XXVI

En septiembre Levin se trasladó a Moscú para que Kitty diera a luz allí. Llevaba ya un mes viviendo en completa ociosidad cuando Serguéi Ivánovich, que tenía una finca en la provincia de Kazhin y mostraba un gran interés en las inminentes elecciones, se dispuso a partir para el campo e invitó a su hermano a que lo acompañara, pues tenía derecho a votar en el distrito de Seléznevsk. Además, tenía que ocuparse allí de unos asuntos de gran importancia para su hermana, que residía en el extranjero, relacionados con una tutoría y el cobro de un dinero por la cesión de unas tierras.

Levin no acababa de decidirse, pero Kitty, viendo que se aburría en Moscú, le aconsejó que se fuera y le encargó a escondidas el uniforme de delegado de la nobleza, que le costó ochenta rublos. Ese dispendio fue la principal razón de que Levin acabara decidiéndose a acompañar a su hermano.

Levin llevaba ya seis días en Kazhin, acudiendo cada día a las sesiones y atendiendo a los asuntos de su hermana, que no acababan de resolverse. Todos los mariscales de la nobleza estaban ocupados con las elecciones y no había manera de arreglar ese asunto tan sencillo, que dependía de una tutela. En la otra cuestión, el cobro del dinero, también se encontró con dificultades. Después de arduas gestiones para superar las trabas que obstaculizaban todo el asunto, el dinero estaba listo para el pago. Pero el notario, un hombre muy servicial, no pudo entregarle el talón, porque se necesitaba la firma del presidente, que se había marchado para participar en las sesiones sin haber delegado en nadie. Todas esas gestiones, esas idas y venidas de un lugar a otro, esas conversaciones con personas muy bondadosas y amables, plenamente conscientes de la enojosa posición del solicitante, pero al mismo tiempo incapaces de ayudarle, toda esa tensión que no conducía a ningún resultado, producían en Levin una penosa impresión, semejante a la irritante impotencia que se experimenta en sueños cuando se quiere hacer uso de la fuerza física. A menudo le asaltaba tal sensación cuando hablaba con su apoderado, que era un pedazo de pan. Daba la impresión de que el hombre hacía cuanto estaba en su mano y se estrujaba el cerebro para sacar a Levin del apuro. «Vaya usted a este sitio o ese otro —le había dicho en más de una ocasión, y trazaba un minucioso plan para salvar ese fatal obstáculo que lo estaba entorpeciendo todo. No obstante, al punto añadía—: Seguirán en sus trece, pero hay que intentarlo». Levin seguía su consejo e iba a ver a unos y a otros. Todos eran bondadosos y corteses, pero el resultado siempre era el mismo: el obstáculo que se quería evitar acababa apareciendo de nuevo, cerrándole el paso. Lo que más le molestaba era que no entendía contra quién estaba luchando, a quién podía beneficiar que sus asuntos no se resolviesen. Por lo visto, era algo que nadie sabía, ni siquiera el apoderado. Si Levin hubiera podido comprenderlo, como comprendía que para llegar a la ventanilla de la estación había que respetar la cola, la situación no le habría parecido tan ofensiva e irritante. Pero nadie pudo explicarle a qué obedecían los impedimentos con los que se había topado.

Pero Levin había cambiado mucho desde que se había casado. Era paciente y, aunque no entendía semejante estado de cosas, se decía que no podía juzgar sin conocer todos los detalles, que alguna razón debía de haber, y procuraba no soliviantarse.

Ahora, al tomar parte en las elecciones, intentaba también no condenar ni discutir, y hacía cuanto podía por comprender un asunto que personas honradas y dignas, a quienes profesaba un profundo respeto, se tomaban con tanta seriedad y entusiasmo. Desde el día de la boda, había descubierto muchos aspectos de la vida importantes y novedosos, que antes, por culpa de la superficialidad con que los había considerado, se le habían antojado insignificantes. Por eso suponía que también ese asunto de las elecciones revestía una enorme importancia, y trataba de comprenderlo más a fondo.

