dos meses. El médico, la comadrona, Dolly, su madre y, sobre todo, Levin, que no podía pensar sin horror en el inminente acontecimiento, empezaban a sentirse impacientes e inquietos. Sólo Kitty se sentía completamente serena y feliz.

La criatura que estaba a punto de nacer y que ya casi existía para ella había despertado en su interior un nuevo sentimiento de amor al que se entregaba con regocijo. Ya no era sólo una parte de la madre, sino que a veces vivía una vida independiente. Y, a pesar de los dolores que le causaba, Kitty sentía ganas de reír, llena de una alegría novedosa y extraña.

Todas las personas a las que quería estaban a su lado, se mostraban amables y solícitas, la colmaban de atenciones. De no haber sabido y sentido que la situación estaba a punto de terminar, no habría podido desear una existencia mejor y más agradable. Lo único que ensombrecía el encanto de esa vida era que su marido no parecía el mismo hombre del que se había enamorado y se comportaba de un modo muy distinto a como lo había hecho en el campo.

Le gustaba el tono sereno, cariñoso y amable que empleaba en el campo. En la ciudad, en cambio, parecía siempre inquieto y vigilante, como si temiera que alguien le faltara el respeto o, peor aún, ofendiera a Kitty. En el campo se sentía en su ambiente, nunca se apresuraba, jamás estaba mano sobre mano. Aquí, en cambio, siempre andaba con prisas, como si no quisiera perderse algo, pero lo cierto era que no hacía nada. Y Kitty le compadecía. Sabía que a los demás no les inspiraba lástima; al contrario, cuando lo examinaba en sociedad, como a veces se examina a una persona querida tratando de verla como si fuera desconocida, para averiguar la impresión que causa en los demás, se daba cuenta (a veces con temor, tan celosa era) de que, lejos de inspirar lástima, resultaba muy atractivo, gracias a su probidad, a su cortesía tímida y algo pasada de moda con las mujeres, a su recia figura y, sobre todo, según le parecía a ella, a su expresivo rostro. Pero Kitty no lo veía desde fuera, sino desde dentro, y se daba cuenta de que allí no era él mismo. No se le ocurría un modo mejor de describir su situación. A veces le reprochaba en su fuero interno que no supiera vivir en la ciudad; otras, en cambio, reconocía que le sería realmente difícil organizar allí su vida de un modo satisfactorio.

Y, en realidad, ¿qué podía hacer? No le gustaba jugar a las cartas. No iba al casino. Kitty sabía ahora lo que significaba relacionarse con hombres alegres como Oblonski: beber y luego frecuentar ciertos lugares. No podía pensar sin horror en esos sitios a los que iban los hombres en tales ocasiones. ¿Frecuentar la sociedad? Pero no ignoraba que en ese caso disfrutaría de la compañía de mujeres jóvenes, y Kitty no podía desear tal cosa. ¿Quedarse en casa con ella, con su madre y con sus hermanas? Pero, por muy agradables y alegres que le parecieran a ella esas conversaciones siempre idénticas —Alinas y Nadinas[1], como llamaba el viejo príncipe a esas charlas entre hermanas—, sabía que su marido las encontraba aburridas. ¿Qué podía hacer entonces? ¿Seguir trabajando en su libro? En un principio lo había intentado. Los primeros días había ido a la biblioteca para tomar datos y recopilar información. Pero, como le había dicho él mismo, cuanto menos hacía, menos tiempo libre le quedaba. Además, se quejaba de que en Moscú hablaba demasiado de su libro, con el resultado de que se le habían embrollado todas las ideas y había perdido el interés.

La única ventaja de la vida en la ciudad era que nunca discutían. Ya fuera porque las condiciones de vida eran distintas o porque ambos se mostraran más prudentes y razonables, el caso es que en Moscú no discutían nunca por culpa de los celos, algo que les había preocupado mucho antes de su traslado.

En ese sentido, se produjo un acontecimiento que fue muy importante para los dos: el encuentro de Kitty con Vronski.

La vieja princesa Maria Borísovna, madrina de Kitty, que siempre la había querido mucho, expresó el deseo de verla. El estado de Kitty no le permitía ir a ninguna parte, pero decidió visitar a la respetable anciana en compañía de su padre, y allí se encontró con Vronski.

Lo único que Kitty pudo reprocharse de ese encuentro fue que en el momento en que vio a Vronski vestido de paisano y reconoció esos rasgos antaño tan familiares, se le cortó la respiración, la sangre le afluyó al corazón y un intenso rubor cubrió su rostro. Pero eso sólo duró unos segundos. Antes de que su padre acabara de hablar con Vronski, a quien se dirigió a propósito en voz alta, ella estaba ya completamente preparada para mirarle y conversar con él, en caso de que fuera necesario, con la misma naturalidad con que lo habría hecho con la princesa Maria Borísovna, y, sobre todo, para que hasta la mínima entonación y la más sutil sonrisa merecieran la aprobación de su marido, cuya presencia invisible creía presentir a su lado en ese momento.

Intercambió con él algunas palabras y hasta sonrió muy tranquila cuando Vronski bromeó sobre las elecciones, que llamó «nuestro parlamento». (Había que sonreír para poner de manifiesto que se había comprendido la broma). Pero en seguida se dirigió a la princesa Maria Borísovna y no volvió a mirarle hasta que se levantó para despedirse; entonces levantó los ojos hasta él, pero sólo porque habría sido una descortesía no mirar a un hombre que se inclina delante de ti.

Agradeció a su padre que no mencionara su encuentro con Vronski, pero, por la especial ternura que le mostró después de la visita, durante el paseo habitual, comprendió que estaba contento de cómo se había portado. También ella estaba satisfecha de sí misma. Jamás había sospechado que tuviera las fuerzas suficientes para ahogar en lo más profundo de su corazón el recuerdo de sus anteriores sentimientos por Vronski, y no sólo aparentar indiferencia y calma en su presencia, sino sentirlas de verdad.

Levin se ruborizó mucho más que ella cuando le comunicó que había coincidido con Vronski en casa de la princesa Maria Borísovna. Le resultó muy difícil decírselo y aún más contarle los detalles del encuentro, ya que él, en lugar de hacerle preguntas, se limitaba a mirarla con el ceño fruncido.

—Lamento mucho que no estuvieras allí —dijo Kitty—. No en la misma habitación, claro… No habría podido mostrarme tan natural en tu presencia… Ahora mismo me ruborizo más, mucho más —añadió, enrojeciendo hasta las lágrimas—. Pero me habría gustado que lo hubieras visto por una ranura.

Esos ojos sinceros confirmaron a Levin que Kitty estaba satisfecha de sí misma. A pesar de haberse ruborizado, se tranquilizó en seguida y empezó a hacerle preguntas, que era lo que ella quería. Una vez que se enteró de todo, hasta del detalle de que en un primer momento no pudo por menos de ponerse colorada, aunque después se mostró tan desenvuelta y natural como con cualquier otra persona, Levin recobró su buen humor, le dijo que se alegraba mucho y que, a partir de ese momento, no se comportaría de un modo tan estúpido como lo había hecho durante las elecciones. Al contrario, en cuanto volviera a coincidir con él, trataría de ser lo más amable que pudiera.

—Es muy desagradable temer encontrarse con un hombre y considerarlo casi un enemigo —dijo Levin—. Me alegro mucho, mucho.