Serguéi Ivánovich le explicó el sentido y el alcance de esas elecciones, que suponían toda una revolución. Snetkov, el mariscal de la nobleza de la provincia, en cuyas manos la ley había confiado tantos asuntos relevantes de interés general —las tutorías que tantos disgustos estaban costando a Levin, los enormes fondos de la nobleza, los institutos masculinos y femeninos, la escuela militar, la educación pública propuesta por la nueva legislación y, por último, la asamblea rural—, era un aristócrata de viejo cuño, que había derrochado una enorme fortuna, hombre bondadoso y honrado a su manera, pero incapaz de entender las exigencias de los nuevos tiempos. En todo tomaba partido por la nobleza, se oponía frontalmente a la difusión de la instrucción pública y atribuía a la asamblea popular, destinada a desempeñar un papel tan importante, carácter de clase. Había que poner en su lugar a un hombre joven, práctico, completamente nuevo, con mentalidad moderna, capaz de extraer de los derechos otorgados a los nobles, no en su condición de tales, sino como miembros de la asamblea rural, todas las ventajas de autogobierno que fueran posibles. En la rica provincia de Kazhin, que siempre había ido a la cabeza en todo, se habían acumulado tantas fuerzas que, si las cosas se llevaban de la manera debida, podía servir de ejemplo no sólo para otras provincias, sino para el conjunto de Rusia. De ahí la enorme relevancia de todo el proceso. Para reemplazar a Snetkov como mariscal de la nobleza se barajaban los nombres de Sviazhski o, mejor aún, de Nevedovski, antiguo catedrático, hombre de inteligencia notable y gran amigo de Serguéi Ivánovich.

El encargado de inaugurar la asamblea fue el gobernador, que pronunció un discurso dirigido a los nobles en el que les conminaba a elegir a sus representantes no por razones de índole personal, sino teniendo en cuenta los méritos y el bien de la patria y en el que expresaba la esperanza de que la ilustre nobleza de Kazhin cumpliera religiosamente con su deber, como había hecho en elecciones anteriores, justificando de ese modo la confianza que el monarca había depositado en ella.

Una vez concluido su discurso, el gobernador abandonó la sala, entre las ruidosas, animadas y, en algunos casos, hasta entusiastas aclamaciones de los nobles, que lo siguieron y lo rodearon mientras se ponía la pelliza y hablaba amistosamente con el mariscal de la nobleza. Levin, que deseaba enterarse de todo y no quería perderse nada, se unió a la muchedumbre y escuchó las palabras del gobernador: «Haga el favor de trasmitirle a Maria Ivánovna las disculpas de mi mujer. Es que tenía que visitar un orfanato». Y a continuación los nobles se pusieron alegremente las pellizas y se dirigieron a la catedral.

Una vez allí, Levin, levantando el brazo como los demás y repitiendo las palabras del arcipreste, prestó los más terribles juramentos, comprometiéndose a no defraudar las esperanzas del gobernador. Las ceremonias religiosas siempre le habían impresionado; por eso, cuando pronunció las palabras: «Beso la cruz», y contempló la multitud de viejos y jóvenes, que repetían la misma fórmula, se sintió conmovido.

El segundo y el tercer día las sesiones se ocuparon de los fondos de la nobleza y de los institutos femeninos, cuestiones que, como le explicó Serguéi Ivánovich, no revestían ninguna importancia; Levin, ocupado con sus asuntos, no asistió. El cuarto día, en torno a la mesa presidencial, se procedió a revisar las cuentas de la provincia. Y fue entonces cuando se produjo el primer encontronazo entre el partido nuevo y el viejo. La comisión encargada de verificar las sumas informó a los asistentes de que todo estaba en orden. El mariscal de la nobleza se puso en pie, agradeció a los nobles la confianza que le manifestaban y hasta vertió unas lágrimas. Los nobles lo aclamaron a voces y le estrecharon la mano. Pero en ese momento un miembro del partido de Serguéi Ivánovich dijo que, según sus noticias, la comisión no había verificado las cuentas, pues lo había considerado ultrajante para el mariscal de la nobleza. Uno de los miembros de la comisión cometió la imprudencia de confirmar esa sospecha. Entonces un señor de baja estatura, de aspecto muy joven y lengua viperina, dijo que probablemente el mariscal de la nobleza estaba deseoso de ofrecer un informe sobre el estado de las cuentas y que la excesiva delicadeza de los miembros de la comisión le habían privado de esa satisfacción moral. Entonces los miembros de la comisión retiraron su informe, y Serguéi Ivánovich pasó a demostrar, por medio de argumentos lógicos, que no había más que dos opciones: reconocer que se había procedido a la revisión de las cuentas o admitir que no se había efectuado comprobación alguna, y se puso a desarrollar en detalle el dilema. A Serguéi Ivánovich le replicó el portavoz del partido contrario. Luego intervino Sviazhski y a continuación el señor de la lengua viperina.

El debate se prolongó un buen rato y no condujo a ningún resultado. Levin estaba sorprendido de que discutieran tanto sobre ese tema, en especial porque, cuando le preguntó a Serguéi Ivánovich si sospechaba una malversación de fondos, éste le respondió:

—¡Oh, no! Es un hombre honrado. Pero había que acabar de una vez con esa manera anticuada y patriarcal, más propia de una familia, que tiene la nobleza de tratar los asuntos.

Al quinto día se procedió a la elección del mariscal de distrito. Fue una jornada bastante tormentosa en algunas comarcas. En la de Seléznevsk, Sviazhski resultó elegido por unanimidad. Ese mismo día ofreció una comida en su casa